California

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1. Sin corazón

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ketchup emberrenchinado hasta el satanismo, como dijo Chuchi el día en que las probó, con tres o cuatro cucharadas de picante mexicano. En California, el comistrajo tenía siempre un éxito sensacional.

—¡Las famosas papas bravas de Peter! —exclamó Peter desde el porche de la cocina, y luego se puso a circular entre los invitados con su cargamento de dinamita para el paladar.

Durante el día, el calor de medio pelo se había dejado amaestrar en los saloncitos de los honestos hogares de funcionarios, oficinistas, maestros, mecánicos, doctores, enfermeras y actores de reparto del condado de Los Angeles como un abultado animal doméstico, acurrucado junto a las butacas y bajo las camas, dentro de los armarios, en los cajones de la cubertería y del escritorio, mientras los ruidosos aparatos del aire acondicionado imponían en las habitaciones un frescor modesto y desigual, como si la temperatura estuviese resquebrajada. Pero, al atardecer, a todo el mundo le daba por decir que refrescaba y abrían puertas y ventanas de par en par y salían a su yardas o a sus bálconis y organizaban barbacoas cuyo tufillo grasiento y especiado se agarraba al aire de la noche con la firmeza de un enorme murciélago sediento. Aquel sábado, Nick y Linda David habían invitado a la casa a todos sus amigos a un

movieparty, a una fiesta con película, porque el Canal 40 emitía a las doce de la noche

Luna de Sinaloa.

La cita era temprano, a las ocho, para que los invitados pudieran cenar con tranquilidad, y Linda se había esmerado en preparar un

buffet exuberante y muy étnico, lleno de ensaladas y platillos típicos de la cocina latina interpretada a su modo por aquella gringa cincuentona, rubia, alta, pálida, huesuda y melancólica que de joven había sido bailarina en Las Vegas, antes de emigrar a Hollywood en busca de un éxito que nunca pasó de trabajar como figurante en dos películas playeras de Sandra Dee y en un musical de inspiración carioca, con una imitadora de Carmen Miranda y un jovencísimo George Nader, que nunca se estrenó. En ese rodaje conoció a Nick, y en julio del 74 estaban a punto de cumplir veinte años de casados. No habían tenido hijos, y Nick había comenzado hacía poco una historia con una colega de la escuela, de origen nicaragüense —como Bianca Jagger, decía él a quienes estaban en el secreto—, a la que llevaba treinta años y que se habría quedado sufriendo, en la soledad de su apartamento de Van Nuys, las consecuencias de su amor clandestino, su ausencia de aquella fiesta en la que su amado iba a revivir sus días de gloria.

—Elenita tendría que haber venido contigo, hombre —me dijo Nick en un aparte, con aquel tono fogoso que siempre empleaba cuando hablaba en castellano, para dejar claro que él era un macho de sangre caliente.

Pero Elenita, que era una muchacha sensata y dulce y con un gran sentido dramático de la vida, había terminado por decir que no, que ella sabía perfectamente cuál era aún su lugar, y que además no podría resistirlo, no iba a tener coraje para estarse calmadita viendo cómo su Nick le hacía a su señora el papelón de amante esposo delante de todo el mundo.

La idea había sido de Peter. Elenita va de pareja tuya, me dijo, los dos combináis bien y, además, podéis hablar tranquilamente en español y así no te aburres, y seguro que Linda no se da cuenta de nada. Y yo le dije, en broma, que aquel trabajito le costaría doscientos dólares a él o a Nick, o a Elenita, si es que era ella de verdad la interesada, porque hacer el paripé con una chica toda la santa noche era más engorroso y menos entretenido que acompañar a La Gran Ynka a un concierto de Sinatra. El bueno de George se lo tomó todo muy a mal, dijo que él no se metía en los problemas sentimentales de nadie, pero que Linda merecía un respeto y que, si Nick no tenía coraje para resolver por sí mismo sus desarreglos conyugales, a nosotros debería darnos vergüenza ponérselo fácil a costa de su pobre mujer. Menos mal que al final fue Elenita —una chica menuda y vivaracha, de gran melena negra ensortijada y ojos húmedos que ponían un fondo de desgarro melodramático a su continua exhibición de vitalidad— la que nos lo puso fácil a todos y renunció a compartir el esplendor nocturno de su amado. Luego, La Gran Ynka llamó para anunciar que tampoco ella podría asistir a la fiesta.

—Ynka no viene, lo siento —le dijo Peter a Nick, cuando llegamos a la casa y Nick no pudo evitar un gesto de decepción al vernos aparecer sin la gritona mortaja ambulante, como la llamaba Chuchi cuando no tenía un interés excesivo en ofenderla.

George llegó con La Fabulosa Fabiana, y Peter y yo hacíamos una pareja muy familiar, porque Peter le decía a todo el mundo que yo era hijo de una prima suya de Caracas.

—No importa —dijo Nick en aquel castellano ardiente y lleno de teatral energía con el que daba a entender que era un hombre con empuje ante las dificultades—. Van a venir César Romero, Ricardo Montalbán y Charito Baeza. La bruja de Ynka se lo pierde.

—Claro, mi amor. —La Fabulosa Fabiana tenía la costumbre de besar a las mujeres en la mejilla y a los hombres en los labios—. Seguro que se ha enterado de la tremenda constelación de estrellas que se iba a encontrar aquí y ha calculado que no iba a salir bien de la competencia.

Pero César Romero no apareció, ni Ricardo Montalbán, ni Charito Baeza, aunque ella al menos tuvo la gentileza de mandar un gigantesco ramo de flores que ocupó enseguida el lugar de honor en la gran mesa que se había montado para el

buffet, junto a una enorme fotografía de un plano medio de Nick David en el papel de Antonio en

Luna de Sinaloa: chaquetilla corta y camisa abierta sobre un pecho muy bronceado y depilado, pelo peinado hacia atrás y planchado con brillantina, bigotito recortado, sonrisa seductora, mirada volcánica.

De los invitados —exceptuados Peter, George y La Fabulosa Fabiana— yo solo conocía a Huguito de la Cuesta, el director de

Panorama, a su fotógrafo Mendoza, que actuó desde el primer momento como el gran reportero gráfico de las celebridades, y a Armando Hern, que enseguida me aseguró que en dos semanas podía tenerme algo medio conseguido, que con aquel cuerpo de remero y aquella cara con tanta personalidad podía terminar haciendo carrera en Hollywood, que era una lástima que no hablara bien el inglés. Yo entonces le hice una broma que me traía preparada desde Madrid y que a Peter le hacía mucha gracia. Le dije, con mi acento despatarrado, como decía Chuchi,

I don’t speak English very well, but I fuck very rich, o sea que yo no hablaba inglés muy bien pero follaba muy rico, y él se lo tomó tan al pie de la letra que me estrujó contra la pared y me empotró el muslo entre las piernas y me dijo al oído, con mucho aliento emborronándole las palabras, que eso ya lo había adivinado la primera vez que me vio. Estábamos en la escalera, porque yo subía en busca del baño y él bajaba sin duda de aliviarse la vejiga, o de retocarse el bronceado cosmético, y nos cruzamos en el descansillo, y yo no me puse nada estreñido ni nada exigente, yo me puse en las antípodas de santa María Goretti, todo facilidades, así que cuando quise darme cuenta tenía la lengua del descubridor de tarzanes metida hasta las amígdalas, y sus dedos habían descorrido la cremallera de mi bragueta con el virtuosismo de un neurocirujano, y su mano era un fugitivo hambriento en el interior de una supermarqueta, quería agarrarlo todo, estrujarlo todo, sacarlo todo, quedarse con todo. Comérselo todo, me dijo con el resuello borboteando, eso era lo que quería.

Cuando Armando Hern se puso de rodillas, yo entré en pánico, como decía Peter, porque cualquiera podía pasar por allí en cualquier momento, se oía al fondo el rumor de las conversaciones y las risas en torno a la piscina de agua coloreada y paquidermo fucsia, los grititos elogiando aquella bravura española que desollaba el paladar, un bolero atribulado de Nat King Cole, pero el peligro me inyectaba electricidad en todo el cuerpo, y sobre todo en algunas partes del cuerpo, así que Armando Hern tuvo la oportunidad de comprobar que la dureza no estaba reñida con el ritmo, y que el sabor no es solo una reacción química, que el sabor puede tener mucho de fantasía sentimental, que el gusto no solo nos viene de las glándulas, también del corazón y de la memoria.

—Qué rico —susurró Armando, y a mí me pareció que estaba a punto de echarse a llorar por la emoción, como si acabara de reunirse con su anciana madre después de un larguísimo y complicado viaje alrededor del mundo.

Yo pretendía acariciarle la cabeza, acurrucársela entre mis manos, hundir mis dedos cariñosos en su pelo, más que nada como muestra de gratitud por su conmovedora devoción, pero tardé dos minutos en darme cuenta de que aquella alambicada mata de pelo negrísimo se movía, se desplazaba, se ladeaba, se quejaba incluso como un animalito maltratado, así que el bueno de Armando Hern perdió de golpe la concentración y la emotividad y el sentido del gusto, y las dos manos se le dispararon al peluquín y tuvo que desocuparse la boca para suplicarme que fuese queirful, y yo, desconsiderado como es difícil no serlo cuando uno tiene veinticinco años, me desparramé a chorros y entre tiritonas y quejidos medio sofocados precisamente en ese instante, y a Armando se le puso una mirada tristísima, no solo por el desperdicio, sino porque le dejé perdida su chaqueta de tela de gabardina, en la que las manchas parecían jeroglíficas pinturas rupestres.

—No te vayas —me suplicó.

—Tengo que lavarme —le dije, porque la preocupación por ser descubierto en situación comprometida ya no tenía nada de afrodisíaca.

—Yo voy a tener que ir a cambiarme a la casa. —El pobre no debía de encontrarle ningún encanto a aparecer ante los invitados de Nick como una especie de cueva de Altamira mucho peor conservada que la de verdad.

—Echate cocacola —le aconsejé.

—¿Tú crees? —No parecía muy convencido de que la cocacola pudiese arreglar el desaguisado—. ¿No será peor?

—Para la chaqueta, por supuesto. Pero no tendrás que mentir cuando te pregunten por las manchas.

Me siguió hasta el cuarto de baño.

—Espera, por favor. A lo mejor podemos vernos en mi oficina algún día de esta semana.

—¿Y dónde está tu oficina?

—En Olvera.

—¿Y por dónde cae eso? —Yo sabía perfectamente dónde estaba Olvera Street.

—Puritico dauntaun.

Chicanería pobretona, me dijo Chuchi una vez que pasamos por allí en su coche.

Agarré con decisión el pomo de la puerta del cuarto de baño y me coloqué en plan Tarzán, decidido a defender con todos mis músculos de remero del norte la entrada de la cueva del tesoro de los indígenas.

—Eso está lejísimos —dije—. A ver cómo llego yo hasta allí.

—Quedamos en algún sitio cerca de donde Peter, y yo te recojo.

—Eso nunca sale bien. Siempre hay alguien que lo ve y le falta tiempo para ir por ahí con el chisme.

El pobre hombre parecía tan apurado que cualquiera diría que estaba a punto de perder un vuelo.

—Puede llevarte alguien. Chuchi, a lo mejor.

Me acordé de lo que me había dicho Chuchi, medio en broma, alguna vez, cuando había ido a recogerme en su toyota.

—Chuchi dice que va a empezar a cobrarme por el servicio de taxi.

—Está bien, no hay problema —dijo él, y sacó la cartera del bolsillo trasero del pantalón, y rebuscó unos segundos en su interior, y luego me dio una tarjeta de visita y un billete de cincuenta dólares—. Ahí está el número de mi buró, y el dinero se lo negocias a Chuchi.

Me quedé mirando el billete de cincuenta pavos, sin decir nada, y me di cuenta de que no había como tener dólares en la mano, por pocos que fuesen, para sentirse bien en California. Antes de que levantara la vista, Armando me obligó a coger otro billete de cincuenta.

—Esto es todo para ti.

Por supuesto, me ruboricé y le di las gracias con aquella sonrisa de dientes descabalados que, según todo el mundo, resultaba tan encantadora. Después me encerré en el cuarto de baño y estuve por lo menos veinte minutos lavándome con esmero de quirófano los restos de la devoción de Armando y enjuagándome la boca, hasta casi desollármela por dentro como si estuviese dándome un atracón de las famosas papas bravas de Peter, con el Listerine que encontré entre los cachivaches, potingues y bebedizos de aseo personal de Nick y Linda Martínez.

Cuando volví a la fiesta, todo el mundo estaba ya acomodándose para ver

Luna de Sinaloa. Habían sacado al porche la televisión y todas las sillas de la casa, pero muchos de los invitados preferían sentarse en el césped, o en el borde de la piscina, con un espíritu juvenil que en absoluto hacía juego con el sobrepeso y las arrugas y las dificultades para mantener una postura airosa tirados por el suelo, pero que les permitía sonreír y desplegar gestos de alegre coquetería como si estuvieran otra vez en los mejores años de su vida. Todos estaban muy excitados por aquella especie de ceremonia espiritista que iba a resucitar en la pantalla de la televisión a uno de ellos en sus días mejores, lo que significaba que todos iban a resucitar un poco con él, que iban a recuperar durante hora y media la hermosura y la energía y los sueños de otros tiempos, el esplendor de aquella California en la que fueron jóvenes.

Había una pareja desigual hasta lo conmovedor en su aspecto físico y en el modo en el que se comportaban el uno con el otro, porque mientras ella, deformada por los kilos y por una especie de pijama en el que se habían dado cita todos los colores de la selva tropical, se mantenía beatíficamente desparramada en medio del césped —como si los empleados de una empresa de mudanzas, agobiados por las prisas, la hubieran soltado en cualquier sitio y de cualquier manera— y daba la impresión de sentirse resignadamente sola en el mundo, él, muy menudito y vestido con algo muy similar al uniforme de los encargados de los urinarios públicos de Hollywood Park —aunque con los bordes del cuello, de los puños y de los bolsillos ribeteados con un cordón brillante—, no paraba de moverse alrededor de su mujer como un colibrí, la acariciaba todo el tiempo como si nunca estuviera seguro de haber acertado en su punto más sensible y agradecido, se entretenía constantemente en la papada de ella, con la misma generosidad y paciencia con las que George acariciaba detrás de las orejas a

Zsa-Zsa, la dálmata frígida y caprichosa que Peter había traído a casa un buen día, tras rescatarla de una perrera municipal. El efecto era idéntico: ni la buena señora ni la dálmata daban la menor muestra de estar disfrutando con las caricias, y no se inmutaban cuando sus acariciadores se daban por vencidos e intentaban algún otro cosquilleo, igualmente ineficaz.

La oronda señora y su persistente esposo se llamaban Clara y Angelo y habían sido bailarines acrobáticos en las mejores salas de fiesta de toda América Latina, hasta recalar, a mediados de la década de los cincuenta, en el Bataclán de Tijuana, donde un cazador de talentos decidió que a lo mejor no era mala idea descubrirlos y se los llevó a Hollywood y les consiguió un contrato con la Paramount, que los puso, como número de

cabaret, en decenas de películas de ambiente exótico en las que los protagonistas siempre lucían en alguna secuencia irrelevante sus habilidades con los ritmos latinos. Una vez retirados, ella se había inflado y él se había consumido, y ahora ella trabajaba como limpiadora en el hospital Cedros del Sinaí, y él tenía una tiendita de cuchifritos, mofongo al pilón y jugos tropicales que le llevaba, según sus propios augurios, pero en contra de todos los indicios, a la decadencia.

Para el

movie party de Nick, Clara y Angelo habían intentado vestirse como en sus mejores noches de acrobacias y lentejuelas. Como todos.

Como Marlene Arana, una costarricense negra como el tizón que una vez rodó con Victor Mature un momentito subido de tono, en un bar como de mala muerte, todo abarrotado de humo y de comportamientos así medio viciosos, pero en el que ella era una lucecita en el drama bien atormentado que estaba viviendo el pobre Mature, una secuencita corta pero de mucho impacto y para la que la eligieron porque, para un chictuchic tan sentimental con un galanazo de primera, hacía falta una trigueña bien representativa y bien bonita. Ella lo explicaba con mucha gracia, recreándose en lo de trigueña, sin parar de manosearse la sombra de ojos de color esmeralda que se había aplicado con fervorosa desfachatez.

Al cabo de treinta años, Marlene seguía igual de trigueña e igual de representativa, y, bajo los kilómetros de maquillaje que no lograban disimular ni una sola arruga, conservaba una rara lozanía interior y una memoria prodigiosa que le permitía rememorar, con un asombroso despliegue de detalles, su fugaz, aunque al parecer bien terapéutico romance cinematográfico con aquel apesadumbrado Victor Mature.

Otros eran más tímidos o más pudorosos o estaban más desencantados, pero todos tenían alguna vieja historia radiante que recordar, algún esplendor lejano en las pantallas de los cines que aún podía redimirles de sus madrugones para ir a laburar en una gasetería, en un quindergarden para hijos de inmigrantes recién llegados, en una marqueta de los suburbios residenciales, en las oficinas de una compañía de seguros o de alquiler de coches, o como guachimán, en el turno de mañana, en los elevadores de algún hotel de West Hollywood para ejecutivos medio amariconados. O en la cola del banco para recoger el cheque semanal de la seguridad social, lo cual, por lo que pude entender, no dejaba de ser un trabajo como otro cualquiera. Todos esperaban que algún canal raro de Los Angeles emitiera alguna noche esa película en la que ellos se conservaban jóvenes y hermosos, para organizar en su casa, o en la casa hospitalaria de algún amigo, uno de aquellos

movie parties a los que Chuchi llamaba los Parties de las Momias.

Pero aquella era la noche de Nick David, con su interpretación del papel de Antonio en

Luna de Sinaloa.

El argumento de

Luna de Sinaloa era un puro delirio.

Ann Miller hacía muy poquitos esfuerzos por interpretar a una rica heredera americana, víctima de un inverosímil desengaño amoroso —su espectacular, aunque medio pordiosero prometido la había dejado por la bonita criada de la casa—, que se iba a México a distraerse en la hacienda de un matrimonio amigo, pareja formada por César Romero y una desvaída actriz mexicana que ni aparecía en los títulos de crédito, porque su papel era brevísimo: en cuanto

miss Miller ponía los pies en la hacienda, la señora de la casa sufría un terrible accidente de equitación y dejaba viudo al apuesto y muy moreno hacendado, huérfanos a sus dos encantadores hijitos —niño y niña, ambos incongruentemente rubios— y se diría que libre el camino para que la gringa recuperase en un santiamén el amor, la ilusión y la alegría de vivir. Por desgracia para la gringa, la hermana de la fallecida, una imponente Katy Jurado, descaradamente enamorada de su cuñado y dispuesta a recuperar el tiempo perdido, se entrometía sin contemplaciones en el incipiente romance, con el pretexto de cuidar con mucho amor a los niños —Clara y Angelo le dedicaban a la pobre Jurado, cada vez que aparecía en pantalla, perrerías elaboradísimas que demostraban que le tenían mucha tirria no al personaje, sino a la actriz—, y parecía que acabaría llevándose el gato al agua en cuatro días gracias a sus escotes desmedidos y a sus triquiñuelas calenturientas. Al lado de la fogosa y desvergonzada Jurado, la pobre Ann Miller quedaba pánfila y perdedora a más no poder. Hasta la secuencia clave, en la que intervenía Antonio.

—Ahora viene —anunció Nick, que naturalmente se sabía la película de memoria, y le cogió la mano a su emocionada y engañadísima señora.

La pareja protagonista estaba en una sala de fiestas en la que actuaba un brioso mariachi y un engominado cantor de rancheras abrasadoras. Todos los clientes del local aparecían contagiados por la sensualidad bravía de aquella música y, sobre todo, de aquellas letras que hablaban de amores incurables y de oportunidades perdidas por culpa de la fatalidad o de la mala cabeza de alguno de los enamorados. Había parejas que bailaban como si quisieran devorarse, pero Ann Miller se mantenía muy apocadita, muy pudorosa, aunque ella pretendía que a su personaje se le notara el fuego interior que la estaba encabritando. Se adivinaba, claro, que el viudo acabaría desbaratando la compostura de su encantadora, aunque contenida y poco colaboradora invitada, pero costaba trabajo imaginar cómo se las arreglaría, a menos que se dejara de monsergas, atacase sin miramientos y acabara poco menos que rapeándola entre los maizales de la hacienda, que era lo que, en efecto, sugirió el hombretón con voz de gallina de dibujos animados, entre algunas risas y un montón de reproches de los invitados de los David. Pero, de pronto, Antonio —o sea, Nick David—, que compartía una mesa del local con un amigote y un par de señoritas de aspecto muy poco recomendable, se levantaba y se dirigía a Ann Miller como impulsado por un instinto preocupante, aunque compensado por toneladas de galantería. Se inclinaba pomposamente ante la gringa y la invitaba a bailar. Ann Miller se hacía la melindrosa, pero César Romero, muy simpaticote y muy deportivo, la animaba con un gesto de gran señor, y entonces Ann aceptaba y le ofrecía la mano a Antonio y se dejaba conducir a la pista y luego giraba en brazos de aquel macho local repeinado, depilado y de mirada volcánica, mientras en ella se hacía evidente de golpe la sensualidad y las ganas de revolcón que se llevaba aguantando desde el fatal accidente de su antecesora en el corazón del hacendado.

Eso duraba alrededor de dos minutos.

Al cabo de esos dos minutos, César Romero se dejaba ganar por su condición de hombre, por encima de su condición de caballero, y apartaba a Antonio de su amada sin ningún protocolo, y ocupaba su lugar, y ya a nadie le cabía la menor duda de que la noche iba a terminar en revolcón de campeonato, aunque a los espectadores nos lo escamotearan con una elegante elipsis.

Antonio, cumplida su misión de poner a la gringa a punto, no volvía a aparecer en toda la película.

Wow! —exclamó La Fabulosa Fabiana.

Todos aplaudieron con verdadero frenesí. Algunos silbaron como si estuvieran en la final del campeonato nacional de béisbol. Yo me quedé atónito. Aquello era todo lo que Nick David brillaba en

Luna de Sinaloa. Por aquello, recibió enseguida un beso casi carnívoro de su engañada esposa y una lluvia de felicitaciones y manotazos en la espalda. Por aquello, brindamos todos con champán francés. A nadie le interesó el futuro de Ann Miller y César Romero, excepto a Clara y Angelo, que se mantuvieron atentos hasta que los niños del viudo, hartos de las perversas intromisiones de Katy Jurado, le preparaban a la maligna una trampa mortal en la que la bruja de Katy perdía la vida, sin que a los niños les quedase el menor remordimiento, porque todo se les disculpa a unos hijos si lo que buscan es la felicidad de su papá y de su nueva mamá. Cuando la Jurado apareció con la cabeza aplastada por una viga del pajar de la hacienda, Clara y Angelo volvieron a aplaudir, con tanto fervor como lo hicieron en honor de Nick, y con el mismo con el que aplaudimos todos, poco después, ya tardísimo, en honor de Charito Baeza, quien, según Peter, había llamado para felicitar al hombre de la noche, pero la comunicación se había cortado antes de que Nick pudiera ponerse al teléfono.

—Un detallazo el de Charo Baeza —dije yo, de vuelta a casa en el descapotable de George.

George se echó a reír.

—¿Qué pasa? —pregunté.

La noche estaba espesa como una papilla de guacamole.

—Charly —dijo Peter—, Charo Baeza no ha llamado. Yo me lo inventé para que Nick estuviera contento.

El buche de champán que tomé en casa de Nick, por puro compromiso, me había sentado como un puñetazo entre las cejas.

—Bueno, por lo menos mandó ese estupendo ramo de flores.

George volvió a reír como un adolescente que se hubiera puesto piripi en una fiesta familiar, en un descuido de los padres.

—¿Tampoco mandó las flores?

—Tampoco, Charly. —Peter intentaba divertirse con su travesura, pero a mí me pareció que no lo conseguía—. Las flores también las mandé yo.

—Las mandó él, pero las pagué yo —aclaró George, y volvió a reírse como un muchachito en la edad del pavo.

—Pero él la llamará para darle las gracias… —dije, y sentí un golpe de alipori.

—Claro que sí. —Peter, en realidad, tenía esa expresión compungida que se nos pone a todos cuando hacemos una obra de misericordia con alguien que nos da mucha pena—. Y hablará con la secretaria de Charito, o con su agente, o con su jardinero, que estarán encantados, y cuando se lo digan a Charito, si es que se lo dicen, ella también estará encantada. Así es Hollywood.

Recordé la postal que Peter me dio en Madrid, con un autógrafo falso de Rock Hudson.

Hacía mucho calor a aquellas horas de la madrugada, y George conducía tan despacio que ni siquiera podíamos aliviarnos con una leve corriente de aire. A lo lejos, en alguna de las intrincadas autopistas del Valle, sonó la sirena de un coche de la policía, y George se detuvo de cualquier forma junto a la acera, hasta que la sirena dejó de oírse. Me imaginé a Nick rebosante de felicidad, haciendo el amor con la pobre Linda, mientras en Hollywood, a pesar de la hora, sonaban miles de teléfonos con mensajes engañosos e inútiles. Me moría de ganas de dormirme allí mismo, en el asiento trasero del thunderbird de George, y que no me despertaran hasta el mediodía.

—¿Y todos los Parties de las Momias, como dice Chuchi, son iguales? —pregunté, porque me acordé de pronto de todos los invitados de la fiesta de Nick.

George volvió a reír, pero esta vez parecía que se estaba vengando patosamente de alguien.

—Más o menos —dijo Peter, y no parecía ofendido por la maldad de Chuchi—. Y hoy ha estado bastante bien, después de todo mi hermanito era el que le desenchufaba el fríser a la protagonista. Otros solo salen de camareros o de mucamas, treinta segundos, y lo celebran como si fuesen Elizabeth Taylor y Richard Burton en

Cleopatra.

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