California

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unque había nacido en California, César O’Malley procedía de Irlanda, de una familia de agricultores pobres del condado de Mayo. Su abuelo Sean había emigrado a los Estados Unidos en mil novecientos quince, huyendo del hambre y de una Europa empeñada en despedazarse a sí misma. Tenía diecisiete años y un miedo visceral al océano. La travesía en tercera clase lo dejó tan desmadejado, que al llegar a Nueva York no logró superar la rápida inspección médica a la que fue sometido en la isla de Ellis. Estuvo una semana en observación, postrado en una sala de hospital abarrotada de enfermos y de lamentos en lenguas recónditas. Desde la ventana que había frente a su cama se veía, casi al alcance de la mano, un cielo en constante transformación y una majestuosa hilera de rascacielos. Cuando se recuperó volvieron a examinarlo, esta vez más a fondo. Lo midieron. Lo pesaron. Le hicieron andar en círculo para comprobar que no estaba cojo. Le auscultaron el pecho. Le miraron la boca y los oídos. Le levantaron el párpado con un abotonador y buscaron signos de tracoma. Incluso le palparon los genitales por si acaso tenía sífilis. Satisfechos, convencidos al fin de que no iba a ser una carga para América, le sellaron los papeles y lo subieron a un ferri con destino a Manhattan. Pasó tres años en Nueva York, alojado en una fonda del Bowery que olía a sopa de cebolla y a jabón de sebo. Enseguida se dio cuenta de que sus conocimientos agrícolas eran inútiles en aquel pandemonio de hierro y ladrillo, así que se ganó la vida como pudo, pavimentando aceras, cargando y descargando barcos, ayudando a construir edificios, sin más distracción que las pintas de cerveza que bebía los sábados por la tarde con otros emigrantes irlandeses en un pub de la calle Stanton. Enviaba a casa todo el dinero que podía. Lo acompañaba con unas cartas rezumantes de optimismo y unas tarjetas postales en las que aparecían monumentos —el puente de Brooklyn, el arco de la plaza Washington, la estatua de la Libertad— que él solo había visto de lejos. Fueron los años del desamparo, como él los llamaría más tarde. Los años tristes.

En el verano del dieciocho, mientras Europa seguía aniquilándose, la vida de Sean O’Malley cambió de rumbo. Una tarde, al volver a la fonda desde la obra donde entonces estaba trabajando —una torre de oficinas de la calle 42—, se topó con un libro de fotografías en una papelera de la avenida Madison. Estaba sobre el borde circular de hierro forjado, a plena vista, como si el dueño, al deshacerse de él, hubiera querido ahorrarle el oprobio de acabar sus días entre la basura. Como si hubiera querido, también, que alguien lo encontrara. Era apaisado, de unos treinta centímetros por cuarenta. Estaba forrado de tela marrón y llevaba el título impreso en letras doradas:

Paisajes de América. Sean O’Malley lo cogió y se sentó a hojearlo en un banco. Contenía unas sesenta fotografías en tonos sepia de bellos parajes naturales: el Gran Cañón del Colorado, los bosques de Maine, el delta del Misisipi, los hielos perpetuos de Alaska. La que más le llamó la atención se titulaba «Viñedos del valle de Napa». Mostraba una alfombra de viñas que se extendía como un mar ondulado hacia un fondo de montes brumosos. A media foto, cerca del borde derecho, se alzaba una casa de madera clara rodeada de buganvillas. Aquella imagen le cambió la vida. La estudió de cerca en el banco, hasta que cayó la noche y ya no pudo ver nada. Siguió estudiándola a la luz de una vela en la escalera de incendios de la fonda, el único lugar donde corría la brisa durante las sofocantes noches de verano. Sean O’Malley era un hombre de campo. Había cultivado patatas, trigo y centeno en las lomas verdes del condado de Mayo. ¿Qué le impedía cultivar uvas y hacer vino en California? ¿Por qué seguir malviviendo en aquel cuchitril inmundo, en aquella ciudad inhóspita en la que solo parecía echar raíces el abandono?

Tardó seis meses en reunir el dinero del pasaje, seis meses de privación absoluta, durante los cuales sus únicos gastos fueron el alquiler de la habitación y el sustento mínimo para no sucumbir a las exigencias físicas de sus trabajos transitorios. A principios de diciembre se subió a un vagón de la Pacific Railroad. Desde la ventanilla de su compartimento observó con alivio cómo, a medida que el tren ganaba velocidad, iban quedando atrás las odiosas moles de soledad y cemento. Cinco días más tarde llegó a San Francisco. A partir de entonces las cosas mejoraron mucho. No se acabaron los sinsabores, pero ya nunca volvió a sentirse tan desvalido, tan insignificante como en los años negros de Nueva York. Gracias a un crédito del banco Wells Fargo, compró una casa y varias hectáreas de viñedos en Oakville, en pleno valle de Napa, que bautizó como Bodegas O’Malley. Trabajó de sol a sol, con una terquedad de acémila, y aun así encontró tiempo para casarse. Su mujer se llamaba Ruth Porter y lo abandonó antes de que el viñedo arrancara del todo, sin haberle dado un hijo, para tratar de abrirse camino como actriz en Hollywood. Tuvo una carrera fulgurante y misteriosa. Bajo el nombre artístico de Bridgetta Clark, compartió pantalla con Rodolfo Valentino y Alice Terry en

Los cuatro jinetes del Apocalipsis. Participó con éxito en tres películas más. Tras la última —un drama mudo titulado

La mayor gloria—, dejó el cine tan abruptamente como había dejado a su esposo y desapareció por completo de la vida pública. Para entonces Sean O’Malley se había casado de nuevo, esta vez para siempre, con una maestra de escuela finlandesa llamada Vilja Itkonen, había tenido sus dos primeros hijos —Conor y David— y luchaba a brazo partido para defender sus vides del ataque conjunto de la política y los insectos.

Desde el año diecinueve estaba en vigor la Ley Seca, que prohibía la venta, la elaboración y el transporte de alcohol en el país. Por si eso fuera poco, se había declarado en el valle de Napa una plaga de filoxera que estaba causando estragos en las viñas y obligando a muchos bodegueros a cerrar sus lagares. Decidido a no claudicar, atormentado por el recuerdo de los años malos, Sean O’Malley se mantuvo a flote con uñas y dientes. Para combatir la filoxera inyectó sulfuro de carbono en el suelo y untó el tronco de las cepas con una mezcla de cal viva, naftalina y aceite de hulla. En los momentos de mayor desánimo llegó a soltar gallinas por sus tierras, con la esperanza de que se comieran los insectos, y a enterrar sapos vivos bajo las viñas, como habían hecho los vinateros franceses en el siglo diecinueve, para que extrajeran el veneno de las raíces. Burlar la Prohibición requirió medidas más sutiles. Formó alianzas secretas con los bodegueros italianos del valle y empezó a vender sus uvas a los productores de vino clandestinos de Illinois y Minnesota. De esta época de incertidumbre y negocios turbios queda una fotografía tomada por un reportero del

Chicago Tribune que muestra a Sean O’Malley estrechando la mano de Al Capone en una mesa del Green Mill Cocktail Lounge. Junto a ellos, con cara de pocos amigos, está también Jack «Metralleta» McGurn, el hombre que cortó la lengua al cantante Joe E. Lewis por querer actuar en el New Rendezvous, un club de la competencia. Sean O’Malley nunca se enorgulleció de sus tratos con el lado oscuro. Al contrario, mezclarse con la mafia siempre le pareció un descrédito, una medida de urgencia, adoptada con disgusto, para sacar adelante sus bodegas y poder mantener a su mujer, a sus cinco hijos —en esos años nacieron Raiso, Niina y Stephen— y a su familia en Irlanda, que seguía dependiendo de sus giros postales. Tanto le avergonzaban sus pactos ilícitos, que en varias ocasiones trató en vano de comprarle al

Chicago Tribune el negativo de su foto con Al Capone. Muchos años después el retrato acabaría colgado, junto a los de Billie Holiday, Benny Goodman o Frank Sinatra, en la pared de las celebridades del Green Mill Cocktail Lounge. En diciembre de mil novecientos treinta y tres se derogó la Decimoctava Enmienda y el alcohol volvió a circular libremente en los Estados Unidos. Esa fecha marcó para Sean O’Malley el fin de la cuerda floja y el inicio de una prosperidad imparable. Adquirió nuevos viñedos, amplió la casa y convirtió las Bodegas O’Malley en un edén venturoso, bendecido con cinco niños alegres, sanos y rubios como el trigo. A todos se les dieron bien los deportes y los estudios. Llegado el momento, todos fueron a la universidad de Stanford. Y todos se quedaron en el valle de Napa para perpetuar el legado de su padre. Todos menos el pequeño, Stephen. Él siguió haciendo vino, pero en otra parte.

En junio de mil novecientos sesenta y cuatro, Stephen y su hermano mayor, Conor, emprendieron un viaje de dos meses por Europa, para ver qué podían aprender de los vinateros del Viejo Continente. Tras una parada obligada en Irlanda, donde pasaron una emotiva semana conociendo a familiares y poniéndose al día con sus orígenes, iniciaron su descenso hacia el sur en un coche alquilado. En Alemania visitaron las bodegas de Johannisberg y Steinberg. De allí cruzaron a Francia. Estuvieron en Burdeos, en la Borgoña, en el valle del Loira, en Alsacia y en la región de Champaña. En Italia probaron los tintos del Véneto, los blancos de Sicilia y los moscateles del Lacio. Disfrutaban tanto de las visitas que se demoraban en cada sitio más tiempo del planeado, por lo que no llegaron a España hasta finales de julio. Se detuvieron en Valdepeñas y en La Rioja. A tres días de volver a casa —su avión salía de Londres—, se plantearon seguir camino hasta Oporto para ver las bodegas de Vila Nova de Gaia, pero el traductor español que habían contratado —un vallisoletano íntegro con un inglés de libro de texto— les advirtió que no había tiempo y, como alternativa, los animó a acercarse a las bodegas castellanas de Protos. Fue una visita muy rápida, pero mereció la pena. Quedaron impresionados por el intenso color picota de los crianzas, por el aroma amanzanado de los verdejos y por el inextricable laberinto de túneles donde se alojaban las botellas, excavado en la roca caliza a los pies del castillo de Peñafiel. Hicieron noche en el hotel Conde Ansúrez de Valladolid. Durante la cena, organizada por los dueños de la bodega en el restaurante El Caballo de Troya, Stephen O’Malley conoció a Teresa Cueto. Tenía veinticuatro años —diez menos que él— y era hija de un pediatra del hospital Río Hortega. No era guapa, pero poseía una paz bronceada, envolvente, que conmovió a Stephen y lo sumió en un silencio acobardado. No logró articular palabra hasta después de la cena. Envalentonado por el vino y por el champán que sirvieron con el postre, se acercó a ella mientras salían del restaurante y, consciente de que el tiempo corría en su contra, acercó los labios a su oído, le hizo un gesto al traductor para indicar que no lo necesitaba y susurró:

«Someday, miss, you will be my wife». Algún día, señorita, será usted mi mujer. Teresa Cueto no sabía inglés. Se dio la vuelta y lo miró a los ojos. Luego, poniéndose roja, contestó: «Eso espero». Al día siguiente, de madrugada, Conor y Stephen partieron hacia Londres.

Stephen O’Malley y Teresa Cueto se casaron dos veces, una en Valladolid y otra en California. La de Valladolid fue una boda multitudinaria a la que, además de los invitados, acudieron también la prensa local y cientos de curiosos. Había tanta gente que, tras la ceremonia, la policía tuvo que poner orden a la puerta de la iglesia de San Pablo. A la mayoría le pareció un cuento de hadas: la hija del pediatra que se casa con el rubio príncipe extranjero. Pero hubo también quien comparó el acontecimiento con

Bienvenido, Mister Marshall. La segunda boda tuvo lugar en el valle de Napa, al aire libre, bajo una carpa de tela blanca desde la que se divisaba la vasta extensión de los viñedos. Fue una celebración íntima, restringida a la familia y a un pequeño grupo de amigos. Durante el convite Sean O’Malley se levantó de la silla, dio golpecitos en el vaso con un tenedor para pedir silencio y, con la voz temblorosa por la emoción, habló de la isla de Ellis, de los años tristes de Manhattan y de aquel libro forrado de tela en el que, por primera y última vez, le había visto la cara al futuro.

Pese a lo mucho que se querían, los primeros años del matrimonio de Stephen y Teresa fueron difíciles. Por más que lo intentó, ella no logró acostumbrarse a la vida en California. Echaba de menos a su familia y a sus amigos. La desconcertaba la primavera perpetua del valle y añoraba el clima recio de Castilla, en especial el invierno, cuando el cielo helado se sentaba en los tejados y el aire adquiría una tersura blanca y quebradiza. Tampoco le agradaban las largas distancias que había que salvar para poder hacer cualquier cosa. Aprendió a conducir a regañadientes, sin acabar de reconciliarse con la idea de que, de ahí en adelante, buena parte de su vida dependía de una máquina. Y detestaba tener que planificarlo todo, desde cortarse el pelo hasta tomar un café con sus cuñadas. En Valladolid todo era más fácil, pensaba con creciente nostalgia. Allí podía ir a pie a cualquier sitio y decidir sus actividades sobre la marcha. Cada mañana se levantaba de la cama con la firme intención de adaptarse, de ser feliz en aquella tierra fértil y abundante que tanto se parecía al paraíso. Cada noche se acostaba vencida, exhausta de vivir a contrapelo en un mundo que le resultaba extraño. De poco sirvieron el calor de los O’Malley y los constantes cuidados de Stephen. Hicieran lo que hicieran para arroparla, Teresa se sentía sola. A medida que su frustración crecía, se le fue agriando el carácter. Amable y sensata por naturaleza, empezó a quejarse por todo. Nada le parecía bien. Nada de lo que el valle de Napa le ofrecía era comparable con la existencia feliz que había tenido antes de casarse. Durante el primer año y medio de su matrimonio, ella y Stephen viajaron dos veces a España. Stephen pensó que a ella le vendría bien ver a los suyos, que eso la ayudaría a encontrar su sitio en California, pero se equivocó: lo único que consiguieron aquellas visitas fue exacerbar su desánimo.

César nació el diez de junio de mil novecientos sesenta y siete en el hospital católico Reina del Valle, donde habían nacido todos los hijos de Sean O’Malley. Pesó más de cuatro kilos y rompió a respirar sin apenas verter una lágrima. «Buena señal —dijo la enfermera, poniéndolo en brazos de su madre—. Los que lloran poco arrostran mejor las desgracias.» Era un bebé plácido y glotón, con un buen humor contagioso. Un bebé de anuncio, convenían las visitas. Stephen dio por hecho que su llegada lo cambiaría todo, que su mera presencia borraría las sombras y haría que Teresa volviera a ser ella misma. Una vez más, sus deseos y la realidad habían tomado caminos distintos. Teresa se entregó al cuidado de César con un amor inequívoco, pero en ningún momento dejó de sufrir por estar tan lejos de lo que, para ella, seguía siendo su hogar. Sin pretenderlo, lo convirtió en otra víctima de las circunstancias, en su inocente aliado en el exilio. Hizo lo mismo con sus otros dos hijos: Ryan y Miguel. Con todos ellos construyó un islote propio, una especie de casa del árbol privada donde no se admitían visitas, ni siquiera la de Stephen. Con el paso del tiempo, su descontento se hizo insostenible. Apenas salía. No tenía amigas. Comía solo lo que ella misma cocinaba. Se mostraba esquiva con su familia política. Fuera de casa se comunicaba en un inglés rudimentario, aprendido con desgana, que no tenía intención de perfeccionar. Se negaba a acompañar a Stephen a las fiestas y eventos sociales que se celebraban en el valle. Y si se levantaba de la cama por las mañanas, era solo para cuidar a sus hijos, su única razón de ser en aquel purgatorio disfrazado de edén. En sus cada vez más escasos momentos de lucidez, se daba cuenta de lo irracional que estaba siendo. Ella y Stephen se querían. Tenían tres hijos preciosos. Los O’Malley eran una familia encantadora. El valle de Napa era idílico. Si se paraba a pensarlo con calma, apartada del deformador espejo de la insatisfacción, era difícil encontrarle pegas a su vida. ¿Qué mujer en su sano juicio no querría estar en su piel? Entonces se detestaba a sí misma por su insensatez y su egoísmo. Atormentada por la mala conciencia, le pedía perdón a Stephen y le prometía que iba a hacer un esfuerzo por adaptarse. Y durante un tiempo cumplía su promesa. Echaba a un lado la nostalgia y procuraba ser más positiva. Se apuntaba a clases de inglés. Acompañaba a Stephen a sus compromisos sociales. Visitaba a sus cuñadas. En una ocasión llegó incluso a matricularse en un gimnasio y a entablar amistad con un bullicioso grupo de amas de casa que, además de practicar Pilates, se reunía una vez a la semana para jugar al

rummy en una tetería de Calistoga. Pero tarde o temprano la nostalgia volvía. Caía sobre ella a traición, como una niebla insidiosa, y la dejaba postrada en la cama, exangüe, sin ganas de seguir respirando. Tanta añoranza, tanto empeño en pasar por donde no cabía acabó afectando a su salud. Perdió peso. Enfermaba con frecuencia. Su rostro adquirió una palidez malsana.

Una noche al llegar a casa, Stephen la encontró sentada a oscuras en la cocina. «¿Qué haces, cariño?», dijo, encendiendo la luz, pero ella no contestó. Tenía la espalda muy recta, las manos sobre las rodillas, los ojos vacíos. «¿Y los niños?» Ella se volvió hacia él, pero no pareció reconocerlo. Stephen permaneció unos instantes en el marco de la puerta, muy quieto, escuchando el silencio. Luego dio un paso atrás y echó a correr hacia el piso de arriba. César se despertó al sentirlo entrar en su cuarto. Abrió los ojos a medias, molesto por la interrupción. Dijo algo ininteligible, se frotó la nariz con el reverso de la mano y volvió a dormirse. Ryan y Miguel no llegaron a despertarse. Se revolvieron un poco y acabaron los dos tendidos boca arriba, abrazados a sus osos de peluche. Stephen los arropó con cuidado y regresó a la cocina. Cogió una silla por el respaldo, la colocó junto a Teresa y se sentó. Observó con tristeza su rostro demudado. Le acarició el pelo. La mejilla. El cuello. Se inclinó sobre ella y la abrazó. «¿Me oyes, amor?», preguntó en un susurro entrecortado. Ella asintió con la cabeza. «Se acabó —dijo Stephen, al borde del llanto—. Nos vamos a España.»

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