California

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Se despidieron en la entrada, con agradecimientos mutuos y un apretón de manos. El padre Azpeitia consultó algo con la conserje y, despidiéndose de nuevo —esta vez con un gesto mudo—, echó a andar en dirección opuesta a la de su despacho. César cruzó la puerta de cristal y emergió a la mañana tersa. Respiró hondo. El aire sabía a pino, a leña recién cortada, a renacimiento. Por el camino arbolado que conducía a la calle tuvo una premonición optimista: a partir de ese momento, las cosas iban a volver a su cauce. Quique Marbán iba a dejar de molestar a Martín. Sofía iba a regresar de sus brumas. Mercedes iba a recapacitar y, al darse cuenta de lo absurdo que era todo, iba a dar por terminado aquel distanciamiento sin causa. Descendió la leve pendiente, franqueó el arco de hierro y salió a la acera al tiempo que un autobús urbano se detenía ante la marquesina con un lamento de frenos. De él bajaron una anciana encorvada y una joven con ropa gótica y el cabello teñido de azul. «Por aquí, abuela», dijo la joven en un tono amable, que no concordaba con su aspecto lúgubre, y ofreció el brazo para que la anciana se agarrase a él. Pasaron juntas frente al anuncio de lencería y, con una lentitud extrema, ascendieron por la avenida de Burgos, probablemente, intuyó César, rumbo a la cercana parroquia de San Miguel Arcángel. El autobús se marchó. El eco de su rugido se extinguió poco a poco, como el grito de un hombre que huye. César empezó a cruzar la plaza desierta. Entonces miró hacia su coche y se dio cuenta de que tenía las puertas y las ventanillas cubiertas por una maraña de rayones furiosos. Corrió hasta él y comprobó con estupor que los rayones eran solo el principio del destrozo. Todo el coche estaba lleno de abolladuras, como si alguien lo hubiera apaleado con un mazo o un bate de béisbol. La luna trasera, los intermitentes y los focos delanteros estaban rotos. Los espejos retrovisores pendían de sus cables como cadáveres sin tripas. En el suelo yacía un tapacubos deformado. Y sobre el parabrisas, con unas mayúsculas grandes y llenas de rabia, había escrita una palabra: LADRONES.

 

 

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