California

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ésar O’Malley no se acordaba de los preservativos. Abrió el neceser para cerciorarse de que lo tenía todo —al día siguiente se iba a Londres en viaje de negocios— y al ver la caja medio enterrada bajo el frasco de colonia y los botes del gel y del champú, tardó un momento en percatarse de que eran suyos, los que Mercedes y él habían comprado en Marrakech durante las últimas vacaciones de Semana Santa. Habían ido solos, sin los niños, a celebrar su decimosexto aniversario. Nada más llegar al hotel, mientras se instalaban en la habitación, Mercedes se dio cuenta de que se había dejado en casa las píldoras anticonceptivas. Pidieron al recepcionista que les marcara en un plano las farmacias que había en la zona y pasaron buena parte de la mañana yendo de un lado para otro, perdidos en un dédalo de pasadizos y callejas serpenteantes que casi nunca coincidían con el mapa. Solo dos de las siete farmacias donde preguntaron vendían las píldoras, pero en ambos casos eran de una marca francesa, distinta de la que le habían prescrito a Mercedes, y no se atrevieron a comprarlas. Entonces se plantearon lo de los preservativos. No los usaban desde su época de novios y se les hacía raro tener que recurrir a ellos de nuevo después de tantos años. Además, a César siempre le habían parecido un engorro. En otras circunstancias la falta de protección no les habría supuesto un problema. A esas alturas de su matrimonio el sexo seguía siendo primordial, pero había perdido su urgencia. Habrían dedicado los cuatro días de su estancia a explorar Marrakech y el amor habría esperado hasta que estuvieran de vuelta en Madrid. Pero aquella era una ocasión especial. Estaban allí para celebrar que se querían, que llevaban media vida juntos, y eso no era posible sin el concurso del cuerpo. Y como ninguno de los dos estaba dispuesto a quererse a medias, compraron los preservativos.

El farmacéutico les dijo que solo le quedaban cajas de seis. César y Mercedes se miraron y, mentalmente, hicieron cálculos. «Con una nos llega, ¿no?», dijo César sonriendo, y se acordó de sí mismo de joven, agarrotado por la inseguridad, diciéndole esas mismas palabras a Mercedes en una farmacia de Argüelles, solo que en aquella ocasión la caja había sido de doce y su pregunta una broma nerviosa, no una estimación realista. Como entonces, Mercedes se ruborizó. Había perdido el miedo y la vergüenza de las primeras veces, ya tan lejanas, pero su pudor natural seguía intacto. No podía remediarlo: le violentaba exponer su intimidad ante desconocidos. Pasaba un mal rato cada vez que compraba papel higiénico en el supermercado. Lo escondía en el fondo del carro. Luego, al ir a pagar, lo cubría con otros productos para que pasara inadvertido a los clientes que hacían cola tras ella. «Eres una exagerada», solía decirle César, divertido, a lo que ella contestaba: «A nadie le importa con qué me limpio yo el pompis». Lo mismo le ocurría con los tampones, con la ropa interior, con las píldoras anticonceptivas. Con todo aquello que guardara relación con lo que ocurría bajo su ropa. No soportaba los programas televisivos de cotilleos. Le parecía incomprensible que la gente aireara sus asuntos personales en público. En su mente se erigía una sólida barrera que separaba lo común y lo privado, y se le encendían las alarmas —y el rostro— cuando alguien la rebasaba. «Yo creo que sí», susurró azorada, molesta porque el farmacéutico tuviera que enterarse de lo que ella hacía o dejaba de hacer con su esposo. Detectando su malestar, César se apresuró a pagar los preservativos. Luego le rodeó los hombros con el brazo y salió con ella al esplendor blanco del mediodía.

Fueron unas vacaciones memorables, un respiro romántico en su ajetreada vida doméstica. Dieron largos paseos en calesa. Visitaron el palacio Bahía, las tumbas saudíes y la Kutubia. En la plaza de Yamaa el Fna, rodeados de danzarines, narradores de historias, músicos y encantadores de cobras, dejaron que les leyera la mano un anciano sin dientes. «Serás feliz», le dijo a César en un castellano especiado. «Ya lo soy», replicó César, pero el anciano no pareció entenderle. Se sumergieron durante horas en los abigarrados

suqs de la medina. Comieron

tajine de ciruelas, cuscús y pasteles de miel. Vieron morir el sol sobre el estanque de la Menara. E hicieron el amor cuatro veces. Una vez cada noche, después de sus cenas exóticas, y otra la mañana del cuarto día, antes de bajar a desayunar. Pese a su ensimismamiento, llamaron a casa a menudo para hablar con sus hijos y preguntar a Ramona —la asistenta y segunda madre de Martín y Sofía, quien había accedido a pasar con ellos las noches que durara su ausencia— si todo estaba en orden. Al volver a Madrid, cargados de regalos y bolsas de té y especias, César deshizo el equipaje y guardó el neceser con los dos preservativos no usados en un cajón del cuarto de baño. Allí encontró la caja dos semanas más tarde, mientras hacía la maleta para irse a Londres. La abrió y, con los dedos índice y pulgar, sacó de ella los preservativos. Era un cuarto de baño independiente, con un único acceso desde el dormitorio —el baño pequeño, lo habían bautizado los niños para distinguirlo del otro, el común, que era más espacioso—. Una de las paredes, la que albergaba el radiador y el toallero, daba al pasillo. A través de ella llegaban hasta César, amortiguados por el ladrillo y la capa de azulejos, los ecos vitales de su familia. El timbre del horno microondas. La voz de Lady Gaga

—«I want it bad, your bad romance...»—, proveniente del cuarto de Sofía. Martín recitando las capitales de Europa para el examen que tenía al día siguiente. César le escuchó con atención, orgulloso de su diligencia y, al mismo tiempo, un poco avergonzado al comprobar que muchos de aquellos nombres le resultaban desconocidos: Erevan, Podgorica, Chisinau... Se sentó en el borde de la bañera con el neceser en las rodillas y estudió de cerca los preservativos. Venían envasados en dos fundas de color plata, unidas entre sí por una costura dentada y algo rugosa. Uno de los lados lo ocupaba por completo el nombre repetido del fabricante. En el otro, en tinta negra, estaban inscritos el número de lote y una fecha de caducidad —abril de dos mil trece— para la que aún quedaban tres años. César levantó la vista y se encontró de frente con su reflejo, que se alzaba como un vecino indiscreto en el espejo del lavabo, por encima del dispensador de jabón y del vaso de los cepillos de dientes. En el cristal había una mancha de dentífrico. Estaba situada de tal modo que, si César no se movía, podía parecer una imperfección de su rostro, un lunar desvaído en su mejilla. «Dinamarca-Copenhague, Eslovaquia-Bratislava, Eslovenia-...», seguía recitando Martín. De pronto se detuvo. César se lo imaginó haciendo un mohín de impaciencia, inclinándose sobre la mesa para consultar el dato esquivo en el libro. «¡Liubliana, Liubliana, Liubliana!», le oyó exclamar. Luego la letanía volvió a empezar desde el principio: «Albania-Tirana, Alemania-Berlín...».

César había sido sincero con el anciano sin dientes de Marrakech: era un hombre feliz. Quería a Mercedes con toda su alma y desde el día en que se conocieron le había profesado una fidelidad monolítica. Y no porque le faltaran oportunidades para estar con otras mujeres. A sus casi cuarenta y tres años conservaba una presencia imponente. Medía un metro noventa, tenía el cabello muy rubio y los ojos de un intenso azul acuático —azul O’Malley, lo llamaba Mercedes, el único rasgo visible, según ella, que César compartía con sus hermanos—, y aunque ya no era el deportista consumado que había sido de joven, sus movimientos seguían teniendo una ligereza fluida, elegante, que hacía que las mujeres —y a veces también los hombres— se volvieran en la calle para mirarlo. Con las mujeres siempre se había comportado con una cordialidad sincera pero formal. En las presentaciones nunca les daba dos besos. Prefería estrecharles la mano, un gesto afable y, al mismo tiempo, vacío de intimidad. Era su forma de marcar distancias, de dejar claro desde el primer saludo que él no estaba en el mercado. En otros hombres esa actitud podría haber resultado presuntuosa, pero no en César. Ya fuera en el trabajo, o en las tiendas, o en el gimnasio, rara era la mujer que, al entrar en contacto con él, no sentía deseos de conocerlo mejor. César era consciente de su atractivo —era difícil no serlo—, pero no lo usaba en su provecho. Lo consideraba como algo externo a él, casi ajeno, una especie de disfraz prestado que nada tenía que ver con las cosas importantes que había conseguido en la vida. De no ser por los constantes recordatorios —la colega que le estrechaba la mano más tiempo del oportuno, la dependienta ruborizada, la corredora que le guiñaba un ojo desde la cinta mecánica—, habría olvidado por completo que era un hombre bien parecido. En esencia, César era un padre de familia. Adoraba a sus hijos y, pese a los años transcurridos y al inevitable desgaste del día a día, seguía queriendo a Mercedes con un fervor inextinguible.

Por eso su primer impulso después de escrutar los preservativos fue meterlos otra vez en la caja y tirarlos a la basura. ¿Para qué quería él unos preservativos en Londres?, pensó. Lo que hizo, sin embargo, fue mirarse en el espejo hasta que sus rasgos se difuminaron y dejaron de ser reconocibles, como una palabra que, a fuerza de repetirla, acaba perdiendo su significado. Lo único que seguía nítido, claramente identificable, era la mancha de dentífrico. «¡A cenar!», llamó Mercedes desde la cocina. Martín interrumpió su letanía de capitales. La voz de Lady Gaga se apagó. César enderezó la espalda y, apartando los ojos del espejo, metió los dos preservativos sueltos en el neceser. Mejor dejarlos ahí, razonó, por si a Mercedes y a él volvían a hacerles falta en algún viaje futuro. Cogió la caja vacía, la rasgó en pequeños pedazos y la arrojó al inodoro. Apretó el botón de la cisterna y, tras asegurarse de que ninguno de los pedazos de cartón volvía a la superficie, bajó la tapa y salió al dormitorio. Con movimientos rápidos y precisos, cerró de un tirón el neceser y le hizo un hueco en la maleta de ruedas que yacía abierta sobre la cama. Luego cerró la maleta, la depositó en el suelo, junto a la puerta, y fue a cenar con su familia.

 

 

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