California

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XV

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XV

 

E

l cadáver de Enrique Marbán lo encontró de madrugada una mujer que hacía footing por el parque del Oeste. Acababa de detenerse y estaba haciendo estiramientos en un banco cuando se fijó en el registro sin tapa y en las manchas de sangre que salpicaban su contorno. Al asomarse, según explicaría más tarde, casi se le paró el corazón. El cuerpo estaba encajado en el agujero, como si lo hubieran metido en él a pisotones. Pero lo que más la impresionó fue la sangre —que le cubría como una costra negruzca la frente, la nariz y una mejilla— y que tuviera abiertos los ojos y la boca. Llamó a la policía desde el teléfono móvil que llevaba en la riñonera. La identificación del cadáver fue rápida gracias al carné de identidad que se halló en la guantera de la furgoneta abandonada. Más trabajoso fue el levantamiento. Como la muerte no parecía responder a causas naturales, hubo que esperar a que llegaran al parque el juez de guardia, el secretario judicial y el médico forense. Entre unas cosas y otras, no sacaron a Enrique Marbán del registro hasta el mediodía. Se pensó en utilizar la grúa que se había llamado para retirar la furgoneta, pero el conductor se negó a aventurarse con ella en un terreno tan escarpado. Al final tuvieron que sacarlo a pulso. Le colocaron un lazo de cuerda bajo las axilas y en una pugna de tirasoga contra la gravedad, cinco policías lo subieron a la superficie.

A César lo llevaron a la comisaría del distrito de Chamartín, en la avenida de Pío XII, muy cerca del colegio del Recuerdo, la misma donde veinticuatro horas antes había denunciado el ataque contra su coche. Tras detenerlo formalmente, le leyeron sus derechos y le tomaron declaración con la ayuda de un abogado de oficio. Luego le intervinieron los objetos que llevaba encima —el teléfono móvil, la billetera, el reloj, el revólver de fulminantes, el llavero—, le tomaron las huellas dactilares y una muestra de saliva para la extracción de ADN y le hicieron quitarse el cinturón, la corbata y los cordones de los zapatos, para mantener a raya la tentación del suicidio. Antes de encerrarlo en una celda, le permitieron informar de su situación a un familiar o a la persona que deseara. La llamada me llegó a las doce en punto, en el preciso instante en que el cuerpo de Enrique Marbán surgía plúmbeo y ensangrentado del fondo del registro y era tendido en el sendero para que lo examinara el forense. Le dije a Nieves que anulara las dos citas que tenía pendientes aquella mañana y salí a toda prisa hacia la comisaría. Encontré a César en un estado lastimoso. Se había quitado la gabardina y estaba derrumbado en la silla de la sala de visitas, con la cabeza hundida y la espalda apoyada en curva contra el respaldo. Había envejecido diez años. Tenía menos pelo, o esa sensación me dio a mí. El traje le sobraba por todos lados, como si la angustia le hubiera roído la carne. Las manos le temblaban. El aliento le olía a alcohol. Y luego estaba toda esa sangre, una irregular rociadura granate que le llenaba el cuello y la pechera de la camisa. Me senté frente a él y, con un nudo en la garganta, le pedí que me contara lo que había sucedido. Habló a trompicones, atragantándose cada poco con los pavores del recuerdo. Entre lamentos y pausas abismadas, reconstruyó con palabras su caída en el infierno: el secreto de Sofía, la conversación con la esposa de Enrique Marbán, el viaje a Ikea, el espantoso desenlace en el parque del Oeste. Cuando acabó, le pregunté si le había contado lo mismo a la policía. Me miró sin verme, con los ojos orientados hacia dentro, hacia el horror, y asintió despacio con la cabeza.

—¿Puedes defenderme? —imploró.

—Claro. ¿Mercedes sabe que te han detenido?

—No.

—¿Quieres que la llame?

César se volvió hacia la puerta acristalada de la sala. Al otro lado había un pasillo pintado de verde pálido y un policía sentado ante la pantalla de un ordenador.

—¿Cuánto tiempo pueden retenerme aquí? —dijo, bajando la voz.

—Como mucho hasta mañana.

—Pues entonces no la llames. Ya hablaré yo con ella cuando salga.

Ante mi expresión de sorpresa, César suspiró hondo y se frotó los ojos con las yemas de los dedos. Cuando los abrió de nuevo los tenía vidriosos, cubiertos por un ramaje de capilares coralinos.

—Estamos pasando un mal momento —susurró.

Se quedó ensimismado, con las cejas arqueadas y los ojos en el limbo, como si no acabara de entender lo que él mismo había dicho.

—¿Y los niños?

César esbozó una sonrisa triste, avergonzada.

—Los niños creen que estoy en Dublín.

Mi plan era llevar el caso con discreción, pero fue imposible. La prensa había olfateado la noticia desde su origen y apenas dos horas después de mi visita el rostro de César apareció en todos los telediarios e inundó los bazares intangibles de Internet. La foto más reproducida fue la de la portada de la revista Time, pero también usaron otras, rescatadas en su mayoría de la época que César había pasado bajo los focos. César O’Malley sonriendo ante un gráfico de divisas. César O’Malley hablando en un estudio radiofónico. César O’Malley dando una conferencia en la Escuela de Negocios de Londres. César O’Malley estrechando la mano del rey Juan Carlos durante una entrega de premios empresariales. Así es como se enteró Mercedes. Lo vio en las noticias justo después de comer, mientras Ramona recogía la cocina y Martín y Sofía reposaban en sus habitaciones. Vio el registro del parque manchado de sangre y me vio a mí —el abogado— saliendo sin hacer comentarios de la comisaría de Chamartín. Se presentó allí a las cuatro. Se abrazó a César y estuvieron un rato en silencio, basculando levemente ante la mirada neutra del policía. Luego, unidos por la imperiosidad del desastre, se sentaron uno frente al otro y César empezó a hablar en susurros. Habló de Sofía, de lo que, quién sabe durante cuánto tiempo, había estado haciendo a sus espaldas. Habló de los robos de Martín. Habló de la pesadilla de la noche previa.

—Dice Beltrán que va a ser un proceso duro, pero que quizás no tenga que ir a la cárcel —dijo, y miró a Mercedes con los ojos encharcados.

El policía escribía algo en el ordenador. Las pulsaciones del teclado repiqueteaban como una lluvia fina en la calma del pasillo. Junto a la pantalla, en un platillo de porcelana blanca, había una mandarina pelada a medio comer. Su aroma irrumpía en la sala de visitas en hálitos irregulares, como traído por una brisa caprichosa e imperceptible.

—Si me hubieras hecho caso... —dijo César y, apretando los labios, negó varias veces con la cabeza.

Mercedes lo miró sin comprender.

—Si hubiéramos llevado a la niña a otro psicólogo, puede que nada de esto hubiera ocurrido.

—¿Me estás echando la culpa?

—No, solo digo que...

—Y si tú no llevaras preservativos en tus viajes de trabajo, puede que yo siguiera confiando en ti.

—No creo que seas la más indicada para hablar de confianza.

El policía dejó de teclear para comer un gajo de mandarina. Lo masticó con fruición, haciendo chasquear la lengua contra el paladar. Luego se frotó las manos y siguió tecleando. Hasta la sala llegó un intenso soplo de fruta.

—Era con él con quien hablabas, ¿verdad? —dijo César.

—Cuándo.

—El martes por la mañana, cuando llamé a la puerta del dormitorio.

Mercedes apartó la vista y la dejó flotando en el aire, en un punto impreciso entre la puerta acristalada y el policía.

—Entonces... —empezó a decir César, dirigiéndose al perfil rígido de su esposa.

—Entonces, qué.

—El enfado. Eso de que todo era demasiado perfecto...

Mercedes miró unos segundos más a la nada. Luego, muy despacio, se volvió hacia César y le respondió con un gesto mudo y desafiante. César sintió un vacío gélido en el estómago.

—Esto no puede estar pasando —balbució.

—Creo que es mejor que me vaya.

—¿Quién eres, Mercedes? No te conozco.

Mercedes se puso en pie y salió precipitadamente de la sala. Al llegar al pasillo se detuvo, giró la cabeza y, con una suavidad brutal, sin importarle que el policía la oyese, dijo:

—Al menos yo no he matado a nadie.

Tres horas antes, al salir de la comisaría, yo había dejado en la sala a un César malherido, pero no exánime. En lo más profundo de su debacle aún parecía quedarle fuerza para el perdón y las cuentas nuevas, para la lucha, la regeneración y el olvido. Aquella charla con Mercedes, sin embargo, acabó de demolerlo. Lo sumió en un abatimiento sin fondo, en un estado de colapso emocional del que tardaría mucho tiempo en emerger. Pasó la noche tumbado en el poyo de cemento de la celda, suspendido en un duermevela agotador. El cansancio acumulado tiraba de él hacia el sueño, pero la postración y las esquirlas de su vida rota lo devolvían a la vigilia cada vez que cerraba los ojos. A las ocho de la mañana lo esposaron, lo subieron a un furgón con otros detenidos y lo llevaron a los juzgados de la plaza de Castilla. El juez no vio su caso hasta las once. Le tomó declaración con prisa, leyendo el informe policial mientras le interrogaba. Luego lo puso en libertad provisional con cargos, con la obligación de comparecer en el juzgado cada quince días.

Durante el tiempo que duró el proceso, además de preparar su defensa, César se fue a vivir solo a un piso alquilado de la calle Lagasca y me pidió que pusiera en marcha los trámites de su divorcio. Nos veíamos casi a diario, en mi despacho o en una discreta cafetería de la calle Claudio Coello llamada Hernani. Fue entonces, en el transcurso de esos encuentros, cuando me contó lo que he contado en estas páginas. Al acabar de repasar conmigo los pormenores de sus litigios, se recostaba en la silla y relataba fragmentos de su historia, del largo camino que iba desde el viaje transatlántico del abuelo Sean hasta la ruina de su presente. No había en sus palabras ni autocompasión ni despecho. Lo que había, sobre todo, era perplejidad, la misma incomprensión atónita que había mostrado en la comisaría la mañana de su detención. Por más vueltas que le daba, por más de cerca que escrutaba sus recuerdos y sus actos, no lograba entender las causas específicas de su desgracia. A mediados de febrero de dos mil once recibió por correo la sentencia del divorcio. Dos semanas después, cuando fue a recoger a sus hijos al ático de la calle Argensola para disfrutar de su primera visita regida, vio desde el hall cómo Héctor Martel salía silbando del dormitorio envuelto en un albornoz fucsia. Vio también que la fotografía del balancín ya no estaba. Esa misma tarde, mientras merendaba con sus hijos en el VIPS de la calle Serrano, Sofía rompió a llorar de repente y, dejando en el plato el sándwich que estaba comiendo, le gritó que lo odiaba, que no quería volver a verlo jamás y que era él, y no Enrique Marbán, quien tenía que haber muerto aquella noche en el parque del Oeste.

—¿Qué he hecho mal, Beltrán? —me preguntaba César a menudo en la intimidad de nuestros encuentros—. ¿En qué me he equivocado?

Nunca supe qué responderle. Me limitaba a mirarlo en silencio mientras mi memoria retomaba al colegio, a las clases de Religión del hermano Samuel. Y es que César me recordaba mucho a los dos siervos fieles de la parábola de los talentos, los que devolvieron a su señor el doble del dinero que este les había confiado. Solo que, a diferencia de ellos, César no había recibido recompensa alguna por administrar bien sus dones. Lo que, inexplicablemente, él había recibido era el castigo que el señor le tenía reservado al tercer siervo de la parábola, el siervo malo y negligente, el que, amedrentado, escondió bajo tierra su único talento. ¿Por qué las tinieblas, el llanto y el crujir de dientes?, parecía preguntarse César. ¿Qué había hecho él, si podía saberse, para merecer una adversidad tan colérica?

El juicio fue peor de lo que yo esperaba. Pensé que las circunstancias concurrentes bastarían para ablandar al jurado y salvar a César de la cárcel. Una y otra vez repetí que mi defendido nunca había tenido intención de matar a nadie y que, movido por el arrepentimiento, había hecho una confesión libre y completa ante la policía. Insistí en que estaba más que dispuesto a cumplir con sus responsabilidades y reparar el daño que había causado a la familia de la víctima. Y dejé claro que no era ningún criminal, sino un decente padre de familia —«Como ustedes y como yo», recuerdo haber dicho— que había obrado fuera de sí, bajo los efectos del arrebato. «¿Quién de ustedes no habría perdido los nervios al enterarse de que un hombre de cuarenta años se aprovechaba de su hija adolescente?», pregunté, mirando a los ojos a cada miembro del jurado. Pero no sirvió de nada. El abogado de la acusación particular —un joven vehemente, sediento de notoriedad— desarboló uno a uno mis argumentos y, alegando intencionalidad en los actos de César, logró persuadir al jurado de que lo declarara culpable de homicidio doloso. Con ese veredicto, y aun aplicando a la pena las rebajas correspondientes, César fue condenado a dos años y siete meses de prisión y al pago de una indemnización de doscientos mil euros. Tras la sentencia, el joven abogado acaparó la atención de los reporteros que esperaban en la plaza de Castilla. Aseguró que el dictamen del jurado había sido irreprochable. «En pleno siglo veintiuno, no debemos permitir que la gente se tome la justicia por su mano —dijo con la severidad propia de los hombres huecos, y añadió indignado—: Lo lamentable es que, con los beneficios de la ley penitenciaria, puede que este hombre esté en la calle antes de un año.»

Enviaron a César a la cárcel de Estremera, a unos sesenta kilómetros de Madrid. Durante los primeros tres meses de su reclusión, lo visité todas las semanas. Me sentaba ante la mampara transparente del locutorio, asía el telefonillo y le oía describir la vida que llevaba entre barrotes. Me decía que la cárcel no era tan mala como parecía. Las horas pasaban en un orden nítido y tranquilizador. Hipnótico, llegó a decir en una ocasión. Leía mucho, en especial novelas y cómics, de los que la biblioteca parecía estar bien surtida. Hacía ejercicio con regularidad. Comía bien. Jugaba al ajedrez y al cuatro en raya con su compañero de celda, un griego llamado Dimitris que cumplía condena por atracar una sucursal de Bankinter con un machete romo y una máscara de Einstein. Y, sobre todo, pensaba. «Me tumbo en la litera y le doy vueltas a las cosas», decía con una sonrisa apagada. Se esforzaba por quitarle hierro a su cautiverio, pero era evidente que la falta de libertad lo estaba matando. Se notaba en sus ojos, cada vez más tristes, en el blancor de su cara, en la lentitud exhausta con que se sentaba y se levantaba de la silla. Una vez, después de una visita, me encontré en el aparcamiento con sus padres y sus hermanos. El tiempo había hecho de Stephen O’Malley un octogenario imponente. Tenía la espalda algo encorvada y necesitaba un bastón para andar, pero mantenía casi intacto su empaque de californiano franco. A su lado, Teresa Cueto era prácticamente invisible. En un primer momento no hallé vínculo alguno entre aquella anciana diminuta y la vivaz mujer de piel tostada que habitaba en mi memoria. Luego sí. Luego me pareció estar viéndola reclinada en el sofá del den en mi primera visita al dúplex del paseo de Zorrilla. «Hola, Beltrán», dijo. Su aspecto era distinto, pero no su voz. Su voz seguía siendo dulce, con una arista rugosa. Quienes más habían cambiado eran Ryan y Miguel. Los párvulos rubios que yo recordaba eran ahora dos hombretones robustos de exiguos cabellos castaños. Todos juntos irradiaban un halo de solidez, de familia unida ante el infortunio. «¿Cómo ves a César?», me preguntó Stephen O’Malley. Me llamó la atención la perseverancia de su acento, el mismo acento líquido con que había hablado su hijo al llegar al colegio San José en el setenta y cinco y al regresar a Valladolid de sus veraneos en Oakville. «Aguantando», respondí. Era la una del mediodía y el sol caía a plomo sobre el aparcamiento sin techos. El ardor asfixiante de agosto hizo que nos despidiéramos enseguida. Me subí al coche, encendí el aire acondicionado y, mientras esperaba a que se disipara el calor, observé cómo los O’Malley cruzaban el aparcamiento abrasado y entraban en fila india en la prisión.

Una tarde de mediados de septiembre llamé a la cárcel desde el despacho para concertar una visita y, al dar mi nombre, el funcionario me informó de que César no deseaba verme.

—No entiendo. ¿Le ha pasado algo? —dije sorprendido.

—No, que yo sepa.

—¿Entonces?

—Ha dicho que ya no quiere recibir sus visitas.

—¿Las mías en concreto?

—Lo siento, pero no me está permitido darle más información.

—¿Puedo al menos dejarle un mensaje?

—Me temo que no, señor.

Pasé el resto de la tarde distraído, escuchando a medias a mis clientes mientras trataba de dilucidar el inopinado rechazo de César. Lo primero que pensé fue que no quería verme por orgullo. Se estaba viniendo abajo y le avergonzaba que yo fuese testigo de su derrumbe. Dos clientes más tarde, sin embargo, esa explicación empezó a parecerme baldía. En el último año había visto a César hundirse en varias ocasiones. Se detenía en mitad de una frase, ya estuviéramos en el despacho o en la intimidad art decó del café Hernani, y rompía en un llanto convulso que intentaba contener tapándose la cara con las manos. Le había visto llorar como un niño. Le había visto desesperarse y tocar fondo. Y él nunca me había apartado de su lado. ¿Por qué hacerlo ahora? ¿Por qué prescindir de uno de sus apoyos más firmes en el momento más amargo de su vida? Sencillamente, no tenía sentido. No se me ocurrió una hipótesis plausible hasta que me despedí del último cliente del día y me quedé a solas en el despacho. Se me ocurrió que quizás César se negaba a verme porque me hacía responsable de su encierro. No hablar conmigo, pensé, era su forma de castigarme por no haber logrado salvarlo de la cárcel. Apenas dormí esa noche. La vadeé tendido boca arriba en la cama, buscando refugio de mis pensamientos en la tranquila respiración de Pilar. Por la mañana llamé de nuevo a la cárcel. Un funcionario distinto me dio la misma contestación. Lo seguí intentando durante varios días, hasta que me convencí de que, tres décadas después de nuestra primera separación —cuando nos saludamos con la mano a la puerta del pub Basket—, mi amistad con César O’Malley había vuelto a desintegrarse.

Volví a verlo por azar dos años y medio después, un domingo de abril de dos mil catorce, en Valladolid. Yo estaba allí por un asunto familiar. Mi abuelo había fallecido y sus hijos no se ponían de acuerdo sobre qué hacer con la casa de Torrelobatón. Uno de mis tíos quería venderla cuanto antes. Otro estaba empeñado en convertirla, según sus propias palabras, en un hotelito rural con encanto. Mi madre quería conservarla para que pudiera seguir disfrutando de ella la familia. Me había pasado el fin de semana escuchándolos —templando gaitas, habría dicho el abuelo—, constatando con tristeza cómo afloraba entre ellos la más voraz de las mezquindades: la de la sangre. Tras una comida larga e infructuosa en el restaurante La Criolla y varios cafés en el Lion D’Or, me despedí de ellos y me encaminé hacia la estación de trenes para coger el Avant de las ocho. En la acera de Recoletos me topé con César O’Malley. Al principio no lo reconocí. Yo iba distraído y mis ojos se posaron en él sin prestar atención, como podían haberse posado en cualquiera de los paseantes que transitaban por la amplia acera arbolada. Además, estaba distinto. No es que hubiera cambiado del todo, pero sí lo bastante como para que, después de tanto tiempo sin verlo, yo no pudiera identificarlo en el acto. Había ganado peso. Tenía los hombros redondeados, menos atléticos. Las aristas óseas del rostro se habían disuelto bajo una capa de carne rosácea. Y ya no era tan rubio como antes. Su cabello, que empezaba a clarearle, había adoptado un tono insulso, como de miel muy desleída. Al notar que lo miraba, sonrió y alzó la mano. Solo entonces me di cuenta de que era él. Aunque hacía fresco, iba en manga corta, con un jersey de punto sobre los hombros. En los brazos llevaba a un niño de alrededor de un año. Un niño rubio, risueño, de grandes ojos azules, tan llamativo que la gente se volvía para admirarlo. A su lado, empujando una silla de bebé vacía, iba una mujer alta, morena, con el pelo recogido en una coleta. Al ver que César me sonreía, ella hizo lo mismo. Me acerqué y estreché la mano de César. «Beltrán, cuánto tiempo», me dijo sin soltarme, estudiándome con intensidad. Me pareció que al pronunciar las palabras su calma se desmigajaba. Que, una vez apagada la sorpresa inicial, se sentía amenazado por nuestro encuentro.

—¿Cómo estás, César? —dije y, liberando mi mano, le toqué el brazo para tranquilizarlo y hacerle saber que no tenía de qué preocuparse.

Por fin lo entendía, quise decirle. Por fin comprendía que había dejado de verme para poder reinventarse sin lastre.

—Bien, muy bien. ¿Y tú qué tal?

—No me puedo quejar.

Nos quedamos los dos en silencio, mirándonos sonrientes sin saber qué decir. Era la hora del paseo vespertino y por la acera de Recoletos transitaba un caudaloso desorden de familias, parejas, pandillas de adolescentes y grupos de ancianos. A un lado, el sol en retirada arrancaba los últimos fulgores a las fachadas de los edificios. Al otro, más allá de la alameda adoquinada y las canchas públicas de baloncesto, se extendía el verdor aromático del Campo Grande. El niño se revolvió en los brazos de César, señaló hacia la entrada del parque y profirió algo que yo no comprendí.

—Quiere ir a ver las ardillas —explicó la mujer.

—Beltrán, esta es Sara, mi esposa —dijo César.

Me adelanté un paso para darle dos besos y al retroceder de nuevo tuve la sensación de que la conocía de algo, de que no era la primera vez que la veía.

—Y este grandullón es Andrés.

—Hola, Andrés —dije.

Pero el niño no parecía interesado en hacer nuevas amistades. Seguía señalando hacia el Campo Grande y se revolvía con creciente exasperación, tratando de zafarse de los brazos de su padre.

—Beltrán es un antiguo compañero del colegio. Hacía mucho que no nos veíamos —le dijo César a su esposa.

Un compañero, dijo. No «mi amigo Beltrán», como le había dicho a la tata Práxedes en mi primera visita a su casa. La mujer sonrió otra vez y entonces la reconocí. Había pasado una eternidad y había cambiado mucho, pero sin duda era ella. Sara Dávila. La líder de Las Fans. La morena espigada que venía con su pandilla de las Carmelitas a ver los partidos de balonmano. La adolescente de ojos chispeantes que, al compás de una guitarra, le cantaba a César canciones conocidas con las letras cambiadas. La segunda mujer de César O’Malley era una de sus admiradoras de antaño, una de las múltiples mujeres que habían bebido los vientos por él durante sus años de esplendor colegial. Como yo, Sara Dávila era un sedimento del pasado. Una novedad de la memoria.

—Tengo que irme o pierdo el tren —dije, tocando el reloj con el dedo, aunque la verdad era que tenía tiempo de sobra.

—Otra vez que vengas, llámame y charlamos —dijo César y, tras hurgar un poco en el bolsillo del pantalón, sacó de él una tarjeta de visita y me la ofreció.

Era de la bodega, un elegante rectángulo de cartulina granate con su nombre y puesto inscritos en letras doradas: César O’Malley, Director Comercial.

El niño se puso a llorar. Se retorcía con vehemencia mientras gritaba desaforadamente y estiraba los brazos hacia la masa verde del parque.

—Lo mismo digo. Si vienes a Madrid, ya sabes dónde estoy —dije sin convicción.

—Me alegro de haberte visto, Beltrán.

—Yo también, César —dije y, despidiéndome de ambos con una leve inclinación de la cabeza, eché a andar hacia la estación.

El asiento que me tocó en el tren estaba orientado en el sentido opuesto de la marcha. Normalmente esa circunstancia me habría incomodado un poco —además de marearme, viajar de espaldas a mi destino siempre me ha causado inquietud— y, aunque el tren fuera lleno, habría hecho lo posible por cambiarme de sitio. Pero aquella tarde casi lo agradecí pues así pude ver cómo, metro a metro, Valladolid retrocedía y se disolvía en el paisaje. Sobre el fondo bermellón del sol en declive fueron quedando atrás los bloques de ladrillo, las farolas, las antenas, las calles, los coches. Al pasar frente a las últimas viviendas, una mujer le dijo adiós al tren desde un balcón. «Bamba la bamba la bamba, macizo», recordé de pronto mientras, cada vez más deprisa, saltaban de espaldas al vacío las manchas oscuras de los pinares y los chalés dispersos de la periferia. «Bamba la bamba la bamba, tío bueno», susurré con la frente apoyada en el cristal. Y el tren alcanzó la planicie. Y lanzó un prolongado bramido. Y empezó a abrirse paso a través de los rastrojos.

 

 

Fin

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