California

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1. Sin corazón

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—Ingrésate en

intensive cares si no puedes vivir sin mí, grandísimo comemierda —me dijo él—. Yo no tengo ni un mareíto. Chao.

Y colgó.

Entonces estuve tentado de llamar a Mati Figueroa, simplemente por curiosidad y por hacer algo. Ella no había dado señales de vida desde que, hacía una eternidad, Peter le dijo que volviera a llamarme a la hora de la cena, y de pronto me entró una lógica preocupación por saber qué habría pasado con el pobre Luisito Soler. A lo mejor le habían dejado libre y le habían perdonado la fianza. Claro que quizás aún estuviera en la cárcel, y a lo mejor habían detenido también a Mati Figueroa por compañera de viaje, y a lo mejor ahora había que mandarles no medio millón para la fianza, sino un millón, medio para cada uno. Pensé que era preferible no tentar a la suerte y verme en la obligación moral de enviarles los mil trescientos dólares que tenía guardados, incluidos los mil que George y Peter me habían dado para ayudar a Luisito a escapar de las mazmorras franquistas. Claro que a lo mejor Franco se había muerto, y los de la Junta Democrática habían devuelto a España la democracia y habían decretado una amnistía general, y Luisito y Mati andaban por ahí dando saltos de alegría y celebrando el éxito de la lucha contra la tiranía con cerveza de barril y patatas bravas. Para eso no necesitaban mil trescientos dólares, eso era barato, aunque bastante paleto, pero allá ellos si habían preferido la lucha antifranquista y habían apostado por la beatería de cambiar el mundo, en lugar de irse, como yo, a California, donde el mundo estaba bien hecho y las estrellas al alcance de la mano y jamás llovía y siempre había sitio para los enredos sabrosos.

Así que, cuando Peter llamó y me dijo que el fin de semana se pasarían por casa, porque tenían que recoger alguna ropa, yo le dije que esta vez sí que me gustaría irme con ellos.

Un día, cuando la gira ya se había terminado, Raúl me dijo que no sabía lo que me había perdido, porque fue irme y empezar él a encontrar cada día terneritos sabrosísimos, pero yo, además de no creerle ni una sola palabra, no me arrepentí de haberme marchado con Peter y George a San Bernardino.

El

show de la Gordon National Life se celebraba en el Ramada Inn. Ahí estaban también alojados George y Peter y todo el equipo de la compañía, y a mí me adjudicaron una habitación para mí solo, supongo que para evitar fofocas, como decía Chuchi cuando imitaba a Carmen Miranda y se quejaba de las habladurías contra él, empezando por las de su propia madre. De todas maneras, en la oficina de Los Ángeles de la Gordon National Life tenían que estar curados de espantos, porque allí trabajaba desde hacía treinta años Lana Korey, la abnegada madre de Christopher Korey, un gigantesco jugador rubio de un equipo de fútbol americano de San Francisco que acababa de publicar un libro,

The Christopher Korey Story, en el que declaraba su homosexualidad y contaba su vida cuajada de éxitos deportivos y desgarradores conflictos íntimos. Yo había leído el libro y me había enterado de todo, no sé si porque el tema me interesaba una barbaridad o porque el texto era de una simpleza típicamente deportiva, además de ir acompañado de montones de fotografías en las que Christopher Korey salía siempre tan guapo que daban ganas de comérselo. No veía la hora de conocer a la señora Korey, sobre todo si ello suponía la posibilidad de intimar alguna vez con su imponente y valeroso hijo.

Nada más bajar al

hall del hotel me encontré con Armando, el dudoso agente de la William Morris. En cuanto me vio, dejó la golosa contemplación de un guapo rubio con aspecto de mormón que no acababa de aclararse con la recepcionista, y se me abalanzó para obsequiarme con dos besos muy latinos.

—Dichosos los ojos, Tarzán —me dijo con un coquetón deje de reproche—. He estado casi dos meses sin salir de mi despacho ni para hacerme la

manicure, confiando en que aparecieses de un momento a otro, y he tenido que venirme hasta San Bernardino para dar contigo.

—He estado muy ocupado, Armando.

—Ya me ha contado Peter. Me ha dicho que has trabajado de albañil.

—Algo así —le dije, y pensé que, en cierta manera, no le estaba mintiendo.

Me acompañó a dejar la llave en la recepción.

—Habitación 315 —dijo él, después de fijarse en el casillero en el que dejaba la llave la recepcionista—. Peter tiene la 102. ¿Una habitación para ti solo, Tarzán?

Muy

bitch, le dije que para mí y para mis invitados.

En ese momento vi que George venía a nuestro encuentro muy endomingado y me entró la preocupación por si debería cambiarme de ropa y ponerme algo más formal.

Habíamos hecho el viaje después de almorzar y Peter y George se quedaron en sus habitaciones, George para arreglar unos papeles y Peter para arreglarse él mismo. Yo había dedicado un rato a curiosear, desde la terraza de mi habitación, los trabajos de unos obreros semidesnudos y sudorosos en un edificio en construcción que había a espaldas del hotel, y luego me dediqué a pasearme en cueros por mi cuarto, con la fantasía de que dos o tres de los trabajadores no me perdían de vista, sin comentar nada unos con otros y con la lujuria más insaciable desbocándose en el interior de cada uno de ellos. De pronto, me pareció ver que un negro que estaba prácticamente colgado de una grúa se volvía de cara a mi terraza y hacía un clamoroso corte de mangas, y me asusté. Me duché, me vestí como Lord Pamplin y bajé al

hall.

—¿A qué hora es el

show? —le pregunté a George.

Me dijo que a las siete. Aún quedaban más de dos horas.

—Espero que a Peter y a La Gran Ynka les dé tiempo a arreglarse —añadió, y se echó a reír de un modo muy exagerado, como hacía siempre que quería estar seguro de que yo había comprendido sus bromas.

—De La Gran Ynka respondo yo —dijo Armando, muy profesional—. Claro que Peter necesitará más tiempo.

George volvió a reírse como si ahora tuviera que demostrarme que había comprendido perfectamente la bichería de Armando, y después nos invitó a tomar algo en el

mezzanine del hotel. Yo estuve todo el tiempo mirando hacia la puerta, por si en cualquier momento aparecía el negro del corte de mangas o el encargado de la obra, o la policía, para ajustar cuentas con el cochambroso exhibicionista de la habitación 315. Un botones se acercó a avisar a Armando de que tenía en recepción una llamada de la señora Ynka Pumar, alojada en la

suite Capistrano, y que podía atenderla desde cualquiera de los teléfonos del

hall.

—Problemas seguro —dijo George, nervioso, y consultó su reloj como para calcular si habría tiempo para solucionar los problemas, cualesquiera que fuesen.

A La Gran Ynka la había contratado George para tres

shows especiales dirigidos a potenciales clientes latinos en San Bernardino, Pasadena y Santa Ana. El departamento de

marketing de la compañía prefería contratar a Vicente Fernández, un mexicano que cantaba rancheras llenas de ritmo y estaba haciendo una gira por California, o a un grupo infantil que tenía mucho éxito en las emisoras hispanas de Los Ángeles, pero Peter se puso muy dramático y no paraba de presionar al pobre George, exagerando sin pudor alguno no solo los méritos artísticos de la supuesta princesa inca, sino su inmarchitable popularidad entre el público latino. Hasta yo podía darme cuenta de que la bruja de la Pumar le estaba haciendo chantaje emocional al pobre Peter para conseguir el contrato. El departamento de

marketing hizo una encuesta de urgencia y llegó a la conclusión de que de Ynka Pumar apenas se acordaban algunas abuelas fantasiosas y algunos mariquitas mitómanos y con debilidad por las plumas cuzqueñas y los agudos, precisamente los dos segmentos de población menos interesantes para una compañía de seguros de vida: las abuelitas, porque se morirían pronto, y los mariquitas porque, al no tener por lo general esposa e hijos a los que garantizarles algún bienestar económico, preferían gastarse el dinero en frufrús y potingues. El pobre Peter terminó poniéndose tan indignado, a ratos, y tan plañidero en los momentos de mayor debilidad que hasta yo me di cuenta de que, por alguna razón, no se estaba jugando solo su papel de

chevalier servant de la estridente diva peruana, así que George acabó cediendo y tuvo que echar mano en el departamento de

marketing de toda su autoridad de vicepresidente. Luego, La Gran Ynka puso en manos de Armando Hern la negociación del contrato, y el gran fan de Tarzán se descolgó pidiendo casi el doble de lo que iba a cobrar Paul Anka por tres

shows dirigidos a potenciales clientes

wasp. El precio acabó ajustándose entre continuos ataques de divismo de

miss Pumar, pero a última hora, a punto de empezar el

show, por lo visto se presentaban de nuevo problemas.

—Problema difícil —insistió el pobre George, viendo que Armando Hern tardaba en regresar.

Para colmo, esta vez La Gran Ynka se salió con la suya.

—Dice que el aire acondicionado le ha afectado a las cuerdas vocales —me dijo Armando, a punto de empezar el

show, sentado junto a mí en el Gran Salón President del Ramada—. Va a cantar en

playback.

Hasta Gerald Ford, el presidente de Estados Unidos en aquel momento, habría comprendido que la grandísima zorra lo tenía todo perfectamente premeditado. Por incomprensible que resultara, a nadie se le había ocurrido que aquella bruja era ya incapaz de soltar uno solo de sus legendarios alaridos. Armando y yo nos habíamos quedado en una de las últimas filas de aquel enorme salón dispuesto a modo de anfiteatro, con largas hileras de sillas tapizadas de terciopelo rojo, y que, desde quince minutos antes del comienzo del

show, estaba total y asombrosamente abarrotado de parejas chicanas de todas las edades, algunas acompañadas de sus chamaquitos, todos bien arreglados y muy formales, e impresionados por la elegancia del recinto. En eso se notaba que el departamento de

marketing de la Gordon National Life hacía bien su trabajo si nadie se entrometía. Yo me pregunté cómo reaccionarían todos aquellos honrados y laboriosos inmigrantes, sin duda recelosos de las rapacerías de los gringos, cuando descubrieran que la estrella del

show era una redomada tramposa que no cantaba de verdad. Si pensaban que la Gordon National Life era igual de fullera para todo, el bueno de George podía tener los días contados como vicepresidente.

—Si de estos tres

shows para latinos no consiguen al menos mil quinientas pólizas, George va a pasar a cobrar un chequecito semanal de la Social Security —me dijo Armando, y parecía de veras preocupado por el futuro del bueno de George. De camino, me apretó la rodilla y luego dejó resbalar la mano por todo mi muslo, hasta tropezar con el depósito de artillería, como Chuchi llamaba a veces a la huevera.

Empezó a sonar por megafonía el himno americano y todos nos pusimos de pie y nos llevamos la mano derecha al corazón. Luego, mientras volvíamos a sentarnos, Armando me dijo:

—Menos mal que La Fabulosa Fabiana ha hecho un trabajo fabuloso.

La Fabulosa Fabiana se había encargado de confeccionar el vestuario de la gran diva con un presupuesto raquitísimo, según ella.

Un foco bien potente inundó de luz anaranjada el telón del escenario. Sonó por megafonía un corrido mexicano en versión instrumental, y el agradecido auditorio aplaudió con muchos bríos y mucha emoción. Las cortinas del telón se descorrieron y allí, en el centro del escenario, detrás de un atril, apareció George Ryker, vicepresidente de la Gordon National Life, según anunció por megafonía, en inglés y en castellano, un locutor profesional contratado para la ocasión. George, con su rostro de bebé marchito muy colorado y bañado en sudor, dio la bienvenida a todos, mezclando el inglés con su castellano cauteloso y renqueante, y les deseó que disfrutaran del gran

show que habían preparado para ellos. Luego anunció al

handsome gentleman, gorgeous, big star from Hollywood… Peter Martin!

Todos aplaudieron con tal entusiasmo que se diría que, en efecto, sabían quién era Peter Martin y que lo reconocían de haberlo visto en montones de películas célebres. George se retiró, un muchacho de producción se llevó el atril, y el locutor profesional volvió a anunciar a Peter.

El guapo caballero Peter Martin, gran estrella de Hollywood, hizo una aparición digna de Miss Universo. Sonriente, parsimonioso, con los brazos alzados como un Papa en el balcón de la plaza de San Pedro, llevaba el pelo teñido de un caoba radiante e iba vestido con un modelo en el que se mezclaban el traje de mariachi de fantasía, perfecto para un espectáculo de Las Vegas, con el uniforme de gran gala de general napoleónico. Aquellos trajes se los hacía en Madrid, durante el tiempo que pasaba allí conmigo, en una célebre sastrería de vestuario para cine y teatro, y conseguía que le engordaran la factura de tal modo que la Gordon National Life siempre acababa financiando, sin saberlo, medio año de alquiler de nuestro apartamento.

Al pie del escenario, Mendoza, el reportero gráfico de

Panorama, empezó a sacar fotos como un poseso. Yo no había visto a Huguito de la Cuesta, el director de la revista, pero seguro que andaba por allí.

—Peter hace un buen trabajo, ha nacido para esto —me susurró al oído Armando Hern, arrimándose mucho, y aprovechó para pellizcarme suavemente la cintura.

Peter había nacido para bromear con el auditorio en inglés y castellano, según un guión que el departamento de

marketing de la Gordon National Life tuvo que modificar montones de veces para que Peter no se trabucara con el texto. Había nacido para evocar con mucho dramatismo su propio origen venezolano, la llegada de sus padres a América, lo inteligentes que habían sido al contratar con una buena compañía un buen seguro de vida, gracias al cual él y sus hermanos habían podido prosperar y triunfar incluso en Hollywood. Había nacido para recordarles, de manera muy convincente, a los matrimonios allí reunidos el deber de velar el esposo por la esposa, y viceversa, y ambos por sus hijos, lo cual se conseguía, con enormes ventajas, contratando una póliza de vida de la prestigiosa aseguradora Gordon National Life. Peter había nacido para interpretar, a la manera de los culebrones mexicanos de televisión, al agorero que pronosticaba fatales contratiempos a los cónyuges descuidados que no miraban con sentido de la responsabilidad al día de mañana. Dijo, en inglés y en castellano, que la vida está llena de penalidades de las que ninguno de nosotros podíamos escapar, como se veía en las diapositivas que iban a proyectar para todos a continuación.

Se hizo un oscuro radical en el escenario. Todo el mundo aplaudió por pura inercia. Por megafonía empezó a sonar una música muy triste. Un proyector comenzó a volcar imágenes lastimosas sobre la pantalla que había descendido sobre la embocadura. Una mujer latina enlutada, y sus chiquillos también enlutados, llorando junto al cadáver del padre de familia, amortajado en la cama de matrimonio. Unos agentes embargando la casa a la misma mujer y a los mismos niños. La cama de un hospital donde yacía la misma mujer llena de tubos por todas partes, y rodeada por los mismos niños, hasta que la madre exhalaba el último suspiro. Los niños despidiéndose unos de otros, arrasados en lágrimas, antes de ser ingresados cada uno en un orfanato. Una tumba abandonada, sucia, rodeada de hierbajos y manchada de excrementos de pájaros. Nubarrones oscuros sobre un edificio de apartamentos de un barrio típicamente latino.

Se había hecho un silencio propio del corredor de la muerte. Cuando, de golpe, volvieron las luces, nadie aplaudió. Todos estaban sobrecogidos. Pero todos aplaudieron a rabiar, como impulsados por el instinto de supervivencia, cuando Peter irrumpió otra vez en el escenario con su gran sonrisa y su pelo teñido de caoba radiante y su traje de mariachi napoleónico.

—Qué angustia —dije.

—Es un gran trabajo, beibi —me dijo Armando, y consideró que una buena manera de reconfortarme era comprobar sin miramientos el estado de mi depósito de artillería. Yo me libré de aquella garra de un manotazo.

Peter, en el escenario, parecía el hombre más feliz del planeta. Dijo que, gracias a los seguros de vida de la Gordon National Life, la vida y hasta la muerte en California podía ser de color de rosa. Que, gracias a la Gordon National Life, el futuro era brillante, azul, bonito, soleado. Y que allí estaba, para demostrarlo con su garganta maravillosa, la gran, la mítica, la incomparable ¡

miss Ynka Pumar!

Entre los aplausos de aquella legión de prematuros supervivientes, el locutor profesional anunció:

Ladies and gentlemen, damas y caballeros, con todos ustedes: ¡

miss Ynka Pumar!

La gran bruja apareció convertida en una bandada de loros sobre un zócalo de azulejos cuzqueños falsos y chillones. La Fabulosa Fabiana había hecho, con docenas de plumas y kilómetros de gasa de todos los colores, un trabajo abrumador. A La Gran Ynka costaba verle la carita repintada y las manitas sepultadas bajo sortijas estridentes y descomunales. Un grupo de muchachitos alocados, estratégicamente situados en el centro del salón, empezó a gritarle lindezas a Ynka, como si todos ellos estuvieran a punto de explotar de felicidad.

—También Chuchi hizo un buen trabajo —me dijo Armando, esta vez con las manos quietecitas—. Todas esas gallinas chillonas las ha reclutado él.

Las gallinas chillonas tardaron el tiempo justo en calmarse y, luego, La Gran Ynka se puso a perpetrar el

playback lleno de gorgoritos inhumanos sin preocuparse lo más mínimo de hacerlo con un poco de virtuosismo. Pero nadie se quejó. Nadie dio muestras de disconformidad o de desaliento. Todo el mundo parecía agradecer horrores aquel desahogo, mientras a espaldas de la diva, sobre otra pantalla, se proyectaban esta vez imágenes de cielos limpios, casas bonitas con jardines cuidados, entierros apacibles, chicos latinos con becas y birretes, y el retrato del difunto papá en un marco de plata sobre su mesa de estudio, buenos convites funerales con viudas latinas ofreciendo a sus invitados bandejas llenas de ricas viandas, hermosas coronas de flores como las que encargaba Fred, parques con niños dichosos, ataúdes relucientes, tumbas muy cuidadas en cementerios muy elegantes y, una y otra vez, intercalado sabiamente entre las diapositivas, el logotipo de la Gordon National Life.

La Gran Ynka recibió con parsimonia y muchas posturitas una ovación que parecía interminable, mientras las gallinas chillonas se ganaban con creces el dinero prometido. Me pareció que, con aquellos aplausos incansables, los pobres asistentes trataban de resistirse a otra tanda de imágenes sádicas.

No pudieron remediarlo. Se hizo de nuevo un oscuro invencible. Ahora, con un fondo de música trágica, sobre la pantalla de la embocadura del escenario se proyectaron imágenes de huracanes que se llevaban volando las casas de un barrio típicamente latino, terremotos que engullían la camioneta de un trabajador mexicano que en su último aliento agarraba la foto de su mujer y de sus niños, árboles derribados por vendavales y que iban a caer sobre un matrimonio latino ante los ojos espantados de su hija adolescente, condenada, por la falta de previsión de sus padres, a acabar en la prostitución callejera, según sugería la figura de una puta latina muy descarada que observaba impasible la desgarradora escena.

Antes de que los asistentes pudieran reaccionar y escapar de allí a toda prisa, la luz se hizo de nuevo, Peter volvió a aparecer deslumbrante y encantador, el logotipo protector de la Gordon National Life ocupó toda la pantalla del centro del escenario y, después de que el locutor profesional prometiese todo tipo de felicidad a las parejas que contratasen una póliza, La Gran Ynka regresó al escenario, recibida por Peter como una reina, entre los chillidos de las gallinas incondicionales y los aplausos de los espectadores agradecidos. Mientras ella volvía a despachar un

playback obsceno de puro desvergonzado, a sus espaldas volvieron a proyectarse imágenes de la soleada California y de los sueños californianos, y unas gentiles azafatas comenzaron a repartir catálogos de la aseguradora y formularios para contratar una póliza de vida.

El

show duró apenas una hora. Yo terminé exhausto, pero con unas incontenibles ganas de alborotarme con algún desconocido guapo y travieso en una cama, en un jardín frondoso, bajo un cielo azul e interminable, incluso en un cementerio elegante y bien cuidado. Pero no tuve la menor oportunidad de quedarme a gusto.

Cené con Peter, George, Armando, La Fabulosa Fabiana y Huguito de la Cuesta en el comedor del hotel. La Gran Ynka se había retirado a su

suite y se dedicó a mortificar al servicio de habitaciones con demandas extravagantes y contradictorias. Huguito me ofreció escribir para su revista un reportaje sobre el

show, y a Peter la idea le pareció maravillosa.

—Doce cuartillas —me dijo Huguito—. Te puedo pagar cien dólares.

Acepté el encargo porque de pronto me acordé de que tenía que justificar ante mi familia aquel prodigioso viaje a California.

Todos nos fuimos pronto a dormir. Yo estuve tentado de hacer una escapada por los alrededores del hotel, con la esperanza de encontrar a alguien dispuesto a alborotar un rato conmigo. Pero estaba de verdad agotado. Tuve un sueño en el que aparecían cadáveres muy sonrientes de matrimonios latinos en traje de boda, niños latinos que estudiaban con beca en universidades que parecían palacios, obreros mexicanos que, después de ser aplastados por un árbol arrancado de cuajo por el vendaval, alborotaban conmigo bajo un cielo luminoso, en una playa abarrotada de culturistas rubios que hablaban castellano, y cementerios elegantes sobre cuyas tumbas merendaban bulliciosas familias latinas que hacían un alto en su felicidad para cantar al unísono el himno americano.

De pronto, en medio de la noche, alguien llamó a la puerta de mi habitación.

Me levanté y fui a abrir completamente desnudo. Por culpa de la soñera, no distinguí bien quién había llamado, aunque me pareció Peter. Dejé la puerta abierta y me volví a la cama. Quienquiera que fuese, se acostó a mi lado. Yo me hice el dormido.

Por la mañana, encontré cincuenta dólares en la mesita de noche.

La autopista de San Diego brillaba como un gran río de mercurio. El sol le daba de costado y transformaba el asfalto en una corriente plateada, densa y ondulante sobre la que se deslizaban los coches, que circulaban muy separados los unos de los otros en ambas direcciones. En el radiocasete de la furgoneta de Ronnie sonaba muy alta una canción enérgica, casi apremiante, en la voz de una mujer que parecía dispuesta a empujar fuera de sus casas a todos los habitantes del mundo.

—Joni Mitchell —dijo Ronnie, y Linda, en el asiento de al lado, se puso a vibrar con todo el cuerpo, como si no viera el momento de salirse de sus casillas.

Era martes y, a aquella hora, poco más de las nueve de la mañana, la circulación se había vuelto fluida y desahogada. El sábado por la noche, mientras George, Peter y yo tomábamos en la yarda de atrás de la casa las famosas margaritas de George, acompañadas por las famosas papas bravas de Peter, sonó el teléfono y Peter contestó. Dijo que una chica preguntaba por mí. Me alarmé: si era Mati, después de tantos días, quizás volviera a suplicarme ayuda para pagar la fianza de Luisito. Pregunté, con una sorna que yo mismo consideré demasiado forzada, si la llamada era a cobro revertido, y Peter me dijo que no. Me dijo que era una chica que hablaba español con un acento americano. Era Linda.

Linda seguía con su alegre epilepsia musical.

Ronnie dijo algo de lo que solo entendí que tenía un amigo. Me llevé los dedos a los oídos para culpar a lo alta que estaba la canción de Joni Mitchell de no entender bien lo que Ronnie acababa de decir.

—Vamos a ver a un amigo de Ronnie —me dijo Linda en su buen español con fuerte acento americano—. Se llama Gary. Como Gary Cooper.

Ronnie salió de la autopista y fuimos a buscar a Gary a un condominio desvencijado, con todos los balcones de los muy enclenques apartamentos tapados con cañizos o enredaderas mortecinas. Gary era un tipo de unos cuarenta años, delgado, deslucido, con una gran calva manchada de pecas y una barbita de chivo que le daba aspecto de tronado apacible y desinteresado. Ronnie me pidió doscientos dólares y eso no tuvo que traducírmelo Linda.

—Para combustible —me aclaró Linda, de todos modos, y me guiñó uno de sus grandes ojos azules. Linda se parecía a Sharon Tate.

Lo primero que Linda me había dicho, cuando yo me puse al teléfono el sábado por la noche, era que llamaba de parte de Ronnie. Ronnie, me dijo, estaba a su lado y me mandaba besos. No me imaginaba a Ronnie lanzando besos como la Reina del Instituto. Linda se apellidaba Bernstein, o algo así, y hablaba un castellano tan bueno porque había sido

hippy en España durante más de un año, en Talavera de la Reina. Tampoco me imaginaba a nadie siendo

hippy en Talavera de la Reina, pero Linda era una chica especial, sin duda. Me dijo que Ronnie me invitaba a ir con ellos en su furgoneta a pasar una semana en Del Mar. En Del Mar había unas carreras de caballos muy lindas, me dijo Linda. Yo dudé. Le dije que no sabía si podría arreglar algunos compromisos que tenía para esa semana. El compromiso que tenía era acompañar a George y a Peter y a Paul Anka a tres

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