California

California


XIII

Página 24 de 28

X

I

I

I

 

C

ésar O’Malley salió eufórico de mi despacho. La zozobra se había ido y, por primera vez desde el lunes, podía ver las cosas con claridad. Estaba atravesando un bache, eso era todo. Un escollo pasajero que no iba a tardar en vencer. Con mi ayuda, iba a erradicar de su vida —y, lo que era más importante, de la de Martín— la sombra insidiosa de Enrique Marbán. Antes o después, Mercedes iba a darse cuenta de la desproporción de su enojo. Habría disculpas recíprocas y juramentos de que nunca iba a volver a pasarles nada parecido. Mientras descendía por la calle Ibiza, se le ocurrió que podían sellar la reconciliación con un viaje en pareja. Podían ir a Berlín, a aquel hotel tan romántico —el Honigmond, en pleno corazón del Mitte— donde habían pasado su décimo aniversario. O podían probar un sitio nuevo, como la isla de Mykonos, que Mercedes quería conocer desde hacía tiempo. Y, bien pensado, la psicóloga del colegio tenía razón al afirmar que el mal que aquejaba a Sofía se curaba solo y se llamaba adolescencia. De pronto sintió hambre. Eran las seis de la tarde y no había probado bocado desde el desayuno en el Wellington. Dobló a la derecha en la calle Lope de Rueda, recorrió a buen paso tres manzanas, entró en el Burger King de O’Donnell y pidió un menú Whopper con patatas fritas y Coca-Cola. Se sentó junto a la ventana, para poder ver el tráfico de gente y vehículos que bullía infatigable en la tarde perfecta. Mientras comía, entre bocados de hamburguesa y largos tragos de refresco, tuvo la liberadora sensación de que todo iba a arreglarse, de que, tras los sinsabores de los últimos días, su vida empezaba de nuevo.

Después de comer cogió un taxi a OCM y pasó algo más de una hora despachando asuntos urgentes con Concha y atendiendo el trabajo acumulado desde el mediodía. A las ocho respondió el último correo electrónico, una nota de Trevor Dunlop dándole las gracias por la pronta rectificación del contrato. Cerró el ordenador portátil, lo metió en la bolsa y se levantó para irse: estaba impaciente por volver a casa y recobrar su espacio en la familia. Camino del perchero, sonó el teléfono móvil. Dudó un instante. Luego, pensando que podía ser importante, sacó el teléfono del bolsillo del pantalón, miró la pantalla y, al ver que era yo, contestó.

—Hemos tenido suerte —le dije.

Había hablado con el detective —un expolicía llamado Sanjurjo, que llevaba años haciendo encargos para mí— y resultaba que ya había investigado a Marbán para otro cliente el verano previo, por un caso de morosidad. Podía no haber dicho nada y haber cobrado el informe como si fuera nuevo —es lo que habría hecho la mayoría, me aseguró—, pero había decidido regalármelo en virtud de nuestra larga colaboración.

—Me lo va a mandar mañana en cuanto tenga un momento para buscarlo, pero me ha adelantado bastantes detalles. ¿Te cojo bien? ¿Quieres oírlos?

César desanduvo sus pasos, dejó sobre la mesa la bolsa del ordenador y se sentó de nuevo en la silla.

—Sí, claro —dijo con la mirada perdida en la ventana, en la inmensidad titilante que a esas horas era Madrid.

Y le conté lo que me había contado Sanjurjo.

Enrique Marbán había nacido en Getafe en el sesenta y nueve —era, por tanto, dos años más joven que César y yo—. No tenía el bachillerato y laboralmente había hecho un poco de todo. Había limpiado cristales. Había repartido bombonas de butano. Había repuesto productos en Continente. Había sido camarero en varias cafeterías y guardia de seguridad en el metro, de donde lo habían despedido por apalear a un inmigrante peruano que se había saltado el torniquete. En el año dos mil cinco le tocaron ciento treinta mil euros en la lotería. Usó el dinero para pagar la entrada de un piso en Tetuán —en el banco solo les faltó ponerle una alfombra roja— y, siguiendo el consejo de su cuñado —un tal Agustín, quien le convenció de que era una inversión infalible—, para abrir un almacén de pinturas en un local de la calle Bravo Murillo. El negocio no llegó a prosperar. Hubo complicaciones en la reforma del local. Por más aislamiento que se empleó, no se pudo detener el avance de unas humedades cavernosas que impregnaban el aire de un irrespirable olor a escayola mojada. Además, aunque pasó muchas horas leyendo literatura especializada, Enrique Marbán no aprendió lo suficiente sobre pinturas como para ganarse la confianza de la clientela. No sabía distinguir entre un tinte, un esmalte o una pintura plástica. Ignoraba cómo se mezclaban los colores. No tenía ni idea de qué producto era mejor para pintar un muro de cemento, una mesa de madera o un radiador doméstico. Por si eso fuera poco, en el año dos mil ocho estalló la burbuja inmobiliaria. De la noche a la mañana, la periferia de Madrid se convirtió en una tierra de nadie, un paisaje inhóspito, hecho de montañas de grava, grúas muertas, calles sin asfaltar y mastodónticos bloques de viviendas, algunos a medio construir, otros acabados con prisa, todos habitados por la ruina. Privado de su mercado primordial —el de la construcción—, el almacén languideció hasta acabar sucumbiendo a las deudas. A principios de dos mil nueve, Enrique Marbán echó el cierre y se declaró en bancarrota. Entonces el banco cambió de cara. Dejó de sonreírle, de hacerle reverencias. Le cerró de golpe el grifo del crédito y, veladamente al principio —a través de misivas que oscilaban entre la cortesía y la amenaza—, abiertamente después —cuando se hizo evidente que el país se iba a pique—, colgó sobre su cabeza la espada de Damocles del desahucio. Abrumado por la presión, Enrique Marbán vendió el negocio por una suma ridícula, que apenas alcanzó para saldar las deudas más acuciantes y mantener a raya, al menos por un tiempo, el monstruo de la intemperie. Desde entonces se ganaba la vida como transportista ilegal. Cada mañana se plantaba a la puerta del Ikea de San Sebastián de los Reyes y competía con los acarreadores rumanos por llevar los muebles embalados de los clientes en su furgoneta, el único activo que había salvado de la mala venta del almacén.

Los vecinos con quienes había hablado Sanjurjo lo describían como un hombre irascible y gritón, proclive a los altercados. El más recordado por todos había tenido lugar una tarde de dos mil ocho en una ferretería de la calle Infanta Mercedes, cuando acusó a un hombre llamado Ismael Cuerda de adelantársele en la cola. Cuerda replicó que no era cierto, que él había llegado antes, y el ferretero le dio la razón. Enrique Marbán se fue de la tienda enfurecido, profiriendo insultos a voz en cuello. Regresó después de la hora del cierre armado con un martillo y, ante el asombro de varios transeúntes, se puso a golpear el escaparate con una furia desatada. El ataque se saldó con una noche en comisaría —que pasó en vela, despotricando entre dientes contra Ismael Cuerda y el ferretero— y una cuantiosa denuncia por daños, lo peor que podía pasarle dada la precariedad de sus finanzas. Pero su carácter podrido no solo se manifestaba en la calle. Todo el mundo sabía que maltrataba a su mujer. Las broncas nocturnas eran tan ruidosas, que en varias ocasiones los vecinos se habían visto obligados a llamar a la policía. Que se supiera, la mujer nunca había presentado una denuncia. Cuando alguien en las tiendas del barrio se atrevía a preguntarle cómo estaba, ella respondía que bien, gracias. Si insistían, apartaba la vista y murmuraba que por favor se metieran en sus asuntos. A su hijo Enrique Marbán lo quería con un amor severo e injusto. Convencido de que para ser alguien de peso hacía falta una buena formación y de que el único modo de adquirirla era yendo a un colegio privado, lo había matriculado en El Recuerdo en el año dos mil cinco, tras el golpe de suerte de la lotería, y desde entonces había hecho lo imposible para que, pese a los reveses económicos que vinieron luego, su vida no se viera alterada, para que no notase que el mundo —su mundo— se desintegraba sin remedio. Con un esfuerzo ímprobo —posponiendo el pago de deudas, recortando al máximo el gasto familiar, haciendo malabares con sus exiguos ingresos—, Enrique Marbán lograba a duras penas mantenerse al día con las cuotas del colegio mientras el Cobrador del Frac lo seguía por la calle y las notas de embargo se apilaban como esquelas mortuorias sobre el mueble del

hall. Pero no era una entrega altruista. A cambio de tanto sacrificio, no aceptaba de Quique otra cosa que la perfección. Apenas elogiaba sus logros —eran de esperar, según él, con las facilidades de que disfrutaba— y aprovechaba el más mínimo desliz —una nota mediocre, un penalti mal lanzado, un mohín de tedio al hacer los deberes— para reñirlo con aspereza y echarle en cara las privaciones que sufría la familia para que él pudiera estudiar en un colegio tan selecto. Mal que bien, Quique capeó con éxito los tres primeros cursos de la educación primaria, pero antes de que acabara el cuarto sucumbió bajo el peso combinado de las peleas nocturnas —que escuchaba aterrorizado desde su habitación— y de la responsabilidad impuesta de enmendar los fracasos paternos. Entonces descuidó los estudios, le perdió el respeto a los profesores, empezó a enzarzarse en peleas con sus compañeros y se convirtió en lo que los curas denominaban «un alumno problemático».

Con la justicia Enrique Marbán había tenido dos encontronazos serios. El primero fue cuando hizo pedazos la luna de la ferretería. El segundo, aún sin resolver y mucho más grave, ocurrió en la primavera de dos mil diez, cuando un electricista de Móstoles llamado Juan Cobo lo acusó de pederastia por haber tratado de acostarse con su hija de catorce años. Al parecer Enrique Marbán había contactado con ella a través de una red social de Internet y, tras varias semanas de ladinos tanteos, había propuesto una cita real en un banco del Retiro. Por suerte, la entrevista no pasó a mayores. No llevaban ni diez minutos hablando cuando acertó a pasar por allí un hermano de Juan Cobo. Iba camino del estanque con sus dos hijos menores y, al ver a su sobrina en compañía de un adulto desconocido, se acercó extrañado para averiguar qué ocurría. No le dio tiempo a llegar. En cuanto percibió su presencia, Enrique Marbán se levantó de un salto del banco y echó a correr despavorido entre los olmos y los grupos de paseantes. El juicio se iba a celebrar en noviembre. El sumario del caso —al que Sanjurjo había tenido acceso gracias a un funcionario que conocía en el juzgado— contenía las transcripciones de las charlas virtuales y tres fotografías que la policía había encontrado en el ordenador de la chica: Enrique Marbán sin gafas, con las marcas rosáceas de las plaquetas a ambos lados de la nariz, blandiendo una sonrisa de sátiro; Enrique Marbán flexionando los bíceps, desnudo de cintura para arriba; Enrique Marbán blanquecino y velludo, tumbado en una cama en calzoncillos.

—Con esos antecedentes, no tiene nada que hacer —le dije a César.

—Me alegro de no haber tenido esa información esta mañana.

—¿Y eso?

—No sé lo que le habría hecho.

—Es mejor no pensarlo.

—Ya.

—En cuanto me llegue el informe, hago una copia y te la mando.

—Gracias, Beltrán.

—De nada.

—Hablamos la semana que viene para lo de la cena, ¿vale?

—Vale. Y no te preocupes, de verdad. No merece la pena.

—Un abrazo.

—Adiós.

César colgó el teléfono y permaneció en la silla unos instantes, contemplando el fulgor nocturno de Madrid, los ríos de farolas y tráfico que, como venas candentes, surcaban de un lado a otro la ciudad oscurecida. «Tiene razón», pensó, guardando el teléfono en el bolsillo de la chaqueta. No merecía la pena preocuparse. No tenía sentido dedicarle un pensamiento más a aquel hombrecillo pernicioso, cuyo único don parecía ser convertir en dolor todo aquello que tocaba. Lo más sensato era alejarse de él, olvidarlo, no dejar que sus vidas volvieran a rozarse. Por enésima vez en aquel día infame, echó de menos a su familia. La añoró con una nostalgia densa que le oprimía el pecho y le impedía respirar con holgura. Entonces se levantó, cogió la bolsa del ordenador y la gabardina y salió de OCM decidido a hablar con Mercedes. Aquello se tenía que acabar, se dijo en el ascensor. No podían permitir que un simple malentendido diera al traste con dieciséis años de dicha. Cruzó la puerta giratoria, recorrió los bajos inhóspitos del edificio y paró un taxi en el fragor de la calle Orense. Cuando el taxista le preguntó adonde iban, dudó. Su plan inicial era presentarse en la galería, pero cayó en la cuenta de que el viernes había inauguración —exponía su obra un artista chileno llamado Héctor Martel—, y Mercedes estaría ocupada con los preparativos. Mejor no molestarla, pensó. Ya hablarían con calma más tarde. «A la calle Argensola, por favor», dijo, y sintió que, tras el desbarajuste de los últimos días, las piezas de su vida volvían a ponerse en su sitio. La sensación creció durante el viaje, mientras el taxi se abría camino a través de la ciudad encendida, y se hizo certeza pocos minutos después, cuando César se encontró a Fermín y a Lupe bebiendo champán en la garita del portal. Encima de la mesa, junto a las revistas de crucigramas, había una botella descorchada, una pequeña columna de vasos de plástico, un sobre abierto y una hoja impresa con las marcas visibles de dos dobleces. Fermín extrajo un vaso del extremo superior de la columna y vertió en él tres dedos de champán.

—Estoy bien —dijo, ofreciendo el vaso a César y señalando con la mano libre hacia la hoja impresa—. No tengo cáncer.

Seguía estando demacrado, pero la mirada le brillaba como antes de que lo desmadejara la angustia. El alivio le hacía parecer más alto, más liviano en sus movimientos.

—Me alegro mucho.

—Y mira que no decirme nada... —dijo Lupe meneando la cabeza, al borde del llanto.

Su marido le rodeó los hombros con el brazo y la atrajo hacia él.

—Por usted, Fermín —dijo César, y acercó su vaso a los de la pareja.

—Por los milagros —añadió Fermín.

Bebieron un sorbo a la vez y se quedaron en silencio, sonriendo, unidos por el calor de la buena noticia. Entonces, como si se acabara de acordar, Fermín dijo que estaban a punto de venir a recogerlos sus dos hijos, para ir a cenar todos juntos, e invitó a César a quedarse un momento y saludarlos. César le dio las gracias y, mirando el reloj, dijo que lo sentía, pero tenía que irse. Aunque la invitación sonaba sincera, le pareció que no había sitio para él en una celebración tan íntima. Además, eran ya las nueve menos cuarto y se moría de ganas de llegar a casa para empezar a recobrar a su familia. Bebió de un trago el champán que le quedaba, se despidió y se dirigió lleno de optimismo al ascensor, convencido de que la resurrección de Fermín —¿de qué otra forma podía llamarse lo que le había ocurrido?— era una señal, una prueba fidedigna de que en esta vida había arreglo para todo. Si la enfermedad del portero tenía marcha atrás, ¿cómo no iba a tenerla el enojo de Mercedes? Si la masa extraña que le habían detectado en el pulmón era un desorden benigno, ¿por qué no iba a serlo también la hosquedad de Sofía? Entró en el ascensor, pulsó el botón del cuarto piso y, mientras ascendía por la tráquea oscura del edificio, se dibujó en la mente una estampa de lo que le esperaba en casa. Puede que Ramona aún no se hubiera ido. De ser así, estaría limpiando la cocina con la radio puesta, o regando las plantas con una botella de plástico porque no se manejaba bien con la elegante regadera metálica que Mercedes había comprado en Vinçon. Los que estarían seguro eran los niños. Martín en el salón, jugando con la PlayStation en el televisor grande. Sofía en su cuarto, ensimismada, envuelta en el claro vaho del ordenador.

Enseguida comprobó lo desencaminadas que estaban sus ensoñaciones. Encontró la casa oscura y fría, como si llevara semanas deshabitada. Encendió la lámpara de la entrada y dejó la bolsa del ordenador sobre el mueble, junto a la fotografía del balancín. La visión de su familia unida, bronceada por el sol de California, suavizó la decepción del hogar vacío. Colgó la gabardina en el perchero y se dirigió hacia el salón prendiendo luces a su paso, como si la claridad de las bombillas pudiera ayudarle a elucidar la ausencia de sus hijos. Que él recordara, Martín tenía libres las tardes de los miércoles. Por lo general las pasaba en casa bajo el cuidado de Ramona, haciendo los deberes y, cuando acababa, jugando con la videoconsola o leyendo los cómics de su padre, a los que últimamente había empezado a aficionarse. Las únicas causas lógicas de su ausencia eran que estuviera con Mercedes en la galería —posible pero improbable, dada la inminencia de la inauguración y la febril actividad que eso conllevaba—, o que hubiese ido a merendar a la casa de un amigo. En cuanto a Sofía, Madrid era un parque de atracciones para una adolescente de dieciséis años. Menos estudiando con su amiga Sandra —que era, seguramente, donde le había dicho a su madre que iba a estar—, podía estar en cualquier sitio. El termostato digital del salón marcaba solo quince grados. César lo subió a veintitrés y, como si pudiera sentir ya el ascenso de la temperatura, se aflojó el nudo de la corbata. Se volvió hacia el centro del salón, hacia el sofá y la mesa de cristal del tresillo. Recorrió con la vista las estanterías, los lomos de los libros, el amplio arco de la lámpara. De pronto todo le pareció ajeno y sintió lo mismo que solía sentir de niño cada vez que regresaba al dúplex del paseo de Zorrilla tras los largos veranos en el valle de Napa. Que aquel ya no era su hogar. Que entre él y esa vivienda no quedaba ningún vínculo. Su intención era ducharse y cambiarse de ropa antes de que llegara Mercedes, pero el súbito extrañamiento lo había perturbado tanto, que empezó a recorrer uno a uno todos los cuartos de la casa, en un intento urgente de reconciliación.

Del salón fue a la cocina. Se sentó en un taburete e imaginó a su familia desayunando entre risas en la luz mixta del alba. De allí fue al dormitorio. Se tumbó atravesado en la cama, boca arriba, con las manos enlazadas en la nuca, y se dejó impregnar por el recuerdo de las miles de noches que había pasado con Mercedes. La vio de pie sobre la alfombra, desvistiéndose antes de acostarse. La vio descalza, en pijama, colgando una blusa blanca en el armario. La vio incorporada junto a él en la cama, con una novela abierta sobre las rodillas, leyendo en voz alta las frases que más le llamaban la atención. Cerró los ojos y sintió su aroma elástico y el calor de su cuerpo desnudo bajo la colcha. Del dormitorio pasó al baño pequeño, y luego al grande, donde oyó a los niños hablarse frente al espejo con la boca llena de pasta dentífrica. Siguió rescatando vínculos en su despacho, en la terraza, en el pasillo. Camino de la habitación de Martín le pareció atisbar a través de la puerta abierta la pantalla iluminada del ordenador de Sofía. La vio y no la vio, como un espejismo fugaz, como un mensaje inserto entre los fotogramas de una película. Pensó que aquella era la ocasión perfecta para asomarse a los secretos de su hija, pero entonces recordó lo que la psicóloga les había dicho a él y a Mercedes: que tenían que confiar en ella. Siguió andando, entró en el cuarto de Martín, encendió la lámpara de la mesilla y se sentó con las piernas abiertas en una esquina de la cama. Ya no se sentía un extraño. Cogió de encima de la cómoda una fotografía enmarcada de su hijo y, mientras la estudiaba, le pareció que la casa nunca había sido más suya, que aquellos muros nunca habían protegido mejor los latidos de su familia. En la fotografía, Martín llevaba puesto el uniforme reglamentario del equipo de fútbol del colegio: camiseta rayada azul y blanca y pantalones y medias azules. Estaba muy erguido, con las manos en la cintura y un pie encima de un balón, y le iluminaba el rostro una sonrisa diáfana. La sonrisa franca de los O’Malley, pensó César con orgullo. Entonces se fijó en algo que sobresalía entre los dos cajones inferiores de la cómoda, una estrecha cinta marrón, que colgaba de la ranura dibujando una leve curva, como una lengua burlona. Dejó la fotografía en su sitio, estiró el brazo y palpó la cinta con los dedos índice y pulgar. Era una correa de reloj de piel, algo raída en los bordes. Tiró de las asas del último cajón para liberarla y vio que el resto del reloj se hallaba dentro de una caja de cartón estampada de cuadros escoceses verdes. Apartó la tapa, cogió el reloj y, volviéndose hacia la lámpara, lo estudió de cerca. Se trataba de un viejo Festina de cuerda, con la caja dorada, el fondo amarilleado por el tiempo y las agujas detenidas a las cuatro y veintiséis. Lo observó un largo rato, sofocado por el hálito denso de sus implicaciones. Por fin lo colocó sobre la cama, en el centro del cobertor rojo. Con un nudo en la garganta, sacó la caja de la cómoda y dispuso alrededor del reloj los demás objetos que había en ella: una pistola de agua, dos teléfonos móviles apagados, un

transformer, tres reproducciones metálicas de los coches de la película

Cars, un Pikachu de trapo, un DVD portátil en forma de Bob Esponja, unas gafas de espejo con la montura de plástico blanco, una figura de Súper Mario, cinco relojes más —dos de ellos digitales— y una calculadora solar con una etiqueta de Dymo pegada en el reverso que decía: «Propiedad de Javier Ramírez Pou». A César le faltaba el aire. Se aflojó más la corbata y reordenó los objetos varias veces, tratando de hallar en ellos algún sentido que no fuera el evidente. Alzó la vista despacio y, con las gafas de espejo en la mano, contempló de nuevo la fotografía de Martín. ¿Cómo no se había dado cuenta? ¿Cómo había estado tan ciego? Aturdido, se volvió otra vez hacia el despliegue de objetos y se preguntó qué otras partes de su vida no eran lo que parecían. Caviló con fuerza, apretando las mandíbulas hasta que los dientes empezaron a dolerle. Entonces se encendió en su mente una sospecha grotesca, apenas concebible. Arrojó las gafas sobre la cama, salió al pasillo y entró con el corazón en la boca en el cuarto de Sofía. El ordenador tenía activado el salvapantallas. En el monitor negro flotaban unos tentáculos de colores mutantes. Iban de un lado a otro, lentos, sinuosos, como medusas en un mar oscuro. César pulsó la barra espaciadora y los tentáculos se desvanecieron. En su lugar apareció la brillante ventana de un chat. El último comentario —un simple «chao, nos vemos en clase»—, era de las ocho y diez de la mañana. Sofía habría entrado nada más levantarse y luego, con las prisas, habría olvidado apagar el ordenador. César se sentó en la silla y leyó. Entre las ocho y las ocho y diez, Sofía había chateado simultáneamente con dos cibernautas cuyos alias eran Tibu y Algodón de Azúcar. Era una charla atropellada, plagada de abreviaturas, emoticonos y faltas de ortografía, en la que quien hablaba no era la Sofía huraña que durante los últimos meses había arrastrado su mal humor por la casa, sino la otra, la que esa mañana se había contoneado con la parka abierta ante el anuncio de lencería de la marquesina. Era, también y pese a ello, una charla bastante inocente. Tibu aseguraba que a un tal Rafa Montes le gustaba mucho una tal Ana Ochoa y esa mañana iba a intentar enrollarse con ella en el recreo. Algodón de Azúcar opinaba que el tal Rafa Montes era un baboso y no tenía ninguna posibilidad, con lo cual Sofía, que era la única que no usaba alias, parecía estar de acuerdo. «Es + feo q una nevera por detrás ©», escribió justo antes de despedirse, y César no pudo evitar sonreír porque sabía de dónde había sacado su hija una expresión tan rebuscada. Se la había oído a su primo William, quien la había usado el pasado verano durante una barbacoa familiar en la casa de Oakville para referirse a la novia de un amigo del instituto. Los adultos presentes —César entre ellos— no habían sabido si reírse por el ingenio de la frase o si reprender al chico por su falta de consideración. Dejó de sonreír en cuanto empezó a leer la conversación que Sofía había mantenido entre las siete cincuenta y dos y las ocho con alguien que se hacía llamar Clark Kent. Tras los saludos iniciales, Clark Kent quiso saber qué llevaba puesto su princesa, a lo que Sofía replicó que aún estaba en pijama.

—¿Me echas de menos?

Tras una pausa de un minuto, Sofía contestó que un poco.

—Yo no hago otra cosa que pensar en ti. Quiero verte.

—OK, pero en esa pensión no. No me gusta.

—¿Por qué?

—Xq no ☹.

—Vale, no te preocupes, busco otro sitio.

—Y me tienes q dar +.

—Más qué.

—Q va a ser.

—Pero si la última vez te di ochenta euros.

—Tú verás.

—No sé.

—Pues entonces adiós.

—No, no. Espera. Te doy cien.

—☺

—Me mandarás una foto al menos.

—Ya tienes muchas.

—Cómo eres. Bueno, pues te mando una yo, para que no me olvides.

Junto al comentario había un icono: un sobrecito prendido con un clip. César hizo clic en él y ante sus ojos surgió una fotografía de cuerpo entero de Enrique Marbán. Estaba de pie, con el torso desnudo y los brazos cruzados sobre la medalla de oro de la Virgen María. La blancura lechosa de su cuerpo contrastaba vivamente con el rubor de su rostro, como si estuviera hecho de dos hombres distintos y una parte no acabara de encajar con la otra. A pesar de su escasa estatura, los pantalones le quedaban cortos. Entre la bastilla y las agujereadas zapatillas de estar en casa brillaban unos calcetines blancos de deporte, decorados con una franja azul y otra roja. Tenía el pelo húmedo, peinado hacia atrás, y miraba a la cámara con una sonrisa exenta de gafas. Tras él se veía un fregadero rebosante de cacharros y un frigorífico con tres imanes en forma de pez adheridos a la puerta, todos ellos con las colas rotas.

Ir a la siguiente página

Report Page