California

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III

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III

 

-V

erde, papá —dijo Martín.

—¿Eh?

—Que ya está en verde.

El coche de atrás emitió un pitido impaciente. César arrancó, salió de la calle Génova y empezó a rodear la plaza de Colón. Se había distraído mirando cómo un muchacho lavaba parabrisas en el semáforo. No tendría más de quince años —la edad de Sofía—. Llevaba puesta una gorra con visera y cojeaba un poco, como si tuviera una pierna más larga que la otra. Se abalanzaba sobre los vehículos detenidos blandiendo una botella de plástico y, antes de que los conductores pudieran decir nada, lanzaba un chorro de agua jabonosa sobre la luna delantera y lo aclaraba a toda prisa con una escobilla limpiacristales. Luego extendía la mano para que le pagaran. Había gente que protestaba. La mayoría, sin embargo, bajaban la ventanilla con resignación y le daban alguna moneda suelta.

Eran las ocho y cuarto de la mañana de un lunes de mediados de octubre. Aún no había amanecido del todo. La ciudad flotaba en un limbo añil, suspendida como un gran nido de hormigón entre la noche y el día. Por la calle corría un viento indeciso, que cambiaba de dirección a cada instante. Todo se agitaba a su paso: las farolas encendidas, la ropa de la gente, los árboles. Lentamente, el coche se abría camino en la nerviosa espesura del tráfico. Sofía iba en el asiento de atrás, escuchando música con los auriculares. Delante, en el asiento del copiloto, iba Martín. Desde que salieron de casa no había parado de juguetear con los flecos de la bufanda y de hablar de su nuevo entrenador de fútbol. Se llamaba Gonzalo y, según él, era mil veces mejor que Demetrio, el entrenador que había tenido en benjamines. Gonzalo no los reñía cuando cometían errores. No los trataba como a soldados, como si no concibiera para ellos otro porvenir que no fuese jugar en primera división. Una y otra vez les decía que lo importante no era ganar, sino pasárselo bien jugando. Durante los entrenamientos íes hacía reír con chistes de fútbol. «¿Cómo se distingue a uno de Lepe en un estadio? —preguntaba en el calentamiento, mientras el equipo trotaba alrededor del campo—. Pues porque es el único que lleva flotador para hacer la ola.» «¿Cómo se dice portero de fútbol en japonés? —exclamaba en pleno ensayo de una jugada táctica—. Notoko Nibola.» César repartía su atención entre Martín y el tráfico. Aprovechaba los semáforos para volverse hacia él y mirarle mientras hablaba. Acababa de cumplir diez años y, a diferencia de Sofía, que había heredado sus rasgos anglosajones y su complexión atlética, físicamente había salido a Mercedes. Tenía la piel tostada, los ojos castaños y el cabello negro, lacio, con un flequillo tupido que le bailaba sobre la frente como un telón sin gobierno. Era alto para su edad —en eso sí se parecía a César— y tan delgado que toda la ropa parecía quedarle ancha. Juntaba las rodillas al caminar y se movía con desmaña, como si le costara trabajo hacer que sus extremidades se pusieran de acuerdo. El fútbol le apasionaba, pero carecía de aptitudes para practicarlo con solvencia. Aparte de su descoordinación —daba patadas en falso, no sabía recibir un pase, tropezaba consigo mismo—, le faltaba espíritu competitivo. Aunque era muy diligente en los entrenamientos, la presión de los partidos lo paralizaba. Hacía lo posible por parecerse a sus compañeros de equipo. Gesticulaba, escupía, fruncía el ceño, pero en el fondo le daba lo mismo jugar bien o mal, ganar o perder, quedar primeros o últimos. A él lo que de verdad le gustaba era vestir el uniforme reglamentario, sentir el poder de los tacos bajo las suelas, compartir las bromas de los calentamientos, oír las arengas del entrenador y el eco de las voces resonando en la cancha del colegio. Y, sobre todo, le gustaba formar parte de algo. Por eso, intuía César mientras le escuchaba, estaba tan ilusionado con Gonzalo, por su insistencia en que, por muy en serio que uno se lo tomara, el fútbol solo era un juego. César se preguntaba cuánto tiempo podía durar aquella ineficacia consentida. Aún eran muy niños. Tanto el balón como el campo les quedaban grandes y la mayoría no tenían fuerzas suficientes para lanzar un penalti como es debido. Aunque alguno de ellos empezaba a despuntar, las diferencias entre unos y otros eran todavía poco llamativas. Y aun así, ya había compañeros que se mofaban de la impericia de Martín. Se acercaban a él después de los partidos y le decían: «Pero mira que eres manta, O’Malley». ¿Qué ocurriría más adelante, cuando los niños crecieran y el nivel de exigencia aumentara?, pensaba César con preocupación. ¿Cuánto tardarían las burlas en volverse crueles? ¿Cómo aceptaría Martín su fracaso, su inevitable abandono del equipo?

Ya era de día cuando César detuvo el coche frente al colegio Nuestra Señora del Recuerdo, en la plaza del Duque de Pastrana. La cúpula de luz añil había dado paso a un cielo sucio, henchido de lluvia. El viento seguía nervioso. Zarandeaba las copas de los árboles, formaba remolinos de hojas y bolsas de plástico, alborotaba el cabello de los colegiales que, cargados de mochilas, convergían en la entrada del colegio.

—Chao —dijo Sofía más alto de lo necesario a causa de los auriculares.

Hasta César llegaron los residuos de la música: un tableteo metálico, fundido con una voz lejana.

—Te vas a quedar sorda, hija.

Sofía se sacó un auricular del oído.

—¿Qué?

—Que llevas la música muy alta. ¿Va todo bien? No has abierto la boca en todo el trayecto.

Sofía asintió con la cabeza. Luego se colocó el auricular de nuevo, cogió la mochila y, sin esperar a su hermano, salió del coche y se unió al enjambre de alumnos.

César se daba cuenta de que a Sofía no le gustaba que la llevara al colegio. Seguramente prefería ir con sus amigas en el autobús escolar, hablando de sus cosas, fuera del alcance de los ojos paternos. Puede incluso que le avergonzara que la viesen llegar con él y con su hermano pequeño en el coche. Si hay algo que uno no quiere a esa edad es que lo tomen por un párvulo sobreprotegido. César creía entender el huraño comportamiento de su hija durante aquellos viajes esporádicos. Lo que le costaba más trabajo aceptar era que se condujera de la misma forma en casa, que el silencio y el tenaz aislamiento de los auriculares se hubieran instalado de forma permanente en su conducta. Porque ella no era así. Ella era afable y comunicativa. Siempre lo había sido. La psicóloga del colegio les había asegurando a él y a Mercedes que se trataba de alteraciones típicas de la adolescencia. El mutismo, la aspereza, el reciente declive de las notas, todo era efecto del turbulento paso a la edad adulta. Lo único que ellos podían hacer era tener paciencia, quererla más que nunca y, sobre todo, confiar en ella. Quizás la psicóloga tenía razón y era solo cuestión de tiempo que el carácter de Sofía reencontrara sus rieles, pensaba César, pero eso no mitigaba su inquietud ni hacía que añorase menos a su niña perdida.

Al que sí le gustaba que su padre lo llevara a clase era a Martín. Para él aquellos viajes eran un regalo, una excepción jubilosa que rompía la rutina de los días iguales, como ir al Planetario con la señorita Rebeca —su tutora— o comer en un McDonald’s. Se sentaba delante y, poseído por una excitación locuaz, hablaba a borbotones de su vida en el colegio. Su entusiasmo hacía que hasta las anécdotas más livianas adquirieran un aura trascendente y, con frecuencia, hiperbólica. Contado por él, un control sorpresa de matemáticas se convertía en una injusticia cósmica. César tenía que apretar los dientes al oírle describir el modo en que el padre Oñate hacía rechinar la tiza en la pizarra. Y le costaba trabajo no sonreír ante el relato de las broncas feroces con que la señorita Rebeca castigaba a quienes no traían los deberes hechos, pues sabía por Mercedes que la tutora de su hijo era un pedazo de pan, un hada madrina con chaqueta de punto y falda plisada que trataba a sus alumnos con una paciencia y un afecto infinitos. Martín hablaba atropelladamente, dejando que las palabras se persiguieran y se pisaran unas a otras, como si, consciente de la brevedad del viaje, temiera que le faltara tiempo para contarlo todo. Al llegar al colegio, no tenía prisa por bajarse del coche. Seguía parloteando, o se quedaba absorto mirando hacia la acera, a las docenas de alumnos que se arremolinaban ante la puerta del colegio, prolongando hasta el límite aquel placer imprevisto. Entonces César se inclinaba sobre él, le revolvía un poco el cabello, le besaba y le decía: «Hasta luego, hijo».

Martín salió del coche, se colgó la mochila del hombro y, siguiendo la estela de Sofía, echó a andar hacia el colegio. César estaba a punto de arrancar cuando ocurrió algo inesperado. Un golpe de viento desenrolló la bufanda de Martín y se la llevó volando. Martín tardó unos instantes en reaccionar. Se volvió confuso hacia el coche. Luego rompió en una carrera torpe y deshilachada, de gigante pequeño, en pos de la prenda huidiza. La bufanda dio varios tumbos en el aire y aterrizó abruptamente sobre la marquesina de una parada de autobús. Media bufanda quedó tendida a lo largo de la superficie curva del techo. La otra media colgaba como una liana de colores sobre el anuncio de lencería que cubría la pared lateral. Al acercarse corriendo, Martín perdió el equilibrio, trastabilló varias veces y habría caído por tierra, como solía ocurrirle en los partidos, si en el último momento no hubiera logrado desembarazarse de la mochila y hallar apoyo en el anuncio. Acabó vencido sobre él como una viga de apuntalamiento, con una mano aferrada al marco metálico y la otra, la derecha, aplastada contra el pecho izquierdo de la modelo: un pecho altivo, cremoso, cubierto solo en parte por un sujetador blanco. Varios niños le señalaron con el dedo y se rieron. César, que lo estaba viendo todo desde el coche, no pudo culparlos. Había sido un tropezón cómico y sin consecuencias. Si el protagonista hubiera sido otro, también a él le habría producido risa. Pero Martín era su hijo y, además, saltaba a la vista que estaba pasando un mal rato. Tenía la cara roja, contraída en una mueca tensa, y luchaba por mantener a raya las lágrimas. Al otro lado del anuncio, sentadas en el banco de la marquesina, había dos mujeres con carros de la compra. Se levantaron sobresaltadas por el impacto y, al ver a Martín pegado al cartel, se agacharon para asistirle. Pero Martín no necesitaba ayuda: lo que quería a toda costa era recuperar la bufanda. Sin hacer caso a las mujeres, se puso de puntillas y estiró el brazo. Estaba a punto de alcanzarla cuando el viento dio otro zarpazo y se la llevó de nuevo volando a lo largo de la acera. Para entonces otros niños se habían percatado de la situación y habían empezado a reírse. Entre ellos, César reconoció a Íñigo Castro y a Quique Marbán, dos compañeros de equipo de Martín. Se los imaginó más tarde en el vestuario, contando a los demás el episodio mientras se cambiaban para entrenar. Los imaginó recreándolo. Exagerándolo. Añadiéndolo con crueldad infantil a su lista de motivos de burla. Martín reinició la persecución. Cada vez que se acercaba a la bufanda, esta se escabullía y salía volando en cualquier dirección, como si tirara de ella un bromista invisible. Corrió de un lado para otro, atormentado, incapaz ya de contener las lágrimas, que resbalaban como hilos brillantes por sus mejillas encendidas. César se bajó del coche y acudió en su auxilio. Mientras corría hacia él, la bufanda sobrevoló las cabezas de unas chicas, acarició una farola y se desplomó sobre un parterre de rosales que había a pocos metros de la entrada del colegio. Trató de remontar el vuelo, pero no pudo: había quedado prendida entre las rosas. César ayudó a Martín a desenredarla. Luego lo acompañó a recoger la mochila.

—Ya está, hijo. Tranquilo —le dijo, acariciándole el hombro.

Martín guardó silencio. Caminaba encogido, sorbiendo enérgicamente por la nariz. Cada poco lanzaba una mirada furtiva hacia los grupos de niños que, terminada la diversión, se dirigían a paso rápido a sus clases.

—No pasa nada —insistió César.

Junto a la marquesina les esperaba Enrique Marbán, el padre de Quique. César lo conocía de vista. Coincidían de vez en cuando en los partidos de sus hijos y, aunque nunca habían hablado, sentía hacia él una antipatía instintiva. Le desagradaba su vehemencia, la euforia desgañitada, fuera de lugar, con que alababa los aciertos y vituperaba los errores de Quique en el campo. Le parecía un hombre fallido, uno de esos padres malhumorados que usan a sus hijos para tratar de corregirse a sí mismos, obligándoles a ser lo que habrían querido ser ellos y a poseer las virtudes que ellos nunca tuvieron. Era bajo, enjuto, y tenía una voz rasposa, permanentemente enojada. Llevaba unas gafas grandes, con una montura metálica dorada y unos cristales gruesos como lupas que le magnificaban los ojos, sobre todo el derecho, y le conferían un inquietante aspecto de búho, de animal en alerta. A pesar del frescor y del viento, aquella mañana iba en mangas de camisa.

Tenía una mano metida en el bolsillo del pantalón. En la otra sostenía, agarrada por el asa, la mochila de Martín.

—¿Tú eres Martín O’Malley, verdad? —preguntó en un tono agresivo, el mismo que utilizaba para, desafiando la autoridad del entrenador, dar instrucciones a su hijo desde las gradas.

Se estaba haciendo tarde. Los últimos rezagados llegaban corriendo hasta la puerta del colegio, atravesaban el arco de hierro y ascendían por la leve pendiente que conducía a las aulas. Un autobús se había llevado a las dos mujeres que habían intentado ayudar a Martín y en la acera ya solo quedaban el viento y los remolinos de hojas. Las nubes se habían apelotonado con fuerza y daba la impresión de que el cielo temblaba. Martín sorbió por la nariz, se pasó el reverso de la mano por la mejilla humedecida y, arrimándose a César, asintió.

—¿Sabes quién soy yo?

—Sí.

—Dice Quique que le has robado el reloj.

Del mismo modo que Mercedes carecía de armas para combatir el pudor, César se sentía indefenso ante los malos modales. Aceptaba de buen grado la disensión, incluso las confrontaciones. Pensaba que iban de la mano con estar vivo, pero no creía que para resolverlas hiciera falta perder las formas. La gente sin educación lo violentaba. Y eso es lo que, además de un padre injusto, le pareció Enrique Marbán aquel día: un maleducado. En otras circunstancias, si se hubiera presentado como es debido y se hubiera dirigido a ellos con la mínima cortesía, César le habría prestado atención. Pero la brusquedad de su irrupción, agravada por la acusación contra Martín, le pareció inaceptable y no quiso prolongar aquel encuentro ni un segundo más de lo imprescindible.

—Perdone, pero mi hijo no le ha robado nada a nadie. Si no le importa, tenemos prisa —dijo, tajante, y alargó la mano para recibir la mochila.

Enrique Marbán se volvió hacia él con desconcierto, como si acabara de percatarse de su presencia. Luego, sin hacer caso de su gesto, siguió hablando con Martín.

—Se lo dejó en el servicio, encima del lavabo. Siempre se lo quita para lavarse las manos porque no quiere que se moje la correa de cuero. Cuando se dio cuenta y volvió por él, ya no estaba. Dice que se cruzó contigo en la puerta y que no te atreviste ni a mirarle.

César apretó a Martín contra su costado y notó que, como el cielo, temblaba.

—Está usted asustando a mi hijo.

—Qué coincidencia, ¿no te parece? Te ve salir del servicio y luego el reloj no está —continuó Enrique Marbán.

—Esto no tiene sentido.

Enrique Marbán se volvió de nuevo hacia César y le dirigió una sonrisa torcida, llena de desprecio.

—Claro que lo tiene —dijo—. Tu hijo es un ladrón.

—Oiga, no le consiento... —empezó a protestar César.

—Y tú también. Esas cosas se heredan.

César enmudeció un instante, consciente de que acababa de internarse en un terreno fangoso y desconocido. Las malas formas pasaron a un segundo plano. Ya no le importaba el tono agresivo de Enrique Marbán, ni la absurda inculpación de Martín, ni el tuteo ofensivo. Ni siquiera tuvo en cuenta el insulto. Lo que ahora le inquietaba era la sospecha de que aquel hombre no estaba en sus cabales.

—Deme la mochila, por favor —dijo al fin, con una calma grave.

Enrique Marbán tenía la respiración agitada. Llevaba abiertos los tres primeros botones de la camisa y con cada toma de aire se asomaba a su pecho velludo una medalla de oro de la Virgen María. Miraba a César y a Martín sin mover la cara, haciendo deslizar la vista de uno a otro, sometiéndolos a un juicio mudo e implacable.

—Esto no va a quedar así —dijo, meneando la cabeza, con la voz rota por la rabia.

—La mochila, por favor —insistió César.

Enrique Marbán sacó la mano del bolsillo y les apuntó con un dedo amenazante.

—O aparece el reloj, o ateneos a las consecuencias —dijo.

Luego dejó caer la mochila al suelo y se alejó resollando. Cruzó la calle enfurecido, con los puños apretados y la camisa inflada por el viento, y se subió a una furgoneta que había aparcada en una esquina de la plaza, sobre una isleta de rayas blancas. Estaba llena de abolladuras y tenía el parachoques delantero sujeto con cinta adhesiva.

—¿Estás bien? —dijo César.

—Sí —contestó Martín, pero su temblor y sus ojos húmedos parecían decir otra cosa.

—No te preocupes, ¿vale?

—Yo no he hecho nada.

—Ya lo sé, hijo.

César miró el reloj: las nueve y cinco.

—¿Quieres que te acompañe? —dijo, señalando hacia a las aulas.

—No.

—Vale.

César cogió la mochila del suelo y ayudó a Martín a colgársela de la espalda.

—Pues a clase, que es tarde —dijo, tratando de sonar despreocupado, y le dio un beso de despedida en la frente.

Entonces se oyó un gemido de llantas, seguido de cerca por un pitido y un fuerte frenazo. César y Martín se volvieron hacia la carretera. La furgoneta estaba detenida en el bordillo, vibrando como un animal irritado. La cinta adhesiva estaba floja y un extremo del parachoques se movía arriba y abajo con un traqueteo constante. Enrique Marbán se inclinó sobre el asiento vacío del copiloto, bajó trabajosamente la ventanilla, asomó la cabeza y, fuera de sí, con la medalla de la Virgen oscilando sobre la puerta, exclamó:

—¡Y además de ladrón, gilipollas!

Luego aceleró con violencia, esquivó por poco a un motorista y se perdió entre el tráfico que avanzaba hacia la plaza de Castilla.

 

 

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