California

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2. Sin cabeza

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—Mira —me dijo—, el campeonato será de tres días, o de dos días y medio, para ser exactos. Empezará el viernes a las cinco de la tarde y terminará el domingo a medianoche. Bueno, la gente se podrá ir a dormir todos los días, claro, así que no serán dos días y medio completos, pero tú me entiendes. Se podrán inscribir un máximo de treinta parejas, yo creo que no habrá problemas, lo malo sería que al principio se apuntasen los aficionadillos y los buenos esperasen hasta el final, y que haya más de treinta, claro, habría que estudiar algo para arreglar eso. Las parejas podrán ser de tíos, de tías o mixtas, pero todos tendrán que jugar contra los que les toque, si no sería un jaleo, ¿verdad? No sé, eso habrá que pensarlo un poco. La cancha sale gratis, ya sabes, el patio del centro cultural, los de la Junta de Distrito son fachillas, pero se enrollan. Han dicho que a ver qué pasa con la factura de la luz, teniendo en cuenta que muchos encuentros habrá que jugarlos de noche, pero seguro que al final también se enrollan. Lo de los premios está medio arreglado con las aportaciones de los comercios y los bares del barrio. Claro que todo el mundo quiere que algún premio lleve su nombre, así que, no sé, a lo mejor los tres premios tienen que llamarse un montón de cosas. Habrá que pensarlo, ¿no? ¿A ti qué te parece?

Siguió un buen rato contándome montones de cosas que habría que pensar, pidiéndome mi opinión sin esperar nunca a que se la diese, encontrando dificultades bastante engorrosas sobre la marcha. Seguramente, lo que decía no se parecía mucho a lo que estaba escrito y dibujado en aquellos papeles, y el presupuesto, desde luego, también habría que volver a pensarlo un poco.

—Lo más caro de la movida es la arena —dijo.

—Ya. La arena. —Me acordé de las playas de California.

—Claro. Hay que cubrir todo el patio, y con bastante altura. El presupuesto que nos han dado es de doce mil euros. Una pasta.

Preferí hacer un gesto tranquilizador. Rubén me puso la mano en la rodilla y empezó a acariciármela.

—¿Qué te parece?

Miré su mano.

—Muy agradable.

—Vale. —Retiró la mano de golpe y puso cara de malo de película—. Cada cosa a su tiempo.

Me eché a reír.

—Cualquiera diría que has hecho un cursillo en Guantánamo —le dije—. Sabes apretar las clavijas. Está bien. Me parece caro. La arena, digo. Pero no pierdes nada por hablar con Anaheim, aunque yo ya no esté allí.

Me puso otra vez la mano en la rodilla. Sonrió.

—Ya lo he hecho —dijo.

Empezó a subir la mano por mi muslo, despacio, suavemente.

—Gracias —le dije.

—Perdona, hombre. Mauricio me dijo que podía intentarlo, que hablase con una tal Ana Sangil. Lo siento.

—No te preocupes, Rubén. Me parece bien, de verdad. Ana Sangil es vuestra mujer en Anaheim. —Bajé la voz—. Yo lo que te agradezco es lo cariñosa que tienes otra vez esa mano.

Esta vez no la retiró, pero la devolvió a la rodilla. Yo le puse cara de pena.

—Es que a veces no me hago con ella, no sé cómo se las apaña —dijo él, y parecía de pronto una madre quejándose de lo trasto que le había salido la niña.

Subió un momento esa mano y le dio un manotazo con la otra. Luego la devolvió a mi rodilla.

—Hala —le dijo a la mano—. Quietecita.

Yo me quedé mirando la mano, pero, visto que no se movía, dediqué todo mi interés al proyecto del campeonato de voley playa. Carraspeé.

—Volviendo a lo nuestro —dije, muy profesional—, el proyecto del campeonato puede ser interesante para Anaheim. Ana Sangil es la directora del Departamento de Marketing y le encantan las ideas originales. ¿Y qué son doce mil euros para una compañía como esa? Incluso estoy seguro de que os ayudarán a pensar un poco mejor lo que todavía no está lo suficientemente bien pensado.

La mano de Rubén volvía a subir por mi muslo, como un cachorrillo en busca de calor. Me acordé de la mano de Ronnie.

—Te has rebotado —dijo Rubén—. De verdad que yo pensaba consultarte el proyecto de todos modos y pedirte consejo.

Su mano era como el ronroneo de una cría de orangután, juguetona, cada vez más atrevida, cálida, lista.

—¿Te han dicho algo? A lo mejor tiene que esperar al próximo Comité de Dirección. Aunque Ana Sangil tiene competencia suficiente para decidir en cosas de ese tipo, con ese presupuesto.

La mano de Rubén era lo más parecido a lo que yo siempre había imaginado que tenía que ser un boca a boca que te salvara la vida.

—La tal Ana me llamó un día y me dijo que no le queda hueco en su presupuesto y que, además, un proyecto así no acaba de encajar en la filosofía de la empresa. Pero que están abiertos a cualquier otra propuesta, más adelante.

Aquella mano era como el agua tibia de una bañera que va cubriéndole a uno poco a poco hasta dejarlo adormilado y feliz. Cada vez más golosa. Me parecía escuchar, pegada a mi oído, la voz susurrante y ardiente de Ronnie.

—Y entonces pensaste —le dije a Rubén—: a ver si ese fanfarroncillo de Carlos aún tiene mano en algún sitio, por probar no se pierde nada.

—Estás muy equivocado —dijo él—. Es verdad que de pronto pensé en el fanfarroncillo de Carlos, pero me dije: si no recuerdo mal, ese tío estaba muy bueno. Voy a llamarle y quedo con él, con el rollo del voley playa.

La mano de Rubén era cada vez más avariciosa, más impaciente, más mandona. De pronto llegó a la puritica intendencia, como habría dicho Chuchi.

—Para —le dije, y le aguanté la mano—. Por favor.

—¿Por qué?

—Ya sabes por qué.

Rubén se puso a mirar para todas partes.

—¿Qué buscas?

—Tu móvil. ¿Dónde está?

—Aquí.

Con la mano libre, saqué el móvil de debajo de uno de los papeles esparcidos por la mesa baja que había delante del sofá.

—Apágalo —dijo Rubén.

—¿Para qué?

—Por si se le ocurre llamar a ese novio que tienes, entre trago y trago de agua de Perrier.

—Está bien. Pero estate quieto.

Desconecté el móvil y Rubén aprovechó la maniobra para no estarse quieto, porque yo utilicé las dos manos sin ninguna necesidad. No le dije que Álex también podría llamar al teléfono fijo.

Rubén se puso de rodillas y empezó a desabrocharme el cinturón.

—Estate quieto, por favor.

No quería que se estuviese quieto, pero tampoco quería que continuase. Tampoco quería ser brusco con él.

—Un novio que bebe agua de Perrier sin parar —dijo Rubén— no puede valer un pimiento en la cama. Ni en el sofá.

Se lanzó a ser bueno con la intendencia.

—No, por favor —le pedí—. Por favor.

—No seas tonto —protestó Rubén—. Aprende de Clinton: dijo que dejar que te la mamen no es una infidelidad.

Me eché a reír. Era el respiro que necesitaba para no dejarle de verdad continuar. Le cogí a Rubén la cabeza con las dos manos y le besé en la frente y le pedí que me perdonara y le di las gracias otra vez. Me levanté y me volví de espaldas para que no viera cómo me había puesto la intendencia. Miré la hora. Ya era muy tarde.

—Álex puede llegar en cualquier momento —dije.

—Si lo que no quieres es que te pille, lo comprendo —dijo Rubén mientras se levantaba y recogía sus papeles—. Un novio que se pone ciego de Perrier tiene que ser tremendo, una mala bestia cuando descubre que le están poniendo los cuernos. Perdona, el pobre chico no me ha hecho nada. Podemos ir a casa de un amigo mío que me deja su cuarto, a cambio de que le consienta mirar un poco por el ojo de la cerradura. Es broma. Vive por Chueca.

—No es por eso —le dije—. No se trata de que me pille o no me pille. Es que no quiero engañar a Álex. No lo he hecho nunca. Eso es todo.

Rubén sonrió. No estaba enfadado.

—Qué raro eres, colega —dijo.

—Anda, vamos a tomar algo.

Fuimos a una terraza que había en la esquina de la calle. Estuvimos hablando del trabajo de Rubén, de las ilusiones de Rubén, de los amigos maduros de Rubén. De vez en cuando, me ponía la mano en la rodilla. Estaba bien sentirse deseado. Nos reímos imaginando a Ana Sangil valorando el proyecto de videojuego homosexual de Lola, lleno de futbolistas que se liaban a practicar todo el Kamasutra entre ellos después de marcar un gol, y sopesando si encajaba o no en la filosofía de la empresa. Rubén dijo que nunca terminarían ese proyecto, y que si lo hacían y lo presentaban a Anaheim, yo no estaría allí para echarles una mano. Otra causa perdida, otro fracaso. Cuando nos dimos cuenta ya habían pasado dos horas y acompañé a Rubén a coger un taxi para ir al apartamento de su amigo, por Chueca. Los dos nos prometimos que volveríamos a vernos.

Al llegar a casa, encontré un mensaje de Álex en el contestador automático. Decía que me había llamado al móvil pero que estaba desconectado o sin cobertura. También me decía que se le habían complicado mucho las cosas en el trabajo y que seguramente volvería tardísimo. Que no le esperara.

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