California

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1. Sin corazón

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Garganta profunda, Deep Throat, llenos de parejas corrientes, de matrimonios muy respetables y muy entusiasmados, y eso que Linda Lovelace, la protagonista, la extraordinaria chica que tenía el clítoris en la garganta, a mí me parecía un coquito, y los tíos que ponían a prueba la capacidad de la dichosa garganta tampoco eran Robert Taylor precisamente, pero cualquiera diría que esa cochambrería medio zarrapastrosa, o

Detrás de la puerta verde o

El diablo dentro de miss Jones, las dos con una mulata que se llamaba Georgina Spelvin y que lo tenía profundo todo, no solo la garganta, cualquiera pensaría que aquellos mediometrajes rodados de cualquier forma eran superproducciones como

Lawrence de Arabia, y estaban arrasando en taquilla, en salas en las que antes habían puesto

Easy Rider o

American Graffiti, aunque también era verdad que

Al otro lado de Aspen, con Al Parker y Casey Donovan, aún tenía que venderse por correo, solo a mayores de veintiún años, y cada cinta costaba un dineral, pero no era nada más que cuestión de tiempo, yo estaba convencido, seguro que pronto serían más famosos que Julie Andrews, y quizás yo trabajaría con ellos dentro de muy poco, porque en California pasaban esas cosas, llegaba un desconocido como yo, llegaba de un país en el que lo único especial que pasaba era que se estaba muriendo Franco, y que a Luisito Soler lo había detenido la policía por hacer lo que ahora estaban haciendo en el cobertizo, delante de la cámara, el fulano vestido de policía y Tom Montgomery vestido de ejecutivo, yo los veía por la ventana del despacho, y me acordaba de Luisito y me daba la risa, me moría de pronto de ganas de llamarlo y decirle: Luisito, el

monday voy a interpretarte, voy a hacer de muchachito ingenuo, pero bien jot, bien bravo, voy a magrearle la pinga en un meadero público a un policía y se lo voy a hacer con un noujau que ni te imaginas, a un policía vestido de policía, no como el tuyo, California es así, y encima nadie va a meterme en la cárcel, nadie me va a jailear,

brother, encima van a pagarme un buen

money, como todo me salga bien voy a convertirme no solo en el nuevo Jeff York, que no te explico cómo es para que no te dé una embolia de la impresión, voy a convertirme en el nuevo Valentino, el nuevo César Romero, el nuevo Ricardo Montalbán, el nuevo Fernando Lamas, el nuevo

latin lover de Hollywood, solo que en el escrín del porno duro, el

hardcore, ahí está el futuro, Luisito, no en aquellas muvis de señoritas atribuladas por pamemas y lechuguinos engominados, ni en estas moderneces revenidas de moteros que piden a gritos una londri o de

brokers en esníquers que se enamoran de pobretonas con leucemia, ahí está el porvenir, aquí, en California, este sitio donde te puedes inventar toda tu vida sin que nadie te lo eche en cuenta y donde tienes que aprender a hablar de otra forma, ya ves, no sabes lo bien que se siente uno, lo libre que te sientes, pobre Luisito, hablando este desbarajuste.

Chuchi regresó y dijo, hecho todo un mánager de artistas:

—Nos vamos, todo okey, el lunes empiezas. Yo me quedo el veinte por ciento de tu

payment. Ya te puedes aplicar una buena clínap general, por dentro y por fuera, el fin de semana.

Yes —dije, feliz, lleno de buena onda.

Lo pronuncié a la española, exprimiendo bien la «y»:

yes.

Tom Montgomery me pagó quinientos dólares por mi debut en

Glory Holes, y a Luisito Soler le pedían quinientas mil pesetas de fianza para dejarlo libre.

—Estamos intentando reunirías entre todos, cada uno que aporte lo que pueda —me dijo Mati Figueroa, agobiadísima, a cobro revertido—. El pobre va a volverse loco allí dentro, Charly, y yo es que ni como ni duermo ni consigo centrarme en nada, tienes que echarnos una mano.

De los quinientos dólares, a Chuchi le di cien, su comisión del veinte por ciento, y yo me compré una máquina de fotos Polaroid, que era un capricho que tenía desde que vi por primera vez cómo funcionaban, aquello de tener revelada al instante la foto que acababas de hacer, y la posibilidad de retratarte y de retratar a cualquiera en cueros emberrenchinados, como decía Chuchi, sin que el de la tienda te denunciara a la policía. Me sobraron poco más de doscientos dólares. A Peter le dije, durante los cuatro días que duró el rodaje de mi parte, que me iba a trabajar con Chuchi en casa de una trastornada medio momificada que vivía en Santa Monica y que quería que sus cuatro chihuahuas tuvieran un dormitorio y un cuarto de baño exactamente iguales que los de ella, uno para los cuatro, eso sí, y que pagaba un buen dinero y no era demasiado pejiguera con los detalles, y que Chuchi, aunque costara creerlo, era un jándiman competente —así era como se presentaba muchas veces Chuchi a sí mismo, si no tenía confianza o quería que se le reconociese un poco de respetabilidad: un jándiman, un experto en chapuzas caseras de todos los colores—, y yo, un aprendiz muy espabilado. Cuando Peter me dijo que no me había llevado a California para que me empleara como obrero de la construcción, yo le contesté, muy digno, que tenía que ayudar a Luisito Soler y que ni siquiera en California el dinero caía del cielo. A Peter le quedó muy mala conciencia, pero no se ofreció enseguida a contribuir a la colecta para que Luisito saliera libre y Mati dejase de llamar y pudiera comer, dormir y centrarse en sus cosas.

—Tenemos que ver esa película que me ha prestado Fred el de la funeraria —me decía Peter—, algún día se la tendré que devolver.

Fred el de la funeraria trabajaba para la Gordon National Life. Era grande, pelirrojo, fondón y muy miope, pero con unas manos anchas y fuertes que a mí muchas veces me ponían eléctrico, aunque nunca se lo dije a Chuchi porque me lo habría apuntado como un descrédito horroroso. Tenía un acuerdo para suministrar los servicios fúnebres incluidos en las pólizas de los clientes que la compañía de seguros tenía en el Valle, él se ocupaba del ataúd y de las esquelas y de arreglar la sala mortuoria y de acicalar el cadáver, y encargaba las flores e incluso, a veces, el convite que se daba después del entierro. Con George mantenía una relación muy profesional, pero con Peter se relajaba y a veces nos hacía visitas relámpago mientras George estaba en la oficina, y él y Peter se comportaban como si alguna vez hubieran tenido algo entre ellos, algún foquifoqui, como decía Chuchi. Un día Fred nos dijo que se había conseguido una copia de la película en súper 8 de la que todo Hollywood hablaba, aquel pomo entre jóvenes marines, uno de los cuales tenía la misma cara larga, inconfundible, del protagonista de

Gunsmoke, una serie de

cowboys que llevaba dos temporadas con mucho éxito en televisión. Peter le pidió que nos la prestara.

—Fred va a decir que soy un aprovechado —dijo Peter en vísperas de mi

introducing en aquello de los agujeros gloriosos—, a lo mejor piensa que no se la voy a devolver. Podríamos verla mañana, mientras George está en la oficina.

—Mañana tengo trabajo, Peter. La vieja nos paga cien dólares al día a cada uno, y Chuchi no puede hacerlo todo él solo, no voy a dejarle tirado. Además, necesito ese dinero para que Luisito pueda salir de la cárcel.

A la mañana siguiente, Chuchi no venía a recogerme hasta las once de la mañana, pero yo me hice el remolón en la cama con la excusa de que tenía que estar descansado para la paliza laboral que me esperaba, lo cual era rigurosamente cierto. Dormía en el galpón de la yarda, donde Peter había montado un dormitorio muy coqueto, y es que él estaba empeñado en guardar las formas delante de George, como si de verdad fuéramos parientes lejanos y yo estuviese en California con la idea de hacerme allí, con un poco de suerte, un hombre de provecho; como si California fuera un sitio igual que cualquier otro, pensaba yo, donde podían hacerse hombres de provecho muchachos sin pizca de corazón. A las diez me levanté y, como todos los días, Peter me tenía preparado el desayuno, ese café aguado que se toman los americanos y un zumo de naranjas recién exprimidas y tostadas de pan de centeno con mantequilla y mermelada, porque yo odiaba los

corn flakes. Luego me afeité, me bañé y me eché medio bote de Aramis, mi colonia favorita, y Peter me preguntó si iba a trabajar de albañil o a casarme. A las once en punto, el toyota de Chuchi me reclamó desde la calle con sus ladridos de viejo galgo calavera.

Estaba nervioso. No sabía lo que Tom Montgomery me iba a pedir aquel primer día de rodaje. No sabía si tendría que hacer lo que hizo el hispano que tenía un Empire State descomunal, o lo que el propio Tom hizo, o lo que se dejaba hacer el fulano vestido de policía de carretera, o a lo mejor un poco de todo, para ver qué registro se me daba mejor, como me dijo Chuchi, muerto de risa. Estaba tan nervioso que de pronto me entraron dudas de si me había puesto el desodorante. La verdad es que iba limpio como una patena, pero me había vestido como Lord Pamplin, el mote que le habíamos puesto en Madrid a un compañero de Luisito Soler que, a pesar de ser un elemento antisocial de alta peligrosidad, como había escrito la policía en su ficha de delincuente político, iba siempre hecho un señorito de Jerez, con su Fred Perry y sus pantalones de color gabardina y sus mocasines sin calcetines e incluso su pelo peinado para atrás y engominado. A mí solo me faltaba el fijador en el pelo.

—Con esas pintas no se la pondrías brava ni a Ted Kennedy —me dijo Chuchi—. Menos mal que en Montgomery Productions no son nada chiperos para el vestuario, sobre todo si van a tenerte en cueros pelados todo el tiempo. Suave,

brother, que no van a necesitar el presupuesto de Disneyland.

Pero Tom se quedó entusiasmado con mi pinta y decidió cambiar el guión sobre la marcha. En cuanto me vio, dijo montones de veces

okey y llamó al tiarrón con cara de apache que manejaba la cámara y, a la vez, se encargaba del atrezo, para que lo cambiara todo. El tiarrón se llamaba Ronnie y me miró como si quisiera reventarme con su Empire State por hacer que Tom lo pusiera todo patas arriba.

Según Chuchi, que hizo de traductor porque yo seguía sin entenderle dos palabras seguidas a aquel Cecil B. DeMille del porno, ahora se trataba de que yo fuese un universitario de familia

chic, sorprendido en su habitación por unos ladrones que, primero, lo ataban a su silla de estudio, luego robaban un poco, y después se dedicaban a rapear salvajemente a su víctima por todos sus

holes, empezando, menos mal, por la boca. Tras esa primera sinopsis, Tom le ordenó a Ronnie que sacara de donde fuera un montón de libros que yo pudiera estudiar para no hacer el ridículo ante los espectadores, como si a los espectadores ese detalle de verosimilitud intelectual pudiera importarles lo más mínimo, y luego me dijo que me iba a presentar a mis

partners.

En el cobertizo había ya dos chicos sentados en sillas de director de cine, de cara a la pared, despatarrados y con la bragueta abierta y el rascacielos al aire, y haciendo manualidades de precalentamiento. Se llamaban Ken y Buck y, cuando Tom los llamó para presentármelos, se guardaron los rascacielos cuidadosamente, se limpiaron las manos con un poco de colonia y unos

kleenex que estaban allí para ese menester y se levantaron, muy cordiales, a saludarme. Yo me fijé, claro, en los volúmenes que iba a tener que soportar en mis

holes, que les abultaban gloriosamente en los pantalones a los muchachos, y me puse contentísimo porque, encima, Tom iba a pagarme quinientos dólares. Era el método para tranquilizarme, según las instrucción de Chuchi: tú piensa, me dijo, que te van a pagar quinientos pavos, chico, el veinte por ciento para mí, ya sabes, y no te acalambres hasta que llegue el momento, porque no sirve de nada.

Ken era bajito, rubiales y compacto y tenía una cara graciosa, de golfo callejero de película del

free cinema, y unos brazos musculosos y tatuados con filigranas geométricas, que me hicieron pensar instintivamente en Alcatraz. Buck era medio oriental, hijo a lo mejor de militar americano sin graduación y de belleza esquinera filipina, y había algo blando en su envergadura de descargador de muelle. Tom les explicó los cambios en el guión y ambos dieron la impresión de no recordar en absoluto cómo era el guión original, pero Buck preguntó entonces, según me tradujo Chuchi, que si la película iba a seguir titulándose

Glory Holes, porque él ya lo había puesto en su currículo y, si cambiaba, también él tendría que cambiarlo. Tom le explicó, según Chuchi, que el título sería el mismo, solo que los agujeros gloriosos ya no serían los consabidos, los que había en las paredes de los cagaderos en los servicios públicos para que los viciosos de estación metieran los rascacielos por allí, que ahora los agujeros gloriosos serían los míos. Chuchi se desfondaba de risa. También les explicó Tom que ellos dos, después de atarme a la silla y de robar un poco en la casa, serían los que me rapearían a mí oralmente, pero que él, para darle un poco de variedad a la acción, me haría un oral hasta provocarme el

jerk off.

—Tu pinga la estrena él —me tradujo Chuchi— y nadie más. Menuda Gloria Swanson está ella hecha.

Ronnie, el enorme camarógrafo y atrecista, se presentó con unos cuantos ejemplares atrasados de

Blush y dijo que lo sentía, que no había encontrado nada mejor para que yo estudiara. Él y Tom discutieron un rato hasta que Chuchi intervino y dijo, según me explicó después, que tendría morbo añadido el que un universitario de familia

chic estuviera en su gabinete aprendiéndose de memoria revistas de

beefcakes bien sabrosos, y que la aparición de los ladrones rapeadores podría ser una cosa onírica, un producto de la imaginación recalentada del chico, o que también podía ser muy artístico el que lo del onirismo nunca quedase claro del todo, como en las películas europeas. A los dos, y sobre todo a Ronnie, les gustó bastante la idea y Chuchi les dijo que ya podían ir poniéndolo a él en los créditos como asesor de libreto y que a ver qué

per cent le daban por la contribución.

A todo esto, ya era más de la una, y entonces Tom dijo que primero lonchearíamos y que rodaríamos de dos a siete, por si alguien pensaba chivarse al sindicato. Nos fuimos todos al

living medio cochambroso de la casa y Ronnie sacó de alguna parte unos sangüiches de tuna, como llamaba Chuchi al atún, y de salami y latas de soda, y luego nos entregó a los actores un cepillo de dientes a cada uno, con un buen pegotón de pasta dental ya servido. Cuando terminé de lonchar, Ronnie, con cara de Toro Parado, como decía Chuchi, me dijo algo.

—Quiere que vayas con él —me tradujo Chuchi—. Él se va a encargar, dice, de dejarte la dentadura bien vacunada.

Tom se puso un poco histérico, pero Ronnie le dijo —eso lo entendí todo— que tranquilo, que no me iba a desvirgar.

Me levanté y fui para donde Ronnie me indicó. Al lado del despacho de Tom estaba el cuarto de baño y Ronnie me dijo que entrara y que me enjuagara la boca. Dejó la puerta entornada y me pidió el cepillo de dientes y que abriera bien los labios. Como un dentista psicópata empezó a cepillarme los dientes con mucha saña y sin interrupción, de manera que la espuma del dentífrico empezó enseguida a rebosarme la boca, hasta que Ronnie me limpió los labios con el dedo gordo, y luego se limpió el dedo en la camiseta toda sudada, y después, sin ningún precalentamiento, me metió el dedo entre los dientes, y aquel dedo pedía a gritos que lo chupara, y me puse a chuparlo con mucho gusto, porque el dedo de Ronnie sabía a dedo de tiarrón bien poderoso de alguna tribu india medio salvaje y era de un tamaño que ya lo quisiera más de uno, empezando por Peter, en el lugar del rascacielos.

Little bitch —me dijo Ronnie al cabo de un rato de chupeteo—,

now you are okey.

Luego me palpó la bragueta y comprobó que sí, que la pequeña zorra estaba a punto, y que ya podíamos empezar a rodar.

Chuchi me había advertido que el rodaje de una película, incluidas las de Montgomery Productions, era un tormento. Y, sin embargo, Nick David, el hermano de Tom, y Clara y Angelo, los bailarines acrobáticos, y Marlene Arana, la trigueña que había tenido una escena muy caliente con Victor Mature en un falso bar de mala muerte, y el propio Peter habían rememorado aquella noche, en casa de Nick, durante la sesión de espiritismo cinematográfico alrededor de

Luna de Sinaloa, los viejos días de rodaje como fiestas encantadoras en las que todos eran estrellas, el tiempo fluía con transparente suavidad y lleno de percances emocionantes y travesuras memorables, aunque la mayor parte de sus respectivas intervenciones, al final, las habían cortado los jefazos de los estudios para que no hicieran sombra a los, por lo general, desangelados protagonistas de las películas. La gran diferencia estaría en que, en

Glory Holes, yo iba a ser el

newcomer al que ni siquiera Tom Montgomery le haría sombra.

Ronnie nos dijo a todos, con su voz brusca y morbosa, que teníamos que ayudarle a cambiar el

set.

Hasta Chuchi, aunque a regañadientes y remoloneando mucho, echó una mano, pero empleamos una hora larga en montar, con los muebles del despacho de Tom y los cojines medio cochambrosos del

living, y con un montón de cortinas historiadas y de sarapes mexicanos, el supuesto cuarto de estudio de un niño bien, aunque a lo que más terminó pareciéndose aquello, según Chuchi, era a un burdel de Tijuana. Ronnie, de vez en cuando, me pasaba su brazazo de estibador por encima de los hombros y con sus dedazos de minero me pellizcaba la tetilla y con aquella voz que parecía el mugido de un bisonte en celo me susurraba al oído cosas que yo no entendía, pero que me sonaban todas muy puercas.

—Dice que no quiere que te enfríes —me tradujo Chuchi después de uno de los ataques de Ronnie.

Yo no hacía más que acercarme a Ronnie para que me achuchase y me pellizcase las tetillas, y, cuando ya Tom parecía a punto de reventar de celos, Ronnie le dijo, muy gallito, según me tradujo Chuchi, que si prefería que yo llegase al rodaje propiamente dicho convertido en una acelga destemplada y chuchurría. Por si eso no fuera bastante, Chuchi le dijo a Tom que lo que yo estaba haciendo, buscando como una perra el magreo de Ronnie, era una prueba de mi interés y de mi profesionalidad.

Okey —dijo Tom, muy rebotado, y añadió, según me tradujo Chuchi, que empezaríamos por la secuencia del ataque de los ladrones, cuando me amarraban a la silla, para pasar directamente a mi rapeo oral por parte de Ken y Buck. También tendría que darnos tiempo a rodar su monólogo con pinga y mi

jerk off.

Ken y Buck se dieron poquísima maña para amarrarme a la silla y maniatarme, mientras Tom observaba la escena intentando parecer el

boss de aquella banda de patosos. Me dejaron como un ovillo de lana desbaratado por un caniche, pero Tom dio por buena la primera toma, y eso que Ronnie no paraba de advertirle que Buck se salía de cuadro constantemente. Hicimos una pausa y Ronnie se ofreció a amarrarme y maniatarme en condiciones, y mientras lo hacía aprovechaba para manosearme los pezones y la bragueta y, cuando estaba de espaldas a Tom, sacaba la lengua y se la mordisqueaba y se mojaba morbosamente los labios, sin dejar de mirarme a los ojos con cara de sátiro.

El rodaje del rapeo oral por parte de Ken y Buck casi acaba con la paciencia de Tom, y estaba claro que por eso dejó que Ronnie lo solucionara por su cuenta. Los chicos, mientras me restregaban los paquetes por la cara, ponían unas expresiones ridículas de viciosos, pero después, a la hora de la verdad, a la hora de sacarse los rascacielos y enseñarlos a la cámara, los pobres rascacielos estaban completamente desmayados. Y no hubo manera de que se empecinasen, como decía Chuchi. Así que Tom empezó a tirarse de los pelos y Ronnie, de pronto, decidió tomar cartas en el asunto. Le pasó la cámara a Tom, se bajó los pantalones —no llevaba calzoncillos—, enseñó a la cámara, para un primer plano contundente, un Empire State que daba gloria verlo por su tamaño y por su empecinamiento, le ordenó a Tom que acercara bien el objetivo a mi cara para utilizar luego el plano como un

insert, y después, como un jabato, me ocupó con el rascacielos el agujero glorioso hasta el esófago, o al menos esa fue la sensación que yo tuve, y embistió durante una eternidad, aguantándose bien el gusto, mientras gritaba como si fuera un cirujano psicópata que estaba abriéndome en canal. Llegado el momento, se salió para ponerme perdido de crema pastelera, como decía el pobre Luisito Soler cuando hablaba de esas cochinadas, y él mismo se encargó de decir:

—¡Corten!

Para mi sorpresa, lo dijo en castellano, sin duda en mi honor.

Después se limpió sin muchos miramientos con un

kleenex que le pasó Buck y volvió a hacerse cargo de la cámara y le dijo a Tom que se apurase, que me tenía a punto de caramelo, y Tom se lo tomó como si tuviera que interpretar el monólogo de Marlon Brando en

Julio César, con un montón de gesticulación lujuriosa y de merodeos y pamplineos por el rascacielos, como si aquella fuera su oportunidad para ganarse el Oscar, de modo que tuve que ponerme a pensar en Ronnie para no dar el gatillazo por culpa de la risa, y Ronnie lo adivinó, porque, sin dejar de vigilar el visor de la cámara, empezó a hacer a su vez gestos y fruncimientos de labios y ejercicios de lengua que esos sí que me mantenían a punto de caramelo, y entre unas cosas y otras aguanté bastante bien el empecinamiento y tardé lo necesario en venirme y conseguí un

jerk off que, cuando Ronnie cortó por su cuenta, provocó el aplauso de todos, incluido el de Chuchi, que hacía aspavientos muy cómicos para darme a entender que él también estaba descosiéndose de caliente y a punto de venirse, y también el de Ronnie, que me miraba a sabiendas de que él había sido el verdadero héroe de la jornada, y que no iba a pedir un centavo de paga extra.

Por eso, cuando Peter me preguntó, por la noche, qué tal nos había ido en el trabajo, yo le dije:

—Menos mal que un voluntario nos echó una mano, y de forma totalmente desinteresada, porque, si no, aún estaríamos dándole vueltas a la faena.

Chuchi me había devuelto a casa con cara de palo, porque Ronnie le dijo que no hacía falta que me recogiese al día siguiente, que ya lo haría él. Yo, en ese momento, excitado por la idea de ir con Ronnie, los dos solos, desde casa a los Estudios Montgomery, le di la dirección y no pensé que tendría que explicarle a Peter quién era aquel tiarrón que me esperaba en la calle, al volante de una furgoneta como la que solían usar los jardineros mexicanos que iban de casa en casa. Por eso tuve que improvisar cuando Peter me dijo:

—Mañana a ver si encontramos un rato y vemos la película que nos ha dejado Fred.

—Mañana —le dije yo— a lo mejor vuelvo tan tarde como hoy, o más tarde todavía. Va a venir a recogerme el jardinero de esa buena mujer, porque Chuchi, antes de ir a trabajar, tiene que hacerle no sé qué recado a La Fabulosa Fabiana.

Después me entró la angustia por si a La Fabulosa Fabiana se le ocurría llamar para chismorrear sobre el último desvarío de La Gran Ynka, o para poner como los trapos a Huguito de la Cuesta por algún reportaje recostroso que había publicado en

Panorama, o simplemente para gosipear, como decía ella, sin ton ni son y de todo bicho viviente, y por si Peter entonces le preguntaba qué clase de enredos se traía entre manos para verse en la necesidad de confiarle un recado al descarriado de su hijo. Pero La Fabulosa Fabiana no llamó y, por la mañana, cuando Ronnie tocó el claxon de su furgoneta para avisarme de que ya había llegado, Peter entró en el galpón y me dijo que el jardinero de aquella loca estaba fuera, esperándome.

Ronnie llevaba la misma ropa del día anterior. La misma camiseta negra con los bordes de las mangas cortas apretándole bien los bíceps, y los mismos pantalones de pana de color ceniza apretándole bien los muslos. La camiseta la había lavado por la noche, porque no tenía manchas de sudor y parecía planchada deprisa y corriendo. Seguro que, como el día anterior, tampoco llevaba calzoncillos. Yo lo primero que hice, en cuanto subí a la furgoneta, fue mirarle la portañuela, no lo pude remediar, y a él no se le escapó el detalle.

Good morning, little bitch —dijo.

Yo también le dije

good morning, esmerándome bien en la pronunciación, y entonces él arrancó y cogió la calle que bordeaba el parque de North Hollywood, sin salir a la autopista. Se puso cómodo en su asiento, como si lo más importante de todo lo que llevaba encima fuese su bragueta, y por eso quería enseñarla bien. No apartaba la vista del frente, no me miraba ni de reojo, y sonreía como si estuviera maquinando y disfrutando por anticipado el robo del siglo.

Al cabo de unos veinte minutos fue bajando poco a poco la velocidad y de pronto, cuando íbamos ya por uno de aquellos barrios de condominios medio costrosos y medio abandonados en uno de los cuales había vivido Selena, la novia medio lesbiana de Chuchi, alargó la mano derecha, me acarició sin la menor delicadeza toda la cara, que casi me salta un ojo con un dedo, y luego me metió el pulgar en la boca y me dijo, con aquella voz de gigante crápula que tenía:

Suck, little bitch.

Yo me desfondé un poco, eché la cabeza para atrás, cerré los ojos y me dediqué a chuparle el pulgar con la voracidad de un cachorro glotón.

Entonces me mandó que me desnudara.

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