California

California


3. Sex shop en Hollywood Boulevard

Página 22 de 23

3

.

Sex shop

e

n

H

o

l

l

y

w

o

o

d

B

o

u

l

e

v

a

r

d

Ayer volví a Hollywood Boulevard.

Cuando aterrizamos en el aeropuerto de Los Ángeles, después de un larguísimo viaje con una inesperada e interminable escala técnica en algún lugar del estado de Nueva York, hacía un día inconfundiblemente californiano. Le pedí al rubio y guapo taxista que me llevó a Hollywood que dejase las ventanas abiertas, y la luz y el aire cálido y aromático entraban en el toyota Corolla como una muchedumbre de gente guapa, joven, sana, perfumada y semidesnuda. La autopista de Santa Mónica, con un tráfico denso y muy lento, era una gran serpiente perezosa y multicolor que parecía ir mudando la piel muy despacio. No me importó que el trayecto hasta el hotel durase más de una hora, ni que con el precio de la carrera hubiese podido invitar a cenar a todos mis parientes hasta tercer grado en un típico restaurante del viejo Madrid, y eso que ahora Madrid no es precisamente el lugar más barato del mundo. Algunos chicos conducían con el torso desnudo sus descapotables abarrotados de música y bronceadores, y camioneros musculosos y tatuados y con desafiantes gafas oscuras hurgaban con la mirada, desde las cabinas de sus gigantescos vehículos plateados, en el interior de los coches en los que buceaban por la radiante lentitud ejecutivos impacientes, muchachas muy bellas y animosas, señoras alegremente restauradas, troqueros mexicanos en sus laboriosas furgonetas llenas de herramientas para rejuvenecer, cada día, las yardas y los jardines de las casas de todos los suburbios residenciales de la ciudad. Cuando le dije a Fernando, aquel amigo mío escritor, que me iba a pasar unos días a Los Angeles, ahora que no tenía que someter mis vacaciones a los siempre un poco desorbitados y demasiado pintorescos caprichos de Álex, él me preguntó que qué demonios se me había perdido a mí en California, con lo insoportables que se habían puesto los americanos con el control de pasajeros y la seguridad nacional. Yo le dije: «California es un estado de ánimo».

Conforme nos acercábamos a Western Avenue, el tránsito se fue volviendo más nervioso y menos idílico, pero el sol conseguía que brillasen por todas partes, como aves del paraíso, no solo los enormes concesionarios de coches de lujo, las tiendas de mobiliario de vanguardia y exquisitos objetos de decoración, las elegantísimas clínicas de estética humana y veterinaria, los arrogantes y acristalados edificios de oficinas y los descomunales anuncios de tabacaleras y condominios en Carmel y Puerto Vallarta, sino también las gaseterías con surtidores de segunda mano, la Teodoro Grocery con sodas frías y productos tropicales, la tienda de cuchifritos que vendía

B.B.Q. chicken y mofongo al pilón y admitía órdenes para afuera, el Bancko Trading que anunciaba

ladies handbags y carteras y

kid toys y forros plásticos y

games y hornos de cristal y

silver e interiores para carros y

accessories, y la carpetería con alfombras de piel auténtica y de piel sintética, y el

meat market La Lechonera. Luego, por las esquinas de Orlando Avenue y Kings Road, de La Jolla Avenue y Gardner Street, de Ogden Drive y Vista Street iban apareciendo hermosos patinadores con cascos que llevaban antenas como crestas de abubillas,

homeless parsimoniosos, lederonas de contundentes bigotes y músculos inflados,

bag ladies renqueantes, aparatosos policías en sus vehículos merodeadores, chicanitos con apañadas cajas de herramientas, vistosos negros con plateados baúles de música al hombro, y acelerados profesionales de uno y otro sexo y de todas las razas con espléndidos portafolios y coquetos computadores portátiles y el celular pegado a la oreja.

Mi hotel está cerca de la corna, como diría Chuchi, de Van Ness y Franklin. Es un hotel pequeño, pero de construcción reciente y habitaciones cómodas y perfectamente equipadas. Hay un recepcionista venezolano con pinta de haber sido Mister Caracas hace un par de años, y un montón de señoritas muy risueñas y agradables que se turnan sin parar al cargo de las invariablemente pequeñas y coquetísimas dependencias del establecimiento, todas repletas de los últimos avances de la oficina virtual, la cafetería, la sala de ocio, la

kids room, la

seniors room, la peluquería, el gimnasio y el saloncito de lectura, con toda la prensa nacional y, solo dos fechas atrasada, la prensa internacional de información económica. No reciben ningún periódico español. En la televisión del cuarto, en el noticiario de la NBC, el corresponsal en Madrid dio la noticia de la aprobación por parte del Gobierno del proyecto de ley para la legalización del matrimonio homosexual, y la ilustraba con imágenes de la plaza de Chueca abarrotada de gays, lesbianas, bisexuales, transexuales y heterosexuales, según precisó el periodista, que lo celebraban por todo lo alto. A lo mejor César, pensé, conseguía cuidar a Ignacio como él quería durante el resto de su vida. No había vuelto a saber nada de ellos.

Estaba muy cansado, con ese

jet lag que yo siempre sufro mucho más cuando llego a América que cuando vuelvo a España, al contrario de lo que le ocurre por lo visto a todo el mundo, y me acosté después de pedir al

room service un sándwich de jamón ahumado con queso fundido y un vaso de leche caliente. El camarero resultó ser un sureño que debió de ser Mister Texas el año anterior. Dormí más de cuatro horas y me desperté sudoroso y sediento. Me asomé a la ventana de la habitación y vi que el cielo se había nublado y chispeaba. Antes, en California, nunca llovía.

Aún era temprano, apenas las cuatro de la tarde, hora local. Tenía previsto alquilar un coche y dar una vuelta por North Hollywood y pasar por delante del 11209 de Camarillo Street, visitar las tumbas de Peter y George en el Memorial Park del Valle de San Fernando, ir una mañana de compras por Rodeo Drive, asistir a algún concierto o a algún partido de fútbol americano en el Hollywood Bowl. También pensaba vagabundear día y noche por West Hollywood, donde se concentra ahora toda la vida gay, hacer una escapada a las playas de Venice y Santa Mónica, quizás bajar hasta Del Mar, pero todo eso lo haré los próximos días, la semana que viene, y no me gustaría hacerlo solo. Ayer por la tarde estaba aún aturdido por el viaje, a pesar de la siesta, y quería dar un paseo por Hollywood Boulevard.

Sigue tal como lo recordaba. El edificio de Capitol Records, el Teatro Chino, la esquina de Selma donde a aquellas horas ya había chicos indolentes y afónicos a la espera de unos dólares a cambio de un rato de compañía. Ya el verano del 74, Peter y George y Nick David y Armando Hern y, desde luego,

miss Ynka Pumar decían que Hollywood Boulevard ya no era ni sombra de lo que fue. A mí me volvió a parecer maravilloso y emocionante. Grupos de turistas japoneses, músicos callejeros de repertorio monótono y por lo general irreconocible, vendedores de planos con las mansiones de las estrellas, mendigos que quizás guardaban todavía en su memoria los sueños de su juventud. El cielo se había puesto amarillento, como si se filtrara el brillo de una montaña de oro que crecía al otro lado de las nubes. Una limusina de color azul marino y con los cristales tintados avanzaba ceremoniosamente, tal vez con una antigua y misteriosa estrella del cine o de la canción bebiendo champán helado en su interior, camino del Hotel Bonaventura. Un par de chicas muy altas, muy rubias, muy bellas, muy bien arregladas, caminaban con prisa, como si se sintieran perseguidas por la vulgaridad. Busqué en el suelo del Paseo de la Fama la estrella de Marlon Brando, que había muerto, ya irreconocible, a principios de verano. Recordé aquella fotografía que nos había enseñado Fred, el de la funeraria, a Peter y a mí, en la que Brando aparecía desnudo hasta el pubis, asomado a una ventana junto a su amigo Wally Cox, un cómico rubiales con cara de niño y gafitas también infantiles, también desnudo. La foto —que había servido para que corriera la voz de que los dos actores, amigos desde el colegio, mantenían un romance cuando llegaron a Hollywood desde Omaha, Nebraska— estaba muy desgastada y borrosa, como si la hubieran reproducido miles de veces, de forma que, en caso de estar trucada, no había modo de distinguirlo. Vi estrellas recientes, todavía impecables, con nombres grabados que no me sonaban de nada. Me crucé con una

bag lady y me fijé en ella con más insistencia de la conveniente, con la perturbadora esperanza de reconocer, como me había dicho el incontinente e indemostrable director de cine argentino, la cara puntiaguda, los labios caídos por las comisuras en un rictus desaprensivo, las manos pequeñas y regordetas como pelotas de tenis de La Gran Ynka. En el número 6315 seguía abierto el

sex shop al que Chuchi me llevó para que viera a Tom Montgomery.

Entré. Pagué cinco dólares para tener acceso a las cabinas de proyección que seguían a la izquierda del local, protegidas ahora por paneles de metacrilato semitransparente de color naranja que dejaban entrever las siluetas de los que deambulaban por los pasillos que había entre los cuchitriles. El enorme espacio en el que apenas quedaba sitio libre para circular entre los mostradores y las estanterías y vitrinas que exhibían las revistas, los vídeos, los deuvedés, los juguetes eróticos y los productos afrodisíacos me pareció muy cambiado. Los ventiladores de aspas que colgaban del techo apenas conseguían aliviar el calor pegajoso e impregnado de un huidizo olor a desinfectante. En la sección

straight había clientes masculinos de lo más variado, desde señores con traje formal y gafas de vista cansada en la punta de la nariz hasta muchachos con aspecto de militares de permiso y muy circunspectos, tipos de mediana edad que daban la impresión de buscar allí refugio contra un largo y aburrido desempleo, y dos mujeres solas, maduras, parsimoniosas, tal vez cajeras de algún supermercado cercano, que se entretenían durante un rato libre. En la sección gay, ya casi tan amplia y surtida como la otra, apenas había media docena de personas, todos hombres y todos mayores y anodinos, excepto un muchacho moreno, de pelo muy corto, barba de tres días, cuerpo bien formado, pero sin exageraciones de gimnasio, fibroso por el ejercicio natural, como el de los atletas de triatlón, y mirada inquieta y algo desconcertada.

Había toda una estantería con viejos ejemplares de revistas de culto al cuerpo de la primera mitad del siglo pasado, algunos de ellos verdaderos incunables del género, desde números amarillentos de

Physical Pictorial, Adonis y otros encantadores magazines de culturistas y demás

beefcakes hasta ejemplares de las primeras revistas abiertamente gays y abiertamente pornográficas, ya clásicas y con algunos modelos todavía reconocibles. No encontré ningún número de

Blush. ¿Qué habría sido de Tom Montgomery? ¿Qué habría sido de Ronnie? Quizás alguna vez yo estuve por allí, en alguno de aquellos mostradores de novedades, en la portada de

Blush, enseñando alegremente el rascacielos. Habría sido emocionante encontrarme cara a cara con el vivalavirgen facilón y fantasioso que yo era en California en el verano del 74, los dos con el rascacielos al aire.

El chico de los ojos inquietos pasó por mi lado y me rozó el brazo con el suyo.

Le seguí. Se detuvo a ojear las cubiertas enfundadas en plástico de los calendarios de

Colt. A su lado, mostrando el mismo falso interés que él por un moreno descomunal, muy velludo, y de soñadores y sin duda retocados y aclarados ojos verdes, dejé caer una mano y le rocé el exterior del muslo. Él presionó un poco. Yo giré la mano y pellizqué la tela de su pantalón mientras frotaba los dedos suavemente contra su pierna. No parecía tener vello. Él se desplazó unos pasos hacia la derecha, de modo que los dos podíamos quedar tapados de cintura para abajo a los ojos del encargado y de los clientes. Se volvió un poco y quedó de medio lado, como si estuviera deseando comprar el mismo ejemplar de

Him al que yo había decidido dedicarle unas dosis mínimas de mi atención. Extendí el brazo y mi muñeca tropezó con su bragueta hinchada como el zafacón de un maharajá, como habría dicho Chuchi. ¿Qué habrá sido de él? Podía sentir la respiración estrujada por el miedo del muchacho moreno y con barba de tres días, su mirada atrancada de pronto en la aparatosa entrepierna del bigotudo algo pasadito de años de la portada de

Him. Traté de conseguir que me mirase para indicarle que podíamos irnos a las cabinas, donde estaríamos mucho más tranquilos, porque para eso estaban. Él daba ahora la impresión de estar paralizado. Mi mano buscó la cremallera de su pantalón. Y, en el momento en que empezaba a bajársela, el encargado dijo a voces, mirando hacia donde estábamos, algo que no entendí. Todo el mundo volvió la cabeza y el chico se separó de mí a trompicones, y entonces me di cuenta de que en la pared había uno de esos espejos redondos que antes ponían en los cruces de las calles para aviso de conductores.

Salí detrás del chico sin hacer caso a lo que me dijo el encargado del

sex shop, seguramente algo grosero o amenazador. El chico estaba unos metros más arriba, mirando el escaparate de una tienda de extraños productos naturales para la salud. Está bien sentir que a uno le esperan.

Le saludé en inglés.

Él me saludó también en inglés, pero sin mirarme de frente y en voz tan baja que casi no le oí.

Le dije en inglés que se había puesto una tarde muy bonita. Él dijo, en inglés, que sí, que muy bonita. Tenía acento. Quizás británico.

Era verdad que el tiempo había cambiado otra vez, una brisa húmeda y afilada había limpiado el cielo de nubes y lo había llenado de rojos fugitivos y dorados ondulantes. Ya brillaban todas las luces de Hollywood Boulevard. Los coches llevaban los faros encendidos y en los escaparates con los focos hábilmente graduados hervía esa vida artificial y seductora en la que tantas veces necesitamos creer. Las luces se pegaban fugazmente a los transeúntes, y en esos segundos todos parecían teñidos de felicidad.

Le dije al chico, en inglés, que podíamos ir a cenar algo, en algún restaurante agradable, mi hotel estaba cerca y seguro que nos indicaban alguno, yo le invitaba.

El chico sonrió, estuvo un momento buscando las palabras, y luego dijo algo que no entendí.

Le pregunté, en inglés, cómo se llamaba. Él me dijo:

—John.

Tenía un acento clamoroso.

Me aventuré y le dije, en castellano:

—Juan. En mi idioma, Juan.

Se quedó perplejo.

—¿Eres español?

—Sí. De Madrid. ¿Y tú?

—Yo también, claro. Bueno, de Bilbao.

Nos reímos.

Nos fuimos a tomar un refresco en un café casi blanco de lo fuerte que eran las luces de neón. Le pregunté al chico:

—¿Y qué haces por aquí, Juan?

—Bueno —dijo—, no me llamo Juan. Me llamo Jon. Pero aquí, cuando me preguntan, digo que John. Con hache. Para que me entiendan.

Lo pronunció inmejorablemente: Jon.

Luego me explicó, siempre con frases cortas y apretadas, que, en realidad, había venido a Estados Unidos a una concentración en la Universidad de Alburquerque, Nuevo México, con un grupo de abolicionistas europeos. Me dio un montón de datos sobrecogedores sobre el número de ajusticiados cada día en todo el mundo, el número de asesinados legalmente al año en Estados Unidos, el número de presos que esperan la ejecución en los corredores de la muerte, el número de errores fatales y ya irremediables cometidos por jueces o jurados. Me acordé de los Kendall y del asesino confeso de sus adorables hijos, Greg Farrell. El chico me dijo que me mandaría información, seguro que me interesaba. A pesar de lo escuetas que eran sus frases, el chico resultaba tan convincente, tan responsable, tan apasionado que por un momento me lo imaginé encerrado por agitador peligroso en algún penal de Texas, que no sé por qué me imaginé que serían los peores. Ojalá algún amigo le mandase entonces, urgentemente, un giro para pagar la fianza.

—¿En California hay pena de muerte? —le pregunté.

—Creo que sí. Bueno, no sé. Pero si estás en Estados Unidos no puedes dejar de venir a California, ¿no? Es como estar en España y no ir a Bilbao.

Como no pude reprimir un gesto de duda, añadió:

—Para ver el Guggenheim, ¿no?

O para comer, le dije. Ya era hora de cenar y volví a repetirle la invitación. Me dijo que antes le gustaría ducharse.

—Mi hotel está a diez minutos andando. Vamos.

No tenía vello en las piernas. Ni en el pecho. Tenía un cuerpo precioso y no podía creer que estuviera besando aquella cara tan dulce, con una barba de tres días. Me preguntó si podía quedarse a dormir allí aquella noche. Podía, por supuesto. Y todas las noches que quisiera. A lo mejor podíamos volver juntos a España. Bueno, él podía ir a Bilbao y, luego, venirse a Madrid. Quiso saber si yo, en Madrid, vivía solo, si no tenía pareja. Le dije que había estado con Álex seis años, pero que se acabó. Me preguntó si no había nadie en mi vida. No le hablé de Rubén porque, aunque nos habíamos visto algunas veces y yo le había hecho caso de sobra a Clinton y a su teoría sobre la fidelidad conyugal, por más que ya no viniese a cuento, no era un chico al que le gustara quedarse en casa de vez en cuando, después de cenar, viendo televisión.

—¿Y tú tienes novia? —le pregunté a Jon.

—Sí. Bueno, una chica. Ya sabes.

—Pero a ti te gustan los chicos, ¿no?

—No. —Vio que me quedaba un poco desconcertado—. Quiero decir que no me gustan los chicos jóvenes. Me gustan los hombres mayores.

Tocado. Pero feliz. Era maravilloso besar aquellos labios que pinchaban un poco por culpa de la barba. La habitación estaba a oscuras, pero la luz del televisor resbalaba por el cuerpo desnudo de Jon como si estuviera duchándose con un bálsamo plateado. En el noticiario de un canal local, después de las últimas noticias sobre las campañas de Bush y Kerry, estaban advirtiendo del peligro de apagones eléctricos en California durante los próximos días. Jon empezó a desabrocharme la camisa. Los ojos le brillaban como si estuviera iluminado por dentro.

Antes, en California, la luz no se iba nunca.

Ir a la siguiente página

Report Page