California

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1. Sin corazón

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Cuando, en el mes de octubre, volvió a Madrid con el desganado propósito de tantear las posibilidades de expansión de la Gordon National Life en Europa, me trajo una postal de los Estudios Universal en cuyo reverso Rock Hudson me había dedicado un cariñoso saludo y su firma. Yo había visto pocas semanas antes la firma del actor en una revista de cine, sobre una fotografía en blanco y negro de los inicios de su carrera, y había recortado y guardado la foto sin acordarme de la promesa de Peter. Luego, encantado de que el apuesto y viril actor del que se rumoreaba que entendía me hubiese dedicado media docena de palabras —y tal vez hubiese tenido fantasías eróticas con aquel joven español que era remero profesional, en el jardín de su casa, tumbado en una hamaca de lona a rayas blancas y negras, mientras acariciaba la cabeza de su perrazo de color canela y disfrutaba de la elegancia de las columnas clásicas que rodeaban la fantástica piscina—, al comparar las dos firmas, la de la foto de la revista y la de la postal de los Estudios Universal, comprobé que no se parecían en nada. También comprobé que la letra de Rock Hudson, en cambio, se parecía un montón a la de Peter. A Peter nunca se lo dije.

A Rock Hudson tampoco, claro. Y eso que aquel verano de 1974, recién llegado a Hollywood, Peter me llevó a una visita guiada de los Estudios Universal, donde, además de atravesar el charco en el que Charlton Heston, disfrazado de Moisés, abrió las aguas del Mar Rojo en Los diez mandamientos, y de verificar lo falso que era todo en la meca del cine, asistí a dos o tres minutos del rodaje de MacMillan and Wife, aquella interminable serie de televisión sobre un comisario y su señora que protagonizaban Hudson y Susan Sáint James. Hudson estaba ya muy estropeado y aquel día no parecía muy concentrado en su papel, así que no era cosa de amargarle más la jornada con el cuento de que aquel desaprensivo le había falsificado la firma en el reverso de una postal en la que se veía la mano gigantesca en cartón piedra que había a la entrada de los estudios. Por fortuna, la mirada de Hudson y la mía se cruzaron durante un instante, y aquello me bastó para imaginar que Rock, al volver a su casa y tumbarse en la hamaca y acariciar a su perro y contemplar el reflejo de las columnas clásicas en las aguas increíblemente azules de su piscina, tendría fantasías eróticas con aquel muchacho de aspecto europeo y anchos hombros de piragüista cuyos ojos verdosos no conseguía olvidar.

En 1974, a los tres años largos de haber terminado la carrera, yo no había conseguido aún ningún trabajo fijo, y Peter entonces me propuso unas largas vacaciones veraniegas en California, con todos los gastos pagados, por supuesto. Él daba por hecho que los gastos tampoco iban a ser excesivos. Viviría en su casa en North Hollywood, una casa de estilo español que compartía con el vicepresidente de la Golden National Life, según un arreglo muy conveniente para ambos, y ya se sabe que donde comen dos comen tres, y que un lavado más en la lavadora a la semana no arruina a nadie, y que en un coche cabe otro pasajero, y ellos no iban a cometer la grosería de reclamar mi parte del combustible, y además el vicepresidente de la Gordon National Life, George Ryker, pequeñito y pelirrojo y con una soriasis que le devoraba todo el cuerpo, era el hombre más generoso del mundo. Tan generoso que yo enseguida sospeché que entre George y Peter alguna vez hubo algo más que una buena amistad.

—Te presentaré a gente divina —me dijo Peter.

Me presentaría a César Romero, a Ricardo Montalbán, a Fernando Lamas, a Raquel Welch, a todo el firmamento latino, incluida La Gran Ynka, y, desde luego, a Rock Hudson, aunque de latino no tuviese un pelo. Yo sabía, más o menos, quiénes eran todos, menos La Gran Ynka, y entonces Peter hizo que el vicepresidente de la Gordon National Life le enviase por correo aéreo certificado una cinta de Ynka Pumar en la que aquella señora pegaba sin respiro unos alaridos indecorosos y capaces de descerrajar una puerta.

—¿Y yo qué digo en casa?

—Que vas a trabajar como periodista. También te presentaré a Hugo de la Cuesta, que es el director de Panorama, la revista en español para la comunidad latina de Los Ángeles, y ya verás como te publica algo que le puedes mandar a tus padres para que vean que te ganas tu dinerito.

Aquella primavera, en Semana Santa, fuimos a Londres a recoger algunos cuadros que le había dejado a Peter en su testamento su cuñada Gabrielle Levy, porque Peter se había casado en su vida dos veces, y las dos con respetables ancianas podridas de dinero que le paseaban por medio mundo como a gift from heaven. De las dos se divorció —o, mejor, las dos se divorciaron de él— y de las dos recibió una compensación económica respetable, aunque no tanto como la que habría recibido de haberlas heredado. Aquellos óleos y acuarelas sin enmarcar que se amontonaban en un enorme piso de Kensington eran el último obsequio de su familia política, y yo aún tengo en el salón de mi casa un típico desnudo femenino de academia que resulta de lo más incongruente.

Un fin de semana fuimos a París, donde Peter aseguraba haber tenido una novia que bailaba en el Moulin Rouge después de la Primera Guerra Mundial, y durante un largo puente festivo estuvimos en Venecia, en cuyo canales naufragó para siempre mi historial deportivo.

A mediados de abril, Peter regresó a Los Ángeles, porque entonces tenía que cumplir sus verdaderos compromisos con la Gordon National Life, y yo, antes de que terminara el curso, a punto estuve de escaparme a las antípodas con un fornido y barbudo granjero australiano que me prometió construirme con sus propias manos un chalé de ensueño y tratarme como a un rajá. No me decidí porque siempre me han dado aprensión los hombres barbudos.

Así que, cuando llegó el verano, Peter me mandó un billete de ida y vuelta con tarifa apex, y el primero de julio subí en Barajas a un avión de la TWA con cincuenta dólares en el bolsillo y un guardia civil de Lladró que había comprado de regalo para Peter y George. Ni se me pasó por la cabeza que enseguida iba a ganar 147 dólares solo por acompañar a una vieja gloria emperifollada, en calidad de regalo del cielo, a un concierto de Sinatra en el Hollywood Bowl.

Chuchi me dijo que tenía algo bien bueno para mí.

Había ido a recogerme en su toyota descapotable y desfigurado, tal era la cantidad de piezas de origen desconocido que le había empotrado al coche por dentro y por fuera. Lo había pintado de amarillo rabioso y le había colocado sobre el asiento trasero, por las buenas, dos altavoces gigantescos que rajaban el aire con salsa a todo trapo. Yo siempre le pedía que pusiera Ata una cinta amarilla alrededor del viejo roble, de los Carpenters, una cursilada que a él le provocaba vómitos, según se encargaba de demostrar con espasmódicos gestos de náusea que duraban toda la canción, pero el hecho era que la cinta siempre estaba allí, en la guantera, debajo de un montón de folletos de propaganda y de pañuelos de papel que él debía de considerar lavables, porque todos ellos daban la impresión de haber sido usados, y más de una vez, y quizás esperaban que alguien tuviese un rato para guachearlos, como él decía.

—¿Cuándo vas a tirar toda esta basura, pendejo?

A mí me gustaba llamarle pendejo y él no se molestaba. Supongo que se habría molestado si fuese mexicano.

—Mi vieja me enseñó que no hay que tirar nada, chico.

Nunca tú sabes cuándo vas a necesitar un klinexito para limpiarte el pringonaso.

A mí me daba un poco de repelús hurgar en toda aquella cochambre, pero siempre acababa encontrando la cinta de los Carpenters y Chuchi siempre me daba el gusto de ponerla y luego se descoyuntaba entre grandes arcadas que más de una vez estuvieron a punto, en efecto, de hacerle devolver el lonche mientras la delicada chica Carpenter le rogaba a su amor que atase una cinta amarilla alrededor del viejo roble para vencer al olvido.

—¿Le has dejado en un mar de histeria al abuelito?

—Ya sabes cómo es.

—Tremenda bruja.

Chuchi no era piadoso con Peter, sabía que Peter le odiaba, que había empezado a odiarle por mi culpa. A mí me gustaba Chuchi. Era el típico cubano guapo y descarado, más del doble de alto que su madre, tal vez el vivo espejo de su padre, un fervoroso castrista que no se comía un mango ni rascaba medio besuqueo por servicios a la patria, el muy desgraciado, según se encargaba de recordar La Fabulosa Fabiana cada vez que se ponía furiosa de melancolía, pero que prefirió quedarse en Cuba y perder para siempre a su hembra y a su niño. A primera vista Chuchi daba una impresión de venado bien macho y musculoso, siempre desnudo de cintura para arriba y con una desmesurada cadena de plata al cuello, pero no perdía la ocasión de hacer la loca chafardera o la lagarta bien tóxica, sobre todo si se trataba de poner atacadas a todas aquellas amistades medio estreñidas de su vieja. Menos mal que, según él, yo era diferente, aunque a lo mejor lo único que ocurría era que teníamos más o menos la misma edad. Eramos jóvenes.

—El abuelito —le dije yo— estará tomando tila. Menos mal que George siempre se pone de mi parte.

George Ryker, el rumboso y un poco pejiguera vicepresidente de la Gordon National Life, siempre le decía a Peter que me dejase vivir un poco a mi aire, que no se emperrase en controlarme tanto, que era natural que de vez en cuando me gustase salir con Chuchi, que era bueno que conociera a chicos y chicas de mi edad, como si no quisiera enterarse de por qué estaba yo allí, en North Hollywood, en California, en ese lugar inventado para que los muchachos jóvenes y guapos se olvidaran de que alguna vez tuvieron corazón.

—Me gustas, brother, porque eres bien puta, como yo —me dijo Chuchi—. Te lo noté en la cara en cuanto te vi. Por eso te va a encantar el plan que te tengo medio apalabrado.

—¿Y se puede saber adónde vamos?

—A Hollywood, nene. Aquí, en Lankershim, no hay lo que quiero que veas.

—¿Y qué es lo que quieres que vea?

—Quiero que veas a Tom Montgomery.

Bajamos por Beverly Hills, a la sombra de las palmeras más bonitas del mundo, bordeando las casas apenas entrevistas de las celebridades, saludando a bocinazo limpio a los desconsolados turistas que se arremolinaban frente a la tapia que ocultaba el supuesto nido de amor de Elizabeth Taylor y Richard Burton, o la mansión en cuya sauna Charlton Heston se pasaba todo el santo día en cueros vivos y sudando la gota gorda como en la carrera de cuadrigas de Ben-Hur. El cielo estaba amarillento, como si el toyota de Chuchi lo contagiara todo con su color salvaje y vertiginoso, y un amable troquero hispano que se cruzó con nosotros en dirección contraria nos avisó con el claxon de que la policía estaba cerca.

—Gracias, brother —dijo Chuchi, y, con una facilidad que delataba la enorme práctica del hermano en jugar con las tripas del toyota, puso el coche a una velocidad sensata, pero no le negó a Celia Cruz el gusto de seguir zarandeando a todo volumen, desde el radiocasete, con su voz guasona y su ritmo sabroso, el barrio más caro de Los Ángeles.

En cuanto nos tuvieron en frente, a casi media milla, a la altura de Rodeo Drive, los dos policías motorizados empezaron a hacernos señas para que nos detuviéramos.

—Vamos allá, cariño. —Chuchi le dio dos palmaditas de ánimo al volante del coche, como los cowboys golpean suavemente en las películas los cuellos de sus monturas antes de ponerlas a galope tendido.

—Ni se te ocurra —le advertí, y me agarré instintivamente a mi asiento.

—Ya me dirás qué tú prefieres, mi amor. —Chuchi procuraba relajar los músculos de los brazos, y contraía levemente los labios en una sonrisa muy parecida a la de Chacal cuando estaba a punto de disparar contra De Gaulle en la película de Fred Zinnemann—. ¿Prefieres una correría bien acelerada, o mamársela a esos dos marrajos?

—Mamársela —dije sin vacilar.

A Chuchi le explotó en la boca una carcajada como unos fuegos artificiales, al tiempo que Celia Cruz gritaba ¡azúcar!, a pleno pulmón. Las motos de los policías se acercaban con una rara suavidad, daban la impresión de flotar a unos centímetros del asfalto y parecían medio desdibujadas por el resol.

—Así me gusta, beibi —dijo Chuchi, y me puso la mano en el muslo, muy cerca de las ingles—. Ya le tengo yo conversado a Tom Montgomery que te veía condiciones.

El toyota pareció respirar aliviado, se relajó y se dejó aparcar dócilmente al borde de la acera. Los policías enseguida llegaron a nuestra altura e hicieron el giro sin muchas contemplaciones, y se detuvieron uno delante y el otro detrás de nosotros. Bajaron de sus motos y se acercaron uno por cada lado del coche, sin quitarse los cascos ni las rayban de espejos y con las manos libres, sin libretas ni guoquitoquis, pegados los antebrazos con aparente despreocupación a las fundas de sus revólveres. Los dos tenían buenas piernas y buenas nalgas, bien marcadas por los pantalones ceñidos del uniforme. Los dos eran altos y blancos, y quizás uno de ellos, el que se había colocado junto a Chuchi, se parecía a Peter Fonda. A mí no me gustaba nada Peter Fonda, así que le dediqué toda mi atención al que se había puesto a mi lado, con la bragueta a menos de diez centímetros de mi codo. De una tienda, sin ninguna duda carísima, de ropa de playa para mujer salió una rubia desmesurada con media docena de bolsas de papel metalizado, y ni nos miró. Yo la seguí con la vista durante unos segundos, mientras el policía que se parecía a Peter Fonda le insistía a Chuchi, con gestos inesperadamente pacientes, que siguiera bajando el volumen de la música. Chuchi volvió a trastear en el radiocasete, hasta dejar a Celia Cruz reducida a un susurro, y señaló con la cabeza, sin levantar la vista, la dirección en la que se alejaba la rubia de los paquetes centelleantes.

—Buena hembra —dijo.

Yo me encogí de hombros en honor del agente que no se parecía a Peter Fonda. Su bragueta se colocó a cinco centímetros de mi codo. Una mala copia de Fred Astaire, con un pequinés ligeramente malva en brazos, se dispuso a disfrutar del espectáculo de unos escandalosos pero jóvenes y atractivos latinos acosados por dos viriles policías guaperos, como decía Chuchi. El sol efervescente de California cubría con un suave humo dorado la zona más exclusiva de Beverly Hills. El agente que se parecía a Peter Fonda se había puesto de palique con Chuchi, sin levantarle la voz ni decirle palabras despectivas, lo que no dejaba de ser decepcionante. El agente que no se parecía a Peter Fonda solo hablaba cautelosamente con la bragueta: la puso a tres centímetros de mi codo. Entonces me di cuenta de que el agente parlanchín y de facciones alargadas e insípidas le estaba reclamando a Chuchi la documentación, y Chuchi se inclinó hacia mi lado algo más de lo imprescindible y se puso a rebuscar los papeles del coche en la guantera, entre todos aquellos pañuelos de papel que a lo mejor alguna vez había terminado por utilizar en una situación parecida a la que en aquel momento estábamos saboreando. Lo normal habría sido que yo me echase un poco hacia atrás y dejarle a Chuchi más espacio para sus manipulaciones, pero hice justo lo contrario, me incliné hacia delante, como si pretendiera ayudarle en su búsqueda a pura ojeada, y él me rozó el pezón izquierdo con su brazo musculoso y tibio, y yo dejé que me lo restregase un poco, sonriendo, porque se daba cuenta muy bien de lo que hacía, y yo creo que el policía que se parecía a Peter Fonda también se daba cuenta, porque se acarició un poco la pistola sin venir a cuento, y se refrescó los labios con la lengua, y el brazo tibio y virtuoso de Chuchi me ponía el pezón a punto de cantar el kikirikí, mientras mi policía apoyaba con cuidado la bragueta en mi codo, sin presionar, y yo noté en el codo el calor de una bocanada de aliento alterado, como si aquella bragueta respirase.

El pequinés casi malva del fulano que se creía Fred Astaire se puso como un timbre, empezó a ladrar con histérico ánimo de denuncia, el muy chivato, y entonces el policía que no se parecía a Peter Fonda dio un respingo, y yo noté un vacío repentino y helado en mi codo, y el maldito perro no dejaba de ladrar pese a los esfuerzos del falso Fred Astaire por tranquilizarlo, que al pobre carcamal se le había estropeado de repente el show libidinoso, y yo miré a mi agente con ojitos de chiquillo a quien acaban de prohibirle que siga comiendo merengue, pero solo pude ver mi mirada en las gafas de espejo del policía, y el policía tragó saliva, que yo me di cuenta de cómo le vibraba la nuez de Adán, y dijo, yo creo que por salir del atolladero:

Your papers, please.

En California uno nunca llevaba encima sus papeles. En California yo me sentía como recién nacido, me sentía en un estado prebautismal, no tenía carné de identidad, ni pasaporte, ni tarjeta de crédito, ni, desde luego, permiso de conducir. Me palpé los bolsillos del pantalón ajustadísimo que me había puesto aquella mañana, un pantalón, tan típico de los setenta, que me marcaba ciertas señas de identidad con mucha contundencia, y le di a entender a mi policía que estaba vacío de papeles, y él separó un poco las piernas, como si algo le estuviese estorbando por dentro en alguna parte, y me preguntó, con voz de policía de película:

Any Identification?

Ninguna.

Luego me preguntó mi nombre.

Le di mi nombre completo. A la española. Mi nombre y mis dos apellidos.

—Carlos —dijo mi policía, y mi nombre sonaba muy sexy pronunciado por él. Sacó una libreta y un bolígrafo y me di cuenta de que escribía solo «Carlos».

Quiso saber dónde vivía.

Le di la dirección de la casa de Peter.

¿Algún teléfono?

De pronto, no recordaba el teléfono de Peter, me hice un lío con las cifras. Chuchi tuvo que ayudarme. El policía que se parecía a Peter Fonda acababa de devolverle la documentación del coche. Todo estaba en orden, por lo visto. El policía que no se parecía a Peter Fonda apuntó mi teléfono en su libreta. Yo apoyé la mano en el borde de la ventanilla del toyota y moví un poco los dedos. Come on, baby, arrímate, anda, le decía yo con los dedos.

Okey, Carlos —dijo él.

Okey —dijo el otro policía.

Y los dos hicieron a la vez un gesto idéntico para indicarnos que podíamos seguir.

—Okey —dijo Chuchi—, derechitos a Hollywood Boulevard.

El toyota brincó como si le hubieran trasplantado un motor nuevecito en un santiamén. Luego, en cuanto perdimos de vista a los marrajos provocativos, Celia Cruz volvió a llenarlo todo de salsa estrepitosa. Chuchi conducía retorciéndose al ritmo caribeño y algunos peatones inconfundiblemente latinos nos saludaban levantando el dedo pulgar. Un guaspero tiñoso —así lo llamó Chuchi— nos hizo, con el dedo corazón tieso, el gesto universal del enculado. El toyota se detuvo como un autómata, como si funcionara por su cuenta o estuviese muy bien amaestrado, frente a un snack medio mugriento que había a dos cuadras del Teatro Chino.

—Ese cucaracho te llama mañana mismo —me dijo Chuchi—. Se la vas a tener que mamar, mi hijo.

Había pedido un botellín de agua mineral, que se bebió de un trago, y después pidió una cocacola big size con mucho hielo. Yo me acaricié el codo.

—Vicioso —dijo él—. El mío era más tímido, el cabrón.

—El tuyo se parecía a Peter Fonda.

—Me calienta Peter Fonda, brother.

—Estás enfermo, Chuchi. A mí, si te digo la verdad, de esa familia solo me calienta el padre.

—Degenerado de mierda —dijo él riéndose—. Y yo que creía que estabas con Peter solo por el money

Pasó un coche de la policía con un negrazo al volante y un veterano de pelo gris y aspecto apacible a su lado. Chuchi y yo nos miramos y nos echamos a reír a la vez. El coche de la policía aminoró un poco la marcha al pasar junto al toyota amarillo, pero al parecer los agentes estaban perezosos aquella mañana y decidieron pasar de largo. Me acordé de Luisito Soler, que me había llamado muy temprano, a cobro revertido, para contarme que en Madrid se estaban haciendo apuestas sobre cuánto iba a tardar Franco en fundirse del todo, y que por la calle se veían más grises que nunca. A mí, en Madrid, ningún gris me había puesto jamás la bragueta en el codo, eso solo podía pasarle a uno en California.

—Anda, invítate a esto, nene —dijo Chuchi—, y vamos a ver a Tom Montgomery.

Al salir de casa, yo había cogido diez dólares. Aún me quedaban 82 de los 147 que me había dado La Gran Ynka, el resto me lo había gastado en comprarme caprichos, como la revista Advocate o una pulsera de auténtica artesanía india, de los que Peter no quería de pronto saber nada.

—Antes dime quién es ese Tom —le pedí.

—Un güero bien apretadito. Y con el Empire State entre las piernas.

Me puse un poco nervioso.

—Espero que no se parezca a Peter Fonda —dije.

—No te preocupes, encanto. De momento, él no va a hacerte nada. Solo quiero que lo veas. Él tampoco quiere patinar sobre adoquines, como dice mi vieja.

La Fabulosa Fabiana decía eso cada vez que hacía el paripé de no atreverse a contar algún chismerío para no meter la pata.

En Hollywood Boulevard había mucho trasiego de desocupados que se miraban unos a otros como si todos estuvieran deseando que alguien cometiera algún delito para entretener la mañana. El coche de la policía con el negrazo al volante y el falso hermano gemelo de Henry Fonda a su lado pasó de vuelta, en dirección a Capitol Records. El calor ya empezaba a ser como una camisa de fuerza.

—¿Vive lejos? —le pregunté a Chuchi, temiendo que tuviéramos que meternos en el cuerpo una caminata.

—En Glendale —dijo Chuchi.

—¿En Glendale? —Ahora sí que no entendía nada—. ¿Pero eso no está en el Valle, cerca de North Hollywood? ¿No vive por ahí el hermano de Peter?

Chuchi señaló la fachada del sex shop que había en el 6315 del bulevar. Recuerdo perfectamente la dirección porque aún conservo el catálogo de las revistas y las películas en súper 8 de Tom Montgomery, con el sello de la tienda.

—Es ahí —dijo Chuchi—. En el de Lankershim no venden todavía sus cosas.

En Lankershim Boulevard, muy cerca de la casa de Peter, había un sex shop al que yo me escapaba casi todas las tardes, después de cenar —George Ryker tenía siempre dispuesta la cena a las siete—, con el pretexto de ir a dar un paseo para hacer la digestión. Había un albañil rubio, fibroso, joven y muy bronceado que también iba casi todas las tardes, antes de volver a casa —o que volvía a vestirse de albañil para pasarse por el sex shop—, y un señor con aspecto de abogado o de ejecutivo de una empresa de cosméticos, que seguramente se cambiaba a la salida de la oficina, trotaba un poco en ropa de deporte y se distraía un rato en las cabinas privadas del local, donde proyectaban tres minutos de pornografía por cincuenta centavos.

El sex shop de Hollywood Boulevard era mucho más grande que el de Lankershim, y estaba mucho mejor surtido. A la entrada, Chuchi se hizo el distraído y yo pagué un dólar, cincuenta centavos por cada uno. Después le busqué con la mirada y él se dirigió directamente a una de las estanterías.

—Este es Tom —dijo.

En la portada de una revista de aspecto barato y de nombre encantador —Blush; rubor—, un rubio recortadito y risueño, vestido de policía, enseñaba por la bragueta abierta el Empire State.

—Acaba de empezar en el business con empresa propia, la Montgomery Productions, y busca taquitos de carne bien sabrosota, chicos nuevos y con un look diferente. —Chuchi me observaba por el rabillo del ojo—. Le he hablado de ti. Paga bien. —Cogió la revista y miró el precio—. Si tienes ocho dólares te la puedes llevar, la miras y te lo piensas.

Solo me quedaban siete dólares y veinte centavos. Chuchi vio cómo los contaba.

—No hay problema, cariño. Ya te puedes imaginar lo que viene dentro. Y, si te decides, el sábado por la noche podemos vernos con él en su casa.

—El sábado no puede ser —le dije, contrariado—. Es la fiesta en casa del hermano de Peter.

Wow! —dijo Chuchi—, el Party de las Momias. Te encantará. No problem. Lo dejamos para la semana que viene. Además, así tienes tiempo también de practicar con el cucaracho, porque, no te olvides, mi amor, seguro que ese cucaracho te llama y se la vas a tener que mamar, como mínimo.

Me quedé mirando al chico de la portada de la revista. Y de pronto no conseguía acordarme del aspecto del agente que no se parecía a Peter Fonda. Aquel dorado y provocativo Tom Montgomery era de pronto el cucaracho que se había apoyado en mi codo por la bragueta. Dentro del sex shop empezó a oler como en Beverly Hills. Moví los dedos como gusanos danzantes clavados en un anzuelo. Tom me hacía ojitos desde la portada calenturienta de Blush. Hombres así solo existían en mis desvaríos y en California. En julio del 74, en Madrid, no había un solo policía con un Empire State como el de Tom Montgomery.

En medio de la piscina, un elefante fucsia echaba por la trompa pompas de jabón teñidas de verde, rosa y azul.

—Relindo —dijo La Fabulosa Fabiana, y cruzó delante de la boca sus manos gordezuelas y de dedos rollizos y ensortijados, con larguísimas uñas de color nácar.

—Te va a costar dos días enjuagar bien la suiminpul, Nick —cacareó un hombretón con grandes bigotes revolucionarios y vestido de mariachi, pero con una vocecita de gallina de dibujos animados.

Nick y su mujer, Linda, también se habían vestido para matar. Él llevaba un tuxedo con una gran faja morada que le cubría y apretaba casi todo el estómago, una brillante camisa a rayas grises y blancas, y una pajarita del mismo color de la faja, pero con lunares celestes; tenía toda la cara empapada en sudor. Ella parecía un edificio moderno, uno de esos cuya fachada es toda de cristal, como el que acababan de levantar en la esquina de Burbank con Camarillo. El modelo le caía en cascada de escamas metalizadas desde el escote recto hasta los tobillos, y dos tirantes muy finos de plástico transparente le marcaban surcos muy profundos en los hombros, como si la señora fuese de gelatina, a pesar de estar tan flaca. Nick David era el nombre artístico del hermano menor de Peter, pero en la escuela en la que daba clases de inglés a muchachitos chicanos utilizaba su nombre real, Nicolás David Martínez. Aquella tarde, en cambio, era Nick David en todo su esplendor, y no solo lo seguiría siendo durante toda la noche, sino también durante todo el fin de semana, y tal vez lo fuera todavía el lunes, mientras se duchaba, mientras desayunaba, mientras conducía su pequeño renault europeo con caja de cambios, del que se sentía tan orgulloso, camino de la escuela destartalada, en el dauntaun, en la que se esforzaba por enseñar a chicanitos risueños y desaplicados un idioma como no lo hablarían jamás.

—Te ves bien rebildeado, chico —le dijo Armando Hern, el dudoso agente de la William Morris que cada vez me encontraba un parecido mayor con el joven Weissmuller—. Te tengo algo medio conseguido, no te me descuides que la competencia está requetedura.

Armando Hern siempre le tenía algo medio conseguido a todo el mundo, y sobre todo a aquellos actores latinos de nombre artístico disuelto en chillonas películas exóticas y bulliciosas que dejaron de rodarse hacía treinta años, pero que la televisión pasaba con desordenada frecuencia a horas imposibles, por lo general los días entre semana, a veces un sábado como aquel de mediados de julio, cuando un canal raro de Los Ángeles tenía anunciada, para pasada la medianoche, Luna de Sinaloa, barata y extravagante producción de la Metro dirigida por un tal John Jersey —seguramente, el seudónimo de algún director bajo contrato y demasiado obediente o en repentinos apuros económicos— y protagonizada por Ann Miller, César Romero y Katy Jurado. Y con Nick David en el papel de Antonio.

Durante todo el día había hecho un calor de pobretones, como decía Chuchi, un bochorno pesado y anaranjado, por culpa del smog, que lo llenaba todo de indiecitos medio ilegales, o ilegales por completo, con botellas de plástico llenas de agua con la que se duchaban medio encuerados en los merenderos de los parques públicos, familias enteras que se reunían allí, desde primeras horas de la tarde, para apurar el güiquén. El calor de ricachones se trasladaba a las mansiones de Santa Mónica y Malibú, a los salones refrigerados de las grandes casas de Hollywood Hills o Mulholland Drive, a la arena resplandeciente de las playas de Venice o de Laguna —donde todo el mundo era tan guapo que todo el mundo parecía rico—, a las cubiertas de los barcos atracados en los muelles beatíficos de Marina del Rey y a las piscinas en forma de corazón o de aljibes griegos junto a las que dormitaban, en hamacas de seda y entre grandes cestas de frutas y radiantes jarras de cristal rebosantes de jugos multicolores, starlettes de cuerpo de oro y play-boys de billetera bien alimentada. El fin de semana anterior, Peter y George, después de hacer la compra en el supermercado y haber llevado una tonelada de ropa a la lavandería, me habían invitado a almorzar en Santa Mónica —en realidad, invitó George, como siempre— tras una larga excursión por toda la costa, y yo, desde el asiento trasero del thunderbird descapotable de color mostaza de George —la Gordon National Life le compraba un coche nuevo y deslumbrante cada dos años, a cargo del presupuesto de imagen de la compañía—, veía pasar, como una alucinación brillante y acogedora, el Pacífico de grandes olas muy blancas cabalgadas por esbeltos virtuosos del surf, hermosos culturistas semidesnudos de ambos sexos, socorristas bronceados con sus minúsculos bañadores y sus nalgas puntiagudas y sus gorros de colores muy vivos, patinadores parsimoniosos que saboreaban gigantescos helados de menta, terrazas repletas de bellezas efervescentes y camareros bulliciosos, con su chorreante cargamento de cerveza, limonada y té helado. Aquel día me acordé de tantas mañanas de sábado, en Madrid, con Luisito Soler y aquella patulea de catetos empeñados en cambiar el mundo, dando barzones por las tascas de la Plaza Mayor, abonados a la clara y al tinto de verano y a las patatas bravas, y a punto estuve de decir bien alto que me daba igual que Franco se muriese pronto o no se muriese nunca.

En Madrid, alguien le había enseñado a Peter cómo se hacen las patatas bravas, o eso creía él, y no había party al que lo invitaran en el que no se presentase con un tapergüer abarrotado de pequeñas papas californianas sin mondar al horno, sumergidas en ketchup emberrenchinado hasta el satanismo, como dijo Chuchi el día en que las probó, con tres o cuatro cucharadas de picante mexicano. En California, el comistrajo tenía siempre un éxito sensacional.

—¡Las famosas papas bravas de Peter! —exclamó Peter desde el porche de la cocina, y luego se puso a circular entre los invitados con su cargamento de dinamita para el paladar.

Durante el día, el calor de medio pelo se había dejado amaestrar en los saloncitos de los honestos hogares de funcionarios, oficinistas, maestros, mecánicos, doctores, enfermeras y actores de reparto del condado de Los Angeles como un abultado animal doméstico, acurrucado junto a las butacas y bajo las camas, dentro de los armarios, en los cajones de la cubertería y del escritorio, mientras los ruidosos aparatos del aire acondicionado imponían en las habitaciones un frescor modesto y desigual, como si la temperatura estuviese resquebrajada. Pero, al atardecer, a todo el mundo le daba por decir que refrescaba y abrían puertas y ventanas de par en par y salían a su yardas o a sus bálconis y organizaban barbacoas cuyo tufillo grasiento y especiado se agarraba al aire de la noche con la firmeza de un enorme murciélago sediento. Aquel sábado, Nick y Linda David habían invitado a la casa a todos sus amigos a un movieparty, a una fiesta con película, porque el Canal 40 emitía a las doce de la noche Luna de Sinaloa.

La cita era temprano, a las ocho, para que los invitados pudieran cenar con tranquilidad, y Linda se había esmerado en preparar un buffet exuberante y muy étnico, lleno de ensaladas y platillos típicos de la cocina latina interpretada a su modo por aquella gringa cincuentona, rubia, alta, pálida, huesuda y melancólica que de joven había sido bailarina en Las Vegas, antes de emigrar a Hollywood en busca de un éxito que nunca pasó de trabajar como figurante en dos películas playeras de Sandra Dee y en un musical de inspiración carioca, con una imitadora de Carmen Miranda y un jovencísimo George Nader, que nunca se estrenó. En ese rodaje conoció a Nick, y en julio del 74 estaban a punto de cumplir veinte años de casados. No habían tenido hijos, y Nick había comenzado hacía poco una historia con una colega de la escuela, de origen nicaragüense —como Bianca Jagger, decía él a quienes estaban en el secreto—, a la que llevaba treinta años y que se habría quedado sufriendo, en la soledad de su apartamento de Van Nuys, las consecuencias de su amor clandestino, su ausencia de aquella fiesta en la que su amado iba a revivir sus días de gloria.

—Elenita tendría que haber venido contigo, hombre —me dijo Nick en un aparte, con aquel tono fogoso que siempre empleaba cuando hablaba en castellano, para dejar claro que él era un macho de sangre caliente.

Pero Elenita, que era una muchacha sensata y dulce y con un gran sentido dramático de la vida, había terminado por decir que no, que ella sabía perfectamente cuál era aún su lugar, y que además no podría resistirlo, no iba a tener coraje para estarse calmadita viendo cómo su Nick le hacía a su señora el papelón de amante esposo delante de todo el mundo.

La idea había sido de Peter. Elenita va de pareja tuya, me dijo, los dos combináis bien y, además, podéis hablar tranquilamente en español y así no te aburres, y seguro que Linda no se da cuenta de nada. Y yo le dije, en broma, que aquel trabajito le costaría doscientos dólares a él o a Nick, o a Elenita, si es que era ella de verdad la interesada, porque hacer el paripé con una chica toda la santa noche era más engorroso y menos entretenido que acompañar a La Gran Ynka a un concierto de Sinatra. El bueno de George se lo tomó todo muy a mal, dijo que él no se metía en los problemas sentimentales de nadie, pero que Linda merecía un respeto y que, si Nick no tenía coraje para resolver por sí mismo sus desarreglos conyugales, a nosotros debería darnos vergüenza ponérselo fácil a costa de su pobre mujer. Menos mal que al final fue Elenita —una chica menuda y vivaracha, de gran melena negra ensortijada y ojos húmedos que ponían un fondo de desgarro melodramático a su continua exhibición de vitalidad— la que nos lo puso fácil a todos y renunció a compartir el esplendor nocturno de su amado. Luego, La Gran Ynka llamó para anunciar que tampoco ella podría asistir a la fiesta.

—Ynka no viene, lo siento —le dijo Peter a Nick, cuando llegamos a la casa y Nick no pudo evitar un gesto de decepción al vernos aparecer sin la gritona mortaja ambulante, como la llamaba Chuchi cuando no tenía un interés excesivo en ofenderla.

George llegó con La Fabulosa Fabiana, y Peter y yo hacíamos una pareja muy familiar, porque Peter le decía a todo el mundo que yo era hijo de una prima suya de Caracas.

—No importa —dijo Nick en aquel castellano ardiente y lleno de teatral energía con el que daba a entender que era un hombre con empuje ante las dificultades—. Van a venir César Romero, Ricardo Montalbán y Charito Baeza. La bruja de Ynka se lo pierde.

—Claro, mi amor. —La Fabulosa Fabiana tenía la costumbre de besar a las mujeres en la mejilla y a los hombres en los labios—. Seguro que se ha enterado de la tremenda constelación de estrellas que se iba a encontrar aquí y ha calculado que no iba a salir bien de la competencia.

Pero César Romero no apareció, ni Ricardo Montalbán, ni Charito Baeza, aunque ella al menos tuvo la gentileza de mandar un gigantesco ramo de flores que ocupó enseguida el lugar de honor en la gran mesa que se había montado para el buffet, junto a una enorme fotografía de un plano medio de Nick David en el papel de Antonio en Luna de Sinaloa: chaquetilla corta y camisa abierta sobre un pecho muy bronceado y depilado, pelo peinado hacia atrás y planchado con brillantina, bigotito recortado, sonrisa seductora, mirada volcánica.

De los invitados —exceptuados Peter, George y La Fabulosa Fabiana— yo solo conocía a Huguito de la Cuesta, el director de Panorama, a su fotógrafo Mendoza, que actuó desde el primer momento como el gran reportero gráfico de las celebridades, y a Armando Hern, que enseguida me aseguró que en dos semanas podía tenerme algo medio conseguido, que con aquel cuerpo de remero y aquella cara con tanta personalidad podía terminar haciendo carrera en Hollywood, que era una lástima que no hablara bien el inglés. Yo entonces le hice una broma que me traía preparada desde Madrid y que a Peter le hacía mucha gracia. Le dije, con mi acento despatarrado, como decía Chuchi, I don’t speak English very well, but I fuck very rich, o sea que yo no hablaba inglés muy bien pero follaba muy rico, y él se lo tomó tan al pie de la letra que me estrujó contra la pared y me empotró el muslo entre las piernas y me dijo al oído, con mucho aliento emborronándole las palabras, que eso ya lo había adivinado la primera vez que me vio. Estábamos en la escalera, porque yo subía en busca del baño y él bajaba sin duda de aliviarse la vejiga, o de retocarse el bronceado cosmético, y nos cruzamos en el descansillo, y yo no me puse nada estreñido ni nada exigente, yo me puse en las antípodas de santa María Goretti, todo facilidades, así que cuando quise darme cuenta tenía la lengua del descubridor de tarzanes metida hasta las amígdalas, y sus dedos habían descorrido la cremallera de mi bragueta con el virtuosismo de un neurocirujano, y su mano era un fugitivo hambriento en el interior de una supermarqueta, quería agarrarlo todo, estrujarlo todo, sacarlo todo, quedarse con todo. Comérselo todo, me dijo con el resuello borboteando, eso era lo que quería.

Cuando Armando Hern se puso de rodillas, yo entré en pánico, como decía Peter, porque cualquiera podía pasar por allí en cualquier momento, se oía al fondo el rumor de las conversaciones y las risas en torno a la piscina de agua coloreada y paquidermo fucsia, los grititos elogiando aquella bravura española que desollaba el paladar, un bolero atribulado de Nat King Cole, pero el peligro me inyectaba electricidad en todo el cuerpo, y sobre todo en algunas partes del cuerpo, así que Armando Hern tuvo la oportunidad de comprobar que la dureza no estaba reñida con el ritmo, y que el sabor no es solo una reacción química, que el sabor puede tener mucho de fantasía sentimental, que el gusto no solo nos viene de las glándulas, también del corazón y de la memoria.

—Qué rico —susurró Armando, y a mí me pareció que estaba a punto de echarse a llorar por la emoción, como si acabara de reunirse con su anciana madre después de un larguísimo y complicado viaje alrededor del mundo.

Yo pretendía acariciarle la cabeza, acurrucársela entre mis manos, hundir mis dedos cariñosos en su pelo, más que nada como muestra de gratitud por su conmovedora devoción, pero tardé dos minutos en darme cuenta de que aquella alambicada mata de pelo negrísimo se movía, se desplazaba, se ladeaba, se quejaba incluso como un animalito maltratado, así que el bueno de Armando Hern perdió de golpe la concentración y la emotividad y el sentido del gusto, y las dos manos se le dispararon al peluquín y tuvo que desocuparse la boca para suplicarme que fuese queirful, y yo, desconsiderado como es difícil no serlo cuando uno tiene veinticinco años, me desparramé a chorros y entre tiritonas y quejidos medio sofocados precisamente en ese instante, y a Armando se le puso una mirada tristísima, no solo por el desperdicio, sino porque le dejé perdida su chaqueta de tela de gabardina, en la que las manchas parecían jeroglíficas pinturas rupestres.

—No te vayas —me suplicó.

—Tengo que lavarme —le dije, porque la preocupación por ser descubierto en situación comprometida ya no tenía nada de afrodisíaca.

—Yo voy a tener que ir a cambiarme a la casa. —El pobre no debía de encontrarle ningún encanto a aparecer ante los invitados de Nick como una especie de cueva de Altamira mucho peor conservada que la de verdad.

—Echate cocacola —le aconsejé.

—¿Tú crees? —No parecía muy convencido de que la cocacola pudiese arreglar el desaguisado—. ¿No será peor?

—Para la chaqueta, por supuesto. Pero no tendrás que mentir cuando te pregunten por las manchas.

Me siguió hasta el cuarto de baño.

—Espera, por favor. A lo mejor podemos vernos en mi oficina algún día de esta semana.

—¿Y dónde está tu oficina?

—En Olvera.

—¿Y por dónde cae eso? —Yo sabía perfectamente dónde estaba Olvera Street.

—Puritico dauntaun.

Chicanería pobretona, me dijo Chuchi una vez que pasamos por allí en su coche.

Agarré con decisión el pomo de la puerta del cuarto de baño y me coloqué en plan Tarzán, decidido a defender con todos mis músculos de remero del norte la entrada de la cueva del tesoro de los indígenas.

—Eso está lejísimos —dije—. A ver cómo llego yo hasta allí.

—Quedamos en algún sitio cerca de donde Peter, y yo te recojo.

—Eso nunca sale bien. Siempre hay alguien que lo ve y le falta tiempo para ir por ahí con el chisme.

El pobre hombre parecía tan apurado que cualquiera diría que estaba a punto de perder un vuelo.

—Puede llevarte alguien. Chuchi, a lo mejor.

Me acordé de lo que me había dicho Chuchi, medio en broma, alguna vez, cuando había ido a recogerme en su toyota.

—Chuchi dice que va a empezar a cobrarme por el servicio de taxi.

—Está bien, no hay problema —dijo él, y sacó la cartera del bolsillo trasero del pantalón, y rebuscó unos segundos en su interior, y luego me dio una tarjeta de visita y un billete de cincuenta dólares—. Ahí está el número de mi buró, y el dinero se lo negocias a Chuchi.

Me quedé mirando el billete de cincuenta pavos, sin decir nada, y me di cuenta de que no había como tener dólares en la mano, por pocos que fuesen, para sentirse bien en California. Antes de que levantara la vista, Armando me obligó a coger otro billete de cincuenta.

—Esto es todo para ti.

Por supuesto, me ruboricé y le di las gracias con aquella sonrisa de dientes descabalados que, según todo el mundo, resultaba tan encantadora. Después me encerré en el cuarto de baño y estuve por lo menos veinte minutos lavándome con esmero de quirófano los restos de la devoción de Armando y enjuagándome la boca, hasta casi desollármela por dentro como si estuviese dándome un atracón de las famosas papas bravas de Peter, con el Listerine que encontré entre los cachivaches, potingues y bebedizos de aseo personal de Nick y Linda Martínez.

Cuando volví a la fiesta, todo el mundo estaba ya acomodándose para ver Luna de Sinaloa. Habían sacado al porche la televisión y todas las sillas de la casa, pero muchos de los invitados preferían sentarse en el césped, o en el borde de la piscina, con un espíritu juvenil que en absoluto hacía juego con el sobrepeso y las arrugas y las dificultades para mantener una postura airosa tirados por el suelo, pero que les permitía sonreír y desplegar gestos de alegre coquetería como si estuvieran otra vez en los mejores años de su vida. Todos estaban muy excitados por aquella especie de ceremonia espiritista que iba a resucitar en la pantalla de la televisión a uno de ellos en sus días mejores, lo que significaba que todos iban a resucitar un poco con él, que iban a recuperar durante hora y media la hermosura y la energía y los sueños de otros tiempos, el esplendor de aquella California en la que fueron jóvenes.

Había una pareja desigual hasta lo conmovedor en su aspecto físico y en el modo en el que se comportaban el uno con el otro, porque mientras ella, deformada por los kilos y por una especie de pijama en el que se habían dado cita todos los colores de la selva tropical, se mantenía beatíficamente desparramada en medio del césped —como si los empleados de una empresa de mudanzas, agobiados por las prisas, la hubieran soltado en cualquier sitio y de cualquier manera— y daba la impresión de sentirse resignadamente sola en el mundo, él, muy menudito y vestido con algo muy similar al uniforme de los encargados de los urinarios públicos de Hollywood Park —aunque con los bordes del cuello, de los puños y de los bolsillos ribeteados con un cordón brillante—, no paraba de moverse alrededor de su mujer como un colibrí, la acariciaba todo el tiempo como si nunca estuviera seguro de haber acertado en su punto más sensible y agradecido, se entretenía constantemente en la papada de ella, con la misma generosidad y paciencia con las que George acariciaba detrás de las orejas a Zsa-Zsa, la dálmata frígida y caprichosa que Peter había traído a casa un buen día, tras rescatarla de una perrera municipal. El efecto era idéntico: ni la buena señora ni la dálmata daban la menor muestra de estar disfrutando con las caricias, y no se inmutaban cuando sus acariciadores se daban por vencidos e intentaban algún otro cosquilleo, igualmente ineficaz.

La oronda señora y su persistente esposo se llamaban Clara y Angelo y habían sido bailarines acrobáticos en las mejores salas de fiesta de toda América Latina, hasta recalar, a mediados de la década de los cincuenta, en el Bataclán de Tijuana, donde un cazador de talentos decidió que a lo mejor no era mala idea descubrirlos y se los llevó a Hollywood y les consiguió un contrato con la Paramount, que los puso, como número de cabaret, en decenas de películas de ambiente exótico en las que los protagonistas siempre lucían en alguna secuencia irrelevante sus habilidades con los ritmos latinos. Una vez retirados, ella se había inflado y él se había consumido, y ahora ella trabajaba como limpiadora en el hospital Cedros del Sinaí, y él tenía una tiendita de cuchifritos, mofongo al pilón y jugos tropicales que le llevaba, según sus propios augurios, pero en contra de todos los indicios, a la decadencia.

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