California

California


1. Sin corazón

Página 9 de 23

Al principio no le entendí. Oí que decía algo, pero supuse que era alguna cochinada que me decía a mí, o que se decía a sí mismo, para que nos subiera la calentura, así que seguí a lo mío. Pero él sacó el pulgar de un tirón de mi boca, como si se lo hubiera mordido, y yo me incorporé un poco alarmado, y él me dijo que estuviera tranquilo, pero que me desnudara. Me explicó con toda clase de gestos que tenía que quitarme la ropa, e incluso empezó a desabrocharme los botones de la camisa, sin dejar de conducir con la otra mano, y, cuando yo seguí con los botones, él me desabrochó el cinturón y me bajó la cremallera de la bragueta y me dejó claro que quería que me desnudase del todo. A mí me daba un poco de miedo. Me daba miedo no solo que alguien me viera completamente desnudo dentro de la furgoneta y avisara a la policía, también se me ocurrió que a lo mejor Ronnie era un psicópata de aquellos que iban por todo Estados Unidos violando y estrangulando a jóvenes autoestopistas, porque Peter me había contado, para advertirme de los peligros de irme con cualquiera, que uno de aquellos asesinos en serie había estado actuando por toda California y había matado a tres chicos en los alrededores de Los Angeles, a finales de primavera. Me puse a mirar para todas partes un poco nervioso, y Ronnie se rio por lo bajito, como los asesinos taimados de las películas de terror psicológico, y me dijo otra vez que estuviera tranquilo, que no pasaba nada, que no iba a verme nadie, y señaló con un gesto de cabeza aquellas calles desiertas a media mañana, y se puso menos áspero, más pícaro, incluso me miró un momento a la cara y me guiñó un ojo y sonrió de verdad, y yo dije que

okey, y empecé a desnudarme poco a poco, hasta quedar en cueros vivos. Como estaba tan nervioso, el rascacielos lo tenía engurruñido.

Nice body, little bitch —dijo él, en un susurro medio aguardentoso, y sin mirarme.

Yo me recosté lo mejor que pude en el asiento e intenté tranquilizarme, pero el corazón era un toro mecánico, como decía Chuchi cuando se alteraba. Trataba de serenarme pensando en lo que Ronnie me había dicho, que tenía un bonito cuerpo, además de llamarme zorrita, porque me encantaba recordar los piropos que me echaban los hombres. Ronnie me puso la mano abierta, áspera y caliente en el pecho y empezó a moverla suavemente, y a presionar un poco, como si estuviera dándome un cuidadoso masaje cardiaco, y comenzó a respirar hondo y a un ritmo tranquilo, para que yo le imitase. Había empezado a dar vueltas por la urbanización medio abandonada, por aquellas calles con el asfalto cuarteado y las farolas descuidadas, pero con árboles frondosos que lo llenaban todo de una sombra refrescante y cómplice. Hacía una mañana maravillosa. La vida en California era un milagro y yo estaba allí, desnudo, radiante, a merced de un descendiente de los indios apaches, o de los comanches, o de los navajos. Eso pensé, para darme ánimos. Respiré hondo tres, cuatro, cinco veces, y me fui apaciguando. Sonreí, por si Ronnie me miraba, aunque fuese de reojo, para que se diera cuenta de que ya no estaba asustado. Él empezó entonces a pellizcarme una tetilla e, inmediatamente, el rascacielos se me empecinó. La mano de Ronnie empezó a recorrerme todo el cuerpo, y estuvo arañándome sin cebarse el estómago, que yo lo tenía liso y terso como el lomo de un potrillo —eso me dijo una vez un representante de medias que me llevó a su habitación de un hotel medio gótico de la Gran Vía, y que me elogió mucho el estómago tan liso que yo tenía, y la cintura, además de los hombros de remero, claro—, y me pellizcó sin exagerar el bajo vientre y me alborotó hasta hacerme un poco de daño la pelambrera del biutibox, como la llamaba Chuchi, y yo me puse tan descompuesto y tan descontrolado que alargué la mano para agarrarle a Ronnie el Empire State, pero él me dio un manotazo que casi me parte el cúbito y el radio, y comprendí, sin necesidad de que él dijera una sola palabra, que me mandaba que me estuviera quietecito.

Me dejé hacer. La mano de Ronnie se fue volviendo cada vez más avariciosa y más mandona, quería tocarlo todo, agarrarlo todo, estrujarlo todo, meterse en todo. Casi consigue que me cupieran en la boca sus cinco dedos, aunque yo temí que se me rajasen las comisuras, pero no me importaba, y luego casi me llega con el índice hasta los tímpanos, y casi me estrangula, y me estrujó con todas sus fuerzas los pectorales, que en ese momento sí que me quejé, y él entonces empezó a bajar la mano cada vez con más suavidad por todo el pecho, y jugó un poco con mi ombligo, que le tuve que agarrar por la muñeca para que lo dejase porque yo ahí tengo unas cosquillas que no las puedo soportar, y él me lo concedió, y siguió hasta el rascacielos, que ya me chorreaba, y él lo acarició desde la punta hasta la base con mucha habilidad, pero con muy mala idea, porque no consentía que se me fijase el gusto, y siguió hasta los muslos, hasta las rodillas, hasta los gemelos, hasta los tobillos, hasta los dedos de los pies, con los que yo nunca me había podido imaginar que se pudieran hacer aquellos manejos tan gustosos, y luego volvió a subir por las piernas y me pidió, con un empujón nada protocolario, que me girase, que me pusiera de costado, y me dejó mirando hacia las farolas y los troncos de los árboles frondosos, y se empeñó en meterse con los dedos por donde nadie hasta entonces se había metido, y casi lo consigue, porque sabía cómo hacerlo, cómo relajar los músculos tensos, cómo derretir las apreturas, cómo ablandar los cerrojos, cómo abrirse paso, y llegó el momento en que creí que me desmayaba.

Entonces me ordenó que me vistiese.

Volvió a conducir con las dos manos, y apretó el acelerador, y, antes de que me diese cuenta y pudiera recomponerme un poco, salimos a la avenida ancha y llena de tráfico y con semáforos perezosos a la que también había llegado Chuchi después de su peregrinación sentimental al viejo vecindario de Selena. Apenas me dio tiempo a ponerme los calzoncillos y los pantalones y, cuando llegamos a los Montgomery Studios, me bajé de la furgoneta de Ronnie descalzo, desnudo de cintura para arriba y medio desbaratado. Seguro que lo que Ronnie le dijo a Tom fue que otra vez estaba yo a punto de caramelo.

El día de rodaje fue pesadísimo, a pesar de que, esta vez, Ken y Buck cumplieron con su obligación —y yo me lo pasé bien porque estuve pensando todo el tiempo en Ronnie, y siempre que podía le miraba para que se diera cuenta de que estaba pensando en él—, y a pesar de que la escena en la que yo lograba desatarme y dejar groguis a los dos chicos y a Tom, aunque él se defendía como un machote, también la dio Tom por buena en la primera toma, y eso que Ronnie no paraba de advertir que, cuando no era uno, era otro el que se salía de campo. Chuchi se pasó por allí a media tarde y Ronnie lo echó con cajas destempladas.

A las siete en punto, Tom dijo:

Finished.

Ronnie me llevó a casa sin decir palabra, sin arrancarme la cabellera, sin darme un beso de despedida.

Cuando llegué, Peter y George estaban ya cenando.

Peter me dijo que Mati Figueroa había vuelto a llamar, a cobro revertido, y que la pobre estaba desesperada porque no conseguían reunir las quinientas mil pesetas para la fianza de Luisito.

—Cuando la vieja me pague —dije— se lo mandaré todo.

—También ha llamado Chuchi preguntando por ti —me dijo Peter—. Parecía medio electrocutado. ¿Ha pasado algo?

Le dije que Chuchi, al final, no había ido a trabajar en todo el día, y que querría saber cómo me había apañado sin él. Pero me quedé preocupado porque sabía que Chuchi era capaz de cualquier cosa.

Peter y George me explicaron después que la Gordon National Life empezaba su campaña de promoción y captación de clientes, de cara al último cuatrimestre del año, a principios de la siguiente semana, y que los dos estarían muchos días fuera de casa, haciendo la gira con el

show publicitario. Si quería, podía ir con ellos. Peter me miró de una manera que yo comprendí que iba a volver a darme la tabarra con que teníamos que ver la dichosa película que Fred nos había prestado.

—A ver si podemos ver la película el domingo —le dije, para que me dejase en paz.

Cuando ya estábamos a punto de acostarnos, cada uno en su dormitorio, volvió a llamar Chuchi, y yo procuré decirle discretamente que no se alterase, que ya hablaríamos, que nada iba a cambiar.

—Ni te pienses que me vas a desarreglar mi veinte por ciento, hijo de la chingada —me dijo, y yo sabía que me tenía que tomar en serio aquella advertencia, pero me eché a reír como si él hubiera hecho un chiste muy gracioso, para que Peter y George no se figurasen nada raro.

De todas maneras, a Peter le extrañó que Chuchi tampoco fuera a recogerme a la mañana siguiente y se puso muy suspicaz y muy pejiguera. Cuando Ronnie llegó en su furgoneta era muy temprano, casi se cruza con George, que empezaba a trabajar a las ocho, y Peter apareció de mal humor en el galpón y me encontró ya vestido, afeitado y con medio litro de Aramis encima. Tuve que explicarle que Chuchi tenía que ir a primera hora a comprar materiales para la obra, y que el jardinero esa mañana no podía pasar a recogerme más tarde porque también tenía cosas que hacer. En realidad, el día anterior Ronnie me había dicho:

—A las ocho te recojo. Te voy a hacer fotos para la revista

Blush antes de ir a rodar.

Me lo dijo en inglés y tuvo que darle unas cuantas vueltas y hacer algo de mimo hasta que se convenció de que yo le había entendido. Así y todo, él llegó antes de tiempo, o yo no le entendí del todo bien, y tuvo que esperarme un rato. Peter se empeñó en hacerme el desayuno, e incluso quería que Ronnie entrara y se tomase con nosotros un café, y yo me puse un poco histérico y le dije que dejase ya de tratarme como si fuera de su propiedad. Se quedó muy encabronado.

Cuando volví por la tarde, seguía con cara de palo y mudo, como Greta Garbo en sus películas suecas.

—Ha llamado otra vez esa chica —me dijo George—. Ya le he dicho que no ibas a estar aquí hasta la hora de cenar.

—Qué pesada.

—Me da lástima. No tienen dinero. Toma.

George me dio un sobre.

—Van quinientos dólares —me dijo—. Para mí es un gusto ayudar un poco a Luis.

Yo dejé el sobre con el dinero al lado del plato y le dije a George:

—Un día Luisito te lo va a agradecer como tú te lo mereces.

George se puso colorado, seguro que entendió que Luisito se le iba a poner a cuatro patas, o le iba a poner a cuatro patas a él, en prueba de agradecimiento, y le entraron los nervios pensando que algo tendría que hacer para disimular lo mejor posible la soriasis. Luego, como Peter seguía sin decir nada, me preguntó cómo había ido la jornada de trabajo y yo me inventé que habíamos terminado con el tejado del dormitorio y el cuarto de baño para los chihuahuas y que aún quedaba el suelo y colocar unos sanitarios especiales para perros que por lo visto vendían en Bel Air. A George le pareció la cosa más natural del mundo. Aquello era California.

En realidad, durante la sesión de fotos con Ronnie había estado a punto de sufrir tres o cuatro ataques de corazón. La tuvimos en medio del monte, por Hollywood Canyon, y Ronnie me había puesto a punto de caramelo utilizando esta vez las dos manos y sin consentir, de nuevo, que yo le tocara. Mientras Ronnie me masajeaba con aquellas manos como gruñidos de orangután que tenía, en el radiocasete de la furgoneta sonaba sin parar

Killing Me Softly with His Song en la voz mullida de Roberta Flack. Luego me obligó a posar en lo alto de unos riscos, completamente desnudo, con el rascacielos al aire y bien empecinado, o enseñando bien abierto el paralelo cuarenta y dos, como lo llamaba Chuchi, y más de uno y de dos automovilistas tuvieron que vernos, porque algunos conductores hicieron sonar el claxon alegremente, siempre por la misma parte de la autopista que discurría al fondo, tapada por un pinar que quizás no fuera tan espeso como parecía desde arriba. Más tarde, en el

set, rodamos la escena en la que yo, mientras Ken y Buck permanecían noqueados por la violencia de mis puños, violaba salvajemente a Tom Montgomery para resarcirme del mal rato que me habían hecho pasar él y sus secuaces, amarrado a la silla y abusando de mi indefensión. Ronnie me tomó muchos primeros planos y yo, para resultar convincente, me estuve acordando todo el tiempo de cómo él me mataba sin ninguna suavidad con sus manos.

Peter fregó los platos y apenas cruzó media docena de palabras con George. Se fue a la cama sin despedirse de mí y, a la mañana siguiente, cuando me desperté, no me tenía preparado el desayuno, a pesar de que Ronnie no vino a recogerme hasta pasadas las diez.

Aquel día, el último del rodaje, Ronnie utilizó la técnica de no rozarme ni en un descuido. Durante el camino, por más que yo me desabroché la camisa hasta el ombligo, y jugué picaronamente con la cremallera de la bragueta, y me puse por mi cuenta mirando a poniente y me quité los mocasines y estuve un rato dándome masajes en los pies, Ronnie ni se inmutó. Me llevó directamente al

set y me puso en manos del fulano vestido de policía de carretera que estuvo por allí cuando Chuchi me llevó a conocer a Tom Montgomery y que era, en efecto, un policía auténtico. El policía entraba en la casa, avisado por alguien, y se encontraba con aquel espectáculo de dos ladrones noqueados y el tercero, el jefe de la banda, recién violado por un muchacho de buena familia que, además, estaba bastante rico, así que, después de ponerles las esposas a los facinerosos, se dedicaba a recompensarme por mi valentía con todo el catálogo de registros interpretativos de aquel emergente género cinematográfico. El policía era muy versátil, se llamaba de verdad Larry Newman, su nombre artístico era Rock Valenti y aparecería en los créditos de

Glory Holes como

special guest star. Ronnie lo rodó todo tan de cerca que oía su respiración, sus jadeos, y olía su aliento de bebedor de

bourbon —y eso que a mí me habían dicho que a los indios el alcohol los volvía locos— y su olor de hombre de la selva, y la cámara era como su mano que estaba siempre a punto de agarrarme, de estrujarme, de meterse por donde indicaba el guión. Tom Montgomery dijo luego que el policía nunca había estado tan bien, tan motivado, tan convincente.

Cuando terminamos, Ronnie le pidió a Buck que me llevase a casa, que él no podía. A mí me dijo que había sido un placer conocerme y que ya me llamaría algún día, para salir por ahí a tomar un

drink. Tom me pagó los quinientos dólares en billetes pequeños, que yo no comprendía de dónde habría sacado aquel desparrame, y me aseguró que contaría conmigo para la próxima producción. Yo pregunté si las fotos que me había hecho Ronnie para

Blush estaban incluidas en el precio y Tom, después de esmerarse en no entenderme durante una eternidad, me vino a decir que él de las fotos no sabía nada, pero que si Ronnie me las había hecho pues sí, estaban incluidas en los quinientos dólares. Le dije que a mí me gustaría tener copias y Tom dijo algo del copirrait y que ya las vería en la revista.

Buck tenía una ruina de coche y Peter, a pesar de que seguía en plan Greta Garbo durante su etapa sueca, no pudo resistirse.

—¿Ese es otro jardinero? —me preguntó, sarcástico.

Yo me inventé que era el hijo de la criada de la loca de los chihuahuas, una filipina, que si no se lo había notado al chico en la cara. El detalle étnico pareció convencer a Peter, que además debía de estar harto de hacerse el estrecho y el rencoroso, y yo aproveché para preguntarle qué le pasaba.

—Qué va a pasarme —dijo—. No te he traído a California para que estés todo el día perdido por ahí y yendo de un lado para otro con mugrosos malencarados.

Estuve a punto de decirle que precisamente eso, andar por ahí perdido y con mugrosos malencarados, era lo que a mí de verdad me gustaba, pero no se lo dije porque no era del todo cierto, a mí también me gustaba ir con La Gran Ynka a los conciertos de Sinatra y almorzar con George y con Peter en restaurantes caros de Santa Mónica y dejarme llevar por las autopistas de Los Angeles y asistir a las fiestas que organizaba Huguito de la Cuesta, llenas de señoras vestidas con lentejuelas y de mariachis endomingados, y en las que Armando Hern a lo mejor volvía a darme cien dólares a cambio de dejarme lamer un poco en el hueco de alguna escalera. Lo que sí le dije fue que tenía que comprenderlo, que necesitaba dinero para ayudar al pobre Luisito Soler.

—¿Hoy no ha llamado Mati? —le pregunté.

—Creo que no. A lo mejor ha perdido la confianza en ti.

—Es que aún no tengo dinero suficiente. Mañana, aunque sea sábado, también podría ir a trabajar por la mañana a casa de esa vieja loca, pero, para que veas que no soy un egoísta, mañana podríamos ver esa película de Fred.

Peter sonrió, me alborotó la melena caoba cariñosamente y después me dio un beso. Luego susurró, mirándome a los ojos:

—Charly, ¿tú me quieres?

—Claro que te quiero, Peter. Pero no voy a estar diciéndotelo todo el tiempo.

—Es que no me lo dices nunca, Charly.

—Te lo acabo de decir, Peter.

Peter se fue poniendo cada vez más cariñoso, pero George estaba a punto de llegar. Me pidió que le ayudara a poner la mesa y, cuando George llegó, traía la cena que había comprado en un restaurante bastante caro de Sunset Boulevard en el que preparaban comida indonesia para llevar a casa. Brindamos con margaritas, que a George le salían riquísimas, y vimos en televisión un capítulo de

Gunsmoke. Peter me dijo que me fijara bien en la cara del protagonista. George se rio nervioso, como si Luisito acabara de llamarle a cobro revertido para decirle que en cuanto pudiera iría a Los Angeles a agradecerle los quinientos dólares que me había dado para él.

—Toma otros quinientos —me dijo Peter al día siguiente, cuando George se fue a ver a sus ahijados mexicanos—. No quiero que luego digas que por mi culpa no has podido ir a trabajar y has perdido dinero.

Le di un beso del que no podía tener ninguna queja. Ya había conseguido reunir mil quinientos dólares para Luisito, aunque tenía que descontar los cien de Chuchi y lo que me costara la Polaroid, que de ese capricho no pensaba privarme.

Todos los sábados, George iba a visitar a sus dos ahijados mexicanos, un niño y una niña, hijos de una pareja a la que George había ayudado a conseguir la

green card. Un día me enseñó la foto de la familia y me di cuenta de que el mexicano padre se daba un aire a Luisito Soler.

George empleaba en esa visita familiar como mínimo dos horas, así que Peter y yo teníamos tiempo suficiente para ver la película que nos había prestado Fred el de la funeraria. Montamos en el dormitorio de Peter el proyector casero que George tenía en su habitación, quitamos el espejo que había sobre la cómoda para que la pared sirviera de pantalla y perdimos bastante tiempo en colocar bien la cinta de súper 8. Menos mal que la película era corta.

Bajamos todas las persianas y nos tumbamos en la cama de Peter. Él solo tuvo que estirarse un poco para poner en marcha el proyector. La película era en blanco y negro y la copia estaba hecha una ruina, pero así y todo la cara del marine novato al que seis o siete veteranos le exprimían el rascacielos durante veinte minutos, a lengüetazo limpio, era inconfundible. Una cara larga, huesuda, en la que sobresalían una boca grande pero de labios finos y unos ojos achinados e incongruentemente claros. El rascacielos del protagonista era espectacular y aguantó como un legionario los ataques de aquellos viciosos hambrientos. Cuando la acción empezó a animarse, porque los veteranos diversificaron un poco su interés bucal y se dedicaron también a devorarse el Empire State y el paralelo cuarenta y dos los unos a los otros, Peter ya no pudo aguantar más el cariño que me tenía y se lanzó a devorarme por su cuenta. Yo me puse cómodo, intentando de todas maneras no perder de vista la pantalla, pero terminé enseguida cerrando los ojos para concentrarme mientras canturreaba mentalmente la canción de Roberta Flack, solo que cambiando un poco la letra,

Killing Me Softly with His Hands. Con sus manazas. Canturreaba aquella canción para responder bien al cariño de Peter, pensando en Ronnie.

George y Peter se fueron de gira el tercer lunes de agosto, pero yo les dije que prefería quedarme en North Hollywood. Cuidaría de

Zsa-Zsa. Ninguno de los dos se fiaba lo más mínimo de mis habilidades como cuidador de perras, pero preferían que la dálmata vieja y caprichosa permaneciera en la casa, en el territorio familiar por el que se movía con la histérica desconsideración de Bette Davis en sus buenos momentos. De todos modos, tomaron precauciones. Como hacían siempre en circunstancias similares, volvieron a contar con Raúl para que a la gran dama que jamás había conocido vagabundo no le faltase de nada, ni sus comidas, ni sus medicinas, ni su aseo diario, ni sus paseos después de la cena por el parque, antes de que se hiciera de noche.

Raúl, un tipo regordete y compacto, con el pelo y el bigote teñidos de un negro furioso, era el amante puertorriqueño del propietario de la lavandería a la que George llevaba la ropa todos los sábados a última hora de la mañana, cuando volvía de visitar a sus ahijados mexicanos. Stefan, el dueño de la lavandería, un anciano dulce y paciente que conservaba un afilado acento polaco y al que el día menos pensado encontrarían consumido al pie del mostrador de su negocio, en el que solo trabajaba él de sol a sol, se empeñaba en invitar a sus clientes a refrescos caseros a cambio de un rato de conversación, mientras Raúl, que estaba convencido de tener treinta años menos de los que figuraban en su pasaporte, se pasaba el día a bordo de su antiquísimo modelo de cadillac descapotable, en pantalones muy cortos y muy ceñidos y camisetas de tirantes muy vistosas, buscando planes por Venice y Santa Mónica. Raúl no había trabajado en su vida y Stefan le daba una dieta diaria suficiente para gasolina y para sus caprichos, así que resultaba raro que, siempre que George y Peter tenían que ausentarse durante algún tiempo, aceptara encargarse del cuidado de

Zsa-Zsa a cambio de un puñado de dólares. Yo pensaba que no me importaría ser como Raúl, solo que siempre con treinta años menos y sin el pelo teñido de negro furioso o de rubio platino.

—Hola, tigre —me dijo el primer día, en cuanto llegó—, vamos a hacernos unos sangüichitos para lonchar y luego nos descansamos ricamente en el cauch del

living, que hoy repiten por tiví el

pageant de Miss California.

A

Zsa-Zsa le abrió una lata de comida para perros que la muy señora desdeñó con aires de gran estrella. Luego, en cuanto nos sentamos en el sofá para lonchear como herederos ociosos, Raúl se abalanzó sobre mí con aparatosa desesperación y, cuando quise darme cuenta, me vi encima de él, los dos en cueros vivos.

Zsa-Zsa, tumbada en una esquina del salón, inmóvil, lo contempló todo con el estoicismo de una experimentada institutriz inglesa ante un espectáculo

disgusting.

Apenas llegamos a tiempo de ver la coronación de Miss Santa Bárbara, una rubia grandota que se parecía a Dyan Cannon, como Miss California.

—A ver si mañana encuentro un buen ternerito y lo traigo para que hagamos una combinación bien chévere —me dijo Raúl, después de ducharse y mientras devoraba de un modo muy barriobajero los sangüiches que nos habíamos preparado.

Entonces comprendí por qué aceptaba con entusiasmo la tarea de encargarse de la consentida de

Zsa-Zsa. Por alguna razón, no podía llevar a sus conquistas a la casa que compartía con Stefan, pero eso sí que se atrevía a hacerlo, el muy descerebrado, en la casa de Peter y George. Esta vez, además, al gusto de disponer de un buen sitio para enredar sabroso, como decía Chuchi, añadía la oportunidad de hacer enredos a tres bandas. Me acordé de lo que nos pasaba en Madrid cuando nos preguntábamos unos a otros, después de ligarnos, si teníamos sitio, y muchas veces nos contentábamos con hacer cualquier chapuza deprisa y corriendo en los retretes de Los Sótanos, o nos metíamos en el cine Carretas, cuando no renunciábamos muy a nuestro pesar a los enredos por falta de una habitación propia. En California, en cambio, los amigos se iban de gira y dejaban a tu entera disposición una casa confortable para enredar como artistas viciosos de Hollywood.

Pero no hubo suerte. Raúl no consiguió traer a nadie durante toda la semana. La comida de

Zsa-Zsa empezó a oler mal en su

bowl y yo mismo tuve que encargarme de cambiársela por la de otra lata, que esta vez la perra sí mordisqueó con la desgana de las divorciadas millonarias que han perdido el apetito de tanto someterse a régimen. Raúl solo venía por la tarde, para saquear el frigorífico e intentar repetir conmigo, una y otra vez, la apasionada escena del primer día, pero yo aprendí a escabullirme. Un par de veces le acompañé a pasear a

Zsa-Zsa por el parque, y él se insinuaba con mucho descaro a todos los chicos que hacían

jogging. Uno de ellos, un rubio que se parecía a Ryan O’Neal, nos organizó un escándalo mayúsculo, pero cometió el error de darle una patada a

Zsa-Zsa, que se le echó encima para defendernos con sus elegantes ladridos de soprano, con lo que quedó, ante los curiosos que acudieron al reclamo del barullo, como un perverso maltratador de animales y, por tanto, sin ningún crédito para sus acusaciones de acoso sexual contra nosotros.

Dejé de salir con Raúl y

Zsa-Zsa al parque. Después de cenar, me iba al

sex shop de Lankershim y, un par de veces, me metí en una cabina con caballeros compasivos a los que convencí, después de impresionarlos con la anchura de mis hombros, de que necesitaba cincuenta dólares para poder llegar a San Diego, donde me esperaban mis compañeros del equipo de remo, concentrado allí para unos campeonatos muy importantes. Por la mañana, sin coche, apenas podía alejarme de casa unas cuadras, y en alguna ocasión llevé conmigo a

Zsa-Zsa porque Raúl me había asegurado que, con un perro, el

cruising daba mucho mejores resultados. Pero las únicas que paseaban a sus perros por las mañanas eran viejas leidis muy charlatanas que querían saber muchas cosas sobre España y los españoles. Yo a todas les decía que en España lo único interesante que pasaba era que se estaba muriendo Franco, aunque ninguna de ellas sabía quién era Franco, y alguna pensaba que era un galán de cine italiano.

Por fin me decidí a llamar a Chuchi.

No lo hice antes porque él, cuando quedamos para pagarle los cien dólares de su porcentaje, se puso muy pantera conmigo y me afeó mi conducta durante el rodaje de

Glory Holes y el que hubiera preferido a Ronnie, aquel cheroque mugriento, y hubiera consentido que el muy saramambiche le echase del

set de malos modos. Me dijo que no quería saber nada de mí. Arrancó el toyota como si yo fuera a contagiarle algo y me dejó con la palabra en la boca. Menos mal que habíamos quedado frente al Kentucky Fried Chicken que había en Cahuenga Boulevard, a tres cuadras de casa.

Me costó trabajo dar con él. Siempre andaba jangueando por ahí, fuera de su apartamento.

—Coño,

brother —le dije—, parecemos Taylor y Burton. Peleados a morir, pero sin poder vivir el uno sin el otro.

Ir a la siguiente página

Report Page