California

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El despacho del padre Azpeitia daba al norte, a las canchas deportivas —desiertas a esa hora— y a los cuatro rascacielos del CTBA, que se alzaban como colosales agujas de cristal y hierro sobre las rojas cubiertas abovedadas de la estación de trenes de Chamartín. Era una habitación pequeña, de una austeridad monacal. La mayor parte del espacio lo ocupaba una mesa de madera oscura en la que reposaban un ordenador, un teléfono de oficina, un bote con bolígrafos y una bandeja portapapeles metálica. Quedaba sitio para poco más: un sillón con ruedas —en el que el padre Azpeitia se sentó murmurando «bueno, bueno...»—, una estantería llena de archivadores, dos sillas para las visitas y, casi perdido en la blanca desnudez de las paredes, un crucifijo plateado que trajo a la mente de César al hombre disfrazado de Jesucristo con quien se había topado el lunes en el fragor de la calle Montera. Por un instante —mientras, a instancia del padre Azpeitia, dejaba sus cosas en una silla y se sentaba en la otra—, lo vio de nuevo arrellanado en el escaparate de aquella zapatería, pintado de plata, mostrando a través de una nube de humo la dentadura mellada y el rojo ensalivado de sus encías. Se preguntó si aún estaría allí, fumando, vigilando su cruz de plástico. Una vez más, se preguntó si aquel Cristo ficticio, rodeado de prostitutas y vendedores de oro, ocultaba algún significado. El padre Azpeitia juntó las yemas de los dedos y quiso saber a qué debía el placer de esa visita. César tardó unos segundos en formular la frase que mejor condensaba sus motivos para estar allí.

—Estoy preocupado por Martín —dijo.

Luego dio su versión del conflicto que se había desatado entre su hijo y Quique Marbán. Habló del malentendido del reloj. De la acusación sin base. De las amenazas. Del incidente del lunes frente al colegio. De la desagradable conversación telefónica que había mantenido la noche previa con el padre de Quique. Mientras le escuchaba, el padre Azpeitia asentía en silencio, con los codos apoyados en la mesa y la boca oculta tras las manos enlazadas. Por fin suspiró, se reclinó en el respaldo del sillón y, en un tono grave, admitió que últimamente Quique Marbán estaba dando muchos problemas. Sus notas habían tocado fondo y cada vez estaba más agitado. Alborotaba en clase, se encaraba con los profesores y hacía poco se había pegado con un compañero en plena clase de Matemáticas. Se arrojó sobre él de repente, con tanta furia que el pupitre se volcó y acabaron los dos en el suelo, pataleando y dándose manotadas, enganchados como perros rabiosos.

—Al hermano Bonachía le costó trabajo separarlos, y eso que es un hombre fuerte —dijo el padre Azpeitia, arqueando las cejas y alzando un poco la barbilla—. Luego nos enteramos de que el otro chico se había metido con la madre de Quique. Según contaron los que se sentaban cerca, llevaba toda la clase picándole, diciéndole por lo bajo que estaba loca y le gustaba desnudarse en la calle.

Los expulsamos a los dos una semana. ¿No se lo dijo Martín?

—No recuerdo que comentara nada —dijo César, y se preguntó qué otras cosas no le comentaban sus hijos, qué porcentaje de sus cortas vidas se guardaban para sí, y por qué.

Dirigió la vista a la ventana y observó las cuatro torres de Chamartín, que parecían temblar como lanzas en la integridad pura del cielo. Entonces ocurrió algo extraño. Al devolver su atención al despacho, el padre Azpeitia había desaparecido. En su sillón estaba sentado el padre Tobías, con las gafas a media nariz, dibujando un pene de tiza en una pequeña pizarra. Cuando terminó le mostró a César el resultado —un bosquejo burdo, esquemático, como los grafitis de los baños públicos— y le preguntó si ya había empezado a masturbarse. El brusco salto al pasado, a los ritos de paso de su pubertad, dejó a César paralizado un instante.

—¿Se encuentra bien? —dijo el padre Azpeitia, que de pronto había vuelto al sillón y lo miraba extrañado desde el otro lado del escritorio.

César cayó en la cuenta de que nunca les había hablado a sus padres de la charla del padre Tobías. ¿Con qué cara iba a contarles que había un cura que los llamaba a su despacho para dibujarles un pene caricaturesco y decirles que masturbarse era pecado y conducía a la ceguera? Tampoco tenían noticia de su aventura con Samantha, ni del viaje que con dieciséis años había estado a punto de hacer a California para ver a Lisa McPherson, ni del episodio de Simancas, cuando pagó cien pesetas para tocarle los pechos a Davinia. «Todos tenemos secretos», pensó y, en respuesta a la pregunta del padre Azpeitia, asintió levemente con la cabeza. ¿Por qué sus hijos habían de ser diferentes?, se dijo. ¿Qué derecho tenía a esperar de ellos una sinceridad completa?

—¿Y es verdad? —preguntó.

—El qué.

—Que a la madre de Quique Marbán le gusta desnudarse en la calle.

—Son cosas de chicos. No sabe usted lo que se pueden llegar a inventar para insultarse unos a otros —dijo el padre Azpeitia sonriendo con indulgencia, enterrando un poco más a César en su agridulce condición de colegial perpetuo.

Una luz roja empezó a parpadear en el teléfono. El padre Azpeitia se disculpó, cogió el auricular, se lo acercó al oído y prestó atención.

—Enseguida voy —dijo al fin.

Luego colgó y, ajustándose las gafas con el dedo índice, miró a César distraído, como si ya no recordara el motivo de su conversación.

—No le entretengo más, padre —dijo César, levantándose y recogiendo el ordenador y la gabardina—. Solo quería ponerle al comente de lo que está pasando, a ver si podemos arreglarlo de algún modo.

El padre Azpeitia pareció pensar un momento. Entonces, levantándose a su vez del sillón, rodeó el escritorio, tomó a César por el brazo y lo guió con suavidad hacia la puerta.

—No se preocupe. Hoy mismo hablo con Quique. Y le voy a decir a la señorita Rebeca que llame a sus padres. Esto no puede seguir así.

Salieron juntos del despacho y se dirigieron a la conserjería. Aliviado por la resolución del padre Azpeitia, César comentó cuánto le recordaban esos pasillos a los del colegio San José de su infancia. Casi podía verse a sí mismo transitándolos, deslizándose por las baldosas enceradas, bromeando con sus amigos en los cambios de clase. El padre Azpeitia se detuvo un momento, lo cogió de nuevo del brazo e, irguiéndose sobre las puntas de los zapatos, le aseguró con tristeza que los tiempos habían cambiado mucho.

—Esto ya no es lo que era, señor O’Malley.

Se despidieron en la entrada, con agradecimientos mutuos y un apretón de manos. El padre Azpeitia consultó algo con la conserje y, despidiéndose de nuevo —esta vez con un gesto mudo—, echó a andar en dirección opuesta a la de su despacho. César cruzó la puerta de cristal y emergió a la mañana tersa. Respiró hondo. El aire sabía a pino, a leña recién cortada, a renacimiento. Por el camino arbolado que conducía a la calle tuvo una premonición optimista: a partir de ese momento, las cosas iban a volver a su cauce. Quique Marbán iba a dejar de molestar a Martín. Sofía iba a regresar de sus brumas. Mercedes iba a recapacitar y, al darse cuenta de lo absurdo que era todo, iba a dar por terminado aquel distanciamiento sin causa. Descendió la leve pendiente, franqueó el arco de hierro y salió a la acera al tiempo que un autobús urbano se detenía ante la marquesina con un lamento de frenos. De él bajaron una anciana encorvada y una joven con ropa gótica y el cabello teñido de azul. «Por aquí, abuela», dijo la joven en un tono amable, que no concordaba con su aspecto lúgubre, y ofreció el brazo para que la anciana se agarrase a él. Pasaron juntas frente al anuncio de lencería y, con una lentitud extrema, ascendieron por la avenida de Burgos, probablemente, intuyó César, rumbo a la cercana parroquia de San Miguel Arcángel. El autobús se marchó. El eco de su rugido se extinguió poco a poco, como el grito de un hombre que huye. César empezó a cruzar la plaza desierta. Entonces miró hacia su coche y se dio cuenta de que tenía las puertas y las ventanillas cubiertas por una maraña de rayones furiosos. Corrió hasta él y comprobó con estupor que los rayones eran solo el principio del destrozo. Todo el coche estaba lleno de abolladuras, como si alguien lo hubiera apaleado con un mazo o un bate de béisbol. La luna trasera, los intermitentes y los focos delanteros estaban rotos. Los espejos retrovisores pendían de sus cables como cadáveres sin tripas. En el suelo yacía un tapacubos deformado. Y sobre el parabrisas, con unas mayúsculas grandes y llenas de rabia, había escrita una palabra: LADRONES.

 

 

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