California

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IV

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ésar O’Malley y yo, Beltrán Gao, nos hicimos amigos en el otoño del setenta y ocho, cuando entramos en el equipo de alevines de balonmano del colegio San José. Pertenecíamos a secciones distintas del curso —él a la D y yo a la B— y aunque nos conocíamos de vista no habíamos tenido contacto hasta entonces. Él y su familia llevaban ya tres años viviendo en Valladolid, en un dúplex del paseo de Zorrilla con vistas al Campo Grande y al cerro de San Cristóbal. Al contrario que Teresa Cueto, quien por más que lo intentó no logró sentirse a gusto en los soleados valles del norte de California, Stephen O’Malley se había adaptado enseguida a los rigores de la meseta castellana. Aprendió a convivir con sus nieblas compactas, con su aspereza, con el mal carácter de su frío. Pese a estar casado con una española, llegó hablando un castellano infantil, apto para salir del paso en una charla informal, pero no para hacer negocios con los recios y monolingües prohombres vallisoletanos. Por eso una de las primeras cosas que hizo al pisar la ciudad fue llamar a Pelayo Cruz, el intérprete que los había acompañado a él y a su hermano Conor en su visita de hacía once años. Guardaba muy buen recuerdo de su eficacia, le dijo, y había pensado en él para que le diera clases particulares y le echara una mano con las traducciones. Pelayo Cruz esclareció para él toda clase de documentos —entre ellos el contrato de compraventa del dúplex— y le ayudó a abrirse camino a través de la maleza burocrática y empresarial de la ciudad. Las clases particulares duraron más de un año, hasta que, lingüísticamente hablando, Stephen pudo por fin volar solo. Lo que no terminó nunca fue la amistad que, al calor de las horas pasadas juntos, se había forjado entre ellos. Una vez cumplidas las tareas para las que había sido contratado, Pelayo Cruz se convirtió en el primer amigo español de Stephen O’Malley. Gracias a su discreta intervención —y a la de Marta, su mujer, que tenía contactos en la zona—, Stephen adquirió cien hectáreas de viñas a orillas del río Duero, entre Quintanilla de Onésimo y Sardón, y como su padre medio siglo antes, aunque en unas condiciones mucho más favorables, se entregó de lleno a hacer vino en una tierra extraña.

Tampoco César tuvo dificultad para adaptarse al nuevo entorno. Llegó al colegio a mitad de segundo de EGB, después de las vacaciones de Navidad. El padre Silva —el rector— entró con él en plena clase de Matemáticas, mientras el hermano López dibujaba diagramas de Venn en la pizarra. «Este es César O’Malley, vuestro nuevo compañero —dijo, recalcando el apellido—. Tratadlo bien. Viene de muy lejos.» El hermano López, un poco impaciente por la interrupción, señaló con la tiza un pupitre vacío de la última fila y siguió dibujando conjuntos, pero ya no pudo recuperar la atención de sus discípulos. No paraban de murmurar y de volverse para lanzar miradas curiosas a aquel niño rubio, incomprensiblemente bronceado en enero, que tanto se parecía a los personajes infantiles de las películas americanas. Para oír su voz tuvieron que esperar al recreo. Lo rodearon en un rincón del patio de gravilla, fuera de la trayectoria de los balones, y empezaron a hacerle preguntas. Entonces se dieron cuenta de que no entendía bien el español —al menos la versión atropellada y coloquial que manejaban ellos—, y de que lo hablaba con lengua de trapo, con un acento líquido que hizo que les cayera simpático al instante. En ese primer recreo, mientras las otras clases jugaban al fútbol o a policías y ladrones, César O’Malley les contó que allá de donde él venía, el valle de Napa —él lo dijo en inglés,

Napa Valley, y al hacerlo le cambió la voz, como si con cada idioma fuese un niño distinto—, siempre hacía buen tiempo. Alguien quiso saber dónde estaba eso. César contestó que en California y a todos les hizo gracia porque su forma de decir

California no se parecía a la forma en que lo decían ellos. «¿No está ahí Los Ángeles?», le preguntaron. Él asintió con la cabeza. «¿Y conoces al detective Colombo?» Entonces todos se rieron, incluso César. Animado por tanta atención, les contó que en California se podía entrar con el coche en los cines. Y que la televisión tenía un montón de canales, no solo dos como en España. Y que, si querías, los restaurantes te traían la comida a casa. Y que muy cerca del valle, en la costa del Pacífico, había gente que se deslizaba sobre las olas con la ayuda de una tabla. Estaban tan embobados escuchándolo, que no oyeron —o no quisieron oír— el timbre del final del recreo y llegaron tarde a clase de Plástica. Siguieron preguntándole cosas en voz baja mientras el hermano López les enseñaba a modelar un elefante de plastilina. Más tarde, cuando sonó el último timbre de la mañana, lo acompañaron en tropel hasta la salida, donde lo esperaba su madre para llevarlo a casa. En los meses que siguieron, César perdió el acento líquido y el bronceado. Nunca, sin embargo, llegó a perder su exotismo.

Yo no estaba en el equipo de balonmano por voluntad propia. Mi padre me había obligado a apuntarme para evitar que recayera sobre mí la fama de bicho raro que suele recaer sobre los niños que sacan buenas notas y no muestran interés por los deportes. Era bajito y enclenque —lo sigo siendo—, con unas piernas de hilo, aparentemente incapaces de sostener con garantías mi esqueleto de pájaro. Que yo recuerde, jamás metí un gol, ni siquiera en los entrenamientos. Lo normal habría sido irme. No tenía sentido seguir haciendo algo que no me gustaba y para lo que, además, carecía de facultades. Si no me marché fue, en parte, porque me faltaba arrojo para contravenir los deseos de mi padre. Pero sobre todo me quedé por César. Él era la estrella del equipo, su incuestionable cabeza visible, no solo por los goles que metía, que eran muchos, sino también por su deportividad y su aspecto de héroe nórdico. Nos animaba constantemente, en especial cuando perdíamos. Jamás se encaraba con los árbitros. Felicitaba al adversario al final de los partidos, fuera cual fuera el resultado. Y físicamente llamaba tanto la atención que las niñas le pedían autógrafos, como si en vez de un alevín de la liga escolar de balonmano fuera un astro de Hollywood. Se acercaban a él en pequeños grupos antes de los partidos, mientras calentábamos, o después, mientras nos poníamos los chándales para irnos, y entre risitas ruborizadas le extendían un bolígrafo y le pedían que les firmara sus libros y cuadernos. Había una pandilla de las Carmelitas que siempre venía a verlo cuando jugábamos en casa. Las Fans, las llamábamos los demás con una soma condescendiente que no lograba ocultar nuestra envidia. Eran cinco y una de ellas, la más vistosa —una morena espigada, con unos ojos negros que chispeaban como ascuas húmedas en la grisura general del patio— traía una guitarra. Se colocaban tras la banda del campo del adversario, para ver bien nuestros ataques, y le cantaban a César canciones conocidas con las letras cambiadas. «Bamba la bamba la bamba, macizo —coreaban entusiasmadas, con el turbador descaro de los inocentes—. Bamba la bamba la bamba, tío bueno.» César aceptaba la devoción de sus admiradoras con un distanciamiento cortés, como si se tratara de algo normal. Firmaba autógrafos y se dejaba regalar los oídos con la misma naturalidad con que superaba a los defensas y hacía temblar la malla de la portería contraria. Y no solo despuntaba en el campo de juego. Sabía combinar sin conflicto sus proezas deportivas —hubo un partido, contra los Pavonianos, en el que metió veinte goles— con su excelencia en los estudios. No soy ningún genio. El discreto éxito que haya podido cosechar en la vida no responde a ningún talento innato, sino a la tozudez y a la disciplina. No soy excepcional —no me duelen prendas en admitirlo—, pero sé reconocer a quien lo es cuando lo tengo delante. Y, ya de niño, César O’Malley lo era. Se movía por nuestro pequeño pero complejo mundo con una seguridad espontánea, casi irreflexiva, como si antes de nacer alguien le hubiera enseñado el camino y no le hiciera falta pensar para hacer bien las cosas. Con solo once años poseía una nobleza magnética que de forma indefectible atraía el favor de los profesores y hacía que los demás niños flotáramos con comodidad en su órbita.

Es fácil entender que alguien como yo, un ratón de biblioteca sin más atributos que la constancia, buscara la amistad de César O’Malley. Lo raro es que él estuviera dispuesto a concedérmela, pero eso es lo que ocurrió. En el inicio tuvo mucho que ver la logística. Entrenábamos al mediodía, de una y cuarto a dos y media, lo que apenas nos dejaba tiempo de ir a casa a comer y estar de vuelta en el colegio para la clase de las cuatro. Y en mi caso era peor porque vivía lejos, en el barrio de La Rubia. Todos los martes y jueves, al acabar de entrenar, echaba a correr con la bolsa de deportes a cuestas. En la plaza de España cogía el autobús y viajaba hasta el final de la línea cinco, donde me esperaba otra carrera, más breve, hasta la calle Mota. Comía solo y atragantado en la cocina —en mi casa se comía a las dos—. Para entonces eran ya las tres y media, de modo que, si no quería llegar tarde a clase, no me quedaba más remedio que cambiarme a toda prisa, mientras mi madre me rociaba agua de lavanda y me acicalaba el pelo con un peine humedecido, y salir de nuevo hacia el colegio sin haber pasado por la ducha. César debió de intuir mis sofocones y un día, en medio de una rueda de pases, me dijo que, si quería, los días de entrenamiento podía ir a comer a su casa, que estaba más cerca. «A ver qué dicen mis padres», dije yo, conteniendo la euforia. Pero mis padres no pusieron ninguna objeción. Cuando un rato más tarde irrumpí resollando en el cuarto de estar y les informé del ofrecimiento de César, asintieron a la vez, sin consultarse como hacían normalmente, sin mirarse si quiera para confirmar que estaban de acuerdo. Mi padre siguió viendo las noticias.

Mi madre se levantó del sofá y me dio un beso en la frente. Luego me acompañó a la cocina y puso ante mí un plato de macarrones a la boloñesa, mi comida favorita. Tardé años en comprender lo contentos que debieron de sentirse al oír la noticia. Estaban orgullosos de mi disciplina y de los sobresalientes que sacaba, pero les preocupaba que, tras cinco años en el colegio, el único niño con el que parecía haber simpatizado fuera Leopoldo Marín, un genio prematuro y huraño, con orejas de soplillo y gruesas gafas de pasta, que había aprendido a leer sin ayuda a los cuatro años y sabía multiplicar mentalmente números de varias cifras. La generosa propuesta de César tuvo que llenarles de esperanza. Su hijo, al fin, tenía un amigo de ley. Y aunque nunca dijeron nada, imagino que debió de impresionarles que ese amigo fuera el hijo mayor de los O’Malley. Esa misma noche mi madre llamó por teléfono a Teresa Cueto para darle las gracias y hacer oficial una invitación que, de otra forma, podía haber quedado en agua de borrajas.

La primera vez que entré en la casa de César O’Malley me sentí como un mendigo en la mansión de un potentado. Y no es que nosotros fuéramos pobres. Mi padre tenía un almacén de piensos en el paseo del Arco de Ladrillo, a la sombra del paso elevado, que reportaba los suficientes beneficios para poder vivir sin estrecheces y costear algún que otro lujo, como nuestro flamante coche familiar —un Seat 132 verde metalizado con salpicadero de madera y asientos de cuero beis—, o la quincena que cada mes de agosto pasábamos en Suances, en un apartamento alquilado, o el televisor Telefunken PALcolor que mi padre compró en un impulso cuando se cansó de ver el fútbol en blanco y negro. Pero nuestro bienestar era irrisorio si se comparaba con la opulencia de los O’Malley.

Nada más abrir la puerta, César dejó caer la bolsa al suelo y echó a correr por el pasillo. Yo me quedé unos instantes en el

hall, indeciso, observando mi reflejo en una pared espejada. El chándal era del año anterior y se me había quedado pequeño. La sisa me tiraba y las mangas y las perneras eran demasiado cortas. Por si eso fuera poco, me había caído durante el calentamiento y me había hecho un roto en la rodilla. «Parezco un vagabundo», pensé con desmayo. De pronto me enfadé con mi madre. Llevaba semanas acuciándola para que me comprara un chándal nuevo, en vano. Ella tenía la culpa de que me presentara con ese aspecto en casa de los O’Malley. Dejé mi bolsa junto a la de César y seguí con timidez sus pasos. La primera puerta del pasillo daba a un salón inabarcable. Al pasar vi una gran librería, una chimenea de mármol blanco, una torre de música de seis pisos, un ventanal por el que entraba la luz lánguida de aquel nublado mediodía de otoño. La segunda puerta daba a una cocina en la que, según calculé, podía caber tres veces la nuestra. En el centro, formando una isla, se alzaba una amplia encimera rectangular de granito gris. En uno de sus extremos, sobre manteles individuales de bambú, descansaban dos platos limpios con sus respectivos cubiertos. César estaba frente al frigorífico, apretando el borde de un vaso contra la palanca del dispensador de hielo que se hallaba embutido en la puerta. Los cubitos se precipitaban sobre el fondo de cristal acompañados de un ronroneo mecánico. Cuando consideró que eran bastantes, sacó del frigorífico una botella grande de Coca-Cola, llenó el vaso y me lo ofreció sonriendo. Lo acepté impactado. Nunca había visto un dispensador de hielo —en mi casa, como en todas las casas que conocía, usábamos unas bandejas de plástico para hacer los cubitos— y me impresionó que César pudiera beber Coca-Cola con tanta libertad porque a mí mis padres, arguyendo que la cafeína me desbarataba los nervios, solo me dejaban tomarla en ocasiones especiales. Esperé a que César se sirviera su bebida para vaciar el vaso de un trago. Me invadió un cosquilleo picante, intensificado por la conciencia de estar quebrantando un precepto. Entonces entró en la cocina una mujer canosa, con un delantal de cuadros rojos. César la abrazó, le dio un beso en la mejilla y, señalándome con el vaso, dijo:

—Es mi amigo Beltrán, se queda a comer.

Podía haber dicho que era un compañero del equipo o, sencillamente, que nos conocíamos del colegio, pero dijo que era su amigo. El inopinado salto de estatus me hizo sentir importante.

—Ya me lo había dicho tu madre —dijo la mujer, y me dirigió una sonrisa benévola.

Tenía los brazos muy blancos, salpicados de pecas, y un cuerpo compacto, eléctrico, que no acababa de encajar con su mirada dulce ni con su moño de abuela buena. Era como si hubiese dos mujeres distintas —una joven y fuerte, la otra frágil y añosa— en la piel de una sola.

—¿Dónde está todo el mundo? —preguntó César, y dio un largo trago a su Coca-Cola.

—Tu padre, en la bodega. Hoy come fuera. Tu madre está arriba con tus hermanos.

Nos duchamos a la vez en dos cuartos de baño diferentes. En el que me asignaron a mí todo era amarillo: las toallas, los azulejos, la jabonera, el marco del espejo. Allí vi por vez primera un calentador de toallas —que en un principio tomé por una percha futurista— y un cepillo de dientes eléctrico. Comimos frente a frente en la encimera de la cocina, solícitamente atendidos por la mujer canosa. César me dijo que se llamaba Práxedes y que llevaba toda la vida ocupándose de su familia. «Antes que a nosotros cuidó a mi madre y a sus hermanas. ¿A que sí, Práxedes?», dijo entre bocados de filete ruso. La mujer asintió sonriente y, con una ternura exquisita, le apartó el pelo de la cara. Hablamos sin parar, con el candor de dos amigos de siempre. Hablamos del mal genio de don Tadeo, el profesor de Ciencias Naturales, entre cuyos malos hábitos estaban dar capones y arrojar el borrador a los alumnos que lo contrariaban. Hablamos de nuestras playeras favoritas. Las suyas eran las Adidas Tampere: blancas, con tres rayas rojas. Yo dudaba entre las Yumas y las New Balance. Hablamos —sobre todo él, yo ahí tenía poco que decir— de lo difícil que era meterle un gol a Arturo Soler, el portero del equipo, desde la línea de nueve metros. Hablamos con ganas, como si lleváramos días sin hacerlo, hasta que acabamos de comer y de pronto nos quedamos en silencio. César permaneció unos segundos absorto, con la vista fija en la ventana. Por el límite inferior del cristal despuntaban las copas rojizas de unos arces. El resto era un lienzo vacío, uniforme, de un gris macilento. César murmuró algo en inglés que no logré captar —las clases de la señorita Irene valían para preguntar la hora o decirle a alguien tu edad, pero no para entender a un nativo—. Luego se volvió hacia mí y, dejando la servilleta en la encimera, me indicó con un gesto que lo siguiese. Salimos corriendo de la cocina, ante la mirada indulgente de Práxedes. Atravesamos el pasillo, salvamos de dos en dos los peldaños de una escalera de madera y emergimos alborotadamente en el piso superior. «Este es el

den,» dijo César, e hizo un movimiento abarcador con la mano. Esa noche busqué la palabra en el Collins y supe que significaba madriguera o guarida. Y me sorprendió porque aquel lugar no se parecía ni a la cueva de un animal ni a un refugio de malhechores. Aquel lugar se parecía, más bien, al paraíso. Era una gran sala enmoquetada, dividida en dos espacios por un arco carpanel de escayola. El primer espacio lo presidían una mesa de ping-pong y otra de billar americano. A su alrededor, en estanterías de obra que llegaban hasta el techo, se alineaban colecciones completas de tebeos y libros. En un lateral, junto a la taquera, había un anaquel combado repleto de cajas de juegos. El segundo espacio, al otro lado del arco carpanel, estaba a su vez dividido en dos zonas por un sofá marrón de cuatro plazas. A la derecha, extendido sobre la moqueta, había un tablero de Enredos. Sus círculos rojos, azules, amarillos y verdes titilaban como fuegos fatuos bajo el tenue hálito de luz que exhalaban las ventanas. En el rincón más alejado se alzaba un tipi de loneta naranja, decorado con el perfil repetido de un jefe indio portando un penacho de plumas. A lo largo de la pared se sucedían tres arcas blancas rebosantes de juguetes. Pero lo mejor estaba en la zona de la izquierda, la que se extendía ante el sofá. La pared frontal la ocupaba casi por completo una faraónica pantalla de televisión. En ella, sobre un fondo cambiante de reflejos rojos, un gato de dibujos animados tocaba una pieza de jazz en un piano valiéndose de unos palillos chinos. Tenía dientes de conejo y, mientras presionaba las teclas, reía y parloteaba cómicamente, pronunciando las erres como si fueran eles. Reconocí la película enseguida

—Los Aristogatos— porque dos años antes mis padres me habían llevado a verla al cine Rex. A esas horas —las tres y cuarto— y en aquella época, lo único que se podía ver en televisión eran las noticias. Al asombro que me había causado el tamaño de la pantalla se sumó entonces el de comprobar que aquel edén del esparcimiento disponía también de un reproductor de video, una lujosa novedad al alcance de muy pocos vallisoletanos. Me quedé embobado viendo cómo Duquesa —agigantada, rosa, melifluamente felina— acariciaba las cuerdas de un arpa ante la arrobada mirada de su amigo, el gato callejero Tomás O’Malley. Yo era aún demasiado joven para descifrar significados ocultos e hilvanar interpretaciones, pero no para que se me escapara una paradoja tan obvia: César, nacido en la afluencia, compartía apellido con un gato pobre.

—Tú debes de ser Beltrán —dijo entonces Teresa Cueto, y me sacó de mi abstracción.

Estaba reclinada en el sofá, con Ryan y Miguel recostados en su regazo. Miró el reloj con los ojos fruncidos. Luego, un poco desorientada, se puso en pie con cuidado y se acercó a nosotros.

—Me he quedado dormida, qué tonta. ¿Habéis comido?

Había en su voz dulce una arista rugosa, que dejaba pequeños rasguños en el aire. César y yo respondimos que sí. Desde el sofá, Ryan y Miguel me examinaron con un descaro inocente. Al no hallar en mí nada digno de su curiosidad, se reacomodaron entre los cojines y devolvieron su atención a la película. Eran rubios como César y tenían los ojos del mismo azul impoluto —ese azul O’Malley del que años más tarde hablaría Mercedes—, pero la sensación que daba al mirarlos era que pertenecían a una familia distinta. No se trataba tanto de diferencias concretas, de rasgos que se pudieran señalar con el dedo, como de una discrepancia global. Comparados con su hermano mayor, parecían niños difuminados, carentes de bordes. Lo único que compartían con él era la ingravidez, la envidiable levedad común a quienes se sienten cómodos estando vivos.

—Dentro de media hora, quiero veros abajo —les dijo su madre.

En la pantalla, cuatro gatos de colores subidos a un piano tocaban alocadamente un contrabajo, un bandoneón, una trompeta y una guitarra. Con el ímpetu de sus movimientos, el suelo de tablas cedió y el piano, con toda su carga de músicos gatunos, inició un abrupto descenso, piso por piso, desde la buhardilla hasta la planta baja de un desvencijado edificio parisino. Indemnes tras la caída, los gatos salieron en fila india a la calle, tocando sus instrumentos como si no hubiera pasado nada, y se perdieron en la noche ante la muda presencia de la torre Eiffel —silueteada contra el cielo azul oscuro— y de una oronda luna amarilla. Ryan y Miguel se rieron.

—¿Me habéis oído? —dijo su madre.

Desoyendo la pregunta, Miguel, el menor, izó la manó y mostró un meñique envuelto en una tirita.

—Me pillé el dedo con la tapa del pupitre —dijo muy serio, sin dirigirse a nadie en concreto—. Pero no lloré ni nada. La señorita Bibi me dijo que soy un valiente.

—¿Me habéis oído, o no? —insistió Teresa Cueto con firmeza.

—Sí, mamá —dijeron los dos al unísono.

—¿Cuánto tiempo he dicho?

—Media hora.

—¿Y dónde quiero veros?

—Abajo.

—Vale. Y no olvidéis los libros.

Del piso inferior llegó el sonido del timbre de la puerta, un

ding-dong reverberante, que dejó en el aire un regusto eclesiástico. Tras el reposo de la sobremesa, la vida regresaba a la casa de los O’Malley. La luz había cambiado. En el cielo se habían abierto claros. Dos columnas de sol nuevo entraban con decisión por las ventanas y cruzaban diagonalmente la mesa de ping-pong y la moqueta, atrapando en su brillo una infinitud de motas de polvo.

—¿Vais a venir con nosotros? —le dijo Teresa Cueto a César.

César me dirigió una mirada fugaz.

—Preferimos ir por nuestra cuenta —dijo.

Su madre sonrió y le dio un beso en la frente. Entonces se volvió hacia mí y, acariciándome el pelo, me dijo:

—Y tú dile a tu madre que puedes venir cuando quieras.

Luego atravesó las franjas de sol y sombra y, como los gatos de la película, desapareció en las profundidades de la casa.

Durante los cuatro años que siguieron, César O’Malley y yo fuimos inseparables. Dos veces a la semana —los días exactos cambiaban cada temporada—, comíamos juntos en la encimera de la cocina, bajo los cuidados de la tata Práxedes. Luego subíamos al

den y le sacábamos todo el jugo posible al rato que faltaba para volver al colegio.

Pronto empezamos a vemos también los fines de semana. Algunos sábados sus padres nos llevaban a la bodega y, mientras atendían a sus asuntos, nos dejaban corretear a nuestras anchas. De aquellas mañanas sin bridas recuerdo con especial nitidez la ondulada alfombra de viñas —tan parecida, quiero imaginar, a la que Sean O’Malley vio en aquel libro de fotografías que se encontró en Nueva York— y el vasto entramado de túneles donde reposaban las botellas y los barriles. Aquel laberinto oscuro, impregnado de polvo y de humedades prehistóricas, fue durante muchos meses el centro primordial —y secreto— de nuestras andanzas. Allí dentro nos sentíamos grandes. Éramos bravos exploradores visitando paisajes ignotos, sin más equipo que la fantasía y dos linternas de pilas. Hasta que un día las pilas se agotaron y no supimos cómo hallar la salida. Pasamos varias horas al garete, oprimidos por la oscuridad, palpando los botelleros sucios y los muros de mazmorra para evitar que nos engullera el vacío. No nos echaron en falta hasta la hora de comer. Al ver que no aparecíamos, los padres de César pidieron a los empleados de la bodega que les ayudaran a buscarnos. Peinaron palmo a palmo el majuelo. Registraron el lagar y los cobertizos. Miraron en el pozo de piedra, en la chopera, en el pilón, en el huerto que Teresa Cueto había hecho plantar junto al río. Escudriñaron la orilla fluvial y las pozas negras del meandro. Declinaba la tarde cuando a Stephen O’Malley se le ocurrió que podíamos estar en los túneles. Fue él quien nos encontró, muertos de miedo, acurrucados entre dos tinajas en la negrura de un ramal recóndito. Desde aquel día tengo aversión a los sótanos y a los espacios subterráneos. Desde aquel día, también, sé que la desgracia no avisa, que la pila de la linterna se agota cuando a la vida le viene en gana.

Otros sábados, sobre todo al empezar el buen tiempo, íbamos al club de campo La Pineda, del que los O’Malley eran socios. Luego mejoró mucho —en los años noventa construyeron un campo de golf de nueve hoyos, además de un gimnasio y otras modernas instalaciones deportivas—, pero en aquella época no era más que una casita encalada con un tejado rojo —el chalé social, lo llamaban—, rodeada de una llanura de césped en la que había dispersas una cancha de frontón, otra de baloncesto y dos pistas de tenis

quick. Aparte de la hierba —un artículo de lujo en la reseca Castilla—, lo único que diferenciaba aquel club tan selecto del patio de cualquier colegio decente era la piscina, cuyas aguas celestes atraían cada verano a un enjambre de niños bronceados y amas de casa pudientes. Nunca logré sentirme cómodo en aquel reducto de la opulencia. Me inquietaba la soberbia de sus socios, tanto de los adultos como de los niños. Pero si no logré encajar fue, sobre todo, por mi timidez y porque lo único que podía hacer allí un niño de nuestra edad era deporte, y yo con el balonmano ya tenía más que suficiente. César, en cambio, estaba como pez en el agua entre tanta cancha. Mientras yo buscaba la sombra tras la pared del frontón o sorbía en el chalé social una Coca-Cola que me había costado la mitad de la propina —uno de los privilegios de ser rico, según he constatado a menudo, es pagar mucho por cosas que valen poco—, él jugaba inacabables partidos de tenis, frontenis o baloncesto y, si el tiempo acompañaba, hacía largos en la piscina hasta que se le arrugaban las yemas de los dedos. Se movía en aquel ambiente de exclusividad provinciana con la misma desenvoltura con que sobresalía en los estudios o firmaba autógrafos a sus admiradoras: una sencillez ingenua, sin artificio, que lo protegía del envanecimiento, de la frivolidad del entorno y de los infantiles resquemores que, inevitablemente, a veces despertaba. En los descansos de los partidos, o en los interludios entre un deporte y otro, me buscaba para ver si estaba bien. Yo ponía mi mejor cara y le decía que sí porque, aunque me abrumaba el hastío, agradecía su gesto —preocuparse por mí— y el de sus padres —llevarme con ellos al club—, y por nada del mundo quería ser un estorbo.

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