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2. Sin cabeza

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web, y Castilla se encargaba siempre de seleccionar, por consenso, a un único candidato a partir de las propuestas de los distintos departamentos. La chica elegida tenía cara de lista, al menos en la foto que nos habían repartido junto con la propuesta de nombramiento, aunque Anselmo la habría mandado corriendo a hacerse una limpieza de cutis y a un cursillo ultrarrápido de maquillaje dinámico y a juego con la primavera supercálida y superexcitante que estábamos padeciendo, lo cual, por cierto, no era en absoluto signo de machismo, porque Anselmo también habría mandado sin pérdida de tiempo a limpiarse el cutis y a aprender a maquillarse con un poquito de sensibilidad a toda la plantilla masculina de Anaheim España, empezando por los pasmarotes almidonados del Comité de Dirección.

En cuanto a la rotación voluntaria, el talón de Aquiles incorregible de Castilla, esta vez los datos resultaban calmantes: apenas el 0,8%. Teniendo en cuenta que, a finales del año anterior, había llegado a ser hasta del 14%, y que entonces todo el Comité se pasaba siglo y medio discutiendo sobre las razones de tantísima deserción y tantísimo desafecto por parte de una plantilla que debería estar bailando continuamente el cancán y pegando chillidos de satisfacción por dejarse exprimir por una empresa puntera y muy humana como Anaheim España, esta vez nadie se encontró con ánimo para revisar los criterios de fidelización y estimulación del personal, entre los que no se encontraban, desde luego —por mucho que Anselmo, al enterarse, entrara en coma—, una semana en algún

spa frecuentado por todo el faranduleo internacional de nivel A, tipo Madonna o Elton John, que son insaciables en cuestiones de relax radical y ornamentación personal y además se odian, o campeonatos internos de juegos de cama —no sábanas ni edredones, precisamente—, con un abono para los tugurios de sexo duro de San Francisco para los chicos, y de Bangkok, con montones de sillones de mimbre como los de

Emmanuelle, para las chicas.

—Y nos queda la solicitud de un empleado del Departamento de Diseño, César Peralba Rendón —dijo Castilla con la aspereza impaciente de quien acaba de atropellar a una vieja y pretende que todo el mundo dé por hecho que no había otro remedio—. Pide reducción de jornada y un préstamo de carácter extraordinario, según lo estipulado en el artículo 20, apartado 6, de nuestro convenio de empresa.

Todo el mundo miró a Blanc.

—¿Francesc? —le preguntó el presidente.

—Sobre lo del préstamo, no tengo ningún criterio —dijo Blanc—. La reducción de jornada nos supondría en el departamento algún trastorno, porque Peralba es un buen profesional y está siempre hasta arriba de trabajo. Pero si tiene derecho, tiene derecho.

—No lo tiene —dijo Castilla.

Mamarracha.

Todos los miembros del Comité estaban hojeando el informe sobre Peralba. Ni el dictamen del asesor jurídico ni el del propio Castilla se referían con claridad a Ignacio, a la relación que César y él mantenían. Decían solo que «las circunstancias personales del solicitante no se corresponden con lo que establece el artículo invocado del convenio». Esos dictámenes los conservo todavía.

—Y si no tiene derecho, ¿por qué lo ha pedido? —preguntó el presidente.

—Él cree que lo tiene —dijo Castilla.

Perra.

—¿Y en qué consiste la discrepancia entre lo que él cree y lo que cree usted, Castilla?

Javier Abad hablaba a todo el mundo de usted, incluso a Patricio. La verdad es que él iba por la vida muy gretagarbo, altiva y misteriosa; solo confundía un poco el bigote. A enigmática, en cualquier caso, no le ganaba nadie. De hecho, yo cada vez estaba menos seguro de que no supiese nada de la solicitud de César, quizás solo estaba merodeando alrededor del tartamudeo mental del director de Recursos Humanos con el único fin de mortificarlo un poco.

—No es solo lo que yo creo, presidente —dijo Castilla—. Nuestro asesor jurídico opina lo mismo.

Lagarta.

—Ya veo. —Javier Abad parecía encantado con el carácter parsimonioso y serpeante de la conversación—. ¿Y qué fue primero, el informe del asesor jurídico o su opinión, Castilla?

—El texto del convenio es muy claro, presidente —dijo Castilla.

Bitch. Lobaburra.

—Bien. ¿A qué se refieren ustedes cuando dicen que las circunstancias personales del solicitante no se corresponden con lo que establece el artículo invocado del convenio?

Lo preguntó sin bajar la mirada, se sabía la frase de memoria. Por regla general, Javier Abad desdeñaba la letra pequeña de las reuniones, como él llamaba a los asuntos de régimen interno, pero era evidente que aquello le había intrigado y estaba dispuesto a distraerse un poco.

—El trabajador pide la reducción de jornada y el crédito para poder ocuparse, por razones de enfermedad grave, de una persona que no es su cónyuge, ni sus padres, ni sus hijos —dijo Castilla.

Buitre.

—Vaya —dijo el presidente, y no se preocupó lo más mínimo por resultar convincente al mostrarse desconcertado—. ¿Y qué es? ¿Su ama de llaves?

A esas alturas, ya nadie se preocupaba, ni siquiera Castilla, por reprimir una sonrisa frivolona. Así reventaran todos igual que piñatas llenas de cochambrería, como habría dicho Chuchi. Ignacio se extraviaba dolorosamente por las oquedades de su memoria, y César ponía toda su vida en juego con el único fin de acompañarle y socorrerle en aquella atroz caminata por ninguna parte, y allí estaban aquellos dos, jugueteando el uno con el otro como peleles desafiándose a hacer virguerías pamplineras frente al hoyo nosécuántos de un campo de golf, a costa de tanta desolación y tanto desamparo.

—Perdone, presidente —dije—. No es para tomárselo a broma. Puedo explicárselo.

—Tranquilo, Carlos —dijo Patricio—. Es Ramón el que tiene que informarnos.

—El director general quiere decir, hijo —Javier Abad no parecía en absoluto molesto por mi intervención—, que debemos respetar todos el territorio de los demás y no meter mano en cosecha ajena. Has querido decirle eso, ¿verdad, Patricio?

¿Por qué tenía que llamarme «hijo» aquel cretino que parecía medio cosido con pespuntes? Si trataba de echarle un poco de confitura a la advertencia de que no me metiera en camisa de once varas, haberme llamado directamente «muñeca», como le habría aconsejado Anselmo.

—Desde luego, presidente. —Patricio intentaba sugerir, con su sonrisa de mofeta traicionera, que penetraba en el humor emboscado y sutil del presidente mejor que nadie—. Pero no todos sabemos decir las cosas con tanto refinamiento.

¿Y por qué no se la chupas también un poco, lameculos de mierda?

—De todas maneras —dijo el presidente—, Castilla me debe una respuesta. ¿Quién es esa persona, Castilla?

—Su compañero —dijo Castilla.

Antigua.

—¿Quiere decir su compañero de piso? ¿Su compañero de mesa? ¿Su compañero de clases nocturnas de inglés o de excursiones domingueras?

Carmen Otero, la directora de Servicios Administrativos, arrugó un poco el entrecejo, sin levantar la vista de los papeles, y de pronto me miró y comprendí que acababa de imaginar la verdad.

—Su compañero sentimental —dijo Castilla.

Rancia.

—Coño —dijo Jesús Fernández—. Maricones infiltrados.

Al director del Departamento Financiero le hizo una gracia tremenda la zafiedad del director de Ventas y se puso a expulsar ventosidades chirriantes por la boca. Aquello no era risa, aquello era que la garganta se le estaba haciendo papilla, con pus y todo, a la gordikova de los mofletes como aguavivas blandurrias.

—No tiene ninguna gracia —dije, procurando mantener la tranquilidad—. Y este sí que es mi territorio, presidente.

—Vale, vale, Carlos, no te pongas así —dijo Patricio—. Solo era una broma, Jesús no lo ha dicho con mala intención. Parece mentira que todavía no le conozcas.

A ti lo que te pasa es que te gustaría que nuestro macizo director de Ventas te pusiera mirando a Salamanca, que Anselmo y yo te tenemos caladísima, directora generala, y si el director de Ventas te saca un ojo con un bolígrafo, seguirás diciendo que es un noble bruto, eso sí, con un rabo que no cabe en el túnel del Canal de la Mancha, ¿verdad, bonita? Anda, mujer, que solo te falta condecorarle la bragueta.

—Es que ya no puede uno estar tranquilo en ninguna parte —dijo la gordikova con el hilito de voz que le había quedado, después de expulsar las cuerdas vocales, convertidas en lombrices del tamaño de un dedo—. El día menos pensado habrá que entrar en Anaheim con el culo pegado a la pared.

—Qué nivel —murmuré.

Pero ¿quién se habría creído que era aquella cerda desvencijada? ¿A quién le podía interesar su culo fofo y maloliente? ¿Por qué eran siempre los fulanos más feos y más repulsivos los que se creían en la obligación de dar la voz de alarma contra los maricones y de suponer a voz en grito que no habrá un solo marica que no se lo quiera beneficiar?

—Pues con la prisa con la que yo voy siempre —dijo Fernández—, sin tiempo ni para rascarme la nariz, así que no te digo para pararme a poner el culo contra la pared, me iban a dejar el pandero como un colador.

El hijo de puta, ¿por qué tenía que estar tan bueno? A él, ni Anselmo ni yo podríamos decirle que nadie le iba a poner la vista y todo lo demás encima. En el cuarto oscuro del Hot, así, de entrada, los

chasers —los cazadores de osos y los devotos de los leñadores— lo iban a dejar para el arrastre. Patricio, que siempre sentaba al director de Ventas a su lado, le dio un golpe la mar de campechano en el hombro. Javier Abad dijo con suavidad cardenalicia:

—Ya basta, no tenemos toda la tarde.

A la madre abadesa no le importaban las cuchufletas grimosas a costa de los maricones, solo le importaba el tiempo.

—Presidente, si me permite… —dijo Ana, la directora de Marketing, en medio de todo un despliegue de coquetería profesional. La madre abadesa la obsequió con su venia y con una sonrisa encantadora, como si estuviéramos en la isla de Lesbos—. Deduzco que la letra del convenio no permite que ese chico se beneficie de la reducción de jornada y del crédito especial solo porque su pareja es otro chico. Una lástima. Bien enfocado el asunto, podríamos quedar como los ángeles ante los medios.

Buitra.

El presidente se quedó pensativo durante unos segundos.

—¿Qué le pasa al compañero sentimental de ese chico, Castilla? —preguntó—. ¿Tiene sida?

Para mi bochorno, eso no iba a reprochárselo. Lo mismo había pensado yo la primera vez. Porque las dos sois, en el fondo, pensé, tal para cual, unas leidiestrechas de cerebro mugriento, como diría Chuchi, unas mastuerzas petardas de piñón fijo, como habría dicho Anselmo.

—No, presidente —dijo Castilla—. Tiene alzheimer.

La palabra pareció aplastarlo todo de golpe. Se quedaron todos tan callados, tan estupefactos, que cualquiera diría que nos habíamos trasladado de repente a otra habitación y que alrededor de la mesa solo quedaban, a punto de desvanecerse, nuestras imágenes pegadas durante unos segundos en el aire.

—¿Ha dicho alzheimer? —preguntó Javier Abad, y era como si estuviese confesando a Castilla con la morbosa delicadeza de un párroco lujurioso. Solo le faltó preguntar: «¿Cuántas veces, hijo?».

Castilla dijo que sí con un movimiento apesadumbrado de cabeza.

—¿Pero qué edad tiene el compañero sentimental de… César Peralba Rendón? —Javier Abad tuvo que consultar en los papeles el nombre del insólito empleado, como si todo lo que se sabía de memoria se le hubiera olvidado de repente a causa de la impresión.

—Más de setenta años —dijo Castilla—. No sé exactamente cuántos más. Más de setenta.

Pajarraca nazi.

—Qué fuerte —dijo Ana. Seguramente se le acababan de fundir todas las ideas sobre una bonita campaña de contenido humano, basada en la imagen de dos chicos guapos y modernitos, y abusando de la generosidad sin discriminaciones de Anaheim para con sus empleados homosexuales.

—Con lo inteligente que es usted, Ana —le dijo Abad—, seguro que ha comprendido la intención de mi pregunta. Contemplando el asunto bajo un prisma publicitario, no sé si estamos preparados para sacarle rentabilidad a un alzheimer.

Se me revolvió el estómago.

—Es usted un lince, presidente —dijo Ana, y sacó los morritos en señal de resignada y coquetísima rendición. La madre abadesa sonreía sin apartar la mirada de la directora de Marketing. De ahí a que las dos terminaran haciendo la tijera había solo un paso. En el gigantesco y elegante despacho del presidente de Anaheim España solo faltaba Ronnie dando instrucciones a aquellas dos pájaras calentorras, como si estuviéramos en la

suite del Winners Circle Lodge de Del Mar.

—El asunto parece claro —dijo Patricio—. La asesoría jurídica nos recomienda atenernos estrictamente a lo que el convenio dice. Seguramente, la situación de este chico y de su… compañero sentimental es muy penosa. Quizás se puede encontrar otro modo de ayudarles. Siempre que no se establezca un precedente peligroso.

Si se la chupases por fin al director de Ventas, a lo mejor solo se te ponía duro el espagueti y se te ablandaba un poco el corazón, mala pécora.

—Se ha cerrado en banda —dijo Castilla—. No quiere otra ayuda.

—Solo quiere lo mismo que se le daría a cualquier otro empleado en las mismas circunstancias —dije, y Patricio me riñó con la mirada por seguir metiendo la hoz en trigal ajeno, según la metáfora refinada que el presidente había usado momentos antes.

—Yo opino —dijo Carmen Otero, la directora de Servicios Administrativos, que jamás decía «yo creo» o «yo pienso» en horas de trabajo— que hay otro factor que conviene considerar.

Se detuvo, como pidiendo autorización para seguir expresando sus opiniones. Hablaba como lo hacía siempre en los Comités de Dirección, manteniendo fija la mirada en algún punto sobre la mesa, un par de cuartas más allá de donde tenía sus papeles.

—Adelante, Carmen —dijo la madre abadesa, con ese plus de cordialidad que se reserva para las hijas más tímidas o desconfiadas.

—Si este Gobierno cumple lo prometido en su programa electoral —dijo—, dentro de unos meses tendremos en este país el matrimonio homosexual. —A pesar de la seriedad casi arisca con la que Carmen estaba hablando, aquella sonrisita de vieja bruja no se borraba de las caras de Patricio y de la gordikova, y solo me reconfortaba un poco la expresión de sincero estupor del director de Ventas, como si jamás se le hubiera pasado por la cabeza que alguna vez tuviera que contribuir con veinte o treinta euros al regalo de boda de un empleado de Anaheim que se casaba con un señor, o de una empleada que se casaba con una señora—. Lo que ahora no encaja en el convenio, encajará perfectamente dentro de nada. En este caso, no se estaría creando un precedente peligroso para situaciones que se volverían a repetir con las mismas coordenadas extrarreglamentarias. Solo estaríamos adelantando un poco lo inevitable, y eso, bien mirado, es una manera de ser justos.

Guapa, le habría dicho Anselmo, un poquito más de pasión, por favor, que por eso no se hernia nadie. El problema de Carmen era su extrema frialdad a la hora de abordar asuntos laborales. Había hecho un planteamiento inteligente, había intentado soslayar los argumentos legalistas contrarios a la solicitud de César, había invocado a la justicia como brújula por la que se debería guiar siempre aquel dichoso Comité de Dirección, pero no era capaz de contagiar un poco de fe en sus convicciones, no sabía o no quería convertir su sensatez en algo ni lejanamente parecido a la solidaridad, como si la solidaridad estuviese fuera de lugar en cualquier empresa, obediente nada más que a la cuenta de resultados. Chuchi habría dicho que la güerita necesitaba un buen yob en la boila, pero no era un problema de calentamiento, no era cosa de foguearle la caldera, era una cuestión de desalmada honestidad profesional.

—Entonces —dijo la madre abadesa—, a lo mejor el empleado no tiene inconveniente en volver a presentar su solicitud dentro de unos meses, cuando la palabra «cónyuge» que figura en el convenio pueda aplicarse también a su… venerable compañero sentimental.

Parecía disfrutar mucho con aquello la grandísima abadesa.

Me puse a dar cabezadas de desesperación, y Patricio me advertía con la mirada que me estuviese calladito.

—Imagino —dijo Carmen, después de mirarme fugazmente— que el chico no puede esperar. Nosotros sí podríamos adelantar un poco el cumplimiento de nuestras obligaciones establecidas en el convenio.

No pude contenerme más. Le pedí a Javier Abad que me permitiese explicar, por favor, la situación de ese muchacho, que no iba a hacerles perder la tarde entera, le dije que aquel chico había gastado todos sus ahorros en pagar a alguien que estuviera con su… —dudé un momento qué palabra emplear— pareja durante sus horas de trabajo, incluidas desde luego las horas extraordinarias que no tenía más remedio que hacer muchas veces, como sabía muy bien Francesc —el director del Departamento de Diseño hizo un gesto afirmativo que quizás significase que estaba poniéndose del lado de César—, y que ya solo contaba con su sueldo, y no quería dejar a su pareja, al hombre al que quiere, coño, en una residencia o en un centro de día, no mientras él pudiera evitarlo, como haría cualquiera de nosotros, como haría cualquiera de vosotros, y cualquiera de vosotros exigiría lo mismo que él está exigiendo, con el mismo derecho que cualquiera, porque él no tiene ninguna culpa de que las cosas sean todavía como son, que quizás no puedan cambiar nunca, dado el deterioro mental de Ignacio —inmediatamente me arrepentí de haber dicho aquello—, aunque a lo mejor sí, a lo mejor puede serlo dentro de unos meses, como ha dicho Carmen, así que Carmen tiene razón, no es un precedente peligroso, será una obligación por convenio dentro de nada, y ni siquiera hacía falta que fueran compasivos —Patricio se puso a hacer aspavientos de protesta, la muy merylestrip, como si yo acabara de acusarle de no tener corazón, lo cual era absolutamente cierto—, ni siquiera tenían que vulnerar sus principios siempre a favor de la estricta legalidad, por favor, aquel chico estaba al límite de sus fuerzas, y si no se le ayudaba podía hacer una locura en cualquier momento.

La abadesa me rogó con un gesto arzobispal que me serenase y me dio a entender que ya había hablado suficiente, por mucha voz que yo tuviera en aquel Comité.

—No hace falta que nos presione con truculencias, Carlos —dijo.

Otro gallo cantaría si alguien te presionara, señora abadesa, con un

butt plug —esos cacharritos de función anal—, con un buen

dildo, con un juego de bolas chinas, con un

oral delight gel, con un látigo de cuero y unas esposas para una buena sesión de

bondage. Eso es lo que su eminencia necesita, un buen

kit para follar duro.

Pedro Díaz-Tous, el director financiero, muy formal de repente, dijo que en su opinión lo recomendable era esperar un poco, someterlo otra vez a la consideración de la asesoría jurídica, buscar algún informe sindical, proponer alternativas, hacer incluso una consulta en Trabajo. Pero, por esperar, hasta que el desastre ya no tuvo remedio, que alguien le endosara un buen

spanking, una buena paliza sabrosota en aquel culo que ya parecía estar buscando sitio para pegarse a la pared, por culpa de tanta espera y tanta indecisión, nuestro director financiero se había quedado como se había quedado, como un globo medio desinflado y medio desteñido, y lo que tenía que hacer era tirarse de cabeza al

hard sex con un par de mastodontes que le hicieran saber de una vez por todas lo que era sufrir, y a ver si así se desparramaba de gusto, en lugar de tener que hacerlo martirizando a un pobre muchacho cuyo único delito era querer a un señor mayor y, encima, enfermo y pobre. Y Ana, la directora de Marketing, que, a pesar del ojo de lince del presidente, seguía dándole vueltas a cómo rentabilizar el alzheimer en una campaña publicitaria, lo que tenía que hacer era agenciarse un cinturón tachonado, unas muñequeras, unas botas de cuero hasta las ingles, unos guantes de cuero hasta los sobacos, un

top de cuerpo con enormes orificios que le dejasen las tetas al aire, una máscara de gas, que siempre queda morbosota en una tía, y un látigo como el de Indiana Jones para emprenderla a zurriagazos con aquella recua de esclavos que se estaban muriendo de ganas de someterse sin rechistar a todos sus caprichos. Así que, mientras ellos debatían conspicuamente, obscenamente, sobre cómo alargar todo lo posible el sufrimiento de César, la agonía de César, yo le dije para mis adentros a Jesús Fernández, el director de Ventas: tú prepárate también a echar el resto, que tienes una pinta de

top que tira de espaldas, eres más activo que Jeff Stryker, y eso que Jeff acabó haciendo el 69, así que todo se andará, pero de momento no vas a tener más remedio que dar buena cuenta de esta patulea de

bottoms que todavía no se han enterado de lo que es un hombre, tú relájate, y ahora que venga Patricio, míralo, en cualquier momento se pone a babearte en la portañuela, en cuanto acabe con la lección que está dando de derecho laboral de andar por casa se coloca a cuatro patas y hala, a bombearlo, chico, tú hazme caso, tú déjate guiar, tú hazte a la idea de que yo soy Tom Montgomery, que hoy hacemos la película ganadora del Oscar del año que viene, eso sí,

hardcore a más no poder, ahora es lo que se lleva, como entonces, como en julio del 74, mira cómo Pandani, tan risueño siempre, venga o no a cuento, no tiene ningún reparo en hacer una tortilla con Blanc, los dos tan pacíficos, tan dulces, tan animados, tan excitados, tan hambrientos, tan insaciables, déjame que voy a acercar bien la cámara, como hacía Ronnie, mientras Ramón Castilla se flagela con un látigo de siete cabezas hasta derramarse viva, amordazada para que no se oigan hasta en Washington sus alaridos de placer, que después de esto se le van a quitar las ganas de machacar al pobre Peralba, en cuanto comprenda que se le saca más gusto a una buena penitencia en plan bricolaje, él se lo guisa y él se lo come, porque la verdad es que con esa cara y con ese cuerpo no lo quiere como esclavo ni el más degenerado o pordiosero de los

masters, ni el amo más casposo, qué peliculón…

Podría haber seguido hasta Año Nuevo de pura furia, para no echarme a llorar.

Javier Abad, presidente de Anaheim España, dio por terminada la discusión. No tenían toda la tarde para salvar a un marica tan raro y al viejales con la cabeza perdida que se había echado de amante.

—Habría sido mucho mejor llegar a un consenso —dijo con su proverbial talante bondadoso y amigo siempre del respeto y la concordia—, pero dado que hay alguna discrepancia, creo que lo mejor es votar. Podemos hacerlo a mano alzada, si no les importa.

No les importaba.

Solo Carmen votó a favor de conceder a César Peralba Rendón lo que solicitaba. La madre abadesa se abstuvo.

—No puedo seguir aquí, lo siento —dije, y me levanté mientras recogía mis papeles.

—Carlos, no puedes hacer eso, no ha terminado la reunión, no… —La voz de Patricio se fue perdiendo conforme yo me alejaba de la mesa de reuniones y salía del despacho del presidente.

No sé por qué fui a encerrarme en el mío. Debería haberme marchado a cualquier parte, solo, donde no pudiera encontrarme Lola, donde no me localizara Mauricio, donde nunca estuviera César preguntándome con la mirada, en silencio, qué había hecho por él. Nada. Contar lo que quizás no debería haber contado. Inútilmente. César lo sabía. No me atrevía a salir. No quería cruzarme con nadie. Me sentía tan mal que lo mejor era no pensar en nadie, en nada. Apoyé la cabeza en las manos. Cerré los ojos. Estaba sudando. Iba a vomitar.

En los servicios de la planta de Presidencia y Dirección estuve mucho tiempo sentado en la taza del retrete, después de devolver todo el almuerzo. Cuando me di cuenta del mal sabor de boca, salí y traté de limpiarme los dientes, las encías, el paladar, la lengua, la garganta. Me refresqué la cara con agua fría. Entonces entró Fernández.

—¿Vas a volver? —preguntó, y se puso a mear en uno de los urinarios de pared que había junto a los lavabos.

Yo no dije nada.

—Aún no hemos terminado. Pero llega un momento en que ya no puedo aguantar.

Parecía estar disculpándose con aquella manera cordial y despreocupada de hablar. Meaba con ganas.

—También lo siento por ese chico, de verdad —dijo—. Pero la ley es la ley.

No podía esperar que me pusiera allí a discutirlo con él.

—No sé si te ha molestado algo de lo que he dicho. Lo siento. De verdad que yo paso de esas cosas. Yo respeto a todo el mundo. Conozco a algunos gays —lo pronunció a la española, «gais»— y no pasa nada. Y además a ti no se te nota en absoluto. Fenómeno.

Seguramente, en el Comité de Dirección, después de que yo me fuera, habían estado hablando de mí. Le miré y vi, de refilón, que había dejado de mear, pero no acababa de guardarse el instrumental y parecía dispuesto a aguantar así todo lo que hiciera falta para demostrarme que yo, por ser «gai», no le ponía nervioso. Allí estaba él, con todo a la vista, tan tranquilo.

—Alguna vez hasta me ha entrado curiosidad, no creas —dijo.

¿Por qué tenía el hijo de puta que estar tan bueno?

—Ten cuidado con la curiosidad —le dije—, no vayas a resfriarte.

Él me miró y sonrió. Luego se miró el instrumental, que, bien visto, no era nada desdeñable, y se lo jaleó un poco.

—Cuando meo a gusto se pone contento —dijo.

Yo me acordé de Ronnie en los servicios de la cabaña donde servían zumos gigantescos y multicolores. Me acordé de aquel servidor de la ley, aquel policía de carretera, aquel cucaracho, como decía Chuchi, que restregaba como sin darse cuenta su bragueta medio inflada contra mi codo, en medio de Rodeo Drive, bajo aquel sol de California que a mí me parecía interminable.

—No voy a volver —dije.

—¿Nunca? —parecía alarmado.

—A lo mejor eso ya no depende de mí.

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