California

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VI

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Samantha apartó la colcha de renos y sentó a César en la cama. Le ayudó a quitarse la camiseta, las sandalias, los bermudas, los calzoncillos. Luego se arrodilló a sus pies y hundió la cara entre sus muslos. Cogido por sorpresa, César fue incapaz de dominar la excitación y llegó al orgasmo en cuestión de segundos.

Tras varios espasmos galvánicos, expelió un hilo de semen que se estrelló como un salivazo caliente contra el cuello de Samantha. Al terminar cerró los ojos con desesperación y se dejó caer de espaldas en la cama.

—Lo siento —dijo, consternado.

Samantha, embadurnada de esperma, miró a César con una curiosidad divertida.

—Lo siento, de verdad —insistió él, y alargó el brazo para recoger del suelo los calzoncillos, pero ella lo detuvo.

—¿Eres virgen? —preguntó.

César respiró hondo, abochornado, dudando si responder o no. Por fin apartó la vista y asintió con la cabeza.

—No tiene nada de malo ser virgen —dijo ella.

—Tampoco ser lesbiana. Porque tú lo eres, ¿no? —replicó él, herido por su condescendencia.

Lo dijo casi sin pensar, pero con una intención clara. Sacando a colación la supuesta homosexualidad de Samantha, él se liberaba, al menos en parte, del peso del descalabro. La culpa así no era solo de su inexperiencia, sino también de la excentricidad de ella. Se trataba, por tanto, de un fiasco compartido. Pero no sirvió de nada. En cuanto lo dijo, supo que era una bajeza. El fallo, a todas luces, había sido suyo. Además apenas conocía a Samantha y no tenía ningún derecho a inmiscuirse en sus intimidades. Al escozor del desastre amatorio se sumaron los pellizcos de la mala conciencia. Entonces sintió algo que nunca había sentido antes, ni siquiera el día que pagó cien pesetas por manosear a Davinia: se sintió despreciable. Samantha, sin embargo, parecía divertida, totalmente ajena a su desasosiego.

—¿Cómo? —replicó, sin dejar de sonreír.

Estaba sentada en el suelo, frente a él, con los antebrazos apoyados a lo largo de sus muslos y varias venas de semen resbalándole entre los pechos.

—Nada, es una bobada —dijo César, en un intento vano de zanjar la cuestión.

—¿Tú crees que lo que acabo de hacer lo habría hecho una lesbiana?

—No.

—¿Entonces?

—Es lo que dicen los monitores.

—¿Ah, sí? ¿Y qué más dicen?

—Que tienes una novia que se llama Pat Maltese.

Samantha pensó un instante. Luego rompió a reír con unas carcajadas grandes, impetuosas, que sobresaltaron a César y espantaron a los pájaros del bosque. A través de la puerta entreabierta de la cabaña se oyó el estrépito de su huida, un caótico fragor de alas y gritos astillando la quietud de la noche.

—¿Te hace gracia?

—Pues sí —contestó ella mientras se limpiaba el semen con un pañuelo de papel.

—¿Y eso?

—Pat no es Patricia, sino Patrick. Y desde luego no es mi novio. Solo nos acostamos de vez en cuando.

El segundo estallido de risa —esta vez conjunta— causó una nueva estampida de pájaros. Cuando no pudieron reír más, se tumbaron juntos en la cama y se exploraron el uno al otro hasta que sus cuerpos se encendieron de nuevo. Entonces Samantha sacó de la falda un preservativo, enseñó a César a ponérselo y se encaramó con ansia a su pelvis. Se amaron toda la noche, sin miedos ni decepciones, hasta que se borraron las sombras y el amanecer vino a buscarlos. Volvieron a encontrarse en la cabaña del bosque la noche siguiente, y también la siguiente, y cada una de las diez noches que faltaban para que el campamento Stardust cerrase sus puertas. Disfrutaron el uno del otro sin trabas, con el fervor desatado y un poco triste de los que se desean sin quererse, conscientes de que, cuando aquel interludio de sexo furtivo llegara a su fin, ya nunca se volverían a ver. Ella regresaría a Berkeley, donde retomaría sus estudios y sus amores de invierno. A él lo esperaban un viaje transoceánico y el inicio de la vida de adulto.

En la última alba, en el silencio abismado de la despedida, Samantha le regaló una cajita de madera barnizada con un cierre de latón.

—Para que no me olvides —dijo.

Contenía su pulsera pirograbada, una pequeña lagartija de lapislázuli, muy parecida a la que llevaba tatuada en el pubis, y una polaroid que se había hecho a sí misma con una cámara prestada. Su rostro, sonriente y un poco deformado por la cercanía del objetivo, llenaba la mayor parte de la imagen. Al fondo, bajo el sol nacarado del mediodía, se veía a un monitor saludando desde una barca llena de niños. Aunque no se le distinguía la cara, César recordaba bien el momento y sabía que aquel monitor era él.

—Yo no te he traído nada —dijo avergonzado por su falta de tacto.

—No importa —replicó ella—. Yo no me olvido.

César conservó esa caja durante años. La tuvo en el dúplex familiar del paseo de Zorrilla, en el altillo del ropero, guardada en una caja de zapatos junto con las cartas de Lisa McPherson, el billete sin usar a San Francisco y un revoltijo de entradas de cine, tiques del parque Six Flags, posavasos —entre ellos el del restaurante In-N-Out— y otros recuerdos traídos de sus veraneos en el valle de Napa. De allí se la llevó a Madrid, al piso de estudiantes de Argüelles. Y finalmente la perdió en el noventa y tres, poco antes de casarse con Mercedes, durante la mudanza al ático de la calle Argensola.

 

 

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