California

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2. Sin cabeza

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Le hice una señal de despedida, le eché una ojeada al instrumental, que desde luego era más que notable, y me encaminé a la puerta de los servicios. Antes de salir, me volví y le dije:

—Por cierto: he visto miles mejores que eso.

Y es que ponerse pasionaria a veces es muy cabrón, como diría Anselmo. Porque qué más quisiera yo que haber siquiera visto miles mejores.

Dije que me limitaría a llamar a Fernando, aquel escritor amigo mío que parecía el ideólogo oficioso de la facción gay más radical, para pedirle que pusiera en contacto al director de la revista con la abogada de Peralba. Me lo pidió Lola. Todo aquello resultaba un poco confuso, porque la abogada era, en efecto, una de las colaboradoras del colectivo al que Lola pertenecía, pero daba la impresión de que había un especial interés en que eso no se supiera, al menos de entrada, quizás por algún enquistado conflicto entre el colectivo y la publicación.

Mario, el director de la revista, llamó inmediatamente a casa, a pesar de que yo le había rogado a Fernando que no me mencionase, y Álex descolgó el teléfono, preguntó quién era y me lo pasó. Habría preferido mantener la conversación en privado, pero tampoco quería que Álex me lo reprochara. Él fue el que decidió salir de la habitación y solo volvió después de comprobar que ya había colgado.

—¿Qué quiere ese ahora? ¿Tiene ya un buen elenco de consejeros delegados, presidentes de consejos de administración y ejecutivos de primer nivel para sacarlos en portada, incluso con sus respectivos novios? ¿O sigue teniéndote solo a ti e insiste en que salgas tú sólito, o mejor los dos, tú y yo, y a ser posible yo chupándotela?

—Álex, no seas injusto. —Me molestaba tener que discutir con él por aquello, me molestaba que terminara enterándose de todo lo que ocurría, ni siquiera le había hablado aún de los problemas que había tenido en Anaheim, y que podían agravarse sin remedio después de lo que se avecinaba—. Esa revista lo está haciendo muy bien. Y no te preocupes, parece que se han olvidado, de momento, de la gran empresa y las altas finanzas.

—¿De veras? ¿Qué quieren entonces? ¿Cariño? ¿Consejo? ¿Más publicidad?

Decidí contarle, sin aclararle hasta qué punto me había implicado yo, cómo había evolucionado el «caso Peralba» y qué tenía que ver la revista en todo aquello.

La abogada de César había tomado dos decisiones: ir a juicio y dar a conocer el caso en los medios de comunicación. Según me dijo Mauricio, César estaba de acuerdo con lo primero y se negaba en redondo a lo segundo. Le aterrorizaba la idea de poner a la vista de todos aquel amor, aquella penuria, aquella desdicha. Gracia, la abogada de César, me pidió que hablara con él para convencerlo, pero yo no tuve coraje para encontrarme con el chico cara a cara, y además no estaba en absoluto seguro de que fuera tan buena idea como ella pensaba convocar a la prensa para calentar, dijo, la opinión pública de cara al juicio. Le prometí, sin embargo, que podía contar conmigo como testigo. Eso a Álex no se lo dije, pero cuando, unos días después de la aparición simultánea de los reportajes sobre el «caso Peralba» en la revista y en la prensa, me preguntó, de improviso, cómo iba aquel asunto, ya no había nada que hacer. El juicio se celebraría pronto y yo declararía que me parecía justa la solicitud de César, y daría mi opinión sobre la actitud de los directivos de la empresa ante las demandas del empleado y sobre el hecho de que se tratara de un caso de pareja homosexual, pero le advertí a Gracia que no respondería a sus preguntas si con ello rompía mi compromiso de confidencialidad sobre lo tratado en el Comité de Dirección, tal y como figuraba en mi contrato. Suponía que Feliciano Casagrande —feísimo, el cabrón—, uno de los asesores legales de Anaheim, especializado en conflictos laborales, sería quien la defendiera contra la reclamación de Peralba, y me imaginaba a Ramón Castilla a su lado, sin parar de cuchichear con él durante mi declaración, tartamudeando de pies a cabeza, seguramente para insistirle en hasta qué punto estaba siendo yo desleal con la empresa.

No sabía qué argumentos había utilizado Gracia para convencer por fin a Peralba, o si la situación había llegado ya a límites tan insufribles que cualquier escrúpulo por su parte podía parecerle abandonar un poco más sus deberes con Ignacio. No había vuelto a hablar con Lola, entre otras razones porque ella tampoco lo había intentado. Pero Mauricio había entrado un día en mi despacho y me había dicho que César aceptaba por fin todo lo que la abogada le proponía. En aquel momento pensé: a lo mejor vamos a abusar de ese pobre hombre, a fin de cuentas está incapacitado y César, según la estricta legalidad, no es nadie para decidir por él. Mauricio me confirmó que César estaba, de verdad, desesperado, por mucho que se negara a admitirlo ante nadie, y, en su opinión —el pobre parecía incapaz de librarse de un absurdo complejo de culpa que llevaba martirizándole desde que el Comité de Dirección había rechazado la solicitud de Peralba y de no hacer apenas nada, porque Castilla se lo había prohibido expresamente, desde las páginas de la revista de Recursos Humanos—, ahora lo único que hacía era huir hacia delante como la única manera de aplazar la locura definitiva. También había sido idea de Gracia el canalizar la difusión del caso a través de la revista de Mario, porque la idea de convocar una rueda de prensa o de interesar a un grupo de periodistas, uno por uno, no garantizaba resultados interesantes. Desde la revista, Mario conseguiría una vez más que la prensa diaria se hiciera eco de sus exclusivas apasionadas y provocadoras. Y Mario me llamó porque, como le expliqué a Álex, quería unas declaraciones mías para completar el reportaje.

—Definitivamente, has perdido la cabeza —me dijo Álex—. Estoy por creer que no te das cuenta de lo que te estás jugando.

—Llega un momento en que o te la juegas, o eres un mamarracho.

—Un poco tarde, ¿no? A tu edad ya deberías jugarte lo justo, Carlos.

—No me la jugué cuando tenía tu edad.

Álex hizo uno de sus típicos gestos de hastío.

—Gracias, hombre. —Siempre estaba atento a cualquier insinuación que sonara a reproche—. Debí adivinar hace tiempo que no soy tu tipo. Se ve que te gustan los chicos atrevidos.

—No seas pesado, por favor —me quejé.

Álex sabía cómo hacer para que me sintiera ruin.

—Vaya: pusilánime y pesado. Un mirlo blanco.

Estábamos en el cuarto de estar y él se puso a hacer

zap-ping con el único propósito de desbaratar la conversación.

—Sabes perfectamente lo que quiero decir. En realidad, lo que tú estás haciendo, tu trabajo, tus aspiraciones, esta discusión que tienes ahora conmigo, no es sino apostar por algo en lo que crees. En el fondo, Álex, los dos hacemos lo mismo. A lo mejor yo puedo parecerte uno de esos carcamales que deciden de pronto liarse la manta a la cabeza y dejar a la mujer y a los hijos y enredarse con una aventurera o con una lagarta, y vivir la vida hasta que se encuentran de pronto baldados y sin un duro. Pero eso…

—Eso lo entendería mejor —me interrumpió.

—Pero eso —continué— solo puede hacerlo un carcamal. Ya ves. Eso no se puede hacer más que cuando ya tienes un buen trabajo, un buen sueldo, una relación sentimental estable, una vida hecha, realmente algo que perder. Un chico joven hará sus locuras, se divertirá todo lo que pueda, despreciará oportunidades, pero, en el fondo, perder, lo que se dice perder, por lo general pierde muy poco. Pasa el tiempo, sienta cabeza, y ya difícilmente se juega lo que tiene.

—Es lo sensato —me dijo Álex—, aunque de pronto parece que odias la sensatez. Y además todo el mundo tiene derecho a cambiar, ¿no?

Me acordé en ese momento de Luisito Soler.

—Claro que sí. También yo. Y la mayoría, por lo visto, cambia en una dirección, y unos cuantos cambiamos en otra. Eso es todo.

—La mayoría tiene la cabeza en su sitio.

Y el corazón, pensé, bien organizado. Al menos, Luisito Soler perdió unos meses de libertad, pasó unos meses en la cárcel. Y el pobre se quedó esperando que le mandase los dólares desde California. No sería yo quien ahora le reprochase haber cambiado tanto.

—El problema de quienes están dispuestos a jugárselo todo es que nunca piensan en los demás —dijo Álex, y dejó la televisión en un programa idiota de famosos encerrados en una cárcel de mentira, y se levantó para quitarse de en medio—. Tú, desde luego, no piensas en mí, y ni siquiera piensas en ese pobre viejo al que van a llevar de un sitio para otro, con todas sus miserias al aire. Vais a abusar de él. Solo piensas en que tienes que jugártela o eres basura.

Quizás tuviera razón. No intenté seguir a Álex, preguntarle dónde iba, si le esperaba para comer o para cenar. Quité el sonido de la televisión y solo dejé aquellas imágenes absurdas que, ahora, mudas, parecían aún más grotescas. César Peralba y su historia tan amarga, tan emocionante, tan admirable, tan seductora en cierto modo, habían aparecido de pronto en mi vida y yo había decidido que merecía la pena jugársela por él. Era un desvarío un poco ridículo, a mi edad. La pantalla de la televisión estaba llena de hombres y mujeres jóvenes, con una pinta inconfundible de gente bien situada en la vida, a pesar del aspecto premeditadamente descuidado que lucían algunos, y resultaba ridícula su aparatosa tenacidad para salir de aquellas mazmorras de atrezo en las que los guionistas del disparatado

reality show los habían encerrado, su ferocidad de guardarropía, su astucia banal, su coraje barato y peliculero. Algún día, pensé, algún genio de la televisión inventará un concurso desaprensivo que trasladará a los concursantes a la España de los cuarenta, de los cincuenta, de los sesenta o de los setenta, y cuya prueba máxima sea matar a Franco antes de que muera en la cama. Seguro que alguno de los concursantes, bien caracterizado, se parecerá a Luisito Soler, y alguna de las chicas será idéntica a Mati Figueroa. Y quizás a mediados de siglo alguien invente un concurso en el que los participantes sean, disputándose un premio millonario, ejecutivos y ejecutivas honrados o ambiciosos, sindicalistas peleones, abogadas tenaces, directores de revistas combativas, escritores solidarios, periodistas comprometidos y compañeros de viaje cuyo reto consistirá en conseguir la ayuda más justa para una pareja homosexual insólita y en situación límite. Una reconstrucción histórica tan curiosa como la de la dictadura de Franco. Porque quizás, al cabo de algún tiempo, todos divinamente casados a los acordes de

A quién le importa y con montones de niños encantadores, a los colectivos de gays y lesbianas ya no se les ocurrirán más cosas, pero siempre habrá algo por lo que merecerá la pena pelear, arriesgarse, perder, sobrevivir, resignarse, consolarse, acomodarse, rendirse, engañarse, aunque todo el mundo vaya poco a poco sentando cabeza. Bien mirado, sin sonido, aquellos botarates del programa de televisión lo mismo podían estar intentando escapar de un penal que buscando un tesoro en un inmenso laberinto abandonado, que tratando de sobrevivir en medio de una hecatombe atómica, de una catástrofe ecológica o tras un incendio en un gigantesco centro comercial. También a mí me habría dado lo mismo. Yo había cambiado. Tenía derecho. Por falta de motivos para perder la cabeza no sería. Algún día, alguien podría recordarlo en algún desvergonzado programa de televisión.

Era sábado y Álex pasó el resto del día fuera. Le oí entrar en casa cuando yo ya estaba acostado. Aquella noche no me sentí con ánimo suficiente para buscarle en su dormitorio y recordarle que no podría dormir si acabábamos el día enfadados, ni se me ocurrió nada que pudiera regalarle al día siguiente, o el lunes, cuando abrieran las tiendas.

El martes fue la reunión con Mario. Me había pedido que nos viéramos para hablar del reportaje sobre César e Ignacio y explicarme lo que quería de mí. Tenía que ser pronto, porque habían decidido cambiar la portada de la revista para poner la foto que por fin César había consentido que les hicieran y darles a ellos las páginas principales, y el número tenía que estar en los quioscos al cabo de doce días. Mario se presentó a la cita, en aquel bar de sillones de mimbre que me recordaba al Manila Lodge de Santa Bárbara, con aquel joven redactor al que yo ya conocía y que también esta vez daba la impresión de encontrarse agotado después de a saber qué ocupaciones y a saber qué horas. Mario no logró convencerme de que escribiera algo, sobre todo porque Fernando les había dado un texto feroz que, me dijo, levantaría ampollas en Anaheim, en especial si conseguían, como era su intención, que los periódicos reprodujeran algunos párrafos. Me aseguró que habían hecho un enorme esfuerzo no solo económico y técnico, sino también de imagen, porque estaban convencidos de que el caso lo merecía. La revista apostaba por plantar cara y revolver las aguas bajo un envoltorio de lujo y con montones de chicos guapos y de publicidad de productos caros fuera del alcance no solo de cualquier heterosexual rancio o, sencillamente, con un trabajo y un sueldo corrientes, sino de cientos de homosexuales que no tenían oportunidad o dinero o valor o gusto, o no estaban por la labor de no pensar en otra cosa que no fuera ir siempre divinos y divertirse sin interrupción. La fórmula era arriesgada e ideológicamente discutible —de ahí, al parecer, los conflictos con el colectivo al que pertenecía Lola—, pero habían conseguido hacerse oír en cuestiones importantes y convertirse en un punto ineludible de referencia frente a cualquier polémica, denuncia o conquista relacionada con el colectivo homosexual. Ganaban dinero y esperaban no dar un traspiés económico con aquel número en cuya portada habían sustituido a un modelo descomunal en taparrabos, con el que anunciaban un informe sobre la vigorexia, por la fotografía por completo desprovista de

glamour de César e Ignacio. No habría servido de nada plantearle mis dudas sobre la conveniencia de todo aquello, mis escrúpulos por el desamparo absoluto de Ignacio. Solo acepté responder a algunas preguntas —el joven redactor llevaba a punto una grabadora— que darían como apoyo en un recuadro, y no consideré en ningún momento de la entrevista que estuviera diciendo nada ofensivo contra Anaheim.

La revista tuvo que retrasar su aparición unos días porque las gestiones con los periódicos resultaron menos sencillas que en otras ocasiones —cuando aparecieron en portadas vistosos actores, locutores, militares de alta graduación, guardias civiles, políticos, bailarines, escritores, curas y hasta un joven millonario—, aunque todos los diarios importantes de información general aceptaron por fin hacerse eco del contundente reportaje, sin duda excitados por la singularidad de la pareja que formaban César e Ignacio, y reprodujeron la fotografía de portada.

La foto era perturbadora. Ignacio estaba sentado en un butacón tapizado con esa cretona un poco chirriante que imita la tapicería de los salones de las viejas casas burguesas, y tenía la expresión desvalida y brumosamente risueña, delicadamente anhelante de los enfermos mentales que parecen suplicar, de un modo muy candoroso e inofensivo, ayuda para recordar quiénes son, dónde están, qué deben hacer, qué esperan, quién les mira, qué ocurre. Su aspecto era muy pulcro, muy aseado, vestido con una bata celeste que dejaba ver el cuello y los puños blancos e impecables de la camisa de un pijama blanco. Muy delgado y con el rostro cubierto de arrugas, y de ojos claros enturbiados por la edad y el desconcierto, a Ignacio era fácil calcularle más de ochenta años, aunque también podía adivinarse que había sido un hombre guapo y de agradable elegancia natural. A su lado, sentado en uno de los brazos del butacón, abrazándole por los hombros y mirándole con un afecto casi incongruente por tanta sinceridad como desprendía su actitud, Peralba daba la impresión de estar empeñado en convencerse de que aquella impudicia merecía la pena. En la mayoría de los periódicos, el pie de foto era tan simple, tan descarnado —

César Peralba (izquierda) y su compañero sentimental, Ignacio Hernández—, que provocaba más desazón que estupor, desagrado, admiración o piedad.

Como todos los días, me había levantado temprano y había bajado a comprar la prensa. Mientras desayunábamos, Álex miró la fotografía de refilón y dijo que no quería ver aquello en casa.

—Es obsceno. Han abusado de ese pobre hombre. Te lo advertí.

Ningún periódico reproducía párrafos del texto de Fernando, pero sí algunas de mis declaraciones. Álex no quiso leer nada. Salió para el trabajo, indignado, a la hora habitual, y yo decidí no ir a Anaheim. El teléfono de casa y mi móvil estuvieron toda la mañana sonando, pero no contesté. En el buzón de voz y en el contestador automático fueron dejando mensajes urgentes periodistas de todos los diarios y todas las agencias, redactores de programas de radio y televisión, Mauricio, Lola, la abogada de César, Fernando, Mario, aquel amigo de Fernando que era asesor del secretario general de Los Verdes Activos, y algunos amigos entusiasmados o preocupados. Poco después de las doce del mediodía llamó Maite, la secretaria de Patricio, para decirme que el presidente me esperaba en su despacho a la una y media.

Demandé a Anaheim España por ruptura de contrato. En cierto sentido, era como demandar al estado de California por publicidad engañosa y fraude. Ellos argumentaron deslealtad, ruptura de la confidencialidad sobre lo tratado en los Comités de Dirección e incumplimiento de obligaciones, esto último por supuestas faltas de compensación del horario de trabajo acordado y por el abandono de la reunión en la que se había debatido la solicitud de Peralba. Todo ello les eximía, dijeron, de pagarme la indemnización establecida en la cláusula de blindaje y, además, les facultaba para reclamarme, en una demanda simultánea, que les indemnizara por igual cuantía, trescientos mil euros, por daños y perjuicios. Fernando me buscó un meticuloso abogado, amigo suyo, que me advirtió que los juicios como aquel podían retrasarse, como mínimo, entre seis y doce meses.

Gracia, la abogada de Peralba, decidió que yo no declarase en el juicio en el que se vio su demanda. A causa de mi pleito contra Anaheim, mi testimonio podía ahora perjudicarles. Quizás tampoco hubiera servido de nada. El juez, por interpretación estricta de la letra del convenio de empresa, rechazó la reclamación de César, aunque recomendó al demandante acogerse a los beneficios estipulados en el punto 7 del artículo 20, en virtud del cual, por causa plenamente justificada, se le podría conceder un anticipo de hasta tres mil euros, a empezar a devolver en la nómina del mes siguiente. Me llamó Mauricio para darme la mala noticia. La sentencia era recurrible, pero, aunque Gracia planteó enseguida el recurso, César se quedó sin tiempo. Acabó aceptando la oferta de la Concejalía de Asuntos Sociales del Ayuntamiento, muy afectada y estimulada por el eco que había encontrado el caso en los medios, y consintió el ingreso de Ignacio en un buen centro de día, durante su horario laboral. De noche, dispondría de muchas horas para cometer cualquier locura.

A Álex le dije que no volvería a Anaheim cuando regresó a casa a la hora de la cena, el mismo día en que el «caso Peralba» salió en los periódicos y en que Javier Abad, acompañado por Feliciano Casagrande y por Patricio, me comunicó que mi contrato quedaba automáticamente cancelado. Le dije a Álex, intentando que sonara a broma, que ahora deberíamos hacer cuentas antes de comprar el rotweiller que quería para su cumpleaños, sobre todo por lo que tenían que comer aquellos bichos, y de comprometer el viaje a Sudáfrica que habíamos planeado para las vacaciones, pero él me aseguró que hacía mucho que se había olvidado de todo eso. No parecía ni alarmado ni resentido.

Mauricio me llamó alguna vez para proponerme que nos viéramos, pero yo siempre encontré excusas tan forzadas que pronto lo dejó por imposible. A Fernando lo veía algunas tardes en su casa, salía de vez en cuando con él al cine o a cenar en algún restaurante de Chueca, y entonces, entre tanta animación y tanta musculatura suelta, me acordaba de Ignacio y César, de Enrique Miera y Celso, de Isabel M. y Carmen B., todos ellos tan lejos de allí; solo me consolaba pensar que tal vez ninguno de los chicos y chicas que reían y se besaban en la plaza padecería nunca lo que habían padecido ellos. Un amigo de Fernando, aquel argentino que no paraba de dirigir películas inexistentes, con quien yo había hecho tantas risas locas a costa de La Gran Ynka, a la que él a-do-ra-ba, me dijo un día en Wilder’s que había visto en Internet, en la página de una mitómana desequilibrada, la espeluznante noticia de que Ynka Pumar había sido vista por las calles de Los Ángeles convertida en una

bag lady, arrastrando uno de esos carritos de supermercado lleno de bolsas con todas sus pertenencias, y durmiendo en las plazas del

downtown. Aquella mitómana limeña, pese a ser teniente de policía, o precisamente por ello, además de estar trastornada, era una pelotuda

destroyer, me dijo.

Un día, ya bien entrado junio, me llamó Rubén, el chico bajito, cachitas e incansablemente activo que se cortaba el pelo a trasquilones, que era incapaz de moverse si no era al trote y que hablaba de cosas inesperadas con hombres maduros. Me dijo, muy contento, que ya tenía la propuesta para que alguien patrocinara el campeonato de voley playa del barrio. Le pregunté si Mauricio no le había contado que yo había dejado de trabajar en Anaheim, y él me dijo que sí, que lo sabía todo, que lo sentía muchísimo, que había que tener cojones para hacer lo que había hecho, pero que seguro que seguía teniendo muchos contactos, muchos conocimientos, pájaros bien situados que podían echarles una mano. Me resistí poco a su entusiasmo y a su confianza en mis dotes de relaciones públicas y de zascandil bien conectado. Quedamos en que se pasaría por casa dos días después, cuando saliera del trabajo, a eso de las siete de la tarde.

Llegó muy chuequero, como habría dicho Anselmo: camiseta blanca sin mangas y ceñida, yins de cintura baja, un cinto nada estrepitoso, pero inconfundible, de Calvin Klein, y botas deportivas, de color rojo vivo, de una nueva marca americana. Traía una carpeta azul de gomas, los trasquilones chorreando gomina y una sonrisa animosa y traviesa.

—Perdona el retraso —dijo, y me besó en las comisuras de los labios—, pero el jefe estaba hoy con la regla.

Se quedó parado en medio del recibidor, mirándome de arriba abajo.

—Pasa —le dije—, estás en tu casa.

—Se me había olvidado lo bueno que estás —dijo—. Lástima que tengas ese novio que llama siempre en el momento más inoportuno.

En aquel mismo instante empezó a sonar el móvil en la

coffee table —como decía Álex desde que volvió de hacer el

master en Yale— del salón y nos echamos a reír. Pero no era Alex. Era Fernando para invitarme a su casa a ver

Bowling for Colombine, el documental de Michael Moore sobre el trasiego de armas en Estados Unidos que había ganado el Oscar y que los dos nos habíamos perdido cuando lo proyectaron en una sala de Madrid. Le dije a Fernando que tenía la noche comprometida, y Rubén puso una cara muy golfa de felicidad. Fernando me preguntó en un tono de preocupación muy exagerado si había tirado la toalla, que el documental era una bomba política, que un fracaso no significaba la derrota final, y que aún quedaban muchas, muchas, muchas causas importantes por las que seguir perdiendo la cabeza: por ejemplo, la libertad de Janet Jackson para enseñar una teta sin que la condenaran a la silla eléctrica, o la ridícula pretensión de Madonna de que todo el mundo empezara a llamarle Esther. Yo le dije que no se preocupara por eso, que Juana de Arco no entregaba las pestañas al enemigo así como así, pero que ahora las causas nobles me las traían a casa, como las

pizzas. Rubén hizo un gesto cómico de decepción señalando la carpeta con gomas. Luego, cuando me senté a su lado en el sofá, me dijo:

—Me encanta verte soltar plumas, eso quiere decir que te estás recuperando. Mauricio me dijo que andabas chungo.

—No es muy agradable lo que ha pasado, Rubén. Ni lo que le ha pasado a ese chico, ni lo que me ha pasado a mí, ni lo que le ha pasado a Victoria Beckham, parece que su nuevo disco no ha tenido nada, nada de éxito.

Rubén se dejó caer sobre los cojines, riéndose. Parecía un leoncillo pidiendo que le hiciera cosquillas en la barriga para jugar un rato.

—Cuando sueltas una pluma te pones muy gracioso —dijo—. No te pega nada.

La carpeta con gomas había quedado sobre uno de sus muslos y tenía todas las papeletas para que la mandara a hacer gárgaras.

—¿Qué quieres tomar?

—Un redbull.

En casa no había redbull. Quedaban un par de latas de cocacola

light desde hacía un siglo. Yo solo tomaba un refresco de té sin gas, y a Alex de pronto le había dado por beber exclusivamente agua de Perrier.

—Una coca está bien —dijo Rubén—. O mejor, uno de esos brebajes que tomas tú.

—No sé si te va a gustar.

—Seguro que sí. Me encanta aprender cosas de los hombres con experiencia.

Aquel descaro tan inocentón le aniñaba mucho. Menos mal que todo lo demás correspondía a una reciente y pujante mayoría de edad. Me quedé de pie, mirándole, antes de ir a la cocina.

—A mí también se me había olvidado un poco lo bueno que estás —le dije.

—Por eso me he puesto así, ¿qué te crees? Hay que hacerle un poquito de propaganda al género.

Se incorporó riéndose y empezó a abrir la carpeta. Cuando volví con las dos latas y dos vasos con hielo, ya tenía los papeles esparcidos por la

coffee table y la presentación, como habrían dicho en Anaheim, preparada regular:

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