California

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espués de casi tres décadas sin contacto alguno, César O’Malley y yo nos habíamos vuelto a ver en Valladolid en junio de ese mismo año, durante los actos conmemorativos del vigésimo quinto aniversario de nuestra promoción del colegio San José. Yo no había asistido a ninguno de los cuatro encuentros que, a intervalos de cinco años, se habían celebrado hasta entonces. No porque no quisiera —guardo un buen recuerdo de mi paso por los jesuitas—, sino porque me lo impidieron la salud y la geografía. Tres de esos encuentros me cogieron fuera de España —de vacaciones y, si no recuerdo mal, en un viaje de trabajo—, y en el otro no pude estar debido a una gastroenteritis que me tuvo en cama varios días. Acudí al de dos mil diez con ilusión, pero también con cierta reserva. Seguía teniendo relación con mi pandilla de aquel entonces, el grupo con que trabé amistad cuando mi hermandad con César se extinguió, pero de los demás apenas sabía nada desde hacía un cuarto de siglo. Era mucho tiempo, mucha agua bajo el puente, y me inquietaban las desavenencias que pudieran surgir entre el presente y mi memoria.

Los organizadores nos habían convocado a las dos de la tarde frente al colegio, bajo los castaños de la plaza de Santa Cruz. Fuimos llegando con cuentagotas, sonrientes y, aunque nos esforzábamos por disimularlo, un poco cohibidos. Hubo abrazos. Exclamaciones de sorpresa. Reconocimientos. Apretones de manos. En pleno intercambio de saludos, Javi Taboada, el alma y principal promotor de aquellos encuentros, señaló a voz en grito el lugar donde, allá por segundo de BUP, Susana Rojo había abofeteado y llamado putero a Fede Santoña. Todos, incluido Fede, nos reímos con ganas y, más relajados, más cerca de los muchachos que recordábamos haber sido, echamos a andar sin prisa hacia la entrada principal. La primera actividad del programa era una visita del colegio. Al atravesar las canchas deportivas, ahora cubiertas de un cemento sedoso, alguien lamentó que hubieran quitado el viejo pavimento de gravilla, aquella superficie arisca que había despellejado a tantas promociones de alumnos. «¡Cómo dolía caerse!», exclamó otro, casi con añoranza, y los demás asentimos, como si echáramos de menos los rasponazos y las curas de mercurocromo. Luego entramos en el edificio y recorrimos los pasillos llenos de orlas, la escalera antigua —otrora custodiada desde sendas peanas por un oso y un guepardo disecados—, el salón de actos, la capilla, las aulas donde había transcurrido buena parte de nuestra niñez y adolescencia. Ya eran más de las tres cuando nos sentamos a comer en las dos largas mesas que, aprovechando el buen tiempo, Mario Bayona —un alumno de la sección A que dirigía una empresa de catering— había dispuesto en una de las galerías acristaladas del claustro. En vez de mezclamos para poder hablar con aquellos a quienes no veíamos desde hacía años, buscamos de forma automática la proximidad de nuestras amistades vigentes. Ya habría tiempo más tarde, imagino que pensamos todos, para ponemos al día con el resto.

Mientras servían los entrantes, llegó César O’Malley. Dobló de pronto la esquina del claustro y se acercó sonriente a las mesas, saludando a unos y a otros y pidiendo disculpas por la tardanza. «Acabo de llegar de Madrid», le dijo a Javi Taboada, que se había levantado a recibirlo, y se giró un poco para mostrar la pequeña mochila de piel que llevaba colgada del hombro. A diferencia de otros compañeros, a quienes tuve que mirar dos veces antes de reconocerlos, él conservaba nítidos los rasgos de la juventud. Puede que tuviera algo más llena la cara, pero seguía pareciéndose mucho al chaval bien parecido que cinco lustros atrás había hecho suspirar a las colegialas. De una forma o de otra —yo me enteré por las noticias y me alegré mucho de que mi amigo de la infancia hubiera llegado tan alto—, todos estábamos al tanto de su estelar aparición en la revista Time. Eso, y los ecos aún vivos de su leyenda, lo habían convertido en el miembro más eminente de la promoción, el más resonante y, por tanto, el más esperado aquel día. Varios grupos —entre ellos el de las chicas de COU, que se habían sentado juntas— lo reclamaron para que se uniera a ellos. Tras un instante de vacilación, César aceptó la silla libre que con agitada vehemencia le ofrecieron sus antiguos compañeros del equipo de baloncesto. Allí estaban Ciro Peláez —igual de alto pero mucho más grueso que en sus tiempos de pivot—, Sebas Redondo —minúsculo a su lado—, Manu Robledo —sobre quien no pude evitar preguntarme si, a sus cuarenta y tres años, seguiría coleccionando revistas pornográficas—, Fede Santoña —el instigador de la visita a Davinia— y muchos de los otros jugadores que habían secundado a César O’Malley en sus gestas sobre la cancha.

Entre César y yo había unas diez sillas de distancia, una diagonal amplia, repleta de obstáculos —botellas, cabezas, copas, brazos—, que no pudieron impedir que, en algún momento entre los entrantes y el arribo del primer plato, nuestras miradas se cruzasen. Él alzó la mano y sonrió. Una sonrisa cómplice, me pareció a mí, que nos trasladaba a ambos al seno feliz de nuestros doce años. Yo levanté mi copa de vino y, sonriendo a mi vez, brindé por nuestra amistad extinta mientras, con la mano libre, le indicaba que ya hablaríamos más tarde.

Después de comer nos hicimos una foto de grupo en la escalera antigua y nos trasladamos al cobertizo, una espaciosa estructura de ladrillo abierta al patio, con las paredes pintadas de verde y un alto tejado de uralita. Su función primigenia había sido albergar un frontón reglamentario —aún seguía en su sitio la raya de chapa del frontis—, pero con el tiempo se había convertido en una especie de salón para todo, donde lo mismo se hacía una fiesta como la de esa tarde que se daba una clase de gimnasia o se organizaba un acto escolar. Lo habían decorado para la ocasión con globos y guirnaldas de papel. En un extremo —el del rebote—, Mario Bayona había hecho instalar una barra de aluminio en la que se servían refrescos, cerveza, cubalibres y vino. Junto a ella, sobre un pupitre sacado de un aula, había un equipo de sonido rodeado de algunos CD. Al calor de la música y la bebida cayeron las fronteras de nuestros círculos íntimos y, por fin, empezamos a charlar todos con todos. Antes, durante la comida, las dos mesas llenas me habían dado la impresión de que éramos muchos, pero en la diáfana amplitud del cobertizo saltaba a la vista que no podíamos ser más de cincuenta, menos de un tercio de la promoción. Me pregunté a qué se debía tanta ausencia. Supuse que, como yo en las cuatro convocatorias previas, una porción de los que no estaban tendría alguna excusa certificable. Imaginé que habría también quienes, tras tantos años bajo su tutela, detestaban a los curas. Por unas causas u otras habían sido infelices en el colegio y lo último que querían hacer ahora era volver a él para revivir su desdicha. Y luego, intuí, estarían aquellos a quienes no les había ido bien en la vida, los que se habían quedado en casa por vergüenza, o por dignidad, o por orgullo, para que nadie supiera que no habían estado a la altura de lo que desde niños se esperaba de ellos. Hace falta mucho valor para llevar el fracaso —o lo que los demás consideran como tal— a una reunión cuyo leitmotiv es el éxito.

Con César no pude hablar porque estuvo en todo momento rodeado de gente, de compañeros que, como antaño, pero con motivos renovados, se acercaban a él para dejarse bañar por su luz. A eso de las siete y media la bebida se acabó. Para acallar las quejas en broma de los más sedientos, Javi Taboada se subió a la barra y, un poco borracho, propuso seguir la celebración en el cercano café Compás. Se había puesto un disfraz de bandolero mexicano y llevaba un rato dispensando chupitos de whisky en unos vasos que, a modo de balas, llevaba metidos en las cananas cruzadas. Agarró la botella por el cuello y la puso boca abajo para mostrar que estaba vacía. Luego desenfundó un pistolón de fulminantes y, lanzando aullidos de mariachi, vació el cargador en el aire caliente del cobertizo. Busqué a César con la vista en los corros que empezaban a disolverse, pero no lo encontré. Me acerqué a preguntarle a Fede Santoña, que estaba ayudando a transportar el pupitre del equipo de música al aula de la que lo habían sacado. Me dijo sin detenerse que César había ido a casa a dejar la mochila —no quería cargar con ella toda la noche—, y que se reuniría con nosotros más tarde.

En el salto al café Compás se produjeron los primeros abandonos. Solo llegamos unos cuarenta, muchos para un bar tan pequeño —algunos tuvimos que beber las copas en la acera—, pero muy pocos para una promoción tan numerosa como la nuestra. Luego, en el trayecto entre el café y la Taberna del Hidalgo —el restaurante que Javi Taboada sugirió para la cena—, perdimos por lo menos a otros diez compañeros. Las últimas escisiones tuvieron lugar a medianoche cuando, ebrios de alcohol y camaradería, pusimos rumbo al Leyenda del Pisuerga, un barco diseñado al estilo de los vapores del Misisipi que durante el día daba paseos turísticos y por la noche, una vez amarrado al embarcadero de la playa de Las Moreras, se transformaba en un bar de aires selváticos mecido por el agua fosca del río. Los pocos que llegamos a él —no debíamos de ser más de quince— subimos directamente a la abarrotada cubierta de proa y, en vez de pedir bebidas en la barra, seguimos disfrutando a escondidas de la nueva botella de whisky que Javi Taboada, aún ataviado con las cananas, la pistolera y el sombrero charro, había comprado a precio de coste en el bar de un conocido. De pronto me sentí mareado. El alcohol y las ondulaciones del río se unieron para turbarme la mente y ponerme en jaque el estómago. Me separé del grupo y me dirigí esquivando gente a la cubierta de popa, mucho más despejada, al no disponer de barra, que la de proa. Apoyé las manos en la barandilla y me asomé a la tupida oscuridad del agua en busca de una brisa inexistente. Hacía años que no bebía tanto y, además de indispuesto, me sentía un poco avergonzado. «Ya no tengo edad para estas cosas», pensé mientras veía cómo, a escasos metros del casco de la embarcación, remontaba la corriente negra una fila de cinco patos blancos. Aparecieron de pronto en la vacuidad del río, como espectros en un camposanto de agua. Pasaron fugazmente ante mis ojos y, convertidos de nuevo en negrura, siguieron su viaje nocturno en dirección al puente Mayor. Entonces alguien me tocó el hombro. Me volví pensando que sería Javi Taboada, quien aquella noche, quizás para compensar mis ausencias en las cuatro convocatorias previas, parecía empeñado en emborracharme. Por eso me sorprendió tanto ver a César. «Beltrán Gao», dijo sonriendo, como si mi nombre pronunciado en voz alta lo resumiera todo, como si en esas cuatro sílabas se arracimaran, vivos e inalterados, la esencia y los detalles de lo que habíamos sido. «César O’Malley», dije yo y, después de tantos años sin vemos, sentí lo mismo que aquella lejana mañana de otoño, cuando me presentó a la tata Práxedes diciendo que era su amigo: me sentí importante. César O’Malley me engrandecía, pensé mientras estrechaba su mano y luchaba por vencer el mareo. «Cuánto tiempo», dijo, acompañando las palabras con una elevación de la barbilla. «Mucho», dije yo y, tras varios comentarios titubeantes sobre lo bien que lo habíamos pasado en la comida y lo oscuro que estaba el río, nos miramos a los ojos y, casi sin darnos cuenta, empezamos a hablamos con la naturalidad indestructible de quienes han sido amigos en la infancia.

Hablamos durante un largo rato, al principio junto a la barandilla, frente al cortinaje negro del agua, ajenos a la música y a la gente que reía y bebía en la cubierta, luego en unas sillas que quedaron libres cuando el barco comenzó a vaciarse. Hablamos de nuestra amistad: de los entrenamientos de balonmano, de las tardes en el den, de las misas de doce en la Anunciata, de los juegos imprudentes sobre los montículos de sacos de pienso, de las horas que pasamos perdidos en los túneles de las bodegas O’Malley. Hablamos también de lo que en las últimas tres décadas habíamos hecho con nuestras vidas. Pese a las obvias diferencias de escala —el calibre de sus logros hacía que los míos parecieran nimios—, me agradó detectar ciertos paralelismos en nuestras trayectorias. Yo estudié Derecho en Valladolid y luego, animado por mis padres —si por mí hubiera sido, me habría quedado donde estaba—, hice un máster en Derecho Privado en la Universidad Complutense de Madrid. Mi intención —como la de César cuando se matriculó en Comillas— era volver a casa con el título bajo el brazo y ponerme a trabajar cerca de los míos, pero ocurrieron dos cosas que me hicieron cambiar de planes. Gracias a la recomendación de uno de los profesores del máster —el de Hitos de la Jurisprudencia Social—, obtuve una pasantía en el despacho de Garrigues Walker, en esos tiempos la meca de la abogacía española. Y, más importante aún, conocí a Pilar, una madrileña dulce, de ojos infinitos, que acabó —para bien— de desbaratarme la brújula. Durante los ocho años siguientes, mientras César se abría paso en Asediv y en J. P. Morgan, senté los cimientos del resto de mi vida. Trabajé diez horas diarias, ahorré, me casé con Pilar y tuve tres hijos magníficos. Luego, como le sucedería a César más tarde, me cansé de hacer ricos a mis superiores y abrí mi propio despacho en un entresuelo de la calle Ibiza.

A las tres de la mañana un camarero nos avisó de que iban a cerrar el barco. Miramos el reloj y, sorprendidos por lo rápido que se había pasado el tiempo, nos levantamos y fuimos a la cubierta de proa. Allí, repantigados en las sillas, estaban los cinco o seis compañeros que seguían en liza, entre ellos Javi Taboada, visiblemente borracho, con el sombrero mexicano echado hacia atrás y la botella vacía de whisky acunada en el regazo. Bajamos del barco, atravesamos el pantalán y, despidiéndonos hasta el día siguiente —por la mañana había misa y discursos oficiales en el colegio—, nos dividimos. Javi Taboada y los demás se dirigieron hacia la embocadura de la calle San Quirce. César y yo caminamos unos metros en la dirección opuesta, hacia el puente de Isabel la Católica. «¿Tienes prisa?», dijo él, deteniéndose. «Ninguna», dije yo. Y seguimos charlando en un banco del parque de Las Moreras, a la sombra redoblada de la noche y los castaños. Entonces me habló de Sofía, de su transformación de los últimos tiempos. Se quedó pensativo y, chasqueando la lengua, confesó que estaba preocupado por ella. Yo le aconsejé que tuviera paciencia. «La adolescencia tiene una ventaja —le dije—: Tarde o temprano, se termina.» Últimamente he pensado mucho en esa confesión de César. Entiendo que se desvelase por su hija, pero me llama la atención que no fuera capaz de percibir el otro peligro que ya por entonces se cernía sobre él. Me refiero a los dos preservativos que, con toda seguridad, llevaba en la mochila de piel que había ido a dejar a la casa de sus padres, los dos preservativos que pocos meses después provocarían su expulsión al sofá y al esplendor triste del hotel Wellington. Y no puedo evitar preguntarme si en el fondo no es eso lo que hacemos todos: cargar sin saberlo con los elementos de nuestro desastre.

Cuando nos quisimos dar cuenta, eran ya casi las cinco y el aire se había vuelto frío, demasiado mordaz como para que nuestras finas camisas de verano pudieran repelerlo. Salimos del parque, dejamos atrás el puente de Isabel la Católica y, tiritando, con los hombros encogidos y las manos apretadas en los bolsillos de los pantalones, echamos a andar por la calle San Ildefonso, a esas horas sumida en una quietud sideral. Al llegar al paseo de Zorrilla, giramos a la derecha y nos paramos ante el portal de César. Una vez más nos dijimos lo que, entre recuerdos y confidencias, tantas veces nos habíamos dicho a lo largo de la noche: que, ahora que nos habíamos puesto al día, teníamos que mantener el contacto; que teníamos que quedar en Madrid; que teníamos que salir a cenar con Pilar y Mercedes. Aunque en unas horas íbamos a volver a vemos, intercambiamos tarjetas y nos dimos un abrazo afectuoso, de amigos reencontrados. «Por si mañana no hay ocasión», dijo César y, mientras metía la llave en la cerradura, me pidió que por favor diera recuerdos en casa. Yo respondí que igualmente y, sin rastro ya del malestar que me había importunado horas antes, eché a andar regocijado a través del frío y la ciudad dormida.

César no asistió a la misa ni a los discursos oficiales. A media mañana, coincidiendo con un receso en los actos, llamó a Javi Taboada por el teléfono móvil para pedir disculpas. Había habido una emergencia en la bodega —algo relacionado con una trituradora de uva, explicó— y había tenido que ir a ayudar a sus hermanos. Pese a nuestra firme intención de renovar la amistad, tampoco pudimos vemos en Madrid en los meses siguientes. Nos escribimos varios correos electrónicos e hicimos dos intentos serios de salir a cenar con nuestras esposas, pero en el último momento hubo que anular las reservas. La primera vez por mi causa o, para ser más exactos, por la de mi hijo menor, Luis, a quien Pilar y yo tuvimos que llevar a urgencias con un brazo fracturado en el transcurso de un combate infantil de yudo. La segunda porque a César, a pesar de que era viernes, le surgió un imprevisto en el trabajo. A mediados de julio yo me fui con mi familia a Torrelobatón y César se llevó a la suya a California, al cuartel general de los O’Malley. Nos enviamos dos o tres correos más, breves saludos redactados a vuela pluma en los lánguidos resquicios del verano. Luego dio comienzo un silencio absoluto, que no se rompió hasta la tarde de aquel miércoles de octubre, cuando, de forma inopinada, César me llamó para decirme que me tenía que pedir un favor. La llamada me cogió en el despacho, preparando un caso con un cliente.

—Tú dirás —dije, y le hice un gesto al cliente para disculparme y hacerle saber que solo iba a ser un momento.

—Preferiría hablar en persona —dijo César—. ¿Podemos vemos?

Todavía me quedaba un rato para terminar lo que tenía entre manos y había dos clientes más en la sala de espera, pero aun así le dije que viniese porque me pareció que estaba muy alterado.

—¿Sabes dónde es?

—Sí, tengo aquí la tarjeta. Gracias, Beltrán. Hasta ahora.

—Hasta ahora.

Media hora más tarde Nieves, mi secretaria, me llamó por el teléfono interno para avisarme de su llegada. Me habría gustado recibirlo enseguida, pero me fue imposible. Atendí a los clientes con la cabeza en otra parte, inquieto por la impresión que a César le pudiera estar causando el bufete. La entrada era angosta y un poco oscura —en esencia, un cubículo con el espacio justo para acomodar un paragüero, un tronco de Brasil y la mesa de Nieves—, y la sala de espera solo podría describirse como espartana, pues no había en ella más que un perchero clásico y siete sillas tapizadas de color beis. Ni un cuadro. Ni una mesita con revistas. Nada. También mi despacho era austero. Contenía un escritorio, un sillón con ruedas, una foto enmarcada de mi mujer y mis hijos, dos sillas para los clientes —si hacían falta más, había que traerlas de la sala de espera—, varios archivadores metálicos donde guardaba la documentación de los casos, una estantería llena de anticuados libros jurídicos —para entonces ya todo lo consultaba en Internet— y un viejo ordenador que me negaba a remplazar porque, pese a sus esporádicas rebeliones y su creciente mal carácter, aún hacía bien su trabajo. La única concesión a la estética era un óleo moderno, bastante grande, que me había regalado uno de mis primeros clientes. Era de un pintor desconocido, al menos para mí —un tal Lucas Vidal, según rezaba la firma—, y mostraba sobre un fondo azul oscuro, casi negro, una esquemática balanza de oro con los platillos descompensados. El amarillo del brazo y del soporte era tan brillante, que hacía que todo el instrumento pareciera iluminado, como si hubiera una bombilla tras el lienzo. Pero por muy decorativo que fuera el cuadro —todos los clientes lo alababan en su primera visita—, no bastaba para compensar la sobriedad general del bufete. Pilar llevaba tiempo diciéndome que había que reformarlo —«rejuvenecerlo» era la palabra exacta que utilizaba—. A veces traía flores, o algún detalle para colocar sobre la mesa, como esa vela cilíndrica con olor a vainilla que yo había guardado en un cajón del escritorio y que solo sacaba cuando venía ella. Su discreción natural, sin embargo, la frenaba de emprender reformas más drásticas. Porque me respetaba. Porque sabía que para mí lo importante no era la decoración, sino la eficacia de mis gestiones. ¿Pero qué iba a pensar César O’Malley, acostumbrado como estaba a los muebles de diseño y a las vistas panorámicas de sus oficinas de la torre Picasso? ¿Qué le iba a parecer a él la desnudez de mi bufete?

Tardé en recibirlo casi una hora, una eternidad para cualquiera, pero mucho más para alguien como él, alguien a quien la vida rara vez pone en el lado malo de la espera.

—Perdóname —dije cuando lo vi entrar, y me levanté del sillón para darle un abrazo.

Más que alterado, lo encontré gris, opaco, como si se le hubiera fundido la luz que habitualmente llevaba dentro. Por un instante pensé que se debía a la espera, que estaba molesto conmigo por haberle hecho perder tanto tiempo. Luego, al invitarlo a sentarse, me di cuenta de que no podía ser esa la razón de su desdoro. Era imposible que César O’Malley hubiera perdido el lustre por una simple demora. Le había ocurrido algo grave —solo un revés de peso podía justificar una visita tan súbita—, y quizás ahora, mientras dejaba en una silla la gabardina, se estuviese arrepintiendo de haber venido a contármelo. Se sentó dando las gracias y echó un vistazo neutro a su alrededor. Lo único que pareció llamarle la atención fue el cuadro. Lo miró unos segundos, con los ojos algo fruncidos y una mano en la barbilla.

—Es un Lucas Vidal, ¿no? —dijo, tratando de descifrar la firma, y se volvió hacia mí en busca de confirmación.

—Sí, ¿lo conoces?

—Mercedes le organizó una exposición en la galería hace unos años.

—Es bonito, ¿verdad?

—Sí.

Contemplamos el cuadro en silencio, con una terquedad incómoda, como si en algún punto del fulgor amarillo de la balanza estuviera la clave para encauzar el diálogo. De pronto César me preguntó por Pilar y los niños. Aliviado, le dije que estaban bien y le acerqué la fotografía que descansaba sobre el escritorio. La había hecho en Torrelobatón el verano previo, durante un paseo vespertino por la orilla del río Hornija. Aparecen los cuatro en escala: Pilar, Vicente, Sonia y, por último, Luis, nuestro pequeño yudoca, aún con el brazo en cabestrillo. Sonríen divertidos —antes de apretar el botón les pedí que dijesen «patata»—, apoyados en el pretil de un puente de piedra. Al fondo, encaramada a una loma, se ve la mole del castillo, a la vez maciza y etérea, teñida de oro por el crepúsculo.

—Justo ahí se rodó una escena de El Cid, la película de Charlton Heston —comenté.

—No me digas.

—El Cid llega con unos prisioneros moros y todo el pueblo sale al puente a recibirlo. ¿No la has visto?

—Me suena.

—Mi abuelo hizo de figurante. Le dieron cien pesetas y un bocadillo de chorizo. Todavía se acuerda, y eso que fue hace cincuenta años.

César estudió la fotografía con calma, asintiendo aprobatoriamente con la cabeza. Luego giró el marco hacia mí y, sujetándolo por la parte superior, lo depositó de nuevo sobre el escritorio.

—Tienes una familia estupenda —dijo.

—Gracias. ¿Y la tuya, cómo está?

En vez de contestar la pregunta, César respiró hondo y me habló de Enrique Marbán. Me lo contó todo, de un tirón y sin preámbulos, como si, después de la larga espera, las palabras le ardieran en la boca y ya no pudiese contener la ansiedad.

Me habló de la acusación contra Martín a la puerta del colegio, de los insultos y las amenazas, de la tensa conversación telefónica, de los destrozos que aquel loco le había hecho en el coche, de la violenta escena que acababa de tener lugar en el piso de la calle General Margallo. Cuando terminó, parecía exhausto. Apoyó los codos en las rodillas y se frotó los ojos con las yemas de los dedos.

—¿Qué piensas hacer? —pregunté tras un lapso en silencio.

César suspiró. Luego se irguió en la silla y se reclinó contra el respaldo.

—Va a denunciarme seguro y quiero estar preparado. Por eso he acudido a ti, Beltrán. Para pedirte que lleves mi defensa. Por supuesto cobrándome lo que me tengas que cobrar, no quiero que...

—No te preocupes por eso —le interrumpí.

—No quiero que trabajes gratis.

—Ya hablaremos de dinero más adelante.

—Entonces, ¿aceptas?

—Pues claro que acepto, qué cosas tienes.

—Gracias.

—¿Qué sabes de ese hombre?

—Muy poco. Lo que te he contado.

—Pues tenemos que saber mucho más.

—Cómo.

—Contratando a un detective privado. Vamos a empezar por ahí, ¿te parece? Yo me encargo de todo y cuando tenga el informe, te aviso. Cuanto mejor conozcamos a Enrique Marbán, más fácil será defenderte.

—Gracias, de verdad —dijo César, y la luz volvió a asomarse a su tez.

—Para eso estamos los amigos.

—No te robo más tiempo, Beltrán, que estás muy liado —dijo y, levantándose, empezó a ponerse la gabardina—. Ah, y te recuerdo que tenemos una cena pendiente.

—Cuando quieras.

—Nos llamamos, ¿vale?

—Vale.

Rodeé el escritorio y nos dimos otro abrazo. César lanzó un último vistazo al cuadro.

—Lucas Vidal, qué casualidad. Por cierto, aquí huele muy bien, ¿qué es?

Tuve que inhalar varias veces para entender a qué se refería.

—Vainilla —dije.

Lo acompañé hasta la puerta y, desde allí, lo vi pasar ante Nieves y salir a paso rápido a la escalera.

—¿Tengo a alguien esperando? —pregunté en un susurro.

Nieves izó un dedo y dijo sin pronunciarlo un nombre que no entendí.

—Dame cinco minutos —susurré.

Mi intención era sentarme y despejar mis sensaciones, pero no pude concentrarme. Traté de pensar en César, en el significado de su visita, pero una y otra vez quien me venía a la mente era mi abuelo. Lo imaginé en el rodaje de El Cid, disfrazado de aldeano del siglo XI, cruzando el puente con una turba de vecinos para encontrarse con el mítico Charlton Heston. Mi abuelo, un sencillo hombre de campo, que no sabía más que de cosechas y aperos, sumergido por tres días en los oropeles de Hollywood. Entonces oí hablar a Nieves al otro lado de la puerta, un rumor amortiguado del que no pude extraer palabras concretas. Oí también una voz masculina que reconocí como la de Isidro Suárez, uno de mis clientes más fieles. Ordené un poco los papeles que había sobre la mesa. Me erguí en la silla. Carraspeé. Por fin, justo antes de que se abriera la puerta, saqué del cajón la vela cilíndrica y la coloqué con cuidado en el escritorio, entre el ordenador y la foto de Pilar y los niños.

 

 

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