California

California


IV

Página 8 de 28

Pero no siempre jugábamos en el terreno de César. No todos los fines de semana íbamos a La Pineda o a corretear por los viñedos. Algunos domingos, también, César venía a comer a mi casa. Llegaba pronto, a eso de las once y media, porque mis padres tenían por costumbre asistir a la misa de doce de la Anunciata, en el cercano barrio de La Farola. Nadie le preguntó nunca si era religioso o si en su casa se iba a misa los domingos. Se dio por hecho que sí. Al fin y al cabo, debieron de razonar mis padres, el niño estudiaba con los jesuitas. Pero lo cierto es que no lo era —religioso—, y que rara vez pisaba una iglesia fuera del colegio. El catolicismo del abuelo Sean había perdido sustancia en América. Con el paso de los años, los preceptos que habían canalizado su infancia —una doctrina inflexible, llena de amenazas y terrores—, habían ido adelgazándose hasta quedar convertidos en una filosofía propia basada en el ejemplo, no en las palabras, que tenía poco que ver con la fe y los ritos divinos y mucho con el vestirse por los pies y la decencia. El mayor beneficio de su educación católica, había dicho con soma en una de sus visitas a Valladolid, era que gracias a ella podía entender las pinturas y las tallas religiosas del Museo Nacional de Escultura. Tanto Stephen como sus hermanos habían heredado esa visión laica del mundo y, a su vez, se la habían transmitido a sus hijos. Las misas entre semana, las clases de religión y el moderado proselitismo de los jesuitas eran el precio que había que pagar —un precio razonable, le parecía a Stephen— para que César, Ryan y Miguel recibieran una formación escolar de primera clase. Por su parte, Teresa Cueto, poco amiga de las liturgias pero incapaz de darle la espalda a las convenciones sociales, habría preferido que sus hijos hicieran lo mismo que los hijos de los demás, por ejemplo ir a misa los domingos. Sin embargo, aunque nadie se lo había echado nunca en cara, sentía que al obligar a la familia a mudarse de continente había adquirido con ella —y en especial con Stephen— una deuda a largo plazo que trataba de solventar poco a poco, haciendo concesiones como esa. Así las cosas, no creo que a ninguno de los dos le importase que mis padres llevaran a César a la misa de doce de la Anunciata.

Mi parte favorita de la mañana era el paseo desde casa hasta la iglesia. Mis padres iban delante, cogidos del brazo, visiblemente orgullosos de estar juntos. Cada poco se detenían para saludar a algún conocido o señalar algún cambio en el barrio: una tienda nueva, una acera en obras, un semáforo que antes no estaba. César y yo los seguíamos a pocos pasos, hablando de nuestras cosas como dos hermanos bien avenidos. De aquellas misas eternas recuerdo sobre todo el zumbido solemne del sacerdote y las muecas que César y yo intercambiábamos para combatir el tedio. A la salida solíamos ir a tomar el aperitivo al bar Las Gaviotas, en la calle del Depósito, cuya especialidad eran unas suculentas patatas bravas que mi madre apenas nos dejaba probar porque decía que nos quitaban el hambre y luego no comíamos. A veces, después de misa, mi padre tenía que acercarse al almacén para rematar alguna gestión pendiente. Entonces mi madre, un poco enojada porque, fuese lo que fuese, no pudiera esperar hasta el lunes, se iba directamente a casa, a acabar de preparar la comida. A César y a mí, en cambio, nos encantaba acompañarlo. En cuanto se metía en su oficina acristalada nos alejábamos de su campo de visión y, desoyendo sus órdenes explícitas, nos poníamos a jugar entre los promontorios de sacos de pienso. Nos subíamos a ellos, saltábamos de unos a otros y, sosteniendo fusiles de aire, imitábamos las acrobacias que tantas veces habíamos visto ejecutar en televisión a los hombres de Harrelson. Dada mi falta de destreza, es casi un milagro que durante aquellos juegos imprudentes no me rompiera ningún hueso ni acabara sepultado bajo un alud de sacos de pienso. Volvíamos a casa exhaustos, sacudiéndonos el polvo de la ropa de los domingos, cabizbajos por las reprimendas que, invariablemente, mi padre nos echaba cuando salía de su oficina. Pero a esa edad los disgustos duran poco. Las comidas eran siempre jubilosas y terminaban de la mejor manera posible, con algún postre exquisito —arroz con leche, natillas, tocinillo de cielo— que nos ayudaba a olvidar el rapapolvo y la injusticia de las patatas bravas del bar Las Gaviotas.

César O’Malley fue lo más parecido que nunca tuve a un hermano. Durante esos cuatro años cultivamos una amistad tan estrecha como improbable, sin más separaciones que las impuestas por los largos veranos de la pubertad. Una vez superado el limbo de finales de junio —esos días raros, cuajados de desconcierto, que servían de puente entre la rutina escolar y el ocio sin bordes de las vacaciones—, mi madre y yo hacíamos las maletas y nos íbamos a Torrelobatón, a la casa de mis abuelos. Allí nos uníamos a mis dos tíos matemos y a mis siete primos en una apoteosis familiar de comidas al aire libre, excursiones en bicicleta y baños en el río Hornija que se prolongaba durante todo el mes de julio y en la que, debido a las exigencias del almacén, mi padre solo podía participar los fines de semana. La primera mitad de agosto la pasábamos en Suances, disfrutando del mar como solo puede hacerlo alguien que ha nacido en Castilla. Regresábamos a Valladolid con las caravanas del día quince y mientras se nos iba el color, mientras los días menguaban y al aire le salían dientes, volvíamos con mansedumbre al redil de nuestras rutinas. Era entonces cuando más extrañaba a César. En realidad, no había dejado de extrañarlo en todo el verano. Pensaba en él en Torrelobatón y lo echaba de menos en Suances. Pero la nostalgia crecía al final del verano, en los esteros sin alicientes de los últimos días de agosto. Entonces se ensanchaba el vacío. Entonces, más que nunca, sentía la ausencia de mi único amigo. Tanto a mí como a mis padres —ellos adoraban a César, era imposible no hacerlo— nos habría encantado que pasara con nosotros las vacaciones, o al menos una parte de ellas, pero eso era incompatible con los planes de Stephen O’Malley. En cuanto acababan las clases se llevaba a su familia a los Estados Unidos y no la traía de vuelta hasta septiembre. Ese era el acuerdo que había entablado con su esposa aquella noche concluyente, cuando llegó a casa y la encontró sentada a oscuras en la cocina. Vivirían en Valladolid, pero veranearían siempre en California: no podía permitir que sus hijos rompieran lazos con la mitad de sus orígenes. Teresa Cueto aceptó el trato sin discusión. Al igual que la laxitud religiosa, las estancias estivales en el valle de Napa la ayudaban a pagar la deuda que, al no poder adaptarse al edén, había contraído con su esposo y con sus hijos.

A mediados de septiembre empezaba el colegio y hasta el uno de octubre, con motivo de las fiestas de San Mateo, no había clase por las tardes. César y yo aprovechábamos esas últimas briznas de ocio para ponernos al día y refrendar nuestra amistad. Él regresaba de sus ausencias hablando de una forma extraña. Mi impulso inicial al escucharle era reírme. Me hacían gracia sus erres deslizantes y las pequeñas detonaciones con que pronunciaba las tes. Además, me inquietaba el no acabar de reconocerlo del todo —el acento hacía que pareciese distinto—, y esa inquietud buscaba en la risa una vía de escape. Pero me contenía. Guardaba las formas porque se trataba de una alteración pasajera y no quería insultarlo: a nadie le gusta que se burlen de lo que uno no puede evitar. Muchas de aquellas tardes íbamos a la feria de La Rubia. En los lapsos entre atracciones, mal protegidos del frío incipiente por nuestras finas cazadoras de entretiempo, nos contábamos lo que habíamos hecho durante el verano. Con timidez al principio, luego con la confianza de siempre, César me hablaba de las películas que había visto, de las barbacoas de su abuelo Sean, de los fuegos artificiales y los desfiles que cada cuatro de julio hacían vibrar el valle. Luego empezaban las clases vespertinas, los entrenamientos, las comidas con la tata Práxedes. Y, casi sin damos, cuenta volvíamos a ser hermanos.

Así fueron nuestros reencuentros tras las tres primeras separaciones estivales. Tras la cuarta, sin embargo, llegó la debacle, al menos para mí. César vino de América más cambiado de lo habitual. No solo era el acento —a eso ya me había acostumbrado—. Además había crecido mucho, lo cual hacía risible la diferencia entre ambos, y su voz era distinta. Más honda. Una voz de hombre. En la feria parecía distraído, como si ya no le interesara el látigo —nuestra atracción favorita—, ni el tiro a la botella, ni las nubes de algodón de azúcar, ni ninguna de las cosas que antes nos gustaban tanto. Él estaba ahí, de eso no había duda, pero saltaba a la vista que su cabeza estaba en otra parte. Nunca me dijo dónde y yo jamás le pregunté. Éramos dos adolescentes, ahora me doy cuenta, cometiendo errores de adulto. En octubre César dejó el equipo de balonmano y entró a jugar de alero en el de baloncesto. El estirón del verano lo había convertido en el alumno más alto del curso, un honor que hasta ese momento había recaído sobre Ciro Peláez. Pero al contrario que a Ciro, que era muy torpe, a César la altura no le había desprovisto de un ápice de su agilidad. Pese a medir un metro ochenta y cinco —una altura llamativa en un muchacho de quince años—, se movía por la cancha con una rapidez, una precisión y una inteligencia poco frecuentes en las ligas escolares. A todo el mundo le pareció lógico que se pasara al baloncesto. Era evidente que, dadas sus aptitudes físicas, iba a brillar más como alero que como lateral, y eso que como lateral había brillado con fuerza. Aquel cambio fue la puntilla que acabó con nuestra amistad. El equipo de baloncesto entrenaba en días distintos que el de balonmano. Aun así, esperé con los dedos cruzados a que César revalidara la invitación de ir a su casa al mediodía, aunque eso supusiera comer solo con la tata Práxedes. Al fin y al cabo, pensé, había confianza. Pero no lo hizo, así que durante varias semanas volví a las carreras y a las comidas atragantadas de cuatro años atrás. Pero sin César el balonmano carecía de sentido. Era su amistad lo que me había hecho perseverar en un deporte para el que no estaba dotado. Alegando falta de tiempo para los estudios, dejé el equipo a mediados de noviembre. Teniendo en cuenta mi incapacidad, que en las dos últimas temporadas me había relegado de forma casi permanente al banquillo, no creo que nadie me echara de menos. Ese trimestre César y yo nos vimos dos o tres fines de semana, más por iniciativa de nuestros padres —quienes no parecían haber notado el distanciamiento—, que por la nuestra propia. Fueron encuentros desganados, sin el resplandor de los de antes. Y entonces llegó el final.

Un viernes poco antes de Navidad, al volver a casa por la tarde, vi a César entrar en el Basket, un

pub de la calle Santuario que ponía partidos de la NBA en una pantalla gigante. Lo acompañaban varios miembros del equipo de baloncesto y una alborozada cohorte de chicas. Algunas iban vestidas con el uniforme verde de la Enseñanza. Seguramente no habían tenido tiempo de pasar por casa para cambiarse de ropa después de salir del colegio. Las demás iban en minifalda, pese a la crudeza del frío, y tenían el rostro anaranjado por el exceso de maquillaje. César llevaba una bufanda Burberry y una cazadora de aviador con insignias de tela que yo no conocía. Parecía un actor. O uno de esos modelos que salían en las revistas

Telva que compraba mi madre. Al abrir la puerta, levantó la vista y me vio. Dudó un momento. Luego, mientras el resto del grupo entraba en el

pub, sonrió y me saludó con la mano. Yo le devolví el saludo sin detenerme. Me subí el cuello del abrigo austríaco para protegerme de los pellizcos del frío y, exhalando nubes de vaho, seguí andando. Aunque ninguno de los dos nos percatásemos, aquel gesto fue un adiós. A partir de ese instante, de esa breve elevación de la mano, mi vida y la de César O’Malley tomaron caminos distintos. Tendrían que pasar veintiocho años para que volvieran a encontrarse.

 

 

Ir a la siguiente página

Report Page