California

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1. Sin corazón

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shows de la Gordon National Life, dirigidos a familias blancas y protestantes. Entonces se puso Ronnie y me dijo, con su voz de hipnotizador de colegiales desorientados, que fuera bueno con él y con Linda y él sería mejor conmigo. Le pedí a Ronnie que se pusiera de nuevo Linda, y a ella le expliqué que tenía que solucionar algunas cosas y que me llamaran de nuevo al día siguiente, a la hora del lonche. Antes de irme a dormir ya había decidido buscar cualquier excusa para renunciar a la oportunidad de conocer a Paul Anka.

Volvimos a la autopista de San Diego con el combustible de Gary a buen resguardo y con la promesa de Ronnie de llevarnos a desayunar al mejor sitio de zumos tropicales de todo el sur de California. El tráfico seguía siendo fluido y despreocupado, como si todos los que circulaban a aquella hora estuvieran de vacaciones y hubieran decidido tomarse un día entero para conducir con calma. Algunos coches seguían llevando, en el cristal trasero, la foto de los adorables hermanos Kendall, asesinados por el multimillonario amante de su madre. El sol ya había crecido y ahora el asfalto tenía un brillo metálico como el de las alas de un avión. Entonces vi al primer chico conduciendo su coche con el torso desnudo. A nuestra izquierda, un pequeño bosque de eucaliptos se alargaba al borde de la autopista como una asamblea de ancianos pacientes y resignados a la derrota contra la vida ligera y desprevenida. A nuestra derecha, sobre los tejados de las casas de estilo español, se adivinaba el esplendor del mar. En el aire empezaba ya a crecer ese olor a madera tostada que solo he encontrado, a lo largo de mi vida, en California.

Yo viajaba en el asiento trasero de la furgoneta y trataba de encontrar en el espejo retrovisor del conductor la mirada de Ronnie. Pero Ronnie conducía como si viajara sin más compañía que la voz de Joni Mitchell, y no reaccionaba en absoluto cada vez que Linda se aventuraba a acariciarle el brazo o la cara o el muslo enfundado en los sempiternos pantalones de pana de color ceniza. Linda, en cambio, era una muchacha entusiasta que exageraba su aspecto infantil y se prometía constantemente, en voz alta, unos días inolvidables. Cuando Ronnie se desvió por una salida hacia la costa, Linda respiró hondo, se quitó la camisa, hasta entonces precariamente abrochada con solo dos botones, y se quedó con un escueto sujetador de color vainilla ajustado a sus senos pequeños y saltarines. Linda era de Rhode Island y a saber cómo había ido a parar a California y cómo había conocido a Ronnie.

Ronnie nos llevó a desayunar a una hermosa cabaña sobre el Pacífico, camino de Laguna Beach, atendida por chicos y chicas en pantalón corto, ellas con aspecto de

majorettes, y ellos con pinta de

boy scouts. Los zumos eran gigantescos y multicolores y, cuando llegó la factura, Ronnie dijo que eran diecisiete dólares. Yo me acordé entonces de Luisito Soler, todavía en la cárcel de Carabanchel y esperando que entre todos sus amigos reuniésemos el medio millón de pesetas de la fianza.

Y es que el domingo, antes de que Linda llamase de nuevo, lo hizo Mati Figueroa. Me dio una explicación muy confusa sobre por qué no había podido llamar en tanto tiempo, me contó algo sobre un viaje que sus padres le habían obligado a hacer cuando descubrieron que Luisito estaba en la cárcel, y que había olvidado en su casa la agenda en la que tenía apuntado mi teléfono en North Hollywood. Acababa de regresar y quería saber si por fin podría mandarles algún dinero. Le dije que tuviera paciencia, que tampoco en California el dinero caía del cielo. A Peter y a George les aseguré que lo de Luisito Soler iba por buen camino, que el dinero ya se lo había mandado yo mientras ellos estaban de gira, antes del

show de San Bernardino, y que Mati había llamado para darme las gracias a mí y dárselas a ellos. George se puso muy contento y dijo que cuando Luisito, por fin, fuera libre, le mandaría un billete de avión y le invitaría a pasar con nosotros unas vacaciones en América. Luego, a la hora del almuerzo, llamó Linda y, después de decirle que de acuerdo, que podían recogerme el martes, como Ronnie tenía planeado, ella me dijo que llevase conmigo dinero, y yo, ingenuo como un comulgante, le pregunté que cuánto, y entonces se puso Ronnie y me dijo, con aquella voz de seductor de garitas sueltas y medio delincuentonas, que la buena vida no es gratis. No hizo falta que Linda me lo tradujese.

Desde luego, desayunar en aquella coqueta cabaña sobre el océano costaba una fortuna.

Después de tomarme litro y medio, como poco, de zumo de mandarina y pomelo, tuve que ir al cuarto de baño y Ronnie me dijo que me acompañaba. Yo elegí uno de esos orinales pegados a la pared, y él se metió en una de las madrigueras de mofetas, como las llamaba Chuchi. Dejó la puerta entreabierta y pude enterarme muy bien de la fuerza con la que orinaba. Terminé antes que él, pero le esperé jugando un poco con el rascacielos.

Little bitch —dijo Ronnie, sin salir de la madriguera—,

daddy is waiting for you.

Lo dijo como si me hablara al oído, o al menos eso me pareció, pero le entendí cada palabra perfectamente, a lo mejor porque estaba esperando que me lo dijese, o a lo mejor porque, en realidad, solo le entendí

little bitch y lo demás me lo imaginé, tantas eran las ganas que tenía de que me llamara. Papito estaba güeiteándome, como decía Chuchi.

La verdad es que, desde que terminamos de rodar la superproducción de los estudios Montgomery, casi me había resignado a no volver a saber nada de Ronnie. A veces me acordaba de él y me ponía encabritado y lo arreglaba con un solo de zambomba, que era como llamaba el pobre Luisito Soler al pecado solitario —lo de «pecado solitario» también lo decía a veces, con mucha risa, como si necesitara ponerse en ridículo para no quedar como un pazguato—, pero estaba convencido de que nunca me llamaría, porque Tom Montgomery seguramente no volvería a contar conmigo para otra de sus películas medio oníricas y Ronnie, en su pluriempleo, se había limitado a cumplir con una de sus obligaciones profesionales: ponerme a punto. Menos mal que no llegué a mandarle a Mati los mil quinientos dólares.

Peter se enfadó mucho cuando le dije que prefería irme por mi cuenta a San Diego, en autobús, dos o tres días, a conocerlo a mi aire, con algún dinero que tenía ahorrado, además de lo que me había pagado Huguito de la Cuesta por el reportaje sobre el

show de San Bernardino, y que no iría con ellos a conocer a Paul Anka. Peter estuvo el día entero sin hablarme, pero George siempre intentaba comprenderme y le explicaba una y otra vez que no tenía ningún derecho a manejarme como si yo fuera su empleado. El pobre Peter siempre se quedaba con las ganas de contestarle que, pamplinas de amor aparte, eso era yo precisamente, un empleado suyo contratado, a cambio del billete de avión a Los Angeles y cama y comida y dinero de bolsillo, para hacerle compañía normal o, un par de veces por semana, compañía especializada. En realidad, tampoco hacían falta muchas explicaciones, porque George estaba al cabo de la calle, pero a mí me venía bien todo aquel disimulo y me aprovechaba de la comedia de salón que nos traíamos entre los tres. De todos modos, a Peter lo que más le enfadaba era que yo no apreciase lo más mínimo lo bueno que era presentando

shows y que estuviera dispuesto a perdérmelos todos sin entrar en una depresión. Ellos se fueron el lunes, antes de que Ronnie y Linda pasaran a recogerme y

Zsa-Zsa volviera a quedar a merced de la grandísima zorra de Raúl.

Little bitch —fue lo único que dijo Ronnie cuando entré en la madriguera.

Como no había nadie más en los servicios, había acudido a su llamada sin guardarme el rascacielos completamente empecinado. Pero él aquello lo apreciaba tanto como yo el arte de presentador de Peter y no cayó en una crisis de histeria como las fans de David Cassidy ni nada. Ronnie, además, tenía el rascacielos bien guardado, aunque en absoluto decaído, que eso bien que se le notaba en el pantalón. Sonrió como si comprobase que todo estaba saliendo según sus cálculos, y luego me puso la mano en el cuello y empezó a frotármelo como si quisiera ir arrancándomelo poco a poco. Cerré los ojos y noté que me temblaban las piernas. Intenté acariciar los bíceps abultados de Ronnie, pero él, con la mano libre, me indicó que me estuviera quietecito, que mantuviese los brazos estirados y pegados al cuerpo. Enseguida dejé de notar el calor de la mano de Ronnie en el cuello, como si me lo hubiera anestesiado al frotármelo de aquella manera. Luego fui sintiendo la mano de Ronnie en los hombros, en el pecho, en el estómago, en la cintura. Alguien entró en el servicio y aguanté la respiración, pero Ronnie no se detuvo, no dejó de manosearme todo el cuerpo de cintura para arriba. Me clavó despacio los dedos en el hueco que forman las clavículas y luego estuvo un buen rato pellizcándome los pezones y después bajó por el esternón y se empeñó en deformarme el ombligo, como si se propusiera relajármelo para que me entrara por allí su brazo entero. Yo creí que me iba a desmayar por culpa de las cosquillas y no pude evitarlo, me encogí de golpe y gemí y el tío que estaba meando fuera seguro que lo oyó, pero enseguida sonó el agua de la cisterna del urinario y el tipo se fue sin ni siquiera lavarse las manos. Entonces yo empecé a jadear sin preocuparme de que pudiese oírme California entera y creí que Ronnie intentaba taparme la boca, pero lo que quería era meterme entre los dientes el dedo pulgar, y aquel dedo sabía a batido de vainilla y a rascacielos y, sin despegar las manos del cuerpo, fue como si me vaciara entero a latigazos. Ronnie me pasó un metro por lo menos de papel higiénico para que me limpiase y salió tan tranquilo y se lavó las manos y se fue antes de que yo saliese de la madriguera.

Cuando volví a la terraza donde habíamos desayunado, solo encontré a Linda, de pie junto a la mesa.

—Helen nos espera en casa de su madre —me dijo.

No tenía la menor idea de quién era Helen. Ronnie ya estaba al volante de la furgoneta, impaciente, fumando combustible como un

hippy auténtico, y me pidió cien dólares para llenar el depósito en la primera gasolinera que encontrásemos. Tenía puesta una emisora de radio local y el

sheriff del condado hablaba de la detención de más de cien espaldas mojadas en la frontera con México, eso me explicó Linda. Yo llevaba mi pasaporte en regla y un visado para tres meses, pero con permiso para entrar una sola vez en territorio americano. No podríamos visitar Tijuana. El olor del mar iba aplastando la atmósfera con la suavidad de un narcótico y la luz resbalaba sobre las carrocerías de los coches igual que un incendio muy pálido, que quemaba muy lentamente, que empapaba los ojos y hasta se podía sentir en el fondo de la garganta, como si se disolviera en la saliva.

—Helen es vecina de Nixon —dijo Linda, y parecía dispuesta a impresionarme por tener una amiga, o una parienta, o una

dealer tan bien relacionada.

Entramos en San Clemente por una zona de pequeñas y endebles casas de madera. Todas estaban pintadas de colores que alguna vez fueron brillantes, pero ahora velados por una especie de sudor grisáceo pegado a las fachadas, como si las casas hubieran crecido, después de escaparse de un cuento infantil, sin que nadie se preocupase mucho por ellas.

En alguno de los minúsculos jardines había trastos viejos y ropa tendida, pero en otros los propietarios se habían esmerado en montar remedos involuntariamente cómicos de los porches de las grandes mansiones de las estrellas de cine.

Helen vivía en una de aquellas casas, al final de Moreno Street, una calle que parecía haberse formado por trechos, un poco a trompicones, porque cada trescientos o cuatrocientos metros cambiaba de color. Era un efecto raro, difícil de explicar. Porque las casas y los jardines eran todos similares, y todos los árboles de las aceras, magnolios medio desnutridos. Y no todas las casas estaban pintadas del mismo color que las que tenían a uno y otro lado, pero un trecho de la calle era plomizo, y el siguiente era rosa sucio, y el siguiente, verdoso, y después, amarillento. La casa de Helen era amarillenta y, en el jardín, también de un amarillo desgastado, había un tendedero vacío y un velador de piedra blanca con patas de hierro pintadas de purpurina plateada y cuatro sillas blancas de plástico.

Cuando Ronnie me presentó a Helen le dijo que yo era el productor millonario. Ella se colgó de mi brazo imitando a una

starlette casquivana y ambiciosa y me dijo que tenía que convertirla en una bomba sexual para la pantalla, que ella se encargaría de terminar con el reinado de Linda Lovelace.

No comprendí muy bien a qué venía aquello.

Helen ya no cumplía los cuarenta y se empeñaba en disimularlo con unos pantalones celestes tan ceñidos que casi se podían distinguir las toneladas de celulitis en sus grandes nalgas bamboleantes, y con una camisa blanca, anudada a la cintura y abierta hasta casi el ombligo, que rellenaban unos pechos abundantes y desparramados. Pero estaba llena de energía y tenía un pelo frondoso de color fuego y una boca juguetona y unos ojos azules muy grandes y muy cansados que desde el primer momento me resultaron conmovedores. No nos invitó a entrar. Ya tenía preparada una gran bolsa de viaje y, desde la puerta, se despidió de su madre con un berrido que no obtuvo respuesta alguna.

Al doblar la última esquina de Moreno Street, frente a una explanada que quizás llevaba años esperando a que alguien construyera un supermercado o un

parking gigantesco, Linda me señaló la casa de verano de los Nixon. En realidad, solo se veían los muros de protección, construidos a mitad de una ladera que se inclinaba sobre el mar como una matrona bien descansada.

Linda se había venido conmigo al asiento trasero y Helen iba sentada junto a Ronnie, y los tres se pasaban el combustible como pieles rojas zarrapastrosos que habían decidido, encantados, conformarse con un canuto a falta de pipa de la paz. Helen y Ronnie enseguida se enzarzaron en una complicada conversación que, sin duda, me afectaba, aunque solo me di cuenta de hasta qué punto cuando Linda me preguntó:

—¿Cuánto dinero tenemos?

Yo intenté convencerme durante unos segundos de que la pregunta no era para mí, o que iba dirigida a los cuatro.

—Ronnie pregunta que cuánto dinero tienes —me aclaró Linda—. La

suite del Winners Circle Lodge es cara, ¿sabes?

La

suite del Winners Circle Lodge, un precioso hotel de estilo colonial construido junto al hipódromo de Del Mar, era carísima. Ochocientos dólares la noche, dijo el muchacho teñido de rubio platino que atendía la recepción, y precisó que disponía de una cama

king size para dos personas. A mí me quedaban poco más de novecientos dólares y, evidentemente, éramos cuatro personas. Ronnie le preguntó al chico, con su voz de protector de gallinitas descarriadas, si sería posible alquilarla por cuatro horas y cuál sería el precio, y el chico se puso nervioso y dijo que no entraba en las costumbres del establecimiento alquilar habitaciones por horas, pero Ronnie se hizo el ofendido y le aclaró que solo queríamos la

suite, que él ya conocía por haberse hospedado en ella en más de una ocasión, para algunas escenas importantes de una película que empezaría a rodarse en octubre, que nosotros estábamos allí localizando y se trataba, simplemente, de tomar unos planos con el fin de que los productores se hicieran una idea de las dimensiones y el decorado de la habitación, y que, para eso, con cuatro horas teníamos suficiente. Luego, Ronnie me pidió veinte dólares y se los dio al muchacho sin ningún disimulo. El muchacho prometió hablarlo con el gerente y nos pidió un teléfono donde avisarnos. Ronnie le dijo que él le llamaría al día siguiente por la mañana, durante su turno de trabajo. El chico se llamaba Bob.

Okey, Bobby? —le preguntó Ronnie con su voz de seductor de jovenzuelos soñadores, y comprendí que el pobre Bobby estaba en el bote y, probablemente, jugándose el empleo.

Habíamos llegado a Del Mar pasado el mediodía y muertos de hambre. La ciudad, pequeña, limpia y desparramada, como casi todas las localidades de la costa por las que habíamos pasado durante el trayecto, con una aparente informalidad urbanística muy acogedora, parecía a punto de levitar, arrancada de la tierra por tanta luminosidad y por la brisa afilada que llegaba del Pacífico. Había por todas partes chicos y chicas con aspecto de surfistas y matrimonios mayores vestidos con una pulcritud casi incoherente en California. Comimos en un Kentucky Fried Chicken y decidí quedarme con cien dólares y pasarle el resto a Ronnie para que él lo administrara. Helen conocía un motel playero en el que, milagrosamente, había vacantes y conseguimos dos habitaciones dobles por treinta dólares la noche cada una, y Ronnie decidió que él y yo compartiríamos una, y las dos chicas, la otra. Desde que abrimos la puerta de la habitación, Ronnie se comportó como si estuviera solo, como si yo no existiera, pero entró en el cuarto de baño completamente vestido y cerró por dentro la puerta, y salió, después de ducharse, también vestido, con una camiseta limpia y el pelo chorreando. Después me duché yo, con mucho apuro, porque habíamos quedado en vernos los cuatro junto a la furgoneta, al cabo de media hora, para vagabundear por Del Mar.

Ya había carteles por toda la ciudad anunciando la temporada de carreras para finales de septiembre. Montones de muchachos y muchachas semidesnudos iban o venían de la playa, y no me pareció que allí hubiera nadie que trabajara en nada que no tuviera que ver con alimentar, calmar la sed, entretener, embellecer, suministrar dinero o vender apartamentos en condominios que parecían de mentira a todos aquellos jóvenes tan guapos y despreocupados. Helen me había cogido de la mano y me asaltó una oleada de sentido del ridículo, pero nadie se fijaba en nosotros. La tarde estaba llena de cuerpos hermosos y risas inocentes, yo también había dejado mi vida en manos de la despreocupación, y mi dinero —aquel dinero que tendría que estar salvando de la represión fascista al pesado de Luisito Soler— en la cartera de Ronnie, así que de repente me sentía como si acabara de nacer y estuviera sin bautizar, libre de toda culpa pasada, presente o por venir. En un bar que imitaba un salón del

far west, pero con una enorme terraza asomada al oleaje, me exigieron, para dejarme entrar, que me abrochara la camisa, aplicando un encantador sentido de la decencia, pues aquello estaba lleno de chicas con

shorts minúsculos y hombretones con camisetas de tirantes y grandes escotes que dejaban al aire músculos desorbitados.

Los Temptations cantaban

Papa Was a Rollin’ Stone y bebí un par de cervezas mexicanas que lo dejaron todo encantadoramente risueño y desenfocado. Helen no paraba de obsequiarme con achuchones cada vez más temerarios y yo me acordé de nuevo del pobre Luisito Soler, encerrado en una lóbrega mazmorra franquista, humillado sin parar por cejijuntos carceleros sin entrañas, rodeado de la hez de la sociedad, atado con cadenas y grilletes a los barrotes de su celda, obligado a chupársela sin descanso a sus fornidos e insaciables compañeros de presidio, violado por todo el cuerpo de funcionarios libidinosos y corruptos, aunque de físico y dotación espectaculares, como los de los chicazos que yo había visto en las películas de ambiente carcelario que proyectaban en las cabinas para maricas del

sexshop de Lankershim, pero bien empleado se lo tenía el pobre Luisito por empeñarse todavía en cambiar el mundo desde un sitio tan aburrido y tan esclavo como España. En Del Mar, en cambio, el mundo ya había cambiado hacía años y a nadie se le ocurría ponerle pegas. Cierto que Helen, tan desaforadamente femenina, estaba a punto de empezar allí mismo a devorarme como un gran bicho prehistórico, pero había que probar de todo, me dije, había que disfrutar sin tabúes, había que abrirse a experiencias nuevas, hacerse el estrecho quedaba fuera de lugar cuando el mundo era allí, en California, un lugar maravilloso.

La boca de Helen sabía a desinfectante.

Ronnie se hizo un canuto sin la menor cautela y lo encendió a la vista de todos y nadie pareció notar el olor dulzón y pegajoso de la maría.

Cuando empezó a anochecer y todo en el bar parecía medio disuelto en el humo de los cigarrillos y en la terquedad de la cerveza mexicana, que no se me despegaba de los sesos por mucho que visitara los meaderos para vomitar y vaciar la vejiga, Helen dijo que nos fuéramos al motel, los dos solitos, que Ronnie y Linda seguro que tenían sus propios planes. Yo, por una parte, intentaba hacerme el tonto, aparentar que no entendía una palabra de lo que decía Helen, y, por otra, estaba muy excitado ante la perspectiva de ponerme el mundo por montera, de probar lo que jamás me había interesado, de descubrir nuevos horizontes, de demostrarme a mí mismo que era un cosmopolita del vicio de la lujuria, hundido hasta las cejas en el cuerpo agigantado y nebuloso de Helen. Mucho mejor empleados estaban los mil quinientos dólares en liberarme de mis últimas cadenas, las que me arrastraban como una mala perra detrás de cualquier par de pantalones bien ceñidos a los recios muslazos de un buen ejemplar del género masculino, que en aliviarle a Luisito Soler un castigo que seguro que tenía su parte buena, si él sabía relajarse, y que, después de todo, se tenía bien merecido por meterse en política.

Nada más entrar en la habitación que compartía con Linda, Helen se recetó un lingotazo casi suicida de Listerine, y luego me convenció de que hiciera lo mismo y aguantara bien aquel aguarrás en la boca, de modo que también mis labios y mi lengua y mis encías y mis dientes —incluyendo el hueco que me había dejado en la dentadura, recién llegado yo a Madrid, un dentista drástico que me arrancó una muela apenas aquejada de una leve caries; aquel hueco que tanto parecía gustarle a la lengua de Helen— y el techo de mi paladar sabían a desinfectante, como si Helen y yo nos hubiéramos metido de cabeza en una droguería a desplegar nuestras osadías sexuales. Ella luego me convencería de que me había portado muy bien, y la verdad es que fue como la primera vez que bebí coñac, en el campamento del servicio militar, que me entró un calor muy cómico y muy desbocado y todo de pronto me parecía bueno, divertido, apetitoso, todo se me antojaba. Se me antojaban los pechos abundantes y cálidos de Helen, aunque me entró un poco de claustrofobia cuando ella se empeñó en mantener aplastada mi cara contra ellos, como si yo pudiera salvarlos del derrumbe, y tuve que revolverme hasta resultar un poco brusco para que me dejase respirar. Se me antojaba su melena como una almohada de heno levemente humedecido, y sus orejas pequeñas y un poco ásperas en los bordes, y su garganta con aquel brioso sabor salado, y sus hombros como reposabrazos de un sillón muy cómodo, y su vientre que parecía a punto de descoserse por algún sitio mientras yo lo besaba dejándome guiar por aquellas manos tan sabias, tanto que casi me entra complejo de ancianita a la que hay que ayudar a cruzar la calle, pero después de todo ella era la experta, y yo no era más que un gatito, o al menos eso decía Helen, le dio de repente por llamarme gatito entre suspiro y suspiro, entre gemido y gemido, entre resoplido y resoplido, todo un concierto de exclamaciones de gusto, un bullicio gutural muy beneficioso para mi autoestima, milagroso para mi rascacielos, estimulante para mi energía, definitivo para mi puntería, perfecto para acompañar a aquel oleaje de calor desconocido y resbaladizo que me obligó a aguantar la respiración durante una eternidad, hasta que Helen se entregó a sus espasmos y a una parrafada entrecortada, fogosa e ininteligible y yo sentí de pronto como si se me hubiera despegado algún trozo del cerebro. Cuando, al cabo de unos minutos, ya bien cumplido y cumplidor, derrengado, noté que estaba dejándome dormir, como decía Peter cada vez que le atacaba la dormidera en algún momento inconveniente, en realidad me sentía como si me estuvieran enterrando.

Ronnie nos despertó sin ningún miramiento cerca de la una de la tarde. No sé si Helen conseguiría entender algo de lo que nos dijo, pero Linda me explicó luego que Ronnie había llamado bien temprano al chico del hotel, y el chico le había dicho que todo estaba arreglado, pero siempre que guardásemos la máxima discreción. El gerente estaba de acuerdo en alquilarnos la

suite durante cuatro horas, pero tenía que ser aquella misma tarde, y nos costaría cuatrocientos dólares. Doscientos para el chico y doscientos para el gerente, me dijo Linda. Seguro.

Comimos poco y mal, unos emparedados fríos y un helado sin calorías y un poco agrio que era, según Helen, buenísimo para los intestinos. Ellos también bebieron café, dos o tres tazas cada uno, las camareras servían todo el café que se quisiera por cincuenta centavos. Yo tenía una sed mortificante, sed de agua, me bebí dos botellas de un tirón, pero me habría bebido un galón entero. Después fuimos al Winners Circle Lodge en la furgoneta y Ronnie se puso a sacar del maletero, frente a la entrada principal, su cámara, un juego de focos, un par de trípodes, un enorme paraguas blanco para tamizar la luz y dos o tres cajas de película virgen, y ordenó a un botones de pelo blanco y aspecto venerable que lo llevara todo a la

suite Real. Menos mal que nos habían pedido que fuésemos discretos.

Rodamos durante tres horas, y el resto del tiempo hubo que dedicarlo a montarlo y desmontarlo todo. La

suite Real del Winners Circle Lodge era roja y dorada como un burdel para nuevos ricos. Cometí la torpeza de preguntar por qué habíamos tenido que ir hasta Del Mar para rodar algo que podría haberse hecho en cualquier parte, y tuvieron la desfachatez de asegurarme que había surgido sobre la marcha, que nada de aquello estaba preparado, que formaba parte de la bonita excursión con la que habían tenido a bien obsequiarme. Helen se rio mucho con aquella ocurrencia. Entonces me imaginé que era un encargo de algún cliente caprichoso, quizás buen amigo de Helen y, quizás, huésped habitual, junto a su distinguida esposa, de la

suite Real del Winners Circle Lodge. Seguramente, pagaría bien. Y yo no iba a ver un solo dólar de todo aquello, ni siquiera iba a recuperar el dinero que le había dado a Ronnie. Pero no me arrepentía. Aquello era California. Y, además, me porté como un jabato. Cierto que, al principio, con Linda y Helen ya desnudas sobre el raso encendido de las sábanas, mi rascacielos se negó a responder, y Ronnie tuvo que decirme

little bitch al oído, una y otra vez, con aquella voz tormentosa, de estrangulador de muchachitos vírgenes, y estuvo un rato frotándome la espalda como si me despellejara, para luego pegarme de nuevo la piel y cosérmela a pellizcos muy bien calculados. El humo de la maría se quedaba colgando por todas partes con su perfume empalagoso y jovial. Se me cerraron los ojos. Me acordé de la madriguera de mofetas de la cabaña en la que habíamos desayunado zumos gigantescos y multicolores. Y de repente me pareció que el rascacielos tenía el tamaño y el empecinamiento que nunca tuvo.

Linda y Helen celebraron con grandes aplausos y silbidos el efecto impetuoso del masaje de Ronnie, y luego se comportaron entre ellas y conmigo como si en su vida no hubieran hecho otra cosa.

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