California

California


XIII

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XIII

 

C

ésar O’Malley salió eufórico de mi despacho. La zozobra se había ido y, por primera vez desde el lunes, podía ver las cosas con claridad. Estaba atravesando un bache, eso era todo. Un escollo pasajero que no iba a tardar en vencer. Con mi ayuda, iba a erradicar de su vida —y, lo que era más importante, de la de Martín— la sombra insidiosa de Enrique Marbán. Antes o después, Mercedes iba a darse cuenta de la desproporción de su enojo. Habría disculpas recíprocas y juramentos de que nunca iba a volver a pasarles nada parecido. Mientras descendía por la calle Ibiza, se le ocurrió que podían sellar la reconciliación con un viaje en pareja. Podían ir a Berlín, a aquel hotel tan romántico —el Honigmond, en pleno corazón del Mitte— donde habían pasado su décimo aniversario. O podían probar un sitio nuevo, como la isla de Mykonos, que Mercedes quería conocer desde hacía tiempo. Y, bien pensado, la psicóloga del colegio tenía razón al afirmar que el mal que aquejaba a Sofía se curaba solo y se llamaba adolescencia. De pronto sintió hambre. Eran las seis de la tarde y no había probado bocado desde el desayuno en el Wellington. Dobló a la derecha en la calle Lope de Rueda, recorrió a buen paso tres manzanas, entró en el Burger King de O’Donnell y pidió un menú Whopper con patatas fritas y Coca-Cola. Se sentó junto a la ventana, para poder ver el tráfico de gente y vehículos que bullía infatigable en la tarde perfecta. Mientras comía, entre bocados de hamburguesa y largos tragos de refresco, tuvo la liberadora sensación de que todo iba a arreglarse, de que, tras los sinsabores de los últimos días, su vida empezaba de nuevo.

Después de comer cogió un taxi a OCM y pasó algo más de una hora despachando asuntos urgentes con Concha y atendiendo el trabajo acumulado desde el mediodía. A las ocho respondió el último correo electrónico, una nota de Trevor Dunlop dándole las gracias por la pronta rectificación del contrato. Cerró el ordenador portátil, lo metió en la bolsa y se levantó para irse: estaba impaciente por volver a casa y recobrar su espacio en la familia. Camino del perchero, sonó el teléfono móvil. Dudó un instante. Luego, pensando que podía ser importante, sacó el teléfono del bolsillo del pantalón, miró la pantalla y, al ver que era yo, contestó.

—Hemos tenido suerte —le dije.

Había hablado con el detective —un expolicía llamado Sanjurjo, que llevaba años haciendo encargos para mí— y resultaba que ya había investigado a Marbán para otro cliente el verano previo, por un caso de morosidad. Podía no haber dicho nada y haber cobrado el informe como si fuera nuevo —es lo que habría hecho la mayoría, me aseguró—, pero había decidido regalármelo en virtud de nuestra larga colaboración.

—Me lo va a mandar mañana en cuanto tenga un momento para buscarlo, pero me ha adelantado bastantes detalles. ¿Te cojo bien? ¿Quieres oírlos?

César desanduvo sus pasos, dejó sobre la mesa la bolsa del ordenador y se sentó de nuevo en la silla.

—Sí, claro —dijo con la mirada perdida en la ventana, en la inmensidad titilante que a esas horas era Madrid.

Y le conté lo que me había contado Sanjurjo.

Enrique Marbán había nacido en Getafe en el sesenta y nueve —era, por tanto, dos años más joven que César y yo—. No tenía el bachillerato y laboralmente había hecho un poco de todo. Había limpiado cristales. Había repartido bombonas de butano. Había repuesto productos en Continente. Había sido camarero en varias cafeterías y guardia de seguridad en el metro, de donde lo habían despedido por apalear a un inmigrante peruano que se había saltado el torniquete. En el año dos mil cinco le tocaron ciento treinta mil euros en la lotería. Usó el dinero para pagar la entrada de un piso en Tetuán —en el banco solo les faltó ponerle una alfombra roja— y, siguiendo el consejo de su cuñado —un tal Agustín, quien le convenció de que era una inversión infalible—, para abrir un almacén de pinturas en un local de la calle Bravo Murillo. El negocio no llegó a prosperar. Hubo complicaciones en la reforma del local. Por más aislamiento que se empleó, no se pudo detener el avance de unas humedades cavernosas que impregnaban el aire de un irrespirable olor a escayola mojada. Además, aunque pasó muchas horas leyendo literatura especializada, Enrique Marbán no aprendió lo suficiente sobre pinturas como para ganarse la confianza de la clientela. No sabía distinguir entre un tinte, un esmalte o una pintura plástica. Ignoraba cómo se mezclaban los colores. No tenía ni idea de qué producto era mejor para pintar un muro de cemento, una mesa de madera o un radiador doméstico. Por si eso fuera poco, en el año dos mil ocho estalló la burbuja inmobiliaria. De la noche a la mañana, la periferia de Madrid se convirtió en una tierra de nadie, un paisaje inhóspito, hecho de montañas de grava, grúas muertas, calles sin asfaltar y mastodónticos bloques de viviendas, algunos a medio construir, otros acabados con prisa, todos habitados por la ruina. Privado de su mercado primordial —el de la construcción—, el almacén languideció hasta acabar sucumbiendo a las deudas. A principios de dos mil nueve, Enrique Marbán echó el cierre y se declaró en bancarrota. Entonces el banco cambió de cara. Dejó de sonreírle, de hacerle reverencias. Le cerró de golpe el grifo del crédito y, veladamente al principio —a través de misivas que oscilaban entre la cortesía y la amenaza—, abiertamente después —cuando se hizo evidente que el país se iba a pique—, colgó sobre su cabeza la espada de Damocles del desahucio. Abrumado por la presión, Enrique Marbán vendió el negocio por una suma ridícula, que apenas alcanzó para saldar las deudas más acuciantes y mantener a raya, al menos por un tiempo, el monstruo de la intemperie. Desde entonces se ganaba la vida como transportista ilegal. Cada mañana se plantaba a la puerta del Ikea de San Sebastián de los Reyes y competía con los acarreadores rumanos por llevar los muebles embalados de los clientes en su furgoneta, el único activo que había salvado de la mala venta del almacén.

Los vecinos con quienes había hablado Sanjurjo lo describían como un hombre irascible y gritón, proclive a los altercados. El más recordado por todos había tenido lugar una tarde de dos mil ocho en una ferretería de la calle Infanta Mercedes, cuando acusó a un hombre llamado Ismael Cuerda de adelantársele en la cola. Cuerda replicó que no era cierto, que él había llegado antes, y el ferretero le dio la razón. Enrique Marbán se fue de la tienda enfurecido, profiriendo insultos a voz en cuello. Regresó después de la hora del cierre armado con un martillo y, ante el asombro de varios transeúntes, se puso a golpear el escaparate con una furia desatada. El ataque se saldó con una noche en comisaría —que pasó en vela, despotricando entre dientes contra Ismael Cuerda y el ferretero— y una cuantiosa denuncia por daños, lo peor que podía pasarle dada la precariedad de sus finanzas. Pero su carácter podrido no solo se manifestaba en la calle. Todo el mundo sabía que maltrataba a su mujer. Las broncas nocturnas eran tan ruidosas, que en varias ocasiones los vecinos se habían visto obligados a llamar a la policía. Que se supiera, la mujer nunca había presentado una denuncia. Cuando alguien en las tiendas del barrio se atrevía a preguntarle cómo estaba, ella respondía que bien, gracias. Si insistían, apartaba la vista y murmuraba que por favor se metieran en sus asuntos. A su hijo Enrique Marbán lo quería con un amor severo e injusto. Convencido de que para ser alguien de peso hacía falta una buena formación y de que el único modo de adquirirla era yendo a un colegio privado, lo había matriculado en El Recuerdo en el año dos mil cinco, tras el golpe de suerte de la lotería, y desde entonces había hecho lo imposible para que, pese a los reveses económicos que vinieron luego, su vida no se viera alterada, para que no notase que el mundo —su mundo— se desintegraba sin remedio. Con un esfuerzo ímprobo —posponiendo el pago de deudas, recortando al máximo el gasto familiar, haciendo malabares con sus exiguos ingresos—, Enrique Marbán lograba a duras penas mantenerse al día con las cuotas del colegio mientras el Cobrador del Frac lo seguía por la calle y las notas de embargo se apilaban como esquelas mortuorias sobre el mueble del hall. Pero no era una entrega altruista. A cambio de tanto sacrificio, no aceptaba de Quique otra cosa que la perfección. Apenas elogiaba sus logros —eran de esperar, según él, con las facilidades de que disfrutaba— y aprovechaba el más mínimo desliz —una nota mediocre, un penalti mal lanzado, un mohín de tedio al hacer los deberes— para reñirlo con aspereza y echarle en cara las privaciones que sufría la familia para que él pudiera estudiar en un colegio tan selecto. Mal que bien, Quique capeó con éxito los tres primeros cursos de la educación primaria, pero antes de que acabara el cuarto sucumbió bajo el peso combinado de las peleas nocturnas —que escuchaba aterrorizado desde su habitación— y de la responsabilidad impuesta de enmendar los fracasos paternos. Entonces descuidó los estudios, le perdió el respeto a los profesores, empezó a enzarzarse en peleas con sus compañeros y se convirtió en lo que los curas denominaban «un alumno problemático».

Con la justicia Enrique Marbán había tenido dos encontronazos serios. El primero fue cuando hizo pedazos la luna de la ferretería. El segundo, aún sin resolver y mucho más grave, ocurrió en la primavera de dos mil diez, cuando un electricista de Móstoles llamado Juan Cobo lo acusó de pederastia por haber tratado de acostarse con su hija de catorce años. Al parecer Enrique Marbán había contactado con ella a través de una red social de Internet y, tras varias semanas de ladinos tanteos, había propuesto una cita real en un banco del Retiro. Por suerte, la entrevista no pasó a mayores. No llevaban ni diez minutos hablando cuando acertó a pasar por allí un hermano de Juan Cobo. Iba camino del estanque con sus dos hijos menores y, al ver a su sobrina en compañía de un adulto desconocido, se acercó extrañado para averiguar qué ocurría. No le dio tiempo a llegar. En cuanto percibió su presencia, Enrique Marbán se levantó de un salto del banco y echó a correr despavorido entre los olmos y los grupos de paseantes. El juicio se iba a celebrar en noviembre. El sumario del caso —al que Sanjurjo había tenido acceso gracias a un funcionario que conocía en el juzgado— contenía las transcripciones de las charlas virtuales y tres fotografías que la policía había encontrado en el ordenador de la chica: Enrique Marbán sin gafas, con las marcas rosáceas de las plaquetas a ambos lados de la nariz, blandiendo una sonrisa de sátiro; Enrique Marbán flexionando los bíceps, desnudo de cintura para arriba; Enrique Marbán blanquecino y velludo, tumbado en una cama en calzoncillos.

—Con esos antecedentes, no tiene nada que hacer —le dije a César.

—Me alegro de no haber tenido esa información esta mañana.

—¿Y eso?

—No sé lo que le habría hecho.

—Es mejor no pensarlo.

—Ya.

—En cuanto me llegue el informe, hago una copia y te la mando.

—Gracias, Beltrán.

—De nada.

—Hablamos la semana que viene para lo de la cena, ¿vale?

—Vale. Y no te preocupes, de verdad. No merece la pena.

—Un abrazo.

—Adiós.

César colgó el teléfono y permaneció en la silla unos instantes, contemplando el fulgor nocturno de Madrid, los ríos de farolas y tráfico que, como venas candentes, surcaban de un lado a otro la ciudad oscurecida. «Tiene razón», pensó, guardando el teléfono en el bolsillo de la chaqueta. No merecía la pena preocuparse. No tenía sentido dedicarle un pensamiento más a aquel hombrecillo pernicioso, cuyo único don parecía ser convertir en dolor todo aquello que tocaba. Lo más sensato era alejarse de él, olvidarlo, no dejar que sus vidas volvieran a rozarse. Por enésima vez en aquel día infame, echó de menos a su familia. La añoró con una nostalgia densa que le oprimía el pecho y le impedía respirar con holgura. Entonces se levantó, cogió la bolsa del ordenador y la gabardina y salió de OCM decidido a hablar con Mercedes. Aquello se tenía que acabar, se dijo en el ascensor. No podían permitir que un simple malentendido diera al traste con dieciséis años de dicha. Cruzó la puerta giratoria, recorrió los bajos inhóspitos del edificio y paró un taxi en el fragor de la calle Orense. Cuando el taxista le preguntó adonde iban, dudó. Su plan inicial era presentarse en la galería, pero cayó en la cuenta de que el viernes había inauguración —exponía su obra un artista chileno llamado Héctor Martel—, y Mercedes estaría ocupada con los preparativos. Mejor no molestarla, pensó. Ya hablarían con calma más tarde. «A la calle Argensola, por favor», dijo, y sintió que, tras el desbarajuste de los últimos días, las piezas de su vida volvían a ponerse en su sitio. La sensación creció durante el viaje, mientras el taxi se abría camino a través de la ciudad encendida, y se hizo certeza pocos minutos después, cuando César se encontró a Fermín y a Lupe bebiendo champán en la garita del portal. Encima de la mesa, junto a las revistas de crucigramas, había una botella descorchada, una pequeña columna de vasos de plástico, un sobre abierto y una hoja impresa con las marcas visibles de dos dobleces. Fermín extrajo un vaso del extremo superior de la columna y vertió en él tres dedos de champán.

—Estoy bien —dijo, ofreciendo el vaso a César y señalando con la mano libre hacia la hoja impresa—. No tengo cáncer.

Seguía estando demacrado, pero la mirada le brillaba como antes de que lo desmadejara la angustia. El alivio le hacía parecer más alto, más liviano en sus movimientos.

—Me alegro mucho.

—Y mira que no decirme nada... —dijo Lupe meneando la cabeza, al borde del llanto.

Su marido le rodeó los hombros con el brazo y la atrajo hacia él.

—Por usted, Fermín —dijo César, y acercó su vaso a los de la pareja.

—Por los milagros —añadió Fermín.

Bebieron un sorbo a la vez y se quedaron en silencio, sonriendo, unidos por el calor de la buena noticia. Entonces, como si se acabara de acordar, Fermín dijo que estaban a punto de venir a recogerlos sus dos hijos, para ir a cenar todos juntos, e invitó a César a quedarse un momento y saludarlos. César le dio las gracias y, mirando el reloj, dijo que lo sentía, pero tenía que irse. Aunque la invitación sonaba sincera, le pareció que no había sitio para él en una celebración tan íntima. Además, eran ya las nueve menos cuarto y se moría de ganas de llegar a casa para empezar a recobrar a su familia. Bebió de un trago el champán que le quedaba, se despidió y se dirigió lleno de optimismo al ascensor, convencido de que la resurrección de Fermín —¿de qué otra forma podía llamarse lo que le había ocurrido?— era una señal, una prueba fidedigna de que en esta vida había arreglo para todo. Si la enfermedad del portero tenía marcha atrás, ¿cómo no iba a tenerla el enojo de Mercedes? Si la masa extraña que le habían detectado en el pulmón era un desorden benigno, ¿por qué no iba a serlo también la hosquedad de Sofía? Entró en el ascensor, pulsó el botón del cuarto piso y, mientras ascendía por la tráquea oscura del edificio, se dibujó en la mente una estampa de lo que le esperaba en casa. Puede que Ramona aún no se hubiera ido. De ser así, estaría limpiando la cocina con la radio puesta, o regando las plantas con una botella de plástico porque no se manejaba bien con la elegante regadera metálica que Mercedes había comprado en Vinçon. Los que estarían seguro eran los niños. Martín en el salón, jugando con la PlayStation en el televisor grande. Sofía en su cuarto, ensimismada, envuelta en el claro vaho del ordenador.

Enseguida comprobó lo desencaminadas que estaban sus ensoñaciones. Encontró la casa oscura y fría, como si llevara semanas deshabitada. Encendió la lámpara de la entrada y dejó la bolsa del ordenador sobre el mueble, junto a la fotografía del balancín. La visión de su familia unida, bronceada por el sol de California, suavizó la decepción del hogar vacío. Colgó la gabardina en el perchero y se dirigió hacia el salón prendiendo luces a su paso, como si la claridad de las bombillas pudiera ayudarle a elucidar la ausencia de sus hijos. Que él recordara, Martín tenía libres las tardes de los miércoles. Por lo general las pasaba en casa bajo el cuidado de Ramona, haciendo los deberes y, cuando acababa, jugando con la videoconsola o leyendo los cómics de su padre, a los que últimamente había empezado a aficionarse. Las únicas causas lógicas de su ausencia eran que estuviera con Mercedes en la galería —posible pero improbable, dada la inminencia de la inauguración y la febril actividad que eso conllevaba—, o que hubiese ido a merendar a la casa de un amigo. En cuanto a Sofía, Madrid era un parque de atracciones para una adolescente de dieciséis años. Menos estudiando con su amiga Sandra —que era, seguramente, donde le había dicho a su madre que iba a estar—, podía estar en cualquier sitio. El termostato digital del salón marcaba solo quince grados. César lo subió a veintitrés y, como si pudiera sentir ya el ascenso de la temperatura, se aflojó el nudo de la corbata. Se volvió hacia el centro del salón, hacia el sofá y la mesa de cristal del tresillo. Recorrió con la vista las estanterías, los lomos de los libros, el amplio arco de la lámpara. De pronto todo le pareció ajeno y sintió lo mismo que solía sentir de niño cada vez que regresaba al dúplex del paseo de Zorrilla tras los largos veranos en el valle de Napa. Que aquel ya no era su hogar. Que entre él y esa vivienda no quedaba ningún vínculo. Su intención era ducharse y cambiarse de ropa antes de que llegara Mercedes, pero el súbito extrañamiento lo había perturbado tanto, que empezó a recorrer uno a uno todos los cuartos de la casa, en un intento urgente de reconciliación.

Del salón fue a la cocina. Se sentó en un taburete e imaginó a su familia desayunando entre risas en la luz mixta del alba. De allí fue al dormitorio. Se tumbó atravesado en la cama, boca arriba, con las manos enlazadas en la nuca, y se dejó impregnar por el recuerdo de las miles de noches que había pasado con Mercedes. La vio de pie sobre la alfombra, desvistiéndose antes de acostarse. La vio descalza, en pijama, colgando una blusa blanca en el armario. La vio incorporada junto a él en la cama, con una novela abierta sobre las rodillas, leyendo en voz alta las frases que más le llamaban la atención. Cerró los ojos y sintió su aroma elástico y el calor de su cuerpo desnudo bajo la colcha. Del dormitorio pasó al baño pequeño, y luego al grande, donde oyó a los niños hablarse frente al espejo con la boca llena de pasta dentífrica. Siguió rescatando vínculos en su despacho, en la terraza, en el pasillo. Camino de la habitación de Martín le pareció atisbar a través de la puerta abierta la pantalla iluminada del ordenador de Sofía. La vio y no la vio, como un espejismo fugaz, como un mensaje inserto entre los fotogramas de una película. Pensó que aquella era la ocasión perfecta para asomarse a los secretos de su hija, pero entonces recordó lo que la psicóloga les había dicho a él y a Mercedes: que tenían que confiar en ella. Siguió andando, entró en el cuarto de Martín, encendió la lámpara de la mesilla y se sentó con las piernas abiertas en una esquina de la cama. Ya no se sentía un extraño. Cogió de encima de la cómoda una fotografía enmarcada de su hijo y, mientras la estudiaba, le pareció que la casa nunca había sido más suya, que aquellos muros nunca habían protegido mejor los latidos de su familia. En la fotografía, Martín llevaba puesto el uniforme reglamentario del equipo de fútbol del colegio: camiseta rayada azul y blanca y pantalones y medias azules. Estaba muy erguido, con las manos en la cintura y un pie encima de un balón, y le iluminaba el rostro una sonrisa diáfana. La sonrisa franca de los O’Malley, pensó César con orgullo. Entonces se fijó en algo que sobresalía entre los dos cajones inferiores de la cómoda, una estrecha cinta marrón, que colgaba de la ranura dibujando una leve curva, como una lengua burlona. Dejó la fotografía en su sitio, estiró el brazo y palpó la cinta con los dedos índice y pulgar. Era una correa de reloj de piel, algo raída en los bordes. Tiró de las asas del último cajón para liberarla y vio que el resto del reloj se hallaba dentro de una caja de cartón estampada de cuadros escoceses verdes. Apartó la tapa, cogió el reloj y, volviéndose hacia la lámpara, lo estudió de cerca. Se trataba de un viejo Festina de cuerda, con la caja dorada, el fondo amarilleado por el tiempo y las agujas detenidas a las cuatro y veintiséis. Lo observó un largo rato, sofocado por el hálito denso de sus implicaciones. Por fin lo colocó sobre la cama, en el centro del cobertor rojo. Con un nudo en la garganta, sacó la caja de la cómoda y dispuso alrededor del reloj los demás objetos que había en ella: una pistola de agua, dos teléfonos móviles apagados, un transformer, tres reproducciones metálicas de los coches de la película Cars, un Pikachu de trapo, un DVD portátil en forma de Bob Esponja, unas gafas de espejo con la montura de plástico blanco, una figura de Súper Mario, cinco relojes más —dos de ellos digitales— y una calculadora solar con una etiqueta de Dymo pegada en el reverso que decía: «Propiedad de Javier Ramírez Pou». A César le faltaba el aire. Se aflojó más la corbata y reordenó los objetos varias veces, tratando de hallar en ellos algún sentido que no fuera el evidente. Alzó la vista despacio y, con las gafas de espejo en la mano, contempló de nuevo la fotografía de Martín. ¿Cómo no se había dado cuenta? ¿Cómo había estado tan ciego? Aturdido, se volvió otra vez hacia el despliegue de objetos y se preguntó qué otras partes de su vida no eran lo que parecían. Caviló con fuerza, apretando las mandíbulas hasta que los dientes empezaron a dolerle. Entonces se encendió en su mente una sospecha grotesca, apenas concebible. Arrojó las gafas sobre la cama, salió al pasillo y entró con el corazón en la boca en el cuarto de Sofía. El ordenador tenía activado el salvapantallas. En el monitor negro flotaban unos tentáculos de colores mutantes. Iban de un lado a otro, lentos, sinuosos, como medusas en un mar oscuro. César pulsó la barra espaciadora y los tentáculos se desvanecieron. En su lugar apareció la brillante ventana de un chat. El último comentario —un simple «chao, nos vemos en clase»—, era de las ocho y diez de la mañana. Sofía habría entrado nada más levantarse y luego, con las prisas, habría olvidado apagar el ordenador. César se sentó en la silla y leyó. Entre las ocho y las ocho y diez, Sofía había chateado simultáneamente con dos cibernautas cuyos alias eran Tibu y Algodón de Azúcar. Era una charla atropellada, plagada de abreviaturas, emoticonos y faltas de ortografía, en la que quien hablaba no era la Sofía huraña que durante los últimos meses había arrastrado su mal humor por la casa, sino la otra, la que esa mañana se había contoneado con la parka abierta ante el anuncio de lencería de la marquesina. Era, también y pese a ello, una charla bastante inocente. Tibu aseguraba que a un tal Rafa Montes le gustaba mucho una tal Ana Ochoa y esa mañana iba a intentar enrollarse con ella en el recreo. Algodón de Azúcar opinaba que el tal Rafa Montes era un baboso y no tenía ninguna posibilidad, con lo cual Sofía, que era la única que no usaba alias, parecía estar de acuerdo. «Es + feo q una nevera por detrás ©», escribió justo antes de despedirse, y César no pudo evitar sonreír porque sabía de dónde había sacado su hija una expresión tan rebuscada. Se la había oído a su primo William, quien la había usado el pasado verano durante una barbacoa familiar en la casa de Oakville para referirse a la novia de un amigo del instituto. Los adultos presentes —César entre ellos— no habían sabido si reírse por el ingenio de la frase o si reprender al chico por su falta de consideración. Dejó de sonreír en cuanto empezó a leer la conversación que Sofía había mantenido entre las siete cincuenta y dos y las ocho con alguien que se hacía llamar Clark Kent. Tras los saludos iniciales, Clark Kent quiso saber qué llevaba puesto su princesa, a lo que Sofía replicó que aún estaba en pijama.

—¿Me echas de menos?

Tras una pausa de un minuto, Sofía contestó que un poco.

—Yo no hago otra cosa que pensar en ti. Quiero verte.

—OK, pero en esa pensión no. No me gusta.

—¿Por qué?

—Xq no ☹.

—Vale, no te preocupes, busco otro sitio.

—Y me tienes q dar +.

—Más qué.

—Q va a ser.

—Pero si la última vez te di ochenta euros.

—Tú verás.

—No sé.

—Pues entonces adiós.

—No, no. Espera. Te doy cien.

—☺

—Me mandarás una foto al menos.

—Ya tienes muchas.

—Cómo eres. Bueno, pues te mando una yo, para que no me olvides.

Junto al comentario había un icono: un sobrecito prendido con un clip. César hizo clic en él y ante sus ojos surgió una fotografía de cuerpo entero de Enrique Marbán. Estaba de pie, con el torso desnudo y los brazos cruzados sobre la medalla de oro de la Virgen María. La blancura lechosa de su cuerpo contrastaba vivamente con el rubor de su rostro, como si estuviera hecho de dos hombres distintos y una parte no acabara de encajar con la otra. A pesar de su escasa estatura, los pantalones le quedaban cortos. Entre la bastilla y las agujereadas zapatillas de estar en casa brillaban unos calcetines blancos de deporte, decorados con una franja azul y otra roja. Tenía el pelo húmedo, peinado hacia atrás, y miraba a la cámara con una sonrisa exenta de gafas. Tras él se veía un fregadero rebosante de cacharros y un frigorífico con tres imanes en forma de pez adheridos a la puerta, todos ellos con las colas rotas.

César sintió que se hundía, que su cuerpo caía hecho jirones a través de un abismo viscoso. Le costaba trabajo respirar. Con cada inhalación, irrumpía en su boca una sustancia sofocante y grasienta. Entonces lo atacó la náusea. Empezó en el estómago, con un vuelco súbito que le contrajo el abdomen y le obligó a doblarse en dos sobre la mesa. Luego, transformada en una llamarada líquida, le trepó por el pecho y se le aferró con violencia a la garganta. Medio ahogado por las arcadas, César se puso en pie, salió de la habitación con una mano en el estómago y la otra en la boca, entró corriendo en el cuarto de baño, levantó la tapa del inodoro y, apoyándose en la cisterna, sujetando la corbata para no mancharla, vomitó la hamburguesa con patatas fritas que había comido esa tarde. Se vació por completo, en una cruda sucesión de espasmos que le tensó el cuello hasta el límite y le llenó los ojos de hilos de sangre. Al acabar, temeroso de que, tras el esfuerzo, las piernas no pudieran seguir sosteniéndolo, se sentó en el borde de la bañera, con la cabeza hundida y los antebrazos apoyados en los muslos. Sudaba profusamente. Le temblaba el cuerpo. La boca le sabía a comida regurgitada. Con dedos vacilantes, sacó el teléfono móvil del bolsillo del pantalón y llamó a Sofía. La señal sonó cuatro veces. Luego saltó el contestador: «Ahora no puedo hablar. Deja un mensaje y te llamo más tarde». César dudó un instante, confuso por la infantil nitidez de la grabación, casi convencido de que, pese a la evidencia, no podía haber relación entre una voz tan diáfana y la sórdida tragedia que se había desatado. «¿Dónde estás, hija? Llámame, por favor», acertó a decir antes de colgar. Permaneció más de un minuto con el teléfono en la mano, mirándolo con tozudez, deseando con todas sus fuerzas que rompiera a sonar de repente. Al entender que eso no iba a ocurrir, lo guardó, se atenazó las sienes, cerró los ojos y, asqueado por la acidez de su propio aliento, repasó frase a frase la charla electrónica de Sofía. La reconstruyó una y otra vez, repitiendo las palabras en el silencio abrumado de su mente. Y cuanto más la repasaba, cuanto más se hundía en sus purulentas implicaciones, más deseos tenía de destrozar a Enrique Marbán. Quería golpearlo hasta quebrarle el espíritu. Quería pisotear su repugnante cuerpo de sátiro. Quería hacerle pagar por la abominación que había cometido contra su hija. La rabia lo puso en pie. Abrió el grifo y se enjuagó la boca. Luego, sin perder tiempo en secarse, fue al hall, se puso la gabardina y salió de casa. Bajó a toda prisa por las escaleras, agarrándose al pasamanos para apurar los recodos. A mitad de descenso, mientras salvaba el rellano entre el tercer y el segundo piso, pensó que debía llamar a Mercedes, pero enseguida cambió de idea. Estaba ansioso por castigar a Enrique Marbán y no iba a permitir que nada se interpusiera en su furia. Ya habría tiempo más adelante para dar explicaciones. Tardó dos tramos de peldaños en comprender que se trataba de una excusa incompleta, y otro más en aceptar que Enrique Marbán no era el único destinatario de su cólera. Si no avisaba a Mercedes era, sobre todo, porque la creía responsable de lo que estaba sucediendo. Si le hubiera hecho caso, pensó lleno de ira; si en vez de dejarse convencer por la balsámica palabrería de la psicóloga, hubiera mostrado algo de fe en la intuición de su marido; si hubiera accedido a buscar con él una segunda opinión, Sofía habría vuelto a ser quien era y no habría caído en las garras de un pederasta. El silencio era la forma que, ofuscado como estaba por la rabia y la preocupación, había elegido para escarmentar a Mercedes. En el portal se cruzó con Humberto Flor, el vecino del primero derecha, que venía de pasear a Eros. Contestó a su jovial «buenas noches» con un «hola» entre dientes. Al esquivarlo para seguir su camino, pasó a pocos centímetros de la portería y echó un vistazo a su interior. Estaba vacía, apenas iluminada por la lámpara esférica del portal. La botella de champán seguía en pie sobre la mesa, con el corcho hundido a medias en la boca. A su alrededor, en un sencillo desorden, estaban esparcidos un arrugado pañuelo de papel, la jaula metálica del corcho y cuatro vasos de plástico.

En cuanto salió a la calle, notó cómo el sudor se le enfriaba. Primero el del cuello, expuesto de repente al frío punzante del otoño. Luego, a medida que ascendía por la calle Argensola, también el del pecho y las piernas. Su intención era coger un taxi en Génova, pero la fuerza de la costumbre —ese era el camino de la galería— le hizo girar a la derecha en Orellana. Cuando se quiso dar cuenta de la desviación, ya había recorrido media manzana. En vez de volverse y desandar sus pasos, decidió continuar hasta el próximo cruce, el de la calle General Castaños, y allí retomar el rumbo torciendo a la izquierda. Caminó deprisa, con la gabardina abierta y la ira bulléndole en las sienes. Nada más doblar la esquina, al pasar ante la puerta de cristal de la cervecería París, vio a Mercedes sentada a una mesa en compañía de Héctor Martel, el artista chileno cuya exposición se inauguraba el viernes. Se detuvo extrañado, no tanto por la casualidad —que en realidad no era tal, pues La Caja Blanca estaba a solo cincuenta metros de distancia y el ático de Argensola a poco más de cien—, como por verla precisamente allí. Él y Mercedes habían estado en la cervecería París una vez, en los tiempos remotos de la mudanza, y habían decidido no volver jamás por la antipatía de los camareros y porque, al ir a pagar la cuenta, el dueño había insistido en cobrarles una Coca-Cola que César había derramado sin querer antes de dar el primer trago. «No es cuestión de dinero —había dicho Mercedes al marcharse, lo suficientemente alto como para que la oyera el dueño—, sino de elegancia.» No faltaban en la zona bares y cafeterías, por lo que les había resultado fácil ser fieles a su decisión. ¿Qué había pasado?, pensó César mientras, detenido frente a la puerta, buscaba el ángulo adecuado para poder ver sin ser visto. ¿Por qué, después de tanto tiempo, Mercedes había vuelto a un sitio donde los habían tratado tan mal?

A Héctor Martel lo conocía desde hacía años. Era uno de los artistas fijos de la galería y había coincidido con él en muchas inauguraciones, tanto suyas como de otros. Siempre le había parecido un hombre pintoresco pero cabal, libre de las ínfulas ególatras y del endiosamiento que lacraban el carácter de tantos de sus compañeros de oficio. Físicamente era poca cosa —bajo, contrahecho, con unos brazos demasiado cortos, que hacían que uno se preguntara cómo podía pintar con ellos unos lienzos tan grandes—, pero compensaba su falta de virtudes corpóreas con unas ropas llamativas —esa noche llevaba una camisa azul cielo y un brillante fular rojo— y una obra pictórica que, como solía decir Mercedes —y César estaba de acuerdo—, quitaba la respiración. Estaba sentado en el borde de la silla y explicaba algo con vehemencia, palpando el espacio con las manos extendidas, como si estuviera colocando en el aire las piezas de la exposición. Mercedes le escuchaba y asentía con la cabeza. Sobre la mesa había una ensalada, un plato de jamón, un cesto de pan y dos cañas de cerveza, todo ello intacto, lo que hizo suponer a César que acababan de servírselo. Había también un ordenador portátil abierto con la pantalla orientada hacia Héctor Martel y, a su lado, un cuaderno de notas negro y un bolígrafo Bic azul. Una pareja joven llegó entonces a la cervecería. César se echó a un lado y, mientras los veía abrir la puerta y dirigirse a la barra, se le ocurrió que quizás el silencio no era el castigo más apropiado para Mercedes. Quizás, ahora que el azar la había puesto en su camino, lo que ella merecía era que él entrara en la cafetería y le soltara a bocajarro lo que pensaba. Que por su culpa Sofía se prostituía. Que por su culpa se acostaba por ochenta euros con un demente que podía ser su padre. Tras el paso de la pareja, la puerta empezó a cerrarse. César la sujetó e hizo ademán de entrar, pero de pronto lo asaltó una sospecha de plomo, tan grotesca e inconcebible como la que lo había asaltado un rato antes en la habitación de Martín. Dejó que la puerta se cerrara del todo, avanzó irnos pasos por la acera y, asomándose con cuidado a una de las ventanas de la cervecería, vio a través de los reflejos cómo Mercedes alzaba el vaso para brindar. Héctor Martel hizo lo mismo. Luego, mientras bebía, alargó la mano libre por debajo de la mesa y acarició el muslo de Mercedes. Estuvieron así varios segundos, mirándose, enlazados en una clandestinidad complacida. Mercedes dijo algo y ambos se rieron. Cogió el bolígrafo Bic y le quitó la caperuza con los dientes. Extrajo una servilleta del servilletero, escribió algo en ella y, sonriendo, la dejó sobre el teclado del ordenador. Mientras Héctor Martel leía el mensaje, Mercedes alzó la vista y sus ojos se encontraron con los de César. Se quedó inmóvil. Palideció. Arqueó las cejas. De pronto se sacó la caperuza de la boca, echó la silla hacia atrás y, ante la sorpresa de Héctor Martel, empezó a levantarse. César se apartó de la ventana y rompió a correr calle arriba. Corrió lo más deprisa que pudo, presa de un ofuscamiento palpitante que lo desorientaba y le llenaba las pupilas de humo. En la esquina de la calle Génova oyó a Mercedes gritar su nombre, pero no se volvió. Se asomó a la calzada y, con un gesto urgente, paró un taxi que bajaba pegado al bordillo en dirección a Colón. Abrió la puerta y se dejó caer en el asiento. «¿Adonde le llevo, caballero?», preguntó el taxista, de buen humor. Mercedes gritó de nuevo, esta vez desde más cerca. Su voz se coló en el taxi por la ventanilla entreabierta del copiloto y reverberó como un mal eco en el habitáculo perfumado de pino. «Creo que le llaman», dijo el taxista, señalando con el dedo hacia la calle. «No es a mí —replicó César y, apretando los puños, con la voz entrecortada y la vista fija en el reposacabezas del asiento delantero, añadió—: A la calle General Margallo. Tengo prisa.»

 

 

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