California

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ésar no se llevaba bien con la soledad. Era, como todos los O’Malley, un hombre sociable, congénitamente familiar, que no entendía la vida sin el arraigo doméstico y el reconfortante rumor de los otros. Desde niño siempre había formado parte de algo. Del club de campo La Pineda. De los equipos de balonmano y baloncesto del colegio San José. De la jubilosa pandilla de Napa. Del staff de monitores júniores del campamento Stardust. De la promoción del ochenta y cinco de la universidad Pontificia Comillas. Del personal de Asediv y J. P. Morgan. Y, sobre todo, de un tupido clan familiar que para él arrancaba en el ático de la calle Argensola —el centro gravitatorio de sus afectos— y se extendía como una gran hiedra verde, con un sinfín de convergencias, cruces y ramificaciones, por Valladolid y por los valles vinícolas de California. La mera idea de quedarse solo, de perder el ancla y verse un día a la deriva, desgajado de sus vínculos primordiales, le producía un temor vertiginoso que, como su renuencia a hacer promesas, tenía su origen en algo que le había sucedido en la infancia. Tenía siete años y estaba en Disneylandia con su tío Conor y media docena de primos. Hacía mucho calor. El sol blanco de julio caía recio sobre el parque, deslavando el color de las atracciones y obligando a los visitantes a transitar aglomerados bajo los toldos de las tiendas de Main Street. Camino de la isla de Tom Sawyer —en cuya espesura, les había dicho el tío Conor, se escondía un tesoro pirata—, César se detuvo a observar a un niño en silla de ruedas que parecía estar esperando a alguien a la puerta de una heladería. Era más o menos de su edad y no tenía pelo ni cejas, lo que, unido a su pálida languidez, le daba un aspecto inquietante, de criatura ultramundana. Llevaba puesta una amplia camiseta amarilla, unos vaqueros recortados y unas zapatillas de baloncesto Converse All Star rojas. Tenía las manos apoyadas en las ruedas de la silla, para contrarrestar la leve inclinación de la acera, y miraba a su alrededor con una curiosidad triste. Sobre sus rodillas descansaban una careta de Pluto y una gorra azul de los Mariners, el equipo de béisbol de Seattle.

Agraciado con una salud robusta y una complexión sin mermas, César mantenía con las taras físicas una relación puramente especulativa. En alguna ocasión, en la intimidad de su cuarto, había jugado a imaginar que era ciego. Cerraba los ojos con fuerza, giraba sobre sí mismo y trataba de reorientarse palpando las cosas. Así se hacía una idea de lo que significaba vivir en la negrura. Como Daredevil, que había perdido la vista debido a una sustancia radioactiva. O como el señor Barrasso, un vecino del valle a quien su madre y él veían con frecuencia en el centro comercial Waterloo, tanteando el suelo con un bastón blanco. También se había infligido sorderas momentáneas. Se tapaba los oídos con los dedos y trataba de descifrar lo que le decían o lo que ocurría en la pantalla del televisor. Incluso había experimentado con la parálisis, aunque no de forma voluntaria. Algunas mañanas —en especial cuando dormía boca abajo—, la mente se le despertaba antes que el cuerpo y durante varios angustiosos segundos le resultaba imposible moverse para cambiar de postura. Todos sus esfuerzos eran inútiles. Por más que se concentraba, por más órdenes que enviaba a los brazos, a las piernas, al cuello, no lograba darse la vuelta en la cama. El marasmo se disolvía despacio, como un terrón de azúcar en un vaso de leche fría. El entumecimiento se disipaba y, por fin, los músculos salían de su letargo. Gracias a esos juegos y experiencias, César había llegado a intuir los abismos de la ceguera, la sordera y la inmovilidad, pero nunca hasta aquella mañana de julio se había parado a pensar en lo distintos que serían sus días si, como el niño de la silla de ruedas, él también estuviera enfermo. Imaginó una vida sin béisbol ni baños en la piscina. Una vida sin bicicletas, sin fútbol americano, sin peleas en broma con sus primos. Observó fijamente las zapatillas rojas y se sintió aturdido por su incongruencia. Eran las mismas que calzaba Julius Erving, el rutilante alero de los New York Nets. Las mismas con las que danzaban sobre la cancha Nate Archibald, Kareem Abdul-Jabbar, Bob McAdoo, Wilt Chamberlain y tantas otras estrellas de la liga profesional de baloncesto. Unas zapatillas de héroe, pensó César, hechas para volar, no para languidecer en los pies de un niño que ni siquiera caminaba. Sintió un vacío en el pecho, un súbito desmoronamiento del ánimo que aún tardaría un tiempo en aprender a etiquetar como pena. Pena por aquel niño pelón. Por su precariedad. Por su cuerpo sin suerte. Por la cruel futilidad de sus zapatillas. De la heladería salió entonces una mujer que sostenía un helado de fresa. Se inclinó sonriente sobre el niño y acercó la bola cremosa a sus labios. El niño la lamió con prudencia. Luego agarró el cono de barquillo y se volvió hacia César. Avergonzado, cogido por sorpresa en su examen indiscreto, César apartó los ojos. Cuando volvió a mirar un momento más tarde, el niño y la mujer se habían ido.

Entonces se dio cuenta de que estaba solo. Ajenos a su curiosidad, el tío Conor y los primos habían seguido su camino hacia la isla de Tom Sawyer. Los buscó con la vista en la calzada ardiente y en la celosía de luces y sombras que el sol tejía tras su paso por los toldos, pero no halló rastro de ellos. Por la acera discurría un espeso torrente de familias acaloradas. Iban de un lado a otro resoplando entre risas, abanicándose con el mapa del parque, alzando la visera de sus gorras para enjugarse el sudor de la cara. Entraban y salían de las tiendas de recuerdos. Hacían cola a la puerta de los restaurantes. Se agolpaban ante los carritos de refrescos y granizados. Su murmullo reverberaba como un río henchido en el fulgor de la mañana hirviente. Tras unos instantes de duda, César decidió que lo mejor era quedarse donde estaba. Vadeó el gentío y, convencido de que vendrían por él enseguida, ocupó el espacio que hasta hacía unos instantes había ocupado el niño de la silla de ruedas. Apoyó la espalda en la pared, cruzó los brazos y esperó diez minutos eternos. Al comprobar que nadie venía a buscarlo, empezó a sentirse inquieto. Se apartó de la pared y echó a andar a través del bullicio. Treinta metros más arriba se acabaron la acera y los toldos. Poseído por una angustia creciente, alcanzó de un salto la calzada y rompió a correr sin rumbo bajo las blancas manotadas del sol. Bordeó el castillo de la Bella Durmiente, dejó atrás el tiovivo del rey Arturo, cruzó los dominios rosáceos de las princesas de Disney y, acongojado por la certeza de que nunca volvería a reunirse con los suyos, de que pasaría el resto de su vida en soledad, deambulando como un fantasma infantil en aquel purgatorio incandescente, se detuvo a tomar aire ante dos casas de equilibrios imposibles. Todo en ellas era curvo e inclinado, como si estuvieran hechas de gelatina blanda, como si más que casas fueran en realidad enormes pasteles a punto de derrumbarse. «¡Tío Conor!», clamó espantado, con la voz rota por el pánico y la falta de aliento. Su grito sobresaltó a varias familias que aguardaban turno junto a la ondulada valla del jardín. «¿Te has perdido, hijo?», preguntó un hombre tripudo, de tez encendida. «Pobrecito», se lamentó una mujer rubia mientras limpiaba con un clínex las mejillas manchadas de chocolate de una niña vestida de Blancanieves. «¡Tío Conor!», volvió a clamar César, ojeando el entorno con desmayo. Se disponía a arrancar de nuevo cuando, de pronto, apareció Mickey Mouse. Franqueó la puerta ovalada de una de las casas, salvó ágilmente los peldaños del porche y, ante la mirada atónita de los niños que esperaban, se acercó a él y le dijo: «Hola, amiguito. ¿Te ayudo a buscar a tus padres?». Llevaba puestos un frac negro, un pantalón rojo, una gran pajarita dorada y unos zapatones redondos y brillantes como bolas de bolos. «Ven conmigo», añadió en el tono entusiasta de los dibujos televisivos, y extendió hacia él una mano grande enfundada en un guante de algodón blanco. César sintió en la cabeza y en la parte posterior del cuello los coléricos pellizcos del sol. Miró a Mickey Mouse y, lejos de calmarse, experimentó un pavor sin precedentes. El bochorno y el vértigo de la soledad, de saberse condenado al vacío, habían transmutado a la amable mascota en un engendro de cabeza hipertrofiada y sonrisa feroz. «No quiero», acertó a decir con el rostro fruncido, listo para el llanto. Entonces se unió a ellos Minnie Mouse. Salió dando saltitos de la segunda casa de gelatina, se recogió con cuidado las puntas del vestido, se arrodilló delante de César y preguntó qué le pasaba a ese niño tan guapo. Llevaba un lazo en la cabeza —rojo con lunares blancos, como el vestido— y tenía unas pestañas largas y expresivas, pero su sonrisa era igual de turbadora que la de Mickey. Igual de feroz. Aterrorizado, César se echó a llorar. Retrocedió con cautela unos pasos, sollozando, sorbiendo ruidosamente por la nariz. Antes de que los monstruos pudieran acercarse de nuevo, se dio la vuelta y huyó. Corrió a toda velocidad un trecho, hasta que el calor lo dejó de nuevo sin aire. Luego siguió andando, con el corazón en la boca y la vista nublada por las lágrimas. El parque había cambiado. El terror lo había convertido en una ciénaga sin inocencia, infestada de trampas y demonios. Pasó junto a un huerto macabro en el que crecían calabazas con dientes y campanas de sangre. Fue testigo de cómo eclipsaba el sol una horrífica bandada de elefantes alados. Sufrió la mirada adusta de una mujer vestida de negro que se agazapaba tras el cristal tintado de una ventana. Oyó gritos de espanto, bramidos ensordecedores, carcajadas siniestras, estallidos de armas de fuego. Sintió que el abandono lo engullía. Intuyó que de ahí en adelante solo habría congoja y desabrigo. Y entonces, ya sin fuerzas ni esperanza, los vio. Recortados por el bochorno contra un fondo azul lacustre, vio a sus primos y al tío Conor abrirse camino entre el gentío.

Ese lapso al garete marcó de forma decisiva su carácter de adulto. No hizo de él un hombre gregario —discriminaba con celo sus compañías y nunca seguía a ciegas las iniciativas ajenas—, pero le inoculó la necesidad de sentirse arropado, de saberse parte de un nido de afectos. Si llegó tan lejos en los negocios no fue tanto por su fiabilidad y su talento natural para seducir al dinero, como por la sólida red de querencias que lo mantenían erguido en la intemperie. Sin esa red —sin Mercedes, sin los niños, sin sus padres, sin el afectuoso clan de los O’Malley— lo más probable es que su vida hubiera sido un naufragio, una calamitosa prolongación del extravío de Disneylandia.

No es de extrañar, por tanto, que no le gustara dormir solo en los hoteles. Pese a lo mucho que viajaba, no había aprendido a congraciarse con la insípida igualdad de las habitaciones. Lo primero que hacía al entrar en ellas después de cumplir con sus compromisos, ya estuviera en Helsinki, en Abu Dabi o en Pekín, era llamar a casa por teléfono. Las voces de su familia recortaban la distancia y mitigaban el desamparo que, de forma inexorable, se apoderaba de él en aquellos hogares ficticios. Luego hacía lo que podía para olvidar que estaba solo, alejado de su núcleo, y conseguir que el tiempo corriera más rápido. Trabajaba un rato en el ordenador portátil. Consultaba el correo electrónico. Navegaba por Internet. Encendía el televisor y saltaba de un canal a otro, por encima de anuncios, noticieros y reality shows en idiomas inextricables, hasta que por fin se detenía en la CNN o en alguna comedia de situación en inglés. Si no había nada que lo preocupase, antes de las doce el sueño lo sorprendía tendido en la cama, en ocasiones vestido, con el mando a distancia en la mano y el ordenador abierto encima de la colcha.

Pero el desamparo que sintió aquella noche al entrar en la habitación del hotel Wellington fue distinto del que habitualmente lo asaltaba en sus viajes. Lo que cayó sobre él nada más insertar la tarjeta magnética en el interruptor fue mucho más que un vacío convocado por la distancia. Fue una orfandad en toda regla, un desvalimiento amargo, en carne viva, demasiado cerril como para dejarse apaciguar por las noticias del mundo o un episodio de Friends. Dejó la bolsa del ordenador sobre la banqueta acolchada que había al pie de la gran cama de matrimonio y, exhalando un suspiro, echó un vistazo a su alrededor. Era una habitación cuadrada, muy amplia, con una moqueta burdeos y paredes de color beis. En un rincón, iluminado por una lámpara de pie, descansaba un sillón claro con un estampado de hojas marrones y, junto a él, una mesita coronada por un jarrón de violetas frescas. Había también un espejo, un teléfono, tres fotograbados sepias de la Puerta del Sol, la Gran Vía y la iglesia de Los Jerónimos, un televisor plano, un sinfín de interruptores, un escritorio de madera oscura sembrado de impresos informativos, una silla de respaldo recto, un pequeño frigorífico y unas cortinas diáfanas de color crudo tras las que se percibía, amortiguado por el doble cristal de la ventana, el luminoso clamor de la calle Velázquez. Era el mismo confort neutro, pensó César con desánimo, en el que habían transcurrido tantas noches de su vida. Se quitó la gabardina y la echó con desgana sobre el respaldo de la silla. Luego se sentó en el borde de la cama y trató de poner orden en sus emociones, pero fue imposible. Chocaban unas con otras y se agolpaban a la puerta de su lucidez como cantos rodados en la boca de un embudo. El temor de que a Martín le hicieran daño se mezclaba con la inquietud por Sofía. De la fusión de ambos miedos surgía un desasosiego viscoso que, a su vez, se amalgamaba con el resquemor hacia Mercedes por tratarlo injustamente y obligarlo a pasar la noche fuera de casa. A la zozobra resultante se unían entonces la soledad y las sombras inconcebibles de un futuro sin familia. Abrumado por la masa compacta de sus tribulaciones, César se puso en pie y buscó refugio en las cosas pequeñas. Se duchó. Se puso el albornoz blanco y las zapatillas de felpa del hotel. Mandó a lavar la camiseta, los calcetines, la camisa y los calzoncillos. Pidió que le subieran a la habitación un sándwich de pollo a la mostaza y un botellín de Heineken que consumió sentado en el sillón, viendo en la televisión un episodio de House. Pero no logró zafarse de la mano invisible que le oprimía la garganta.

A las nueve y media hizo que le trajeran una guía telefónica y, con toda la zozobra intacta, buscó en ella el apellido Marbán. Había diez personas que lo llevaban en Madrid capital, pero solo dos tenían un nombre de pila que empezaba por E. La primera resultó ser un anciano llamado Evelio. Cogió el teléfono con un dígame suspicaz y afónico. Una vez aclarado el equívoco, sin embargo, recobró la voz y quiso seguir conversando. César lo imaginó solo en un piso oscuro, rodeado de polvo y fantasmas. Así iba a estar él en treinta años, vaticinó con angustia. Olvidado, desgajado del mundo, dispuesto a hablar con cualquiera.

—Perdone que le haya molestado —dijo, y al colgar tuvo la sensación de que estaba traicionando al anciano, de que estaba dando la espalda a un hombre que se ahogaba.

A la segunda llamada contestó una mujer con una voz diminuta, apenas audible.

—¿Enrique Marbán, por favor? —dijo César, y volvió a imaginar a Evelio en el centro de un salón tenebroso, mirando perplejo al teléfono mudo.

—¿De parte de quién?

—Soy César O’Malley.

En la línea se hizo un silencio opaco.

—¿Hola? —tanteó César.

—Sí, un momento, ahora se pone —dijo por fin la mujer.

Solo había una luz encendida en la habitación —la de la lámpara de pie—, lo que acentuaba el efecto nocturno y hacía que pareciese más tarde de lo que era. César se acercó a la ventana, apartó un poco la cortina y, con el teléfono pegado al oído, observó el tráfico. Ya no era tan denso ni tan impaciente como a las ocho. Los coches tomaban ordenadamente la curva de la calle Alcalá, pasaban murmurando junto al hotel y se perdían como reclutas cansados en la recta eterna de Velázquez. En la orilla opuesta de la calzada se alzaba un edificio de ladrillo de cinco plantas, con balcones de forja y gruesas molduras de color crema. César recorrió con la vista los rectángulos de luz que se abrían en su fachada. Vio a un hombre sentado en un sofá, envuelto en el parpadeo azul de un televisor. Vio a una mujer que planchaba. Vio un par de palomas picoteando unas petunias. Vio a un niño en pijama que, como él, miraba por la ventana.

—¿Sí? —dijo de pronto Enrique Marbán.

—Hola, soy...

—Ya sé quién eres. ¿Qué quieres?

César cerró la cortina y, al volverse hacia el interior de la habitación, notó que algo brillaba en la moqueta. Se acercó un poco, hasta donde le dejó el cable en espiral del teléfono, y comprobó que era un anillo dorado.

—Quería hablar de Quique —dijo, agachándose para cogerlo.

Asió el anillo entre los dedos índice y pulgar y lo examinó a la luz de la lámpara. Era bastante grande, por lo que supuso que era de hombre. En la cara exterior llevaba un dibujo en doble zigzag. En la interior, una inscripción que decía: Pedro & Eva 15~7~2008.

—Qué pasa con Quique —gruñó Enrique Marbán.

—No sé si lo sabe, pero hoy ha amenazado a mi hijo con partirle la cara si no le devuelve el reloj.

—Y tu hijo casi se hace pis en los pantalones.

—No es eso lo que tengo entendido.

—Tu hijo es un mariquita.

—¿Perdón?

—Pues lo que oyes. Que además de un ladrón, tu hijo es una nenaza.

César sintió un temblor en el estómago. Se volvió de nuevo hacia la ventana, apartó la cortina y buscó la calma en el fluir cadencioso del tráfico. Aquella llamada era un error, se dijo, manoseando distraídamente el anillo. Un callejón sin salida. Iba a colgar el teléfono cuando Enrique Marbán añadió:

—Igualito que su padre.

César alzó la vista hacia la casa de ladrillo. Las palomas, la mujer que planchaba y el hombre del televisor seguían donde antes, pero el niño del pijama había desaparecido. En su lugar quedaba un rectángulo lóbrego, una mancha de vacío en la fachada.

—Le agradecería que dejara de insultamos.

—No os insulto. Solo digo lo que es.

—Mire, no le conozco y no sé por qué se comporta así. La cuestión es que tenemos un problema y me gustaría solucionarlo de forma amigable.

—Pues dile a tu hijo que devuelva el reloj que ha robado.

—Mi hijo no ha robado nada.

—Quique dice que sí.

—Pues yo creo que miente. Lo más probable es que haya perdido el reloj y le esté echando la culpa a Martín.

—Mi hijo no miente.

—Y el mío no roba.

Al otro lado de la calle las palomas, aburridas de picotear las petunias, alzaron el vuelo. Su aleteo, inaudible para César, hizo que el hombre del sofá apartara la vista del televisor y se girara hacia la noche. Miró sin ver nada un momento, con el rostro teñido de un azul tembloroso. Luego se levantó, se rascó la cabeza y se fue. Más vacío, pensó César. Más ausencias.

—Estamos haciendo una montaña de un grano de arena. Son solo unos niños —dijo, y se sentó en la cabecera de la cama, junto a la mesilla de noche y la base del teléfono.

—Ese reloj era de mi padre, que en paz descanse. Se lo regalé a Quique en agosto, cuando cumplió diez años. Así que lo del grano de arena te lo parecerá a ti.

—Eso no quiere decir que fuera mi hijo quien se lo robara —dijo César y, con un leve clic de oro y madera, dejó la alianza en la mesilla.

—Tú dile que lo devuelva, y punto.

—No está siendo usted muy razonable.

—No tengo por qué serio.

César abrió hasta la mitad el cajón de la mesilla y observó su interior inhóspito. Ni una Biblia, ni un encendedor, ni una moneda, ni un bolígrafo olvidado. Solo una oquedad tersa, sin accidentes.

—No se puede devolver lo que no se tiene —murmuró y, una vez más, lamentó haber propiciado aquella conversación sin sentido.

—Pues entonces atente a las consecuencias.

—¿Me está amenazando?

—Vete a la mierda.

—¿Cómo dice?

—Además de mariquita, sordo. ¡Que te vayas a la mierda, hombre! —exclamó Enrique Marbán, y colgó de golpe el teléfono.

—¿Oiga? —dijo César, poniéndose en pie—. ¡Oiga!

Al no recibir respuesta, sintió un súbito ardor en las sienes y tuvo que contenerse para no lanzar el auricular contra el espejo. Cegado por la irritación, imaginó cómo el aparato abandonaba su mano y se estrellaba contra la superficie azogada con un estallido de vasos rotos. La violencia del impacto hacía que la carcasa de plástico se abriera en dos mitades. Una de ellas caía al suelo y derramaba sus tripas electrónicas sobre la moqueta. La otra, reclamada por la tensión del cable, chocaba contra una esquina del escritorio, se subía a la cama y quedaba inerte en el centro de la colcha, con los circuitos maltrechos y las venas de colores expuestas, como un animal abatido a cartuchazos. César respiró hondo y, apretando el auricular en la mano, contempló su imagen reflejada en el espejo incólume. Pensó en Evelio, invisible, atrapado sin solución en la soledad de su piso de espectros. Apartó otra vez la cortina y, con un nudo en la garganta, echó un último vistazo al edificio de enfrente. La mujer seguía planchando. Junto a ella, sobre una cómoda de madera clara, se alzaba una pila de camisas dobladas. El hombre del televisor había regresado al sofá. Sin dejar de mirar la pantalla, bebía de una taza naranja. César colgó el teléfono y cerró con cuidado el cajón de la mesilla. Luego se quitó el albornoz, lo dejó caer al suelo y se tumbó desnudo sobre la cama sin deshacer. De entre las brumas de su abatimiento surgió de pronto una frase que le había oído decir con frecuencia al abuelo Sean: «La soledad de un hombre se mide por el tiempo que tarda el mundo en saber que se ha muerto». En el caso del abuelo, recordó César cerrando los ojos, había sido cuestión de segundos. La tía Niina, quien prácticamente vivía con él desde el fallecimiento de la abuela Vilja, lo había dejado un momento en el porche para ir a la cocina a comprobar cómo iba el pastel de carne que estaba horneando para la cena, y al volver lo encontró inerte en el balancín, con las manos solapadas sobre el estómago y la mirada perdida para siempre en los viñedos. «Si yo me muriera ahora, nadie se daría cuenta hasta mañana al mediodía», pensó César consternado. Puede que vinieran antes a entregarle la ropa limpia o a hacer la habitación. Llamarían a la puerta y, alentados por el silencio, acabarían entrando, pero al verlo desnudo en la cama murmurarían una disculpa y se irían. Volverían más veces, hasta que al final alguien se atrevería a acercarse y daría la voz de alarma. Entre unas cosas y otras, Mercedes no se enteraría hasta la una, puede que más tarde. Casi catorce horas, calculó César abriendo los ojos y mirando el reloj. Si la teoría del abuelo Sean era cierta, eso era mucha soledad. De la calle llegó entonces el chirrido de un largo frenazo. César contuvo la respiración, clavó los dedos en la colcha y, con el cuerpo tenso, esperó el crujido del choque. Al no escuchar nada, se relajó y trató de apagar la lámpara. Accionó los interruptores que había alineados en la pared, entre la mesilla de noche y la cabecera de la cama. Tras varias pruebas infructuosas, tuvo que levantarse y apagar la lámpara tirando del cordón. Luego echó a un lado la colcha, se deslizó bajo las sábanas y, asistido por la oscuridad, hizo cábalas sobre la alianza perdida de Pedro y Eva. Quizás Pedro se la había quitado para ducharse y, al terminar, había olvidado ponérsela. Tuvo un día ajetreado —era, decidió César, un empresario en viaje de negocios—, y no la echó de menos hasta que, ya por la tarde, se sentó en el AVE que lo llevaba de vuelta a Valencia, Sevilla o Barcelona. Entonces sacó el teléfono móvil y buscó en Internet los números de los lugares donde había estado a lo largo del día. Llamó al hotel, al restaurante La Dorada, a la tienda de la estación de Atocha donde, antes de coger el tren, se había probado unos guantes, pero nadie supo darle razón del anillo.

Ahora, mientras César yacía en la cama, Pedro se acercaba a su casa en un taxi, angustiado, sin una idea clara de cómo iba a explicarse ante Eva. Pero había otras posibilidades, consideró César. Otras cosas que podían haber sucedido. Quizás Pedro no se había quitado la alianza para ducharse, sino para acallar los escrúpulos y poder meterse en la cama con una mujer que no era su esposa. O puede que, tras un año de exaltación y otro de decepciones, Pedro y Eva hubieran tenido en aquella habitación una bronca sin retomo. De ser así, el anillo arrojado a la moqueta no sería una joya perdida, sino el vestigio de una ruptura. Cansado de elucubrar, César se volvió sobre un costado y, aferrándose a la almohada, se puso en manos de la memoria. Se vio a sí mismo treinta y seis años antes, huyendo de Mickey Mouse en Disneylandia. Vio el huerto de Goofy. El carrusel de Dumbo. La caseta de tiro de Frontierland. El pequeño tren que recorría el bosque de Blancanieves y el castillo de la reina malvada. Como entonces, sintió que el abandono lo engullía, que su vida se acababa en aquel desabrigo impío. Aguzó la vista y, de pronto, ya sin fuerzas ni esperanza, los vio. En el centro mismo del vacío vio a Mercedes, a Sofía y a Martín regresando sonrientes de la isla de Tom Sawyer, recortados por el bochorno contra el fondo azul de la laguna.

A pesar del abatimiento, durmió de un tirón siete horas. Nada más cerrar los ojos cayó sobre él todo el cansancio acumulado durante la noche y el día anteriores y despertó en la misma postura en que lo había sorprendido el sueño. Por un momento pensó que estaba en casa y que no tenía más que alargar la mano para acariciar la cadera de Mercedes. Fue apenas un segundo, un lapso minúsculo en el que su vida fue otra vez la de antes. Una vida sin soledad ni descarrilamientos, sin disputas con hombrecillos dementes, sin exilios al sofá ni lágrimas a medianoche ni preservativos en el neceser. Pero enseguida recordó que estaba en el Wellington y la realidad se le agarró al torso desnudo con una fiereza animal. En el aire se agitaban los indicios de la mañana incipiente: el rumor amortiguado del tráfico, la luz nueva insinuándose en las sombras, el remoto aroma del café, el tintineo de un carrito de ruedas recorriendo el pasillo. Llamó a recepción y pidió que le subieran la ropa de la lavandería. Luego se duchó, se afeitó, se vistió y bajó a desayunar al salón Claridge. En el mostrador del bufé, mientras se servía un bol de cereales, se topó con Trevor Dunlop, uno de los dos clientes con quienes se había reunido la tarde previa en una sala del hotel. Al ver a César, Trevor alzó las manos en señal de sorpresa —en una de ellas sostenía un plato de huevos revueltos con beicon— y le dio los buenos días en un español defectuoso y retumbante.

—¿Qué tal, Trevor? —respondió César, simulando alegría.

—¿Estás con alguien? ¿Quieres acompañamos? —dijo Trevor, ahora en inglés, y señaló hacia una mesa ocupada por Zack Peterson, el otro cliente que había participado en la reunión.

Zack y Trevor trabajaban para la misma empresa —una compañía farmacéutica radicada en Florida—, y eran tan antitéticos que, vistos juntos, producían un efecto cómico. Trevor era un neoyorquino robusto y expansivo, de unos cincuenta años, con la tez rubicunda y el cabello cortado al rape, amante de la cerveza, los coches y los deportes televisivos. Zack era bajo, enjuto, moreno, retraído y al menos diez años más joven que su colega. Rara vez sonreía, y hablaba en un tono tan bajo que rozaba lo ininteligible. La tarde previa, cuando, al acabar la reunión, Trevor sugirió ir a tomar algo al bar inglés del hotel —tenían Bass, una de sus cervezas favoritas, y además quería saber cómo iba el partido entre el Arsenal y el Tottenham, que en esos momentos se estaba retransmitiendo por televisión—, Zack había aceptado con una sonrisa resignada, que decía a quien quisiera entenderlo —y Trevor, saltaba a la vista, no quería— que prefería hacer cualquier cosa antes que beber cerveza y ver el fútbol en compañía de un colega de la empresa y un experto en divisas a quien prácticamente acababa de conocer. César se preguntó qué haría esa pareja tan asimétrica, tan llamativamente dispar, en los tiempos muertos de sus viajes laborales, cuando los espacios en blanco de la agenda los obligaban a quedarse a solas el uno con el otro. ¿De qué hablaban entonces? ¿Cómo ahuyentaban el silencio? ¿Se enseñaban fotos de sus hijos? ¿Intercambiaban confidencias? ¿O se aferraban a la tabla de salvación del trabajo para no tener que hablar de sí mismos, de lo que eran cuando volvían a casa y se despojaban del maletín, el traje y la máscara de ejecutivos?

—No quiero molestaros —dijo, saludando a Zack con la mano.

Zack devolvió el saludo. Pareció dudar entre levantarse o no. Por fin se decidió por lo segundo. Cogió el cuchillo y el tenedor y, con aparente desgana, se puso a comer un cruasán.

—No es ninguna molestia, al contrario —aseguró Trevor.

La insistencia en que desayunara con ellos hizo a César sospechar que Trevor Dunlop se aburría con Zack Peterson. Seguramente no soportaba su seriedad y buscaba con urgencia un aliado, alguien que, aunque solo fuera por unos minutos, lo distrajera del tedio. Cualquier otra mañana, César habría aceptado la invitación. Se habría sentado con ellos e, interponiéndose en su disparidad, habría iniciado una conversación que los involucrara a ambos. Trevor le caía bien. Le agradaba su afabilidad y, sobre todo, el vigor con que abrazaba los placeres sencillos. Zack despertaba en él sensaciones contradictorias. Como a Trevor, le incomodaba su adustez, su falta de calor, pero al mismo tiempo lo respetaba por no tratar de esconder su carácter: siempre había admirado a quienes se sentían a gusto en su propio silencio. Y en ningún momento olvidaba que aquellos hombres eran sus clientes —había firmado con ellos un contrato muy lucrativo— y que, por lo tanto, iba en su propio interés que se fueran de Madrid satisfechos. Pero aquella mañana no se sentía con ánimo para interponerse en la disparidad de nadie. Además, tenía otros planes.

—Gracias, Trevor, pero tengo un poco de prisa —dijo.

—Otra vez será —dijo Trevor con resignación.

Se despidieron con un apretón de manos. César miró hacia la mesa para despedirse también de Zack, pero Zack estaba absorto en su cruasán y no le devolvió la mirada.

—Buen viaje —dijo y se fue a desayunar a un rincón alejado.

Comió deprisa, apurando los cereales a cucharadas llenas, mirando de reojo cómo, en el extremo opuesto del salón, Trevor y Zack vaciaban sus platos sin hablarse, como un matrimonio encallado en la rutina. Cuando acabó de desayunar, abandonó la mesa discretamente y se dirigió a la recepción. Mientras le preparaban la cuenta, metió la mano en el bolsillo del pantalón y palpó la alianza extraviada. Se le ocurrió que quizás no era una buena idea devolverla. Si lo hacía, al hotel le resultaría sencillo localizar a su dueño. ¿Y quién sabe qué consecuencias podía tener eso? ¿No era mejor desprenderse de ella y dejar que la vida siguiera su curso? Al fin y al cabo, ¿quién era él para inmiscuirse de esa forma en los asuntos de Pedro y Eva? El recepcionista quiso saber si había tomado algo del minibar. César dijo que no y, sacando la cartera del bolsillo interior de la chaqueta, le alargó el carné de identidad y la tarjeta de crédito. Cerca de la puerta, una mujer joven caminaba de un extremo a otro del hall. Consultaba el reloj. Se frotaba las manos. Se quitaba el pelo de la cara. El recepcionista puso sobre el mostrador el carné, la tarjeta y el recibo. César lo metió todo en la cartera y vaciló un instante. De pronto la mujer corrió hacia la puerta, abrazó a un hombre de pelo entrecano y se fue con él hacia los ascensores. «¿Todo bien, señor?», dijo el recepcionista. César sacó la alianza del bolsillo y se la entregó. «Alguien se dejó esto en la habitación», dijo. Luego se ajustó en el hombro la correa de la bolsa del ordenador y, con la gabardina bajo el brazo —tenía el coche al otro lado de la calle, en el parking subterráneo de Jorge Juan, y no merecía la pena ponérsela— salió a la calle y caminó hasta el cruce más próximo.

El miércoles había amanecido transparente y frío, con un regusto de asfalto y tierra húmeda impregnado en la brisa. El tráfico había resucitado. Tras la tregua nocturna, había vuelto a infectar la ciudad con su urgencia y sus pitidos. Por la acera discurría una marea de hombres y mujeres silentes. Entraban con prisa en los edificios. Bajaban absortos de los autobuses. Se cruzaban unos con otros sin mirarse. Desde el extremo sur de Velázquez, la masa vegetal del Retiro lo observaba todo tras la verja de hierro, como un preso madrugador y manso. El semáforo estaba en rojo. Mientras esperaba a que cambiara a verde, César advirtió en el asfalto las huellas de una frenada. Nacían unos metros antes del cruce, surcaban como dos tajos negros el paso de peatones y, tras un zigzag descontrolado, se extinguían en el chaflán de la calle Villanueva, junto a una jardinera de cemento llena de arbustos secos. Sobre el bordillo quedaban un jirón de neumático y una pequeña mancha de cristal pulverizado. El semáforo se abrió. Extrañado por no haber oído el impacto del coche desde la habitación del hotel, César atravesó la calzada y empezó a bajar la escalera del parking. A mitad de descenso se detuvo, se frotó la barbilla y trató de recordar el lugar exacto donde había dejado el coche. Por más que se esforzó, no logró recordarlo, de modo que tuvo que buscar planta por planta. Lo encontró en la última —la tercera—, casi oculto entre un monovolumen negro y un todoterreno cubierto de polvo.

El recorrido por la ciudad fue muy lento, una travesía exasperante, entorpecida a cada paso por los embotellamientos, los guardias y la impasible arbitrariedad de los semáforos. Subió a trompicones por Velázquez, dobló a la derecha en Goya y luego a la izquierda en Príncipe de Vergara, por la que avanzó tres kilómetros a duras penas, aturdido por el estruendo de los motores y el clamor de los bocinazos. A partir de la plaza de Perú, el tráfico perdió densidad. La calzada se abrió, como un mar bíblico de metal y asfalto, lo que permitió a César salvar el tramo final del trayecto a una velocidad razonable. Detuvo el coche frente al colegio del Recuerdo, al otro lado de la plaza del Duque de Pastrana, en un hueco que encontró ante la puerta de un bar llamado Imperial. Apagó el motor y miró a través de la ventanilla del copiloto. Eran las nueve menos diez y los alumnos empezaban a confluir en la plaza. Llegaban de todas las direcciones, solos y acompañados, a pie y en los coches de sus padres. Los más pequeños arrastraban mochilas de colores con ruedas. Tiraban de ellas con dificultad, tratando de acomodarlas a sus vaivenes erráticos. Los mayores, menos prácticos, más sensibles a la mirada de los demás —las ruedas en las mochilas eran cosa de niños—, llevaban las suyas colgadas del hombro con un descuido estudiado. Unos y otros se llamaban a gritos, reían, se agrupaban y, envueltos en el bullicio de su propia algarabía, se perdían de vista bajo el arco de hierro que llevaba a las aulas.

A las nueve menos cinco llegó el autobús escolar. Bajó por la avenida de Burgos, se detuvo con un resoplido exhausto junto al bordillo, abrió sus puertas y dejó que su ruidoso pasaje se derramara en cascada sobre la acera. Luego resopló de nuevo y se fue, indolente y regio, por la calle Mateo Inurria. César buscó a sus hijos entre la pequeña multitud que ahora bullía frente al colegio. Primero vio a Sofía. Estaba delante del anuncio de lencería de la marquesina e imitaba la postura de la modelo. Se abría la parka azul marino y, cambiando el peso del cuerpo de una pierna a otra, ensayaba poses coquetas. Apoyaba las manos en la cintura. Fruncía la boca. Se contoneaba. Esbozaba sonrisas de plástico. Era una representación burlona y, a la vez, muy seria. Se mofaba de la frivolidad de la modelo, pero dejaba claro que, si quisiera, podría hacer el trabajo mejor que ella. Dos amigas la observaban divertidas. Una era Blanca Lesmes. Vivía en la calle Campoamor y cogía el autobús escolar en la calle Génova, en la misma parada que Sofía. La otra era una adolescente pecosa, de cabello anaranjado, a quien César solo conocía de vista. En plena actuación, un muchacho alto y desgarbado se acercó por la espalda a Sofía, se inclinó sobre su hombro y le dijo algo al oído. Sofía soltó una carcajada picara. Luego se volvió, empujó en broma al muchacho y, olvidándose de sus amigas, echó a andar con él hacia el arco de hierro. ¿Quién era esa chica?, se preguntó César, perplejo, mientras la pareja se difuminaba en el gentío. Sus rasgos físicos eran los de Sofía, pero ahí terminaban las coincidencias. Quitando eso —el cabello rubio, la tez clara, la complexión atlética— la chica que acababa de ver no se parecía en nada a su hija. Ni a la de antes —la Sofía feliz de otros tiempos—, ni a la de ahora. La Sofía de antes no se reía de esa forma ni trataba con esa indiferencia a sus amigas. La de ahora no se reía en absoluto —de hecho, apenas hablaba— y desde luego no hacía imitaciones jocosas. ¿Quién era entonces esa muchacha? ¿Qué le había pasado a Sofía? En ese momento vio a Martín. Iba solo, con las manos hundidas en los bolsillos de la trenca, moviendo distraídamente los labios. Quizás tenía examen, pensó César, y como de costumbre repasaba en voz alta lo que había estudiado. O puede que estuviera afianzando en la memoria su papel de Sombrerero en Alicia en el País de las Maravillas. A escasos metros del arco se detuvo y miró a su alrededor extrañado, como si notara que lo estaban espiando. Luego reanudó el movimiento de la boca y, al igual que su hermana, se diluyó en el torrente de alumnos. César se reclinó en el asiento y respiró hondo. La fuerza centrífuga de los sucesos recientes lo había sacado a empujones de su propia vida. Desconcertado, expelido de su centro, ahora observaba a sus hijos desde fuera, desde el purgatorio gélido de quienes no existen del todo. Como un fantasma, pensó. Como alguien que mira por el ojo de una cerradura. A las nueve y cinco entró el último rezagado: un niño que, sin saber por qué, le recordó al que había visto desde la ventana del Wellington. La acera quedó desierta. César se bajó del coche y caminó hasta el colegio. Antes de cruzar la puerta se volvió hacia la plaza y buscó con la vista la furgoneta de Enrique Marbán. La buscó entre los coches aparcados, en la isleta de rayas blancas, a lo largo de la avenida de Burgos, en el sombrío callejón de los Morales. Pero no halló rastro de ella.

El colegio Nuestra Señora del Recuerdo era, al menos en parte, de construcción más reciente que el San José o la Universidad Pontificia Comillas —su edificio principal, el que albergaba las aulas de educación secundaria, era un bloque de ladrillo y cemento erigido en los años sesenta del siglo veinte—, pero entre sus muros se respiraba un optimismo y un rigor clerical parecidos. César tuvo suerte. Al identificarse y preguntar por el rector, la conserje —una mujer rechoncha, con aires de enfermera buena— le hizo pasar a una salita de espera y le aseguró con una sonrisa plácida que el padre Azpeitia lo recibiría enseguida. César dejó la bolsa del ordenador en una silla, echó encima la gabardina, se sentó en un butacón de cuero y cogió de un taco de revistas que había sobre la mesilla el número de otoño de Jesuitas. La foto de la portada mostraba, a la derecha y en primer plano, una estatua dorada de un hombre de larga barba tocado con un gorro extraño, una especie de birrete en forma de cono invertido que se asemejaba a una corona. En una mano sostenía un legajo enrollado en el que había inscritos unos ideogramas chinos. Al fondo de la imagen, a la izquierda, una pagoda amarilla y roja se elevaba con orgullo hacia un cielo impoluto, parecido, pensó César, al de aquella mañana de octubre. Superpuestos sobre la fotografía en gruesas letras blancas se incluían los títulos de tres artículos: «Internet vocacional», «Matteo Ricci, el amigo de China» y «El riesgo de ser joven». César abrió la revista. En la primera página, bajo una lista de las direcciones de la Compañía de Jesús en España, había una viñeta cómica. «Yo daría mi vida por Jesús porque le amo hasta el extremo», le decía una niña con coletas a un asno. «¿Y tu piruleta?», preguntaba el asno. «¡Nooo! —respondía la niña— ¡La piruleta es mía!» El chiste transportó a César a su infancia vallisoletana. Acababan de instalarse en el dúplex del paseo de Zorrilla y estaba arrellanado junto a la tata Práxedes en el sofá del den, viendo Bambi en la televisión. Bambi y su madre huían por un paisaje nevado de los disparos de unos cazadores. Con el apremio de la escapada, Bambi se despistaba y se internaba solo en la violácea espesura de un bosque. Corría con todas sus fuerzas entre las ramas negras de los árboles, hasta que por fin se detenía y, jadeando, creyéndose seguro, se daba la vuelta y decía: «¡Lo conseguimos! ¡Lo conseguimos, madre! Lo...». Pero la madre no estaba. De pronto empezaba a nevar. Asustado, aturdido por la súbita profusión de copos blancos, Bambi intentaba desandar sus pasos. Caminaba sin rumbo por el bosque, vacilando, yendo de aquí para allá, llamando una y otra vez a su madre ausente, hasta que por fin se encontraba con su padre, tétricamente silueteado en la nevada, quien, con una voz lúgubre, le anunciaba que su madre ya no podría estar más con él. César rompió entonces en un llanto incontenible. Se incorporó en el sofá, se abrazó a la tata Práxedes y le preguntó bañado en lágrimas si no podía morir él para que la madre de Bambi siguiera viviendo. La tata Práxedes lo envolvió en sus brazos pecosos y lo calmó con susurros y caricias. Los años, como es natural, habían enseñado a César a ser más comedido con ese tipo de ofrecimientos. Ya no estaba dispuesto a dar la vida por un dibujo animado —eso huelga decirlo—, pero tampoco por Dios, que, al contrario que para la niña de la viñeta, para él siempre había sido un ente borroso, demasiado abstracto como para hacer nada en su nombre. Mientras buscaba en la revista Jesuitas el artículo sobre el riesgo de ser joven, se preguntó por quién estaría dispuesto a dar la vida ahora, casi cuarenta años después de haber querido morir por la madre de Bambi. Pensó en Sofía. En Martín. En Mercedes. En sus padres. En sus hermanos. A partir de ahí, su generosidad se enfriaba. Encontró el artículo en la página catorce. No era, como él había esperado, un análisis universal de los peligros que acechan a la juventud, sino una descripción de las dificultades que tenían unos misioneros jesuitas para desarrollar su pastoral juvenil en Puerto Belice, una colonia guatemalteca quebrantada por la pobreza, la desintegración familiar y la violencia de las maras. El autor —el padre Francisco Iznardo— hablaba en las primeras líneas de Yolanda, una niña de quince años que vivía en el infierno. Su padrastro abusaba de ella desde los ocho años. Además maltrataba a su madre y a su hermano menor y se gastaba en aguardiente lo poco que ganaba recogiendo chatarra. ¿Cómo superar eso?, pensó César con lástima. ¿Cómo reconstruirse después de una destrucción tan absoluta? Se disponía a seguir leyendo cuando llegó el padre Azpeitia.

Entró de pronto en la salita y extendió hacia César una mano muy pálida.

—Cuánto tiempo, señor O’Malley —dijo.

Era menudo, calvo, y se movía con una fragilidad ágil, contenida, que le hacía parecer vigilante. Llevaba puesta una chaqueta azul marino, un jersey gris de cuello alto y unas gafas marrones a las que se asomaban unos ojos pequeños y precavidos, de un verde casi transparente. Al hablar se erguía una y otra vez de puntillas, como si quisiera redondear las palabras con un suplemento de altura. Se alzaba sobre la punta de los zapatos y, al alcanzar su talla máxima, descendía sobre los talones en un balanceo continuo.

—He tenido mucho trabajo —dijo César, levantándose del butacón y estrechando su mano.

Hacía meses que no veía al padre Azpeitia y semanas que no entraba en el colegio. Debido a las exigencias de OCM, había dejado que esa parte de la educación de sus hijos recayera casi por completo sobre Mercedes. Era ella la que, robándole horas a la galería, asistía a las reuniones informativas, la que se entrevistaba con los tutores y los profesores, la que acudía a las juntas de la asociación de padres de alumnos. Incluso sacaba ratos para echar una mano en las actividades extraescolares. El curso pasado había hecho de monitora en una excursión a La Granja de San Ildefonso y había ayudado a organizar la tradicional rifa navideña. César hacía lo que podía con el poco tiempo que le dejaba libre el trabajo. Si no se interponía un viaje o un compromiso imprevisto —que era lo habitual—, iba a la función de Navidad y llevaba a Martín a los partidos. Como los viajes matinales en coche, su participación en la vida escolar de sus hijos era, cuando menos, esporádica. A lo único que nunca había faltado, en compañía de Mercedes, era a las citas con la psicóloga para hablar de Sofía. En total habían sido cuatro, la última de ellas a principios de septiembre, al poco de empezar el curso. Desde entonces la psicóloga, convencida de que la causante de los trastornos era la pubertad y de que lo único que se podía hacer al respecto era esperar y querer más a Sofía, no había creído necesario reunirse de nuevo.

—Vamos a mi despacho, estaremos más cómodos —dijo el padre Azpeitia, sonriendo con cautela y tocando ligeramente el brazo de César.

A pesar de sus cuarenta y tres años y del peso indudable que había adquirido en el mundo, cada vez que entraba en aquel edificio, César se sentía como un colegial indefenso, susceptible de juicios y correcciones. Era como si la autoridad de los curas no tuviera fecha de caducidad, como si, por muchos años que pasaran y por más éxito que uno tuviese en la vida, uno nunca dejara de ser un alumno. Por un lado, esa sensación le irritaba. En la vida real, fuera de aquellos muros, era él quien marcaba las rutas —la suya y la de los que le rodeaban—, y le resultaba incómodo, incluso un poco humillante, tener que ceder esa prerrogativa, aunque solo fuera por un rato. Pero por otro, volver a ser un niño, una criatura inacabada, le permitía abandonarse, dejar que otros tomaran las riendas sin temer que se las arrebataran, igual que cuando se subía a un avión —pensó mientras seguía al padre Azpeitia por un pasillo reluciente— y se ponía en manos del piloto y las azafatas. En ese sentido, entrar en el colegio era para él un descanso.

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