California

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2. Sin cabeza

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No debí contárselo. Me había prometido no volver a hablarle de nada relacionado con César Peralba ni con la chica empeñada en que la empresa sacara al mercado un videojuego de referencia, como había empezado a decir ella, homosexual. Cierto que lo de Peralba se fue complicando hasta lo indecible, y yo no quise apartarme ni tener cabeza. Y cuando Álex no tuvo más remedio que interesarse por lo que estaba ocurriendo, ya no había nada que hacer.

Álex me dijo que aquel sábado me lo dedicaría enterito, para que luego no me quejase. Que podíamos salir a comer fuera de Madrid y después dormir una buena siesta —me guiñó un ojo— y, por la noche, ir al cine, hacía mucho tiempo que no íbamos juntos.

—Este sábado no puedo hacer todo eso, Álex. Sabes que me he comprometido con Mauricio para ese acto en su barrio, y que por la tarde he quedado en reunirme con los chicos del colectivo gay para hablar del videojuego que pretenden que Anaheim haga y comercialice. Al cine creo que sí que podremos ir. Me encantará.

Álex se tumbó en el sofá y puso cara de sarcástica decepción, de «esto ya me lo temía yo, después no me vengas con que quiero pasar contigo el menor tiempo posible». Fui a sentarme a su lado.

—Álex, lo sabías. Hazme un poco de sitio, por favor. Me has oído hablar con Mauricio y con esa chica. Lo de Mauricio te lo he contado, lo hemos hablado, hasta te hacía gracia. De hecho, en algún momento te pusiste muy republicano, parecías a punto de montar una guillotina. ¿Por qué no vienes conmigo? Después podríamos comer por allí, en cualquier sitio, ya sabes, eso que llaman comida casera.

—Estás loco —dijo él—. De verdad que a veces pienso que has perdido la cabeza. Y no vuelvas a decirme que siempre tengo tiempo para estar con mis compañeros de trabajo y con mis amigos, y que para estar contigo no lo tengo nunca. A ver si te crees que dedicarte un sábado entero no me cuesta trabajo.

—Gracias, hombre.

Se incorporó de golpe. Quizás para evitar que siguiera manoseándole.

—Joder, no he querido decir eso. ¿Es que no pueden pasarse sin ti esos… fogosos republicanos? ¿Es que tienes que reunirte con esos… otros fogosos precisamente el sábado por la tarde?

Por un instante, me asaltó la sospecha de que Álex lo tenía todo bien calculado, que sabía muy bien que aquel sábado era imposible que lo pasáramos juntos como él iba a proponerme, y que así, además de callarme la boca, tendría una justificación para no intentarlo de nuevo hasta por lo menos en navidades.

—Álex, esos chicos del colectivo gay trabajan todos en otra cosa, los de ese grupo solo pueden reunirse el sábado por la tarde. Lo sabías, porque también me has oído hablar con ellos. Tengo ya un compromiso con esos chicos. No te lo he contado con mucho detalle porque sé lo mucho que te molesta este asunto. Pero lo sabías.

—Vale —dijo—. Paso de tus compromisos.

Llamó por teléfono a alguien y le preguntó qué iba a hacer la panda el sábado. Quedó con ellos para salir a comer fuera de Madrid, y a lo mejor, le dijo a quien estuviese hablando con él, después podían hacerse un cine.

No me extrañó sentir un cierto alivio. Yo había aceptado la invitación de Mauricio para asistir a aquel acto que organizaban, en vísperas del 14 de abril, unas asociaciones vecinales de su barrio, con la desazón que me producía la posibilidad de fallarle a Álex, si se animaba por fin a compartir algo conmigo. Era cierto que me había prometido que pasaríamos juntos algún sábado. Y la experiencia me decía que, cuando las cosas no deben coincidir, siempre acaban coincidiendo. Como de costumbre, Álex había optado por solucionar la jugarreta de la fatalidad de un modo desagradable, y eso me aligeraba el complejo de culpa. La petición de Lola, la chica lesbiana que me tenía agobiado con su insistencia para que fuese a alguna reunión de su grupo, no me inquietó tanto, y decidí correr todos los riesgos al mismo tiempo, el mismo día. Al final, todo había salido de la peor manera posible, pero al menos quedaba una posibilidad menos de que alguna coincidencia estropeara, alguna otra vez, cualquier otro plan con Álex.

Mauricio me había prometido, con su lenguaje de líder vecinal con futuro político, que en aquel modesto pero fervoroso acto de exaltación republicana tendría la oportunidad de conocer a alguien que seguro que me iba a interesar. Le pregunté:

—¿Se parece a Alexey Nemov, cuando Alexey Nemov era el chico más guapo del mundo?

Mauricio se echó a reír.

—A ver si va a tener razón un amigo mío, homófobo perdido por mucho que él jure que no, cuando dice que todos los gays sin excepción pensáis, primero, con la polla. O con el culo.

Álex pensaba lo mismo, aunque aceptaba excepciones. Por ejemplo, él.

—No veo que eso tenga nada de malo —dije—, siempre que, después, pensemos con la cabeza, con las tripas o, y perdón por la cursilería, con el corazón.

Mauricio, riéndose, me puso la mano en el pecho y dijo:

—Ay, ese corazón…

Después me puso la mano en la frente, como si estuviera comprobando si tenía calentura.

—Ay, esta cabeza… —dijo—. Pero, quienquiera que sea ese tal Alexey Nosequé, no quiero crearte falsas expectativas. No se trata del tío más guapo del mundo, desde luego, pero seguro que te interesa.

Le expliqué quién era Alexey Nemov, ese gimnasta ruso que había brillado como un joven dios radiante, virtuoso y coqueto en los Juegos Olímpicos de Atlanta y en los Campeonatos del Mundo de Tianjin, pero que, como pudo comprobarse en los Juegos de Sydney, ya había empezado a estropearse, como todo hijo de vecino.

—El hombre al que vas a conocer —me dijo Mauricio— quizás te parezca más estropeado que cualquier hijo de vecino, y motivos tiene. Está estropeado por fuera. Por dentro, más que estropeado está, ¿cómo te diría yo?, en carne viva. En carne viva lleva esa criatura por dentro, no sé, cincuenta, sesenta años.

No quiso decirme nada más. Así que, aquel sábado por la mañana, llegué tan inseguro como intrigado al barrio de Mauricio, a la dirección que me había dado unas horas antes, un centro cultural arrancado a los persistentes gobiernos municipales de derechas por unas asociaciones de vecinos que correspondían a la ideología de izquierdas y al carácter peleón de unas gentes trabajadoras y, en gran medida, producto de la inmigración andaluza y extremeña de los años cincuenta. El salón de actos, no demasiado grande, pero abierto a un patio que sin duda servía de polideportivo de ocasión, lo que permitía que una eventual avalancha de asistentes pudiera seguir el acto al aire libre, estaba decorado con una enorme bandera republicana, colgada tras el estrado para los oradores. Mauricio me presentó enseguida a su chica, una morenita de expresión inteligente y voz sorprendentemente ronca, y a sus padres, una pareja que no hacía el menor esfuerzo por disimular los estragos de una vida difícil y de un coraje no siempre agradecido, y que parecía dispuesta a sustituir en cualquier momento a su hijo si el chico sufría de pronto un achaque de intelectualidad inútil o de desánimo. Luego conocí a mujeres y hombres que eran presidentes o miembros de la Asociación de Mujeres por la Igualdad, la Asociación Vecinal de Defensa del Entorno, la Asociación Republicana «José Valverde», la Plataforma Vecinal Contra las Guerras, la Asociación de Inmigrantes y Emigrantes de El Rincón —que agrupaba a los que se habían ido instalando en el barrio, llegados sobre todo de Marruecos y Ecuador, y a quienes habían emigrado a Europa, sobre todo desde Andalucía y Extremadura, en los años cincuenta y sesenta—, la Asociación de Padres, Alumnos y Profesores «María Zambrano»… Hombres y mujeres llenos de entusiasmo, de humor, de ganas de dejar claro, incluso a voces nada respetuosas con la palabra del prójimo, su invencible convicción de que era imprescindible cambiar el mundo. Una cincuentona muy dispuesta y dicharachera, de la Asociación de Mujeres por la Igualdad, me dijo:

—No crea, en la asociación no todas somos republicanas. Hay de todo. No todas estamos aquí, claro. Hay algunas de derechas y más monárquicas que el Toisón ese, o como se llame, pero es buena gente. Están equivocadas, por supuesto, pero —recalcó, muy sentida— son muy majas.

También saludé a los representantes de los partidos de izquierda en la Junta Municipal del distrito, y a un cura muy enrollado, como él mismo se encargó de aclararme. Mauricio les decía a todos que yo era un asesor de lujo del presidente y del director general de la empresa en la que ambos trabajábamos, una multinacional norteamericana, lo que excitaba de un modo especial el ánimo batallador de unos y otros contra el capitalismo, la globalización, el empleo basura, la colonización cultural y la política de Bush. Yo me moría de ganas de preguntarle a Mauricio por la sorpresa prometida, pero él se entregó de repente como un poseso a las labores de organización y solo de vez en cuando, desde lejos, me hacía algún gesto de saludo, con una expresión entre afectuosa y burlona.

El acto en sí resultó largo, previsible y, sobre todo por culpa de los discursos, demasiado grandilocuente y narcisista. Lo mejor era, con diferencia, la atención y la disciplina de todos los que llenaban por completo el salón y de quienes tenían que seguir las interminables peroratas desde el patio, incluidos los chiquillos incansablemente aleccionados por sus padres o sus abuelos. Todos los adultos perseveraban en aquella expresión alerta que denotaba su nula disposición a permitir la menor debilidad o ambigüedad de los oradores —cuando a uno de ellos se le ocurrió decir que sus convicciones republicanas no estaban reñidas «con el reconocimiento que merece, por su actitud y comportamiento en momentos históricos puntuales, el actual titular de la jefatura del Estado», el abucheo fue memorable—, y su empeño en demostrar que el ajetreo de vivir no implicaba necesariamente olvidarse del corazón y pensar nada más que con la cabeza. Al terminar el acto, con el Himno de Riego tarareado por todos con cuerpo de pasacalles, hubo cervezas, tinto de verano, refrescos, patatas fritas y aceitunas, y yo me encontré de pronto discutiendo con un político de distrito y con el cura «muy enrollado» sobre la política laboral de las multinacionales y la trivialidad de los productos culturales que imponen.

Alguien, a mi espalda, puso la mano en mi hombro y me dijo:

—Carlos, por favor, ¿tienes un momento?

Me volví, y allí estaba Mauricio, en compañía de dos hombres mayores y muy pulcros que me miraban con ojos desconfiados, a pesar de que ambos me estrecharon la mano con educada cordialidad. Uno de ellos, vestido con una especie de guayabera replanchada que le hacía las veces de chaqueta de entretiempo, y con camisa y corbata anticuadas pero impecables, tenía el pelo blanco, el rostro enjuto y cetrino y todas las huellas de aquella devastación interior, de la que Mauricio me había hablado, asomándole por cada poro de su piel y en el más leve de sus gestos. El otro, con esas redondeces que siempre conservan quienes alguna vez fueron gorditos, era calvo, se le notaba la tendencia a congestionarse y tenía unos ojos azules que sin duda fueron muy hermosos, pero que ahora estaban nublados por la edad y, como les ocurre a quienes han peleado contra el sufrimiento durante toda su vida, por la venganza de la memoria. Habían estado en el salón durante todo el acto, pero la verdad es que no me había fijado en ellos. Para ser sincero, me estuve fijando sobre todo en un muchacho no muy alto, muy cachitas, muy activo, en chándal, que no paraba de traer sillas para las mujeres o los hombres de más edad, o de buscar botellines de agua para los niños más pequeños. Mauricio, señalando al de la guayabera, me dijo:

—Carlos, este es Enrique Miera. Y él —y señaló entonces al anciano de los ojos azules—, su amigo Celso.

—Celso Vega —dijo el anciano de los ojos azules, mientras me estrechaba la mano.

Más tarde, Mauricio me dijo que seguramente ninguno de los dos tenía más de setenta y dos o setenta y tres años, pero desde luego el tiempo y la vida no habían sido mínimamente piadosos con ellos, sobre todo con el del pelo blanco. Yo me dirigí a él sin titubear.

—Mauricio me ha hablado de usted —le dije, y sonreí para tranquilizarle—. Pero no se preocupe, en realidad solo me ha dicho que me gustaría conocerle.

—También a mí me ha dicho que me gustaría conocerle a usted —dijo—. Creo que es alguien importante en la empresa donde él trabaja, ¿no?

Tenía una voz apagada, menos temblorosa en aquel momento —por el esfuerzo que estaba haciendo para no parecer cauteloso o descortés— de lo que sin duda era habitualmente.

—Le aseguro que no soy importante. Pero, aunque lo fuese, espero que no piense que ni Mauricio ni yo pretendemos que puede resultarle agradable conocerme solo por eso.

—Deberíais hablar —intervino Mauricio, proponiéndose con el tuteo, y con el tono campechano en que dijo aquellas dos simples palabras, establecer un clima de confianza y una cierta curiosidad mutua.

—Me encantaría —dije—. Estoy seguro de que Mauricio tiene razón. Me va a interesar mucho lo que pueda contarme, y espero que también a usted le resulte interesante, o por lo menos entretenido, lo que yo pueda decirle.

—Siempre que Celso y yo no acabemos saliendo en uno de esos programas desvergonzados que tanto éxito tienen ahora…

Había intentado ser agradable, gastar una broma, pero no pudo evitar que se le notase el recelo, un dolor muy antiguo y muy profundo, acaso un poso de rencor. Yo hice un gesto de protesta por aquella insinuación tan descabellada, un gesto que me quedó excesivo y quizás no del todo inocente a los ojos de aquellos dos amigos que sin duda se habían estado enseñando el uno al otro, desde hacía mucho tiempo, a sobrevivir.

—Ahora tenemos un poco de prisa —dijo Enrique—. Pero Mauricio sabe cómo localizarnos. No sé, algún día a lo mejor nos vemos. Cuídese mucho.

Me estrecharon otra vez la mano y Mauricio los besó a los dos para despedirse. Los vi salir del salón el uno junto al otro, sin rozarse, sin mirarse, sin decirse nada. Pero comprendí que, si algún día teníamos aquella conversación que había quedado pendiente, la tendría con los dos.

—Lo siento de verdad —me dijo Mauricio—. A lo mejor no era el momento más oportuno.

—No importa. Seguro que te las apañas para que tengamos otra oportunidad.

—No sé. Ya ves que no se fían mucho de nadie. Y, sobre todo, ahora que lo pienso, Enrique no quiere hablar, no quiere recordar, no quiere enfrentarse otra vez a lo que ocurrió. Y lo comprendo. Tú también lo comprenderías.

—Mauricio, coño —protesté—, si él no quiere contármelo, cuéntamelo tú. Ahora no puedes dejarme así, con este dolor de huevos.

Mauricio reaccionó a aquella broma tan estúpida con una sonrisa tristona.

—Anda —dijo—, vamos a tomar algo antes de comer. ¿Quieres que comamos juntos?

—No puedo. Álex —mentí, o quizás simplemente lo deseé— me está esperando.

Mauricio se despidió de sus padres y nos fuimos con su chica, que se llamaba Marta, a un bareto que había a espaldas del centro cultural. No estaba muy lleno, pero a Mauricio lo conocía todo el mundo. Encontramos una mesa al fondo del local. Estuvimos un rato en silencio. Luego, Marta intentó relajar el ambiente con comentarios sobre una película de la que le habían hablado mucho y que estaba deseando ver, en cuanto el pesado de Mauricio tuviese un par de horas libres, algún día, a partir de las nueve de la noche. Mauricio seguía pensativo e inquieto, sin dejar de tamborilear con los dedos en la jarra de cerveza, como si estuviera convocando a algún espíritu ligero y tranquilizador.

—Te lo voy a contar —dijo de pronto, pero en un tono de voz muy bajo, muy tranquilo, como si en realidad hubiera estado recordando toda la historia de Enrique Miera para no olvidar ningún detalle.

Marta le cogió la mano y yo intenté hacerle comprender con mi actitud, relajada y paciente, que solo quería oír lo que él quisiera contarme, que estaba seguro de que, por mi culpa, no iba a revelar ningún secreto que Enrique quisiera proteger, que no se sintiera en deuda conmigo por haberme engatusado para celebrar con ellos y con todo aquel jubileo de asociaciones de todos los colores el espíritu republicano, a cambio de una historia asombrosa. Estaba intrigado, era cierto, pero también dispuesto a no agobiarle con mi curiosidad.

—Enrique luchó durante la Guerra Civil con el ejército de la República —dijo Mauricio, y ya no parecía en absoluto indeciso o abrumado—, pero consiguió salir de España tras la victoria de Franco y estuvo fuera, creo que en Francia, parece que en un campo de concentración al principio, viviendo después con una familia española, medio parientes suyos, como ocho o diez años. Se enamoró de la hija mayor de aquella familia, o ella se enamoró de él, y estuvo trabajando un tiempo en una carpintería, y aprendió bien el oficio. Pero aún era muy joven, nada conocido por la policía franquista, podía ser útil, tenía ganas de hacer algo para librar a España del dictador, ya sabes, y entró en contacto con el Partido Comunista y pidió volver y ayudar en todo lo que pudiera y arriesgarse todo lo que hiciera falta. En Madrid encontró un trabajo de carpintero, la chica se vino a vivir con él, se casaron, y mientras tanto se convirtió en un buen contacto para muchos de los que se movían y conspiraban, como él dice siempre, en la clandestinidad. Un día lo detuvieron, dice que no sabe bien por qué, si porque cometió algún descuido o porque alguien le delató. Lo llevaron ahí, a la Puerta del Sol, o a donde fuera, lo interrogaron, le exigieron que delatara a sus contactos, y él lo aguantó todo. Hasta que una noche lo despertaron, lo llevaron a una habitación en la que estaba su mujer, embarazada ya de seis meses, tendida en el suelo, aterrorizada. Le dijeron a Enrique que diera nombres, todos. Él se negó otra vez. Un policía se acercó a su mujer, le puso la bota encima del vientre, y le dijo a Enrique que, si no cantaba, la reventaba a ella a patadas.

Se calló un momento, como si tuviera que coger aire.

—Enrique cantó —dijo.

El silencio, allí, entre nosotros, era tan grande que parecía que todo el mundo se había ido, que nos habían dejado solos en el bar. Mauricio había contado aquel horror final en dos frases secas, sin adornos sentimentales. Fue como si me hubiera propinado un golpe limpio y feroz en mitad del pecho. Yo me quedé sin aire para respirar y tenía la mirada baja, clavada en la mesa, pero supe que Mauricio me miró en aquel momento.

—Qué espanto —murmuré.

—No le sirvió de nada, claro —siguió Mauricio en el mismo tono de voz sosegado, incluso monótono en algunos tramos de su narración—. Lo metieron en el penal de Nanclares de Oca, con una condena de veinte años. Sus camaradas se desentendieron por completo de él. Dentro de la cárcel no contó con el apoyo de ninguno de los suyos, todos le repudiaron. No recibía visitas. Ni cartas. Su mujer parecía haberse esfumado. Nunca supo si su hijo había llegado a nacer o no. —Hizo una pausa, como intentando limpiar y refrescar un poco el aire—. Nadie le quería. Salvo Celso.

Ahora fui yo el que le miró a los ojos. Estaban allí, brillantes, un poco estrábicos.

—Me lo había imaginado —dije.

—¿Qué te habías imaginado, Carlos?

—Que eran… pareja.

Mauricio sonrió.

—Sí, exacto —dijo—, son pareja. No son amigos, después de haber sido amantes. No son como hermanos. No son viejos camaradas que ahora se hacen compañía el uno al otro. Son pareja. Celso estaba encarcelado por maricón, por lo visto lo denunció, en su pueblo, por una disputa por unas tierras o algo así, un fulano con el que tiempo atrás había follado más de una vez. En la cárcel, Celso, el maricón, era más fuerte y más de verdad y más hombre que todos los demás presos y todos los carceleros. Eso me dijo una vez Enrique, emocionado. Exageraba un poco, supongo —Mauricio miró a Marta e hizo un gesto de risueña exageración—, pero es natural. Celso lleva todos estos años cuidándole, sosteniéndolo, queriéndole. Es muy fuerte. ¿Comprendes por qué quería que los conocieras?

Le puse una mano en el antebrazo y apreté un poco, en señal de gratitud.

—Es una historia emocionante, sí —dije.

—¡No es solo una historia emocionante, Carlos! —Mauricio recobró de repente su fogosidad, su leve y encantador estrabismo—. Es también una historia indignante. Cada vez que pienso en ellos se me llevan los demonios. No por ellos, claro. Por nosotros. Por esta puta vida. Porque todo ese sufrimiento y todo ese amor no se pueda contar, no se pueda respetar, no se pueda poner como ejemplo, no esté protegido, qué sé yo. Por eso tienes que ayudar a César Peralba, Carlos.

La verdad, no esperaba oír en aquel momento el nombre de César.

—Bueno… —balbuceé.

—De bueno nada, joder. No me digas que una cosa no tiene nada que ver con la otra. ¡Claro que tiene que ver! ¿No hay sufrimiento? ¿No hay una historia de amor de mil pares de cojones? ¿Tú no habrías ayudado a Enrique y a Celso?

Respiré hondo. Me acababa de acordar de mí mismo, treinta años atrás.

—Cuando no tenía corazón —dije—, me temo que no.

Mauricio y Marta parecían desconcertados.

—No digas chorradas —dijo él.

—No digo chorradas, Mauricio. No sabes cómo era yo cuando tenía veinticinco años, incluso cuando tenía tu edad.

—Un pijo de la hostia, seguro —dijo Marta, burlona.

—Y guapísimo —dijo Mauricio.

—Gracias. Y un botarate de mucho cuidado. Eso sí, me lo pasaba de cine.

—Pues mira —dijo Mauricio—, que te quiten lo bailado. Y, bien pensado, a lo mejor entonces no podías haber hecho gran cosa, salvo alborotar un poco, que es más o menos lo que yo hago, por Enrique y Celso. Ahora, en cambio, puedes ayudar de verdad a ese chico.

—Lo intentaré —dije, y le puse a Mauricio la mano en el cuello, bajo las greñas—. Te juro que lo intentaré.

—Vale. —Mauricio parecía ahora un chiquillo que confiaba ciegamente en los poderes milagrosos de su papi. Le echó el brazo sobre los hombros a Marta y le dijo—: A ver, pichurri: imagínate que vuelve Franco y me meten en la cárcel por rojo y por subversivo, ¿tú qué harías para estar conmigo la vida entera?

—Déjame pensar…

—No digas —la interrumpí— que serías capaz de pedir limosna hasta reunir todo el dinero de la fianza. No funciona, te lo digo yo.

—Ya lo tengo —dijo ella—. Lo primero, me haría transexual, me operaría para convertirme en un hombretón con más cojones que todos los delincuentes y todos los maderos juntos, y después atracaría un banco, que es un delito que siempre me ha caído bien, pero por el que pueden meterte en chirona un montón de años. Te buscaría allí dentro, en la trena, y te cuidaría y te animaría y te querría hasta que saliéramos los dos y hasta que… bueno, hasta siempre.

Si no fuera por la voz ronca que tenía, uno no habría podido creer que aquello lo estaba diciendo aquella minucia de muchacha.

Mauricio le dio un achuchón como no me habían dado a mí desde hacía siglos. Luego, él se empeñó en pagar la cuenta y me acompañaron al coche.

A pesar del tono risueño que había tenido al final nuestra conversación, yo estaba aún aturdido, conmocionado por la historia de Enrique Miera. Hacía un día muy limpio y un sol que arañaba las fachadas de las casas y el asfalto como un gran oso rubio y afable de uñas candorosamente desconsideradas. Cuando abría la puerta del coche, vi que se acercaba corriendo el muchacho no muy alto, muy cachitas, muy activo, que se había pasado todo el acto en honor de la República acarreando sillas para señoras con varices y caballeros con ácido úrico, y botellines de agua para los chiquillos. Al llegar a nuestro lado, besó a Mauricio y a Marta, dudó un instante, y después también me besó a mí.

—Hola, soy Rubén —me dijo—. ¿Vas para el centro?

—Sí, más o menos —dije—. ¿Tú adónde vas?

—Al centro centro. A Chueca.

—Te llevo.

Mauricio, guasón, me guiñó un ojo. Rubén, antes de subir al coche, le dijo algo sobre un campeonato de voley playa que, por lo visto, estaba prendido con alfileres, si no encontraban alguna financiación. Mauricio le hizo con la mano un gesto para indicarle que le llamase, o que le llamaría. Después, cuando el chico ya estaba cerrando la puerta, se puso a manotear y a hacer morisquetas para animarle a que hablara de ello conmigo.

Había mucha gente por la calle, aún estaban abiertos los comercios y, en las terrazas de los bares, aprovechando el sol primaveral como cachorros ya decididos a corretear por su cuenta, muchos chicos jóvenes compartían botellas grandes de refrescos y bolsas de patatas fritas, y hablaban a gritos de nada en particular. Rubén me fue guiando hasta salir a la M-30 mientras miraba el interior del coche con la meticulosidad de un sabueso alegre y con ganas de juguetear. Seguramente acababa de ducharse, se había puesto una camiseta sin mangas y un vaquero ancho que, desde luego, no lograban ocultar del todo su cuerpo apretadito y fibroso, y el pelo, corto, lo llevaba engominado y peinado en pequeñas crestas que le ponían una expresión alborotada y divertida. Dijo:

—Un carro guapo. Me dejas donde te pille bien y yo ya me busco la vida.

—No te preocupes, me coge de camino.

—¿Por dónde vives?

—Por Génova.

—Un barrio guapo, también. Por allí estuve yo, el día antes de las elecciones, armándole bronca al PP.

Hablamos de eso. Él se lo había pasado en grande, un colega le pasó el mensaje por el móvil y se encontró a un montón de gente del colectivo. Se despachó a gusto, de un modo muy juvenil y con montones de frases oídas sin duda en la radio o en aquel colectivo, fuera el que fuese, contra la guerra de Iraq, las mentiras del Gobierno y el mamoneo facha, dijo, de algunos periódicos. Yo le dije que estaba completamente de acuerdo con lo que todos ellos pensaban y con lo que coreaban aquella tarde, pero que no me había gustado mucho el barullo, precisamente aquel día. Me dijo que estaba claro que yo era un tío muy correcto, pero no sonó como una acusación, más bien como una observación comprensiva, como si aquella corrección fuera un achaque de la edad o un tic propio de quienes viven en un buen barrio y tienen un carro guapo.

—Te dejo en la esquina de Hortaleza o de Fuencarral y Gran Vía, ¿te va bien?

—Perfecto. He quedado a papear con un amigo, pero luego nos vemos, ¿no?

—¿Nos vemos?

Me hizo gracia que hubiera decidido por su cuenta y riesgo organizar una cita.

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