California

California


XIII

Página 25 de 28

César sintió que se hundía, que su cuerpo caía hecho jirones a través de un abismo viscoso. Le costaba trabajo respirar. Con cada inhalación, irrumpía en su boca una sustancia sofocante y grasienta. Entonces lo atacó la náusea. Empezó en el estómago, con un vuelco súbito que le contrajo el abdomen y le obligó a doblarse en dos sobre la mesa. Luego, transformada en una llamarada líquida, le trepó por el pecho y se le aferró con violencia a la garganta. Medio ahogado por las arcadas, César se puso en pie, salió de la habitación con una mano en el estómago y la otra en la boca, entró corriendo en el cuarto de baño, levantó la tapa del inodoro y, apoyándose en la cisterna, sujetando la corbata para no mancharla, vomitó la hamburguesa con patatas fritas que había comido esa tarde. Se vació por completo, en una cruda sucesión de espasmos que le tensó el cuello hasta el límite y le llenó los ojos de hilos de sangre. Al acabar, temeroso de que, tras el esfuerzo, las piernas no pudieran seguir sosteniéndolo, se sentó en el borde de la bañera, con la cabeza hundida y los antebrazos apoyados en los muslos. Sudaba profusamente. Le temblaba el cuerpo. La boca le sabía a comida regurgitada. Con dedos vacilantes, sacó el teléfono móvil del bolsillo del pantalón y llamó a Sofía. La señal sonó cuatro veces. Luego saltó el contestador: «Ahora no puedo hablar. Deja un mensaje y te llamo más tarde». César dudó un instante, confuso por la infantil nitidez de la grabación, casi convencido de que, pese a la evidencia, no podía haber relación entre una voz tan diáfana y la sórdida tragedia que se había desatado. «¿Dónde estás, hija? Llámame, por favor», acertó a decir antes de colgar. Permaneció más de un minuto con el teléfono en la mano, mirándolo con tozudez, deseando con todas sus fuerzas que rompiera a sonar de repente. Al entender que eso no iba a ocurrir, lo guardó, se atenazó las sienes, cerró los ojos y, asqueado por la acidez de su propio aliento, repasó frase a frase la charla electrónica de Sofía. La reconstruyó una y otra vez, repitiendo las palabras en el silencio abrumado de su mente. Y cuanto más la repasaba, cuanto más se hundía en sus purulentas implicaciones, más deseos tenía de destrozar a Enrique Marbán. Quería golpearlo hasta quebrarle el espíritu. Quería pisotear su repugnante cuerpo de sátiro. Quería hacerle pagar por la abominación que había cometido contra su hija. La rabia lo puso en pie. Abrió el grifo y se enjuagó la boca. Luego, sin perder tiempo en secarse, fue al

hall, se puso la gabardina y salió de casa. Bajó a toda prisa por las escaleras, agarrándose al pasamanos para apurar los recodos. A mitad de descenso, mientras salvaba el rellano entre el tercer y el segundo piso, pensó que debía llamar a Mercedes, pero enseguida cambió de idea. Estaba ansioso por castigar a Enrique Marbán y no iba a permitir que nada se interpusiera en su furia. Ya habría tiempo más adelante para dar explicaciones. Tardó dos tramos de peldaños en comprender que se trataba de una excusa incompleta, y otro más en aceptar que Enrique Marbán no era el único destinatario de su cólera. Si no avisaba a Mercedes era, sobre todo, porque la creía responsable de lo que estaba sucediendo. Si le hubiera hecho caso, pensó lleno de ira; si en vez de dejarse convencer por la balsámica palabrería de la psicóloga, hubiera mostrado algo de fe en la intuición de su marido; si hubiera accedido a buscar con él una segunda opinión, Sofía habría vuelto a ser quien era y no habría caído en las garras de un pederasta. El silencio era la forma que, ofuscado como estaba por la rabia y la preocupación, había elegido para escarmentar a Mercedes. En el portal se cruzó con Humberto Flor, el vecino del primero derecha, que venía de pasear a Eros. Contestó a su jovial «buenas noches» con un «hola» entre dientes. Al esquivarlo para seguir su camino, pasó a pocos centímetros de la portería y echó un vistazo a su interior. Estaba vacía, apenas iluminada por la lámpara esférica del portal. La botella de champán seguía en pie sobre la mesa, con el corcho hundido a medias en la boca. A su alrededor, en un sencillo desorden, estaban esparcidos un arrugado pañuelo de papel, la jaula metálica del corcho y cuatro vasos de plástico.

En cuanto salió a la calle, notó cómo el sudor se le enfriaba. Primero el del cuello, expuesto de repente al frío punzante del otoño. Luego, a medida que ascendía por la calle Argensola, también el del pecho y las piernas. Su intención era coger un taxi en Génova, pero la fuerza de la costumbre —ese era el camino de la galería— le hizo girar a la derecha en Orellana. Cuando se quiso dar cuenta de la desviación, ya había recorrido media manzana. En vez de volverse y desandar sus pasos, decidió continuar hasta el próximo cruce, el de la calle General Castaños, y allí retomar el rumbo torciendo a la izquierda. Caminó deprisa, con la gabardina abierta y la ira bulléndole en las sienes. Nada más doblar la esquina, al pasar ante la puerta de cristal de la cervecería París, vio a Mercedes sentada a una mesa en compañía de Héctor Martel, el artista chileno cuya exposición se inauguraba el viernes. Se detuvo extrañado, no tanto por la casualidad —que en realidad no era tal, pues La Caja Blanca estaba a solo cincuenta metros de distancia y el ático de Argensola a poco más de cien—, como por verla precisamente allí. Él y Mercedes habían estado en la cervecería París una vez, en los tiempos remotos de la mudanza, y habían decidido no volver jamás por la antipatía de los camareros y porque, al ir a pagar la cuenta, el dueño había insistido en cobrarles una Coca-Cola que César había derramado sin querer antes de dar el primer trago. «No es cuestión de dinero —había dicho Mercedes al marcharse, lo suficientemente alto como para que la oyera el dueño—, sino de elegancia.» No faltaban en la zona bares y cafeterías, por lo que les había resultado fácil ser fieles a su decisión. ¿Qué había pasado?, pensó César mientras, detenido frente a la puerta, buscaba el ángulo adecuado para poder ver sin ser visto. ¿Por qué, después de tanto tiempo, Mercedes había vuelto a un sitio donde los habían tratado tan mal?

A Héctor Martel lo conocía desde hacía años. Era uno de los artistas fijos de la galería y había coincidido con él en muchas inauguraciones, tanto suyas como de otros. Siempre le había parecido un hombre pintoresco pero cabal, libre de las ínfulas ególatras y del endiosamiento que lacraban el carácter de tantos de sus compañeros de oficio. Físicamente era poca cosa —bajo, contrahecho, con unos brazos demasiado cortos, que hacían que uno se preguntara cómo podía pintar con ellos unos lienzos tan grandes—, pero compensaba su falta de virtudes corpóreas con unas ropas llamativas —esa noche llevaba una camisa azul cielo y un brillante fular rojo— y una obra pictórica que, como solía decir Mercedes —y César estaba de acuerdo—, quitaba la respiración. Estaba sentado en el borde de la silla y explicaba algo con vehemencia, palpando el espacio con las manos extendidas, como si estuviera colocando en el aire las piezas de la exposición. Mercedes le escuchaba y asentía con la cabeza. Sobre la mesa había una ensalada, un plato de jamón, un cesto de pan y dos cañas de cerveza, todo ello intacto, lo que hizo suponer a César que acababan de servírselo. Había también un ordenador portátil abierto con la pantalla orientada hacia Héctor Martel y, a su lado, un cuaderno de notas negro y un bolígrafo Bic azul. Una pareja joven llegó entonces a la cervecería. César se echó a un lado y, mientras los veía abrir la puerta y dirigirse a la barra, se le ocurrió que quizás el silencio no era el castigo más apropiado para Mercedes. Quizás, ahora que el azar la había puesto en su camino, lo que ella merecía era que él entrara en la cafetería y le soltara a bocajarro lo que pensaba. Que por su culpa Sofía se prostituía. Que por su culpa se acostaba por ochenta euros con un demente que podía ser su padre. Tras el paso de la pareja, la puerta empezó a cerrarse. César la sujetó e hizo ademán de entrar, pero de pronto lo asaltó una sospecha de plomo, tan grotesca e inconcebible como la que lo había asaltado un rato antes en la habitación de Martín. Dejó que la puerta se cerrara del todo, avanzó irnos pasos por la acera y, asomándose con cuidado a una de las ventanas de la cervecería, vio a través de los reflejos cómo Mercedes alzaba el vaso para brindar. Héctor Martel hizo lo mismo. Luego, mientras bebía, alargó la mano libre por debajo de la mesa y acarició el muslo de Mercedes. Estuvieron así varios segundos, mirándose, enlazados en una clandestinidad complacida. Mercedes dijo algo y ambos se rieron. Cogió el bolígrafo Bic y le quitó la caperuza con los dientes. Extrajo una servilleta del servilletero, escribió algo en ella y, sonriendo, la dejó sobre el teclado del ordenador. Mientras Héctor Martel leía el mensaje, Mercedes alzó la vista y sus ojos se encontraron con los de César. Se quedó inmóvil. Palideció. Arqueó las cejas. De pronto se sacó la caperuza de la boca, echó la silla hacia atrás y, ante la sorpresa de Héctor Martel, empezó a levantarse. César se apartó de la ventana y rompió a correr calle arriba. Corrió lo más deprisa que pudo, presa de un ofuscamiento palpitante que lo desorientaba y le llenaba las pupilas de humo. En la esquina de la calle Génova oyó a Mercedes gritar su nombre, pero no se volvió. Se asomó a la calzada y, con un gesto urgente, paró un taxi que bajaba pegado al bordillo en dirección a Colón. Abrió la puerta y se dejó caer en el asiento. «¿Adonde le llevo, caballero?», preguntó el taxista, de buen humor. Mercedes gritó de nuevo, esta vez desde más cerca. Su voz se coló en el taxi por la ventanilla entreabierta del copiloto y reverberó como un mal eco en el habitáculo perfumado de pino. «Creo que le llaman», dijo el taxista, señalando con el dedo hacia la calle. «No es a mí —replicó César y, apretando los puños, con la voz entrecortada y la vista fija en el reposacabezas del asiento delantero, añadió—: A la calle General Margallo. Tengo prisa.»

 

 

Ir a la siguiente página

Report Page