California

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2. Sin cabeza

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Me costó encontrar una plaza libre en el parking de Augusto Figueroa y nada más volver a la calle percibí aquel olor, a madera recalentada al sol desde muy temprano, que yo siempre decía que me recordaba tanto a California. En todo el barrio hervía el bullicio desordenado y arrítmico de los sábados por la tarde. Parejas mixtas y jóvenes que parecían apuradas por cumplir su programa de compras, sobre todo en tiendas de ropa para chicos, y grupos de amigas, algunas no tan jóvenes, que daban la impresión de andar a la caza de alguna sorpresa que solo se podía encontrar en Chueca. Muchachos cogidos de la mano, o abrazados por la cintura, y parejas de muchachas que caminaban del brazo con el aplomo de quien sabe que se encuentra en lugar seguro. Un patinador de pelo rapado, torso desnudo y sudoroso y pantalones muy cortos y muy ceñidos pasó a mi lado con el mismo ritmo cadencioso que tenían los patinadores de la playa de Venice. Un travesti a medio vestir y a medio pintar, quizás premeditadamente vestido y acicalado a medias, andaba repartiendo flyers de una discoteca en la que, a todas luces, reinaba el más acalorado y clásico petardeo. Las terrazas de la plaza, alrededor de la boca del metro, estaban abarrotadas de gente, la mayoría jóvenes, muchos de ellos con pinta de no haberse recuperado aún de la noche del viernes, que parecían ansiosos de aquella bendición del sol de abril. Un hombre de mediana edad y con aspecto de funcionario, solo en una mesa, leía un libro con las tapas incongruentemente forradas con papel de periódico. Una señora y un señor, a los que era fácil imaginar jubilados y apacibles, vigilaban los juegos de unas niñas, seguramente sus nietas, que se entretenían recogiendo chapas de botellas de refresco y se perseguían entre las mesas, desafiando la paciencia y el brumoso deseo de adopción de buena parte de la clientela. Los socialistas habían ganado las elecciones hacía menos de un mes y les habían prometido a los gays bodas laicas, bautizos laicos, hermosas familias laicas y llenas, enseguida, de suegros, cuñados, sobrinos, ahijados, nietos laicos. Dentro de nada, Chueca dejaría de parecerse a Santa Mónica. Mientras, camareros y camareras muy ágiles y risueños trajinaban con bandejas llenas de jarras de cerveza espumosa, bebidas isotónicas, combinados imaginativos, refrescos convencionales y cestitas rebosantes de palomitas de maíz y frutos secos. Quizás en algunos de los pisos que daban a la plaza había alguna mujer maltratada, algún chico enfermo, algún parado deprimido, algún anciano solo y triste, pero el barrio estaba lleno de ejemplares musculosos y arrogantes, muchos de ellos hermosos y hieráticos como los culturistas de Muscle Beach. Solo faltaba el mar, pero muchos de los que tomaban el sol tenían la misma actitud de los mozalbetes ociosos y felices que pasaban horas tumbados a orillas del Pacífico, sin ninguna preocupación aparente por el porvenir, con la vida resuelta y fácil de los herederos de fortunas interminables o de los neófitos convencidos de haber llegado al paraíso de la eterna juventud, donde todo es frondoso y fértil y basta con trabajar los tres meses del verano en Ibiza o en la Costa del Sol para vivir el resto del año sin calendario, sin horas, sin obligaciones, sin agobios por el día de mañana. Un chico con el pelo teñido de amarillo canario y vestido con una camiseta con los colores del arco iris y un peto vaquero, uno de cuyos tirantes le caía desmayado sobre la cadera, se balanceaba, con la expresión beatífica de los sonámbulos, subido en uno de los bancos de cemento de la plaza, como si navegara sobre una tabla de surf un día de brisa suave y oleaje melancólico. Cuatro o cinco muchachitos de aspecto magrebí, apoyados en la pared junto al escaparate de una tienda de comida envasada y chucherías surtidas, esperaban clientes con la mirada ágil de quienes están acostumbrados a distinguir de lejos a un consumidor de «chocolate» de uno de la pasma disfrazado de marihuanero. Un treintañero calvo y trajeado, que sin duda acababa de salir de su despacho o de terminar su turno como dependiente en unos grandes almacenes, y con un fox terrier impecable y desdeñoso, andaba de cháchara con un chico de aire delicadamente fantasmal, de belleza angulosa y pálida, con un caniche adormilado de color carbón en brazos. En la cervecería de la esquina de Gravina con San Gregorio, desbordada sobre la acera y hasta la mitad de la calle, había chicos muy vistosos —algunos, de cerca, perdían mucho esplendor— y muchachas que parecían conocer a todo el mundo, alguna pareja de las de toda la vida que quizás acababa de instalarse en el barrio, algún hombre maduro que parecía haber nacido por allí, haberse casado en alguna iglesia cercana, haber criado allí a sus hijos, haber frecuentado aquel bar desde que empezó a fumar y a beber cerveza con los amigos. Quizás entre todos ellos hubiera desahuciados, pobres, asustados, indecisos, pero se veían banderas del arco iris por todas partes, locales de diseño de vanguardia y tugurios que proponían, desde sus fachadas estudiadamente tenebrosas y desafiantes, experiencias bizarras y compañía seleccionada con extremo rigor, y las paredes de todo el barrio estaban llenas de carteles que anunciaban saunas, discotecas, restaurantes, fiestas, viajes, paraísos en los que crecía sin descanso la felicidad. Algunos escaparates estaban atiborrados de mocetones desnudos, dispuestos a dejarse morder por miles de ojos, en las carátulas de vídeos y deuvedés y en las portadas de revistas envueltas con papel celofán. Quizás, alguna vez, yo aparecí en la portada de Blush. Dos parejas de chicos suramericanos, chuequeros de pies a cabeza, cotorreaban con el mismo lenguaje efervescente y malicioso de Chuchi, ese lenguaje que parecía estar inventando en cada momento las cosas, la vida, los chistes, las emociones, el mundo. Estaban parados delante de una librería en la que entré porque parecía un refugio amable y lleno de otras voces, otras historias, otras miradas, otros recuerdos. Compré un par de novelas, un ensayo sobre Genet, una revista australiana en la que solo había fotos de los chicos más deslumbrantes de las antípodas, y el vídeo de una vieja película de Fassbinder. Al salir, unos chicos que pasaban en un coche abarrotado de música me gritaron: ¡qué rico, papi! Yo no sabía si César Peralba y aquel hombre mayor al que quería tanto, y Enrique Miera y Celso Vega, habían ido alguna vez por Chueca, si se habían deprimido al comprobar lo lejos que todo aquello estaba de sus vidas, pero allí estaba también todo el consuelo, todo el descaro, toda la verdad y toda la mentira que podían acompañarles, que podían ponerse a su favor. Solo faltaba el oleaje estrellándose contra los cristales de la piscina de una casa en Malibú.

Hice tiempo en un bar tranquilo y en penumbra, con veladores de mármol y sillones de mimbre, como si fuera uno de aquellos salones pequeños y acogedores del Manila Lodge de Santa Bárbara, con un gran ventanal por el que podía verse toda la bulla callejera, y a las siete menos cuarto estaba frente a la animada sede del colectivo, un antiguo garaje con el cierre metálico pintado con grandes globos de todos los colores del arco iris, y reformado con bastante desorden, impetuosa imaginación, gusto poco convencional y escasa subvención de la Consejería de la Juventud de la Comunidad de Madrid.

La reunión con el grupo de trabajo de ocio y cultura fue caótica, entusiasta y dudosamente fructífera, si bien yo había participado en Anaheim en reuniones mucho más desbaratadas y muchísimo menos enérgicas de las que, al final, habían salido líneas de producto interesantes o campañas publicitarias atinadas y vistosas.

Rubén llegó tarde, acelerado como siempre, con los puntiagudos trasquilones del pelo brillantes, como si acabara de ducharse o de embadurnárselos de fijador, y me saludó con un guiño y el pulgar de la mano derecha hacia arriba.

Lola me presentó como alguien mucho más importante y decisivo en la empresa de lo que era en realidad, y yo intenté, desde la primera frase, prevenirles contra el exceso de expectativas. Les dije que Anaheim no estaba por la labor de perder dinero con experimentos u osadías de interés social, y que ya le había advertido a Lola que era imprescindible elaborar un proyecto sólido, bien estructurado, lo menos temerario posible y con un mercado potencial verosímil y bien definido. Y que, aun así, la propuesta no despertaría, de entrada, entusiasmos indescriptibles, pero que, desde luego, merecía la pena intentarlo.

Un chico no tan joven como el resto de los miembros del grupo, serio y acostumbrado sin duda a expresarse en público, con aspecto de profesor o de asistente social, propuso plantear un videojuego en el que las manifestaciones de signo homosexual —palabras, gestos, contactos, subtextos: eso dijo— se mezclaran con los de signo heterosexual, al menos en una primera etapa: era conmovedor comprobar su confianza en que hubiera etapas.

Enseguida se desató una discusión desbordante con las ideas más románticas y peregrinas —lo que en Anaheim se habría denominado un benchmarking de nivel 1 e intensidad 8— y se propusieron versiones gays de cuentos infantiles clásicos, versiones gays de películas de toda la vida, versiones gays de los grandes éxitos cinematográficos de los últimos quince años, plagados de efectos especiales o gritos de terror, versiones gays de los grandes acontecimientos sociales de los últimos tiempos —por ejemplo, la boda de los príncipes de Asturias, la muerte de Lady Di, el accidente mortal de John John Kennedy, la vida amorosa y circense de la pequeña de los Mónaco— y versiones gays, significara eso lo que significase, de los encuentros de la última Copa de Europa —esa propuesta fue acompañada por ingentes suspiros de homenaje al jugador portugués Cristiano Ronaldo— y de los inminentes Juegos Olímpicos de Atenas.

Rubén propuso un videojuego con un campeonato de voley playa, por supuesto completamente gay, incluidos los animadores en taparrabos, y volvió a guiñarme un ojo.

Me di cuenta de que algunos de los miembros del grupo formaban parejas, porque cuando uno conseguía exponer con un mínimo de continuidad su idea sobre el mejor videojuego posible a favor de la causa gay, su compañero le felicitaba con cariñosos besos, como si acabase de escalar el Everest. Un chico de aspecto muy limpio y muy deteriorado, sin duda enfermo de sida, era besado continuamente por su amigo, con una ternura que me hacía difícil apartar la mirada de ellos.

Uno de los chicos emparejados sugirió empezar con un videojuego de fútbol o de baloncesto en el que los jugadores, después de cada gol o de cada canasta, se besaran en la boca, se magrearan, se estrujaran entre ellos, rodasen por el césped o por la cancha abrazados, desenfrenados.

Anselmo, un moreno esquelético y nervioso, con una pluma militante y alimentada sin duda con el único fin de causar estropicios, dijo, con toda la razón del mundo, que eso ya se veía en todos los partidos, que en el videojuego lo que tenían que hacer los jugadores, después de un gol o de una canasta, para que quedase claro que eran gays y no locazas metrosexuales armarizadas, era mamársela los unos a los otros, follarse entre ellos, hacer el tren, darle al fist fucking y a la ducha dorada y dejar la continuación del encuentro para la semana siguiente, o para la temporada próxima, eso daba igual.

A partir de ahí, la reunión se desparramó, se llenó de disparates y de risas, de sugerencias cada vez más enrevesadas, imaginativas y procaces sobre maneras de celebrar un tanto, y no digamos el triunfo final, incluyendo un sorteo entre los espectadores —se discutió, con escurridiza seriedad, si habría que vetar o no, en ese sorteo, a las espectadoras— para participar en el jolgorio, en la orgía, en el éxtasis. Daba gusto verlos tan destrozones, tan entusiasmados, tan contentos, tan decididos, a pesar de todo, a pelearse con quien hiciera falta para que nadie les pisoteara ni un día más. A las dos horas largas, todos encallamos en reiteraciones y muestras de cansancio y Lola, expeditiva, fue capaz de trazar un plan de trabajo escueto, distribuir las tareas, poner un plazo de entrega de los resultados de un optimismo admirable, y me comprometió a recibirles, si no a todos, al menos a una delegación, al cabo de un mes, esta vez en mi despacho.

Se había hecho muy tarde. Yo había desconectado el móvil y, cuando volví a encenderlo, encontré un mensaje de Álex que me decía que estaba en casa, agotado, y que iba a cenar algo y acostarse pronto.

Les dije a todos que tenía que llegar a casa lo antes posible. Se despidieron de mí con muchos besos y mucha gratitud. Rubén me dijo que tendría lo que le había pedido, como muy tarde, el sábado o el domingo siguientes, e hizo un gracioso gesto de resignación ante el abandono en que le dejaba, señalando mi móvil.

Lola me acompañó a la puerta.

—Lo de César Peralba no va bien —me dijo—. Supongo que lo sabes. El jueves es el Comité de Dirección y Castilla se ha puesto de un legalista que da asco. Toma, te he traído esto. —Me dio un sobre—. Léelo.

—¿Tiene algo que ver con esta reunión tan entretenida?

—No —dijo Lola, y entornó los ojos para indicarme que lo lamentaba—. Lo siento. Pero puedes dejarlo para mañana, no quiero estropearte la cena.

Dentro del sobre había la fotocopia de un recorte de periódico.

Hasta el lunes, tres días antes del Comité de Dirección, para mí César Peralba era solo un nombre y la víctima de una historia desdichada. Me habían conmovido su desamparo, su extraño y un poco desmedido coraje, aquella rara y difícil historia de amor por la que ya había dado todo lo que tenía y por la que estaba dispuesto a sacrificarse y a endeudarse cuanto hiciera falta, pero no le conocía en persona. Mauricio y Lola me habían dicho que sin duda lo habría visto en la empresa más de una vez, aunque el Departamento de Diseño estaba en la última planta del edificio y mi despacho, en la segunda, y me hablaron de un chico que aparentaba menos de los treinta y cuatro años que tenía, menudo, de rostro aniñado a pesar de una calvicie prematura, que disimulaba con un corte de pelo radical, lo que le daba, dijo Lola, cierto aire de pequeño Lama. Iba siempre vestido con ropa modernità —me pareció que Lola usaba el diminutivo para darme a entender que, en todo caso, no se trataba de ropa cara, sino comprada en esas tiendas que ponen el diseño al alcance de las economías menos boyantes— y nada convencional. Así me hice una idea de cómo podía ser el chico, e incluso en alguna ocasión había estado a punto de abordar a algún joven empleado de Anaheim y preguntarle si era quien yo suponía.

El lunes a media mañana, Lola me llamó y me preguntó si tenía un momento para hablar con Peralba. Ella, como miembro del comité de empresa y, por tanto, con horas liberadas para el desarrollo de tareas sindicales, le acompañaría. Yo le dije que a las doce y media me vendría bien, y que me gustaría que en la reunión también estuviese Mauricio. A las doce y media en punto, los tres entraban en mi despacho.

Peralba no me pareció tan juvenil como me habían dicho Mauricio y Lola. De hecho, de haberlo visto por primera vez en otras circunstancias, sin que nadie me hubiese hablado antes de él, le habría calculado incluso más edad de la que tenía. Cierto que la descripción que me habían hecho Lola y Mauricio no estaba en absoluto descaminada, pero el chico tenía una expresión de seriedad y cansancio que más bien causaba la impresión de que la ropa —en efecto, modernita—, el estricto corte de pelo, la piel clara y sin muestras chocantes de deterioro, incluso su apenas metro sesenta de estatura y, en general, aquel físico que también Lola había calificado, con absoluta propiedad, de menudito resultaban incongruentes, propios de alguien de otra edad, como descolgados desde hacía mucho del verdadero Peralba, alguien que había madurado y parecía estar envejeciendo vertiginosamente como consecuencia de alguna corrosiva enfermedad mal diagnosticada y tratada.

Nos sentamos alrededor de la pequeña mesa de reuniones y Peralba quedó frente a mí, tranquilo, quizás en exceso, tal vez al borde de la apatía o de esa resignación que tanto se parece a una parálisis irreversible. Me miró a los ojos con tanta calma y desinterés que a punto estuve de darme por ofendido, como si él tratara de dejarme claro desde el primer momento que no esperaba nada de mí, que estaba allí solo porque Lola se había empeñado. Tuve que recordarme a mí mismo por qué César Peralba estaba en mi despacho, y solo así pude controlar las ganas de advertirles a los tres, con cualquier excusa de trabajo, que debíamos terminar aquella reunión enseguida.

—Este es César —dijo Lola, y me mordí la lengua para no celebrar y agradecerles, molesto por la actitud de Peralba, que fuera él en persona, que no hubieran enviado en su lugar a algún doble—. Él ya te conoce. De verte por aquí e incluso, me ha dicho, en no sé qué discoteca.

Levanté las cejas, intrigado.

—Alguna vez le he visto en Wilder’s —dijo Peralba en un tono de voz neutro y desganado, y no sé por qué interpreté que ese detalle, unido a que me hablase de usted, indicaba que yo era para él una persona poco fiable. Wilder’s era la discoteca de clientela madura en la que me había reencontrado con Álex, cinco o seis años atrás.

—Hace siglos que no voy por allí —dije, y miré a Lola y a Mauricio y tal vez dejé entrever que aquel chico no me caía simpático.

—Yo también —dijo él, y rebosaba indiferencia—. No voy a ninguna parte desde que Ignacio necesita estar acompañado día y noche.

Hice un esfuerzo para ponerme en su lugar. Era lógico que estuviese resentido con el mundo entero, con Anaheim España sobre todo, pero se suponía que estaba allí para pedirme ayuda. Yo no iba a criar mala sangre por el hecho de que él me tuviera ya catalogado entre sus torturadores.

—No sé por dónde queréis que empecemos —dije, y comprendí que Mauricio se había dado cuenta de que comenzaba a impacientarme, porque me hizo un gesto pidiéndome un poco de comprensión—. En mi opinión, de lo que se trata es de conseguir del Comité de Dirección, el jueves, la mejor ayuda posible para César.

—Yo no quiero la mejor ayuda posible —dijo Peralba sin cambiar el tono de voz y sin moverse, como si de veras estuviese paralizado y hueco por dentro—. Lo que quiero es lo que me corresponde. Quiero que se respeten mis derechos. Nada más.

Entonces comprendí que lo que yo había tomado por desgana, por desánimo, por parálisis y conformidad, era en realidad pura determinación. Aquel chico había aguantado hasta el límite de sus fuerzas y de sus posibilidades económicas, pero de pronto estaba dispuesto a no ceder, a no aceptar regateos ni condescendencias, a no conformarse con cualquier cosa, con una limosna. No había levantado la voz, no había forzado lo más mínimo su lenguaje corporal para dejar clara su rabia, su protesta, su angustia y su dolor. Todo eso le pertenecía solo a él, no quería compartirlo con nadie, no quería piedad, admiración o consuelo. No había nada que discutir, nada que negociar. Tenía derecho, como el resto de los empleados de Anaheim España, a las reducciones de jornada y a los préstamos blandos incluidos en el artículo 20, apartado 6, del convenio de empresa. No había que gritar ni que desmelenarse. Tampoco tenía que confiar en un cantamañanas como yo. Solo quería que le diesen lo que le darían a cualquier otro empleado de Anaheim.

—Voy a hacer de abogado del diablo —dijo entonces Mauricio—. El apartado 6 del artículo 20 dice, literalmente —traía una copia del texto del convenio, doblado ya por la página correspondiente y con unos párrafos subrayados con rotulador naranja, y leyó—: «Los empleados tendrán derecho a una reducción de hasta un tercio de su jornada laboral, con el ajuste salarial correspondiente, y por un periodo máximo de tres años, en casos de enfermad grave continuada de su cónyuge y sus ascendientes y descendientes en primer grado. Con el fin de compensar la merma salarial, podrá concedérseles un préstamo, en concepto de anticipo, por una cuantía máxima de dos veces el salario anual bruto del trabajador en el momento de la solicitud, cuando el trabajador tenga en la empresa una antigüedad igual o superior a los tres años, y de una vez el salario anual bruto en casos de menor antigüedad. La devolución del préstamo se iniciará a partir de la incorporación del trabajador en jornada completa, o de los doce meses de jornada reducida, mediante la deducción en nómina de un porcentaje no inferior al cinco por ciento y no superior al quince por ciento».

Me pasó la copia del convenio y me dijo:

—Puedes quedártelo.

Peralba seguía impasible, como si estuviéramos hablando de algo que no le incumbía.

—César —dijo Lola, vehemente— lleva cuatro años en la empresa y su salario bruto es de veinticuatro mil euros al año, más o menos. Tiene derecho a reducir la jornada de cuarenta a veintisiete horas semanales y a un préstamo de cuarenta y ocho mil euros, aproximadamente.

—Por desgracia —dijo Mauricio imitando el tartamudeo mental de Ramón Castilla, el director de Recursos Humanos—, Ignacio Hernández no es el cónyuge de César Peralba. No oficialmente. No hay ningún papel que lo diga. No puede haberlo. Y el texto es muy claro: cónyuge.

Peralba parecía muy aburrido. O quizás —pensé, sin saber muy bien qué era lo que intentaba decirme a mí mismo— se estaba protegiendo.

—Ha habido tres casos de trabajadores no casados que han obtenido alguno de los beneficios indicados en ese artículo —dijo Lola—. Dos trabajadores y una trabajadora, para ser exactos.

—¿Es eso verdad? —pregunté.

Peralba bajó la mirada. No quería darse por aludido.

—Es verdad —dijo Mauricio—. Pero en los tres casos había no solo algún certificado de convivencia, sino pruebas de que formaban con sus compañeras o su compañero una pareja estable, una familia, en los tres casos con hijos. César está empadronado con Ignacio en la misma vivienda, pero eso no significa nada. Antes de vivir con Marta, yo estuve un montón de tiempo compartiendo piso con un colega, y no por eso, por malísimo que se hubiera puesto el menda, me habrían concedido un horario reducido y, para redondear el sueldo, un préstamo guapo y a devolver cuando me tocase la primitiva. Para la letra del convenio, César no es más que el compañero de piso de Ignacio. Lo que hagan en el dormitorio, y perdona, César, pertenece a su intimidad, dicen. Les trae sin cuidado. Lo respetan, dicen, y punto.

—Qué respetuosos —dije yo—. Cuando fui con Álex, mi chico, a la cena del aniversario de Anaheim, les interesó un montón. Cotillearon a gusto.

—Eso no cuesta dinero —dijo Lola—. Además, supondrían que lo tuyo es una guarrada o el capricho de un carroza modernillo con ganas de llamar la atención. En el caso de César e Ignacio, tendrían que admitir que ahí hay una historia de amor de la hostia, y eso sí que ya no lo entienden. Hasta puede que les dé grima.

Peralba seguía con la mirada baja, aparentemente desconectado de la conversación.

—Que aguante un poco —dijo entonces Mauricio imitando el estilo campechano que solía utilizar Patricio para dirigirse a los empleados en la copa de Navidad—. Este Gobierno ha prometido para dentro de nada bodas para los mariquitas, incluso para los más raros, con todas las de la ley. En cuanto se casen, problema resuelto.

Peralba ni pestañeó. Yo, la verdad, en algún momento también había pensado en eso.

—Patochadas aparte —dijo Lola—, César no puede aguantar ni un mes más. Y esto que lo explique él, si quiere.

No quería. Se negaba a dar explicaciones. Yo recordé que Lola, una vez, me contó que Peralba no había sido capaz de despedir al chico peruano que últimamente cuidaba a Ignacio, y que para pagarle ya solo contaba con su sueldo. Teniendo en cuenta que además estaba pagando, como todo el mundo, la hipoteca de un piso, le faltaba dinero.

—Yo intentaré convencerles —dije— de que César e Ignacio tienen derecho a ser tratados como cualquier otra pareja, también, claro, en relación con ese artículo del convenio. Pero solo tengo voz. Yo no voto. Creo que habría que pensar en alguna solución alternativa.

Peralba levantó la cabeza, me miró a los ojos y dijo:

—No.

Todos nos quedamos esperando a que continuase.

—Ya se lo he dicho alguna vez —dijo por fin Lola—. Habría dos posibilidades, al menos de manera provisional. Una es pedir un anticipo, también previsto en el convenio, para situaciones familiares o personales de emergencia. El límite son tres mil euros, y hay que empezar a devolverlo contra la nómina del mes siguiente, pero al menos le daría un respiro.

—¿Y por qué me tengo que contentar con un respiro, que duraría, como mucho, dos o tres meses, si a los demás os ayudan a respirar mejor y durante más tiempo?

Lo preguntó sin alterarse, sin levantar la voz, sin permitir que la más leve emoción le hiciera tambalearse.

—Hay centros de día para los enfermos de alzheimer —dijo Mauricio imitando el tono campanudo de cualquier político municipal satisfecho de la gestión sanitaria en su ayuntamiento.

Peralba le miró con apenas un asomo de rabia.

—¿Y por qué tengo yo que ingresar a Ignacio en un sitio de esos —preguntó, sin perder la calma, aunque me pareció que titubeaba un poco—, si otros empleados de Anaheim no tendrían que hacer lo mismo con su mujer, o con su marido, gracias al convenio?

Yo alargué el brazo por encima de la mesa y le cogí la mano al chico.

—César —le dije—, un poco de alivio no significa que dejemos de empeñarnos en que tengas lo que mereces.

Peralba me sostuvo la mirada. Ya no podía evitar que le brillasen los ojos como si estuvieran a punto de estallar.

—Tampoco usted lo comprende —dijo.

—No me hables de usted, por favor.

—Tampoco tú lo comprendes. No puedo ceder. Si cedo un poco, me vengo abajo. Y no puedo permitírmelo. Ignacio me necesita así, entero, cabezota. Compréndeme, por favor. Compréndeme tú, Lola, y tú, Mauricio. No puedo derrumbarme.

Le apreté la mano un poco más. Estaba seguro de que no iba a echarse a llorar.

—Y, además —se le encaró Lola—, es que no estás bien. No seas terco. Tienes que ir a un médico, cualquiera te daría la baja por depresión. Esa es la otra posibilidad. Podrías estar con Ignacio, y podrías prescindir de ese chico peruano. Seguirías cobrando tu sueldo. Y ganaríamos un poco de tiempo y podríamos preparar mejor, sin tanto agobio, la petición de tu jornada reducida y de tu préstamo. Sería lo mejor para ti y para Ignacio.

Peralba no dejaba de mirarme a los ojos. Era como si temiese perder pie, no tener dónde agarrarse, hundirse, si desviaba la mirada hacia otro lado.

—No es lo mejor —dijo, y yo ya no estaba tan seguro de que pudiera seguir aguantándose las lágrimas—. Sería un desastre. Me deprimiría de verdad. Quiero decir que acabaría aceptando que estoy hecho polvo. Y así le sirvo de muy poco a Ignacio. Solo le serviría para hacer una locura.

Creí que me golpeaban entre las cejas. Me levanté, medio doblado por una punzada de angustia, sin poder respirar, y fui a abrazar al muchacho. César permanecía sentado, inmóvil, otra vez aparentemente tranquilo. Lola se había llevado las manos a la boca, horrorizada, y Mauricio parecía de pronto ausente, como si estuviera concentrado antes de emprender una carrera que conducía sin remedio a la derrota. Ayudé a César a levantarse y le abracé como hacía mucho tiempo que no abrazaba a nadie.

—Vamos —le dije—, todo se va a arreglar. Tienes que seguir peleando, por Ignacio. Pase lo que pase el jueves, tenemos hasta final de mes para encontrar una solución. La encontraremos. Cuenta conmigo.

Peralba parecía haber recuperado en pocos minutos aquel aplomo insensato y arisco que le servía de sostén, de coraza, de arma contra todos y contra el desánimo.

—Gracias —dijo.

Salió del despacho sin esperar a Mauricio y a Lola. A Mauricio le di una tarjeta mía, con mis números privados de teléfono, y le pedí que se la pasara a Peralba. Solo tenía que decirle que yo se la había dado para él. Quería que supiera que podía llamarme cuando lo necesitase. Lola me dijo:

—Si hay que ir a juicio, desde luego el colectivo le proporcionará un abogado. Tenemos algunos, sobre todo abogadas, y no todos ni todas gays o lesbianas. Saben enfocar y pelear bien estos casos de discriminación. Nos cobran lo mínimo y trabajan con nosotros por militancia o por pura solidaridad.

—Los juicios son eternos —dije—. Las locuras, en cambio, se pueden cometer en pocos minutos.

Lola trató de espantar con un manotazo al aire aquella posibilidad.

—Es horrible. Este chico se controla demasiado, en cualquier momento puede estallar. Tienes que intentarlo, Carlos. Da miedo pensar en lo último que ha dicho. Puede que no sea el mejor momento para recordártelo, pero no sé si has leído lo que te di el otro día.

La miré en silencio, inexpresivo. Intenté aparentar que no sabía a qué se estaba refiriendo. Había guardado el sobre y no quería recordar dónde. En realidad, había decidido no volver a pensar en ello. Y había sido inútil.

Le dije, solo con un movimiento de cabeza, que sí, que lo había leído.

Era aquella fotocopia de un recorte de periódico, El País, del martes 4 de diciembre de 2001. El titular de la crónica, fechada en Valencia y firmada por Lydia Garrido, decía: JUNTAS HASTA LA MUERTE. Y el subtítulo: Condenada por suicidio asistido la mujer que mató a hachazos a su pareja, una enferma mental. La crónica contaba que Isabel M., de 65 años, mató a su compañera sentimental, Carmen B., de 53, con un cuchillo y un hacha. Después intentó suicidarse con cinco puñaladas en el tórax, un corte de veintiocho centímetros en el cuello y cortes de cinco centímetros en las venas. Isabel acabó con la vida de Carmen porque ella se lo había pedido expresamente, y había dejado constancia de ese deseo por escrito, en su agenda personal. Isabel y Carmen se conocieron, muy jóvenes, al principio de su carrera como maestras, en un colegio de Castilla-La Mancha. Formaron pareja y trataron de ser discretas, de vivir su relación en secreto, hasta que alguien informó a la familia de Carmen de que era lesbiana. Intentaron «curarla», «salvarla», apartarla de Isabel. Ingresada en un psiquiátrico, Carmen fue sometida a descargas eléctricas que la trastornaron hasta el punto de necesitar ya, por el resto de su vida, asistencia psiquiátrica, y arrastrar a Isabel a manos también de psiquiatras. El informe de los expertos salvó a Isabel de una condena por asesinato. Teniendo en cuenta los atenuantes de trastorno extremo, pánico insuperable y graves alteraciones de personalidad, que culminaron el día en que Carmen amenazó con volar la casa que compartían si Isabel no la mataba, y si no se mataba después ella, si no había otro modo de morir juntas, Isabel fue condenada a tres años y seis meses por un delito de auxilio al suicidio.

Cuando lo leí, al volver de la reunión en el colectivo con el grupo de trabajo de ocio y cultura, no quise comprender por qué Lola había tenido tanto interés en que conociese aquella historia tristísima, truculenta, extrema sin lugar a dudas. Yo no necesitaba aquel mazazo para ayudar a los chicos del colectivo en todo cuanto estuviera en mi mano, incluso si lo que me pedían era que, en un videojuego, los jugadores de un equipo de fútbol se dedicaran a cepillarse sin contemplaciones, y encantados de la vida, los unos a los otros después de meter un gol. Conocía los métodos expeditivos que el comité de empresa a veces había puesto en práctica en Anaheim, pero no tenía sentido que Lola intentara convencerme con un chantaje emocional tan desmesurado. Al final, decidí que en realidad Lola solo había pretendido hacerme comprender que, aunque en la reunión casi todos me hubieran parecido unas recluidlas un poco enloquecidas y desaforadas, estaban allí y entregaban su tiempo y maquinaban iniciativas más o menos razonables para que no volvieran a ocurrir cosas así nunca más. No imaginé, no quise recordar, que Lola me estaba haciendo una llamada de atención sobre el «caso Peralba».

Hojeé el dossier que Maite, la secretaria de Patricio, había puesto, como hacía siempre, junto a cada una de nuestras carpetas de piel, protocolariamente ordenadas en la mesa de la sala de reuniones del despacho del presidente y con el nombre impreso de cada miembro del Comité de Dirección, y enseguida localicé el informe de Castilla, el director de Recursos Humanos. Había un par de asuntos de trámite ordinario —la propuesta de nombramiento de «Empleado del mes» a favor de una chica del servicio de infografía de la web de la empresa, y el informe mensual de rotación laboral voluntaria; no había ningún expediente de sanción o de baja forzosa— y la solicitud de César Peralba, acompañada de un dictamen de la asesoría jurídica y otro del propio Castilla. Me bastó leer rápidamente en diagonal para saber que los dos informes eran negativos, aunque el de Castilla añadía una caritativa posibilidad de ayuda al empleado, siempre que se desligara bien «de los requisitos reglamentarios de otros instrumentos de beneficios económicos compensables y complementariedad asistencial socio-laboral —la sintaxis de Castilla era de verdad irresistible, no había modo de despegar los ojos de las intrincadas frases que redactaba— previstas en el convenio». Miré a Castilla, que se sentaba al otro lado de la mesa, entre Ana, la directora de Marketing, y Blanc, el director de Diseño, y él, como si hubiera estado espiándome, me obsequió con una sonrisa de falsa contrición cuyo verdadero objetivo, sin duda, era hacerme saber que estaba perfectamente enterado de mi interés en aquel asunto.

Pensé: «Bichera agusanada», que era lo que habría dicho Chuchi en cuanto yo, a bordo de su toyota amarillo y desbocado, le hubiera puesto en antecedentes.

Como ocurría siempre, todos los miembros del Comité de Dirección estábamos arregladísimos, cualquiera diría que, en lugar de en una reunión de trabajo, nos encontrábamos en un acto social e íbamos a padecer un examen estricto sobre nuestro aspecto por parte de los superiores y de nuestros propios compañeros de vernissage. «Todos estos señores tan estirados necesitan algún detalle flamboyant, por Dios, un broche de perlas en la solapa de esas chaquetas tan sobrias, una sombra de ojos un poco rutilante, un touch de rouge luminoso en los labios, uñas de porcelana pintadas de malva, que es lo último; algo». Eso habría dicho Anselmo, el de la pluma frenética y dinamitera, el kamikaze del grupo de trabajo de ocio y cultura del colectivo de gays, lesbianas, bisexuales y transexuales, de haber estado allí.

Algunos estuvieron cuchicheando, o sirviéndose agua o zumo de naranja —Patricio había ordenado que se suprimiera el café en los Comités de Dirección porque, según él, servirlo resultaba siempre engorroso y entorpecía el ritmo de las reuniones—, hasta que el presidente dijo:

—Bien, señores, buenas tardes. —Se frenó en seco, sin perder la parsimonia cordial que cultivaba con esmero y con resultados algo plomizos—. Perdón. Señoras, buenas tardes. Señores, buenas tardes.

Ana, la directora de Marketing, lo encontró divertido y toda la cara se le llenó de coquetería. A fin de cuentas —había dicho alguna vez—, la coquetería bien entendida formaba parte de sus deberes profesionales. En cambio, Carmen Otero, la directora de Servicios Administrativos, puso cara de traganíquel, como habría dicho Chuchi. Más de una vez, Carmen había dicho que detestaba la galantería y la coquetería en horas de trabajo. «Solo le falta la manguera —me parecía estar oyendo a Anselmo—. Menudo bombero». Pero a mí Carmen me parecía una mujer valiosa y fiable. Era seria, sensata, ordenada, rigurosa, capaz de escuchar y de ponerse en el lugar del otro, y sorprendentemente dicharachera, divertida y seductora fuera del trabajo. En la cena de aniversario de la empresa, estaba en la mesa que elegí para presentar oficialmente a Álex. Podía ser una aliada a favor de César Peralba.

Javier Abad, el presidente de Anaheim España, era un hombre todavía joven —quizás incluso un poco más joven que yo—, pero había en él algo ceremonioso y cauto, susurrante, un cierto aire vaticano —a pesar del bigotillo de antiguo galán de cine en blanco y negro— en su manera de hablar y de moverse, de tomarse su tiempo, en medio de la discusión más acalorada, para reflexionar no solo sobre los temas más importantes, sino también sobre las cuestiones más triviales, de aparentar siempre que su prioridad era el consenso y, en caso de conflictos con la plantilla —nunca si se trataba de proveedores o competidores—, la generosidad. «Una granmáder very, very sweet», habría dicho Chuchi, para explayarse a continuación en lo very, very dulce que era su abuelita Candelaria. En realidad, a Javier Abad yo le encontraba cierto parecido very convenient con el mismísimo Walt Disney. Al menos sobre ese particular, no podían haberlo elegido con más tino. Yo no tenía la seguridad de que ya estuviera informado sobre el «caso Peralba», pero prefería que no fuese así, porque siempre era más consentidor y dadivoso cuando improvisaba. En los demás, podía confiar muy poco.

El ritual de las reuniones del Comité era siempre el mismo. Cada director de departamento hacía su informe y, eventualmente, exponía las cuestiones clave que quería someter a la consideración o la aprobación expresa del órgano de gobierno de la empresa, y cerraba Patricio, tras la lectura del acta por parte de Teresa Izaguirre, la secretario general —ella se había salido con la suya y seguía poniendo su cargo así, en masculino—, con un rápido y, por lo general, inútil resumen de conclusiones.

La ronda de intervenciones la iniciaba siempre Pedro Díaz-Tous, el director del Departamento Financiero —aquella gordikova grasienta con voz de soprano constipada, como habría dicho Anselmo—, cuyo máximo interés era siempre explicar los números con los suficientes términos técnicos y el suficiente alarde de creatividad financiera, la muy saramambiche, como decía Chuchi, de modo que las profanas como servidora nos quedásemos a dos velas y pusiéramos siempre, en nuestro informe para los medios —plural mayestático, bonita, le habría dicho yo a Anselmo—, algún disparate que le hacía temblar como un tambor por culpa de la risa mal aguantada. Menos mal que en el presupuestario siempre había desviaciones positivas en ventas y negativas en gastos de personal, como consecuencia de aquella dichosa rotación voluntaria que era la pesadilla recurrente de Ramón Castilla, al que más le valiera jugárselo frío, como recomendaba Chuchi a todo el que se ponía acalambrado, si no quería terminar más craqueao que un pitijopo en una hormigonera. Aquello de las desviaciones presupuestarias ponía de buen humor a todo el mundo, y sobre todo a Jesús Fernández, el director de Ventas, y, aunque siempre me hacían quitarlo, la verdad es que lo bordaba cuando redactaba el informe.

El director de Ventas estaba macizo, las cosas como son, seguro que Anselmo, gustos particulares aparte, habría estado totalmente de acuerdo conmigo. Cuarentón, alto, morenazo, con hechuras de lanzador de jabalina y labios como colchonetas de agua, nunca acertaba a comprarse camisas de su talla, de manera que, aunque llegaba a la reunión tan peripuesto como los demás, enseguida empezaba a sentirse ahorcado por el cuello de la camisa y la corbata, y a los veinte minutos ya lo tenía todo desabrochado a la altura de la garganta, y el nudo de la corbata descolgado y torcido, pero era simpático, vehemente, fanfarrón, faltón y caótico, una combinación de excesos que daba aquellos excelentes resultados comerciales que permitían a Anaheim España acaparar, año tras año, una porción cada vez mayor del mercado. Aunque a más de uno se le atragantara su exhibicionismo caliente y lleno de tópicos expresivos de la peor especie, Fernández era siempre la estrella de las reuniones del Comité de Dirección, y, si bien un poco camastrón para mis debilidades, pocas eran las reuniones en las que no se me iba el santo al séptimo cielo durante el informe avasallador del director de Ventas, y más de una vez me pareció estar escuchando al tinajero crecido y mamado de Chuchi pronosticándome: a ese cucaracho se la vas a comer, brother, un cucaracho bien sabrosote, mi hijito, una máquina de picotear hasta las asaduras, de eso seguro que a ninguno de los presentes ni a ninguna de las presentas, como decía Anselmo en las reuniones de su grupo de trabajo de ocio y cultura, le cabía la menor duda, claro que, como me habría dicho Anselmo, ¿adónde vas tú, cariño, con esas pintas?, ¿no pretenderás camelarte a ese toro, vestido como un oficinista el día de la santa patrona de su negociado?, un poco de imaginación, sweet heart, un poco de diseño, un poco de fantasía, con lo ideal que te quedaría, no sé, un top bien estructurado de cuello chimenea y una falda asimétrica hasta los tobillos, pero con abertura lateral hasta medio muslo, honey, la falda, negra, y el top, rojo pasión, y un maquillaje violento, no hay que tenerle miedo a la pintura, y buenas joyas, se las pides prestadas a mamá, o a la Catherine Zeta-Jones, si hace falta, que el Michael Douglas me la tiene empetaíta de alhajones, que a esos hombres unas buenas joyas les estimulan la libido, te lo digo yo que lo tengo supercomprobado, les coloca la libido como una olla a presión, así que ya puedes ponerte en manos de un buen estilista global si no quieres morir sin catar, en tu edad provecta, algo mejor que ese insípido de Álex.

—Carlos, te puedes descojonar todo lo que te venga en gana —me dijo de pronto Fernández, interrumpiendo por las bravas mis onirismos—, pero, si no fuera por mí, a santo de qué ibas tú a embolsarte todos los meses la pasta que te llevas a casa.

Todos nos reímos. Cuando toque debatir el «caso Peralba», a ver por dónde me sale este, pensé. Lo mismo le daba por la solidaridad y el buen rollito que se ponía cabestro y machirulo y no paraba de soltar despropósitos, seguramente graciosos, para mayor escarnio.

Para compensar tanta exuberancia y tanta falta de refinamiento, los informes de Blanc, director del Departamento de Diseño, y de Lorenzo Pandani, director del Departamento de Nuevos Productos, eran siempre sobrios, claros y breves. Blanc tenía un temperamento desdeñoso, amortiguado por sus buenos modales, y Pandani era tímido, risueño viniese o no a cuento, y optimista por pura bondad hacia la empresa a la que tanto quería y que tanto le quería a él. A veces, Blanc resultaba algo lírico y deshuesado —una narcisa con bigotazo, habría dicho Anselmo— al exponer sus propuestas o los productos en fase de definición visual y caracterológica, estructuras dinámicas incluidas, y Pandani mostraba cierta tendencia a dar por sublime todo lo que se le ocurría —puritica cagalera de colonia, hermano, decía Chuchi de todos los que parecían levitar solo con escucharse a sí mismos—, y los dos chocaban, reunión tras reunión, con los inevitables y descarnados reparos de Fernández, quien siempre decía lo mismo, que sí, que muy bonito, que muy fino, que muy original, pero que luego a él le tocaba venderlos, así que menos mariconadas y más tener en cuenta los gustos de la gente de a pie, que era la que compraba los videojuegos y hasta los packs culturales. Ni Blanc ni Pandani le hacían a Fernández el menor caso, y Fernández siempre acababa colocando por toneladas en el mercado nuestros excelentes nuevos productos —síndrome de Estocolmo, bonita, me habría dicho Anselmo— con su proverbial habilidad. Pero me liqueaba el tapergüer, como decía Chuchi, me goteaba la fiambrera, como habría dicho Anselmo, solo de pensar qué ocurriría en la reunión del Comité de Dirección en la que Blanc y Pandani presentaran la propuesta de videojuego de futbolistas que, tras marcar un tanto, hicieran el sándwich por tríos, hicieran la «escalera», hicieran el 69 por parejas, hicieran el tren, bien ensartados los unos por los otros, sin parar de dar vueltas al estadio y cambiando al de cabecera y al de cola, por riguroso orden de formación, cada vez que pasaran por detrás de cada una de las dos porterías. Lástima que Lola y sus chicas y chicas, como decía Anselmo, no se hubieran dado un poquito de prisa, porque su ocurrencia me habría servido para calcular la reacción de Blanc y de Pandani ante la solicitud de César Peralba.

—Bien, Ramón —dijo Patricio—. Es tu turno.

Castilla carraspeó. Lo hacía siempre antes de empezar a hablar, víctima de aquel tartamudeo mental que le hacía divagar a trompicones en cuanto trataba de explicarse durante más de quince minutos seguidos, como si de pronto caminara con tacones de aguja por el borde del Cañón del Colorado, por Dios. Castilla era muy bueno en la gestión de los recursos humanos de la empresa —una mezcla horrorosa, horrorosa, horrorosa de Maritere de Calcuta y sargenta de marines amargada por la miopía, habría dicho Anselmo—, pero incapaz de hilvanar un discurso fluido con media docena de ideas consecutivas, así que prefería las frases cortas y disfrazadas siempre de precisiones técnicas.

Sobre el nombramiento del empleado del mes nadie tuvo nada que decir porque la propuesta contaba con el apoyo decidido de Blanc, de quien también dependía el diseño y mantenimiento técnico de la web, y Castilla se encargaba siempre de seleccionar, por consenso, a un único candidato a partir de las propuestas de los distintos departamentos. La chica elegida tenía cara de lista, al menos en la foto que nos habían repartido junto con la propuesta de nombramiento, aunque Anselmo la habría mandado corriendo a hacerse una limpieza de cutis y a un cursillo ultrarrápido de maquillaje dinámico y a juego con la primavera supercálida y superexcitante que estábamos padeciendo, lo cual, por cierto, no era en absoluto signo de machismo, porque Anselmo también habría mandado sin pérdida de tiempo a limpiarse el cutis y a aprender a maquillarse con un poquito de sensibilidad a toda la plantilla masculina de Anaheim España, empezando por los pasmarotes almidonados del Comité de Dirección.

En cuanto a la rotación voluntaria, el talón de Aquiles incorregible de Castilla, esta vez los datos resultaban calmantes: apenas el 0,8%. Teniendo en cuenta que, a finales del año anterior, había llegado a ser hasta del 14%, y que entonces todo el Comité se pasaba siglo y medio discutiendo sobre las razones de tantísima deserción y tantísimo desafecto por parte de una plantilla que debería estar bailando continuamente el cancán y pegando chillidos de satisfacción por dejarse exprimir por una empresa puntera y muy humana como Anaheim España, esta vez nadie se encontró con ánimo para revisar los criterios de fidelización y estimulación del personal, entre los que no se encontraban, desde luego —por mucho que Anselmo, al enterarse, entrara en coma—, una semana en algún spa frecuentado por todo el faranduleo internacional de nivel A, tipo Madonna o Elton John, que son insaciables en cuestiones de relax radical y ornamentación personal y además se odian, o campeonatos internos de juegos de cama —no sábanas ni edredones, precisamente—, con un abono para los tugurios de sexo duro de San Francisco para los chicos, y de Bangkok, con montones de sillones de mimbre como los de Emmanuelle, para las chicas.

—Y nos queda la solicitud de un empleado del Departamento de Diseño, César Peralba Rendón —dijo Castilla con la aspereza impaciente de quien acaba de atropellar a una vieja y pretende que todo el mundo dé por hecho que no había otro remedio—. Pide reducción de jornada y un préstamo de carácter extraordinario, según lo estipulado en el artículo 20, apartado 6, de nuestro convenio de empresa.

Todo el mundo miró a Blanc.

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