California

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V

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A César le parecía que la fotografía del balancín —y lo que la rodeaba— reflejaba bien el espíritu de los O’Malley. Eran una familia unida, orgullosa pero sin soberbia, con una inclinación ferviente hacia el regocijo; un clan de vínculos firmes y afectos incondicionales que a lo largo de las décadas se había mantenido venturosamente a salvo de la desgracia. Habían sufrido, cómo no, su cuota de accidentes, enfermedades y muertes. Estaba, por ejemplo, lo que le había ocurrido al primo Matthew mientras hacía surf en una playa de Point Arena. Se preparaba para coger una ola cuando vislumbró entre la espuma dos aletas de tiburón. Lejos de amilanarse, se deslizó hasta la arena, sacó de la mochila una cámara de vídeo sumergible y regresó al océano para grabar de cerca a los escualos. Uno de ellos medía casi tres metros. Rodeó la tabla varias veces y, perdiendo el interés, desapareció. El otro, de menor tamaño pero mucho más curioso, se quedó meciéndose en el agua, en paralelo a la tabla, observándola con un ojo de hielo. De repente dio un coletazo y se lanzó sobre Matthew con las fauces abiertas. En un instante le asestó tres dentelladas en el muslo, la mano y el costado. Luego, insatisfecho por el regusto de su carne magra, se marchó en pos de su compañero. Matthew pasó cinco semanas en el hospital, la primera de ellas suspendido entre la vida y la muerte. Salió de él con dos dedos menos, un mapa de cicatrices y una cojera incurable. Estaba también el tío David y su larga y fallida lucha contra un cáncer de laringe causado por el tabaco. O la querida abuela Vilja, que los había dejado una noche de diciembre de mil novecientos noventa y seis. Antes de acostarse había hablado por teléfono con la tía Niina. Al día siguiente, le dijo, quería levantarse temprano para regar los geranios de las ventanas. «Estamos casi en Navidad, mamá. ¿No hace frío para los geranios?», dijo Niina. «Ya sabes cómo es esta casa, hija —replicó la abuela Vilja con su voz luminosa, de anciana adolescente—. Aquí crece todo, todo el año.» Pero no vivió lo suficiente para cumplir su deseo. Se fue en silencio mientras dormía, posiblemente soñando —como diría la tía Niina en el funeral— con flores y amaneceres rojos. El abuelo Sean siguió viviendo por costumbre, hasta que se quedó sin fuerzas para respirar más. Murió sentado en el balancín del porche, de cara a los viñedos, pocas semanas después de que se tomara la fotografía de las cuatro generaciones de O’Malleys. Sin duda la familia había atravesado momentos difíciles, pensó César mientras se dirigía a la habitación de Martín, pero, aunque eso no mitigara su impacto, se trataba de reveses concebibles, que ofrecían el consuelo de una explicación racional. El primo Matthew cometió una temeridad. El tío David contrajo cáncer porque fumaba tres cajetillas diarias. A la abuela Vilja la mató la edad y al abuelo Sean la decrepitud y la pena. Eran, en cierta forma, infortunios naturales, inherentes al ejercicio de estar vivo. De lo que, con persistente fortuna, los O’Malley se habían salvado a lo largo de las décadas era de las tragedias indescifrables que parecían asolar a otras familias. A ningún O’Malley se lo había llevado una enfermedad extraña e incurable. Ninguno de ellos había sido atropellado por un conductor borracho ni había desaparecido de forma inexplicable mientras esperaba el autobús escolar. En el árbol genealógico del clan no había drogadictos, ni hijos descastados, ni ludópatas, ni estafadores, ni padres déspotas, ni maridos que pegaban a sus mujeres. César se detuvo ante la puerta entreabierta de la habitación de Martín y, mientras llamaba suavemente con los nudillos, se imaginó a sus hermanos en Valladolid y a sus primos en California haciendo lo mismo, dando las buenas noches a sus hijos en la quietud anaranjada de sus hogares. Eran, pensó, una familia con suerte.

—Hola, hijo. ¿Puedo pasar?

Martín estaba sobre la cama, recostado en un cúmulo de almohadones, jugando con una videoconsola de la que manaba un runrún de interjecciones metálicas. Aún no se había desvestido, lo cual contravenía una de las leyes de la casa, la que prohibía tumbarse en las camas con la ropa puesta. Lo que sí había hecho era descalzarse: sus mocasines yacían uno encima del otro sobre la alfombra. Al oír la voz de su padre, se limitó a encogerse de hombros.

A César no le sorprendió su silencio. Él y Martín tenían por costumbre ver juntos

CSI Las Vegas los lunes por la noche. Se arrellanaban en el sofá del salón, cubiertos con la misma manta escocesa, y jugaban a adivinar quién era el asesino. Durante los anuncios César preparaba dos tazas de leche templada con galletas o hacía palomitas de maíz en el homo microondas. Mercedes no aprobaba del todo aquellas citas frente al televisor. Le gustaba que César y Martín se divirtieran juntos, pero no que para hacerlo tuvieran que ver una serie llena de psicópatas y muertes violentas. César le aseguraba que no había de qué preocuparse: puede que su hijo fuera algo ingenuo, pero no tanto como para no saber distinguir entre la vida y la ficción. Si estaba de viaje, a César le resultaba sencillo justificar sus ausencias. Martín aceptaba —con desilusión pero sin queja— que su padre no pudiera acompañarlo porque se hallaba en Berlín, Singapur, Dubái o cualquier otra ciudad remota. Más difícil era hacerle entender que, como le había explicado esa noche por teléfono antes de salir de la oficina, se perdía

CSI por cenar con un cliente en un restaurante al que se podía llegar caminando. En la mente de Martín, la cercanía anulaba las excusas. El silencio era su forma de reprender a su padre, de echarle en cara el haber faltado a su cita televisiva de los lunes. César entró en el cuarto aflojándose el nudo de la corbata y se sentó junto a él.

—¿Qué tal el día? —preguntó.

Martín siguió jugando. Tenía los brazos en tensión y presionaba los botones de la consola con una urgencia febril, similar a la que se había adueñado de él por la mañana, cuando echó a correr tras su bufanda. Con el ajetreo de la partida, el flequillo le invadía los ojos y tenía que apartarlo a soplidos.

—¿Y el entrenamiento?

Martín no contestó. Los sonidos de la videoconsola adquirieron un vigor irreverente en el sosiego nocturno. Aturdido por sus reverberaciones, César pensó en Fermín. Lo imaginó en la garita haciendo el crucigrama, carcomido por la incertidumbre. Se preguntó cómo habría actuado él en las mismas circunstancias. ¿Habría hecho a Mercedes partícipe de su angustia? ¿O, por el contrario, habría guardado silencio con la esperanza de que las pruebas médicas descartaran el cáncer? Indagó dentro de sí durante varios segundos, pero no supo darse una respuesta.

—Hijo, te estoy hablando.

Sin dejar de jugar, Martín alzó la vista y calibró la expresión de su padre.

—Bien —respondió.

César alargó la mano hacia él y, adelantándose a un nuevo soplido, le echó a un lado el cabello.

—¿Solo bien?

—Gonzalo dice que soy un luchador.

César sintió gratitud hacia el nuevo entrenador de su hijo. Por no mentirle sobre sus aptitudes. Por permitir que siguiera en el equipo sin crearle falsas ilusiones. Por animarlo de una forma tan elegante.

—Eso es bueno, ¿no?

—Supongo.

Un breve tintineo enlatado anunció el final de la partida. La habitación se llenó del callado alivio de la noche. Martín dejó la videoconsola sobre la mesilla, junto a la lámpara encendida, y se volvió hacia César con súbito entusiasmo.

—Hoy nos ha contado un chiste muy gracioso. ¿Lo quieres oír?

—Claro.

—¿Cuál es el colmo de un futbolista?

César arqueó las cejas y esperó la respuesta.

—Que le salga un hijo pelota.

Se rieron con fuerza, tapándose la boca con la mano para camuflar el ruido. Fue una risa conciliadora, que acabó de disolver la resistencia de Martín y abrió en él la espita de las palabras. Se incorporó en la cama y, gesticulando, aliñando su narración con muecas y onomatopeyas, compartió con César los avatares de su jornada. El padre Oñate había reñido a Gael Frutos por venir a clase de Lengua en zapatillas de deporte. «Las playeras son para correr —le había gritado con su vozarrón de trueno—, no para dibujar árboles sintácticos.» Más tarde, durante el recreo, Gael Frutos le había dado un balonazo en la cara a Pablo Huertas, por reírse por lo bajo mientras el padre Oñate lo abroncaba. A tercera hora —Conocimiento del Medio—, la señorita Rebeca le había preguntado a la clase cuál era la diferencia entre un planeta y un satélite, y Lucía Sandoval había respondido que un planeta era más gordo. El entrenamiento había ido bien, pero al final Íñigo Castro y Quique Marbán se habían reído de él por lo de la bufanda. Esto lo dijo en voz baja, como si el recuerdo de las chanzas le hubiera encapotado el ánimo. De la tarde no contó nada. Ni una palabra del taller de teatro —Martín hacía de Sombrerero en la versión de

Alicia en el País de las Maravillas que estaban preparando para la función de Navidad—, ni de Chántale, su despistada profesora del Instituto Francés, que un día había entrado en el aula con una tira de papel higiénico prendida a la falda. Saltó directamente al episodio de esa noche de

CSI Las Vegas, protagonizado por un hombre a quien hallaban atrapado hasta la cintura en un parche de cemento, a pocos metros del cadáver de una mujer apuñalada.

—Qué buen comienzo —dijo César—. ¿Y cómo acaba?

—Te lo he grabado.

—Gracias.

—¿Llegarás a tiempo el próximo lunes?

César quiso pedir disculpas a su hijo por no haber visto con él su serie de televisión favorita. Quiso asegurarle que, pasara lo que pasara, no iba a volver a fallarle. De pronto se vio a sí mismo con cuatro años. Estaba en bañador, de pie junto al bordillo de una piscina de Napa. Desde el agua, un instructor muy bronceado, con la mandíbula cuadrada y una sonrisa de artista, lo animaba a que saltase sin miedo. «Venga, que yo te cojo», le decía. César flexionaba un poco las rodillas, echaba atrás los brazos, apretaba los puños y contenía la respiración, pero no se decidía.

Pensaba que, al contrario que al instructor, quien más que flotar parecía descansar con firmeza sobre una plataforma invisible, a él el agua no lo sostendría. Al zambullirse en ella sin la burbuja de corcho ni los manguitos, atravesaría limpiamente sus partículas y, una vez en el fondo, tras una agonía espantosa, se ahogaría. «A la de tres, César —insistió el instructor—. Una, dos y...» César retrocedió un paso y buscó a sus padres entre los adultos que se alineaban alrededor de la piscina, al otro lado de una pequeña valla de alambre. Estaban al final, en la esquina más alejada, charlando con un matrimonio amigo. Su madre lo vio primero. Sonrió y, llevándose ambas manos a los labios, le lanzó una retahíla de besos. Luego llamó la atención de su padre con una caricia en el hombro. Su padre se volvió hacia él, alzó la mano y dijo algo que se perdió en el rumoroso fulgor de la mañana. El suelo de losetas quemaba. El aire olía a cloro y a crema solar. César respiró hondo y se asomó otra vez a la piscina. «Confía en mí —dijo el instructor—. Te prometo que no te va a pasar nada.» César vaciló. Luego tensó el cuerpo, apretó los ojos y se dejó caer en el agua. La primera sensación fue de alivio, un frescor impetuoso que aplacó de golpe el ardor de los pies y la quemazón del sol en los hombros. Buscó al instructor a tientas, palpando la fluida oscuridad con una urgencia que, al no encontrarlo, enseguida se transformó en pánico. Arrojó los brazos a un lado y a otro. Pataleó con furia. Sacudió con desesperación la cabeza. Trató de gritar, pero un violento puño de agua irrumpió en su boca y le impidió articular sonido alguno. Sintió que se llenaba de líquido, que la piscina, cansada de la intemperie y del desbarajuste de los bañistas, se le colaba por las fosas nasales y buscaba refugio entre sus órganos. Abrió los ojos y, desde los esteros de la conciencia, vislumbró un tumulto de burbujas y remolinos azules. Lo siguiente que recordaba era el sol en la frente —un roce cálido sobre la piel aterida— y el duro tacto de las losetas del bordillo bajo la espalda. Le pareció que alguien decía su nombre: dos sílabas tenues, desleídas en un gorgoteo remoto, de gruta marina. Intentó responder, pero no pudo. Una boca ajena se pegó a la suya y le infundió un soplo de aire encendido. Entonces volvió en sí del todo. Echó la cara hacia delante y regurgitó agua a borbotones. En la confusión de la vomitera llegaron hasta él otras voces. Se perseguían, se cruzaban, chocaban entre sí como barcos al garete en un lago sin luz. Una era la de su madre, dando gracias a Dios entre sollozos. Otra la de un hombre que reconvenía al instructor por no estar a lo que estaba, por ponerse a hablar con una rubia en biquini mientras enseñaba a nadar a los chavales. El accidente —en especial la palabra incumplida del instructor— dejó en César una marca indeleble. No llegó a inocularle el germen del recelo —pese al susto, aprendió a nadar sin dificultades y siguió siendo, en esencia, un niño confiado—, pero sí una cautela inextirpable hacia todo lo que se pareciese a una promesa. Perdió la fe en las buenas palabras, en los juramentos, en las intenciones expresadas en voz alta. A partir de aquella mañana se obligó a sí mismo a no prometer nunca nada porque, como le habían enseñado las tinieblas azules de la piscina, toda promesa, por sincera que fuese, corría el riesgo de engendrar una traición. En ese sentido —el de su aversión a las voluntades explícitas—, podría decirse que el descuido del instructor lo había convertido en lo que hoy era: un hombre de silencios prudentes y de hechos consumados. Por eso, aunque su propósito era hacerlo, no fue capaz de decirle a Martín que sí, que vería con él

CSI el lunes siguiente.

—Depende del trabajo —dijo.

Martín pareció sopesar un instante la respuesta. Luego, como si el cansancio del día le hubiera dado alcance de pronto, suspiró y se dejó caer de espaldas sobre los almohadones.

—Lo intentaré —concedió César y, tras una pausa de plomo, añadió—: ¿Quique Marbán te ha dicho algo?

—¿De qué? —respondió Martín, bajando la cabeza.

—De lo del reloj.

—No.

—Hijo, mírame.

Martín alzó la cara y se apartó el flequillo de un soplo. Sus ojos rezumaban una inocencia diáfana, de ángel sin rincones.

—¿No se ha metido contigo?

—No.

—¿De verdad?

—De verdad.

—Si lo hace, me lo dices, ¿vale? No se puede ir por ahí acusando a la gente de cosas que no han hecho.

—Vale.

—Y ahora ponte el pijama, anda, que no se entere tu madre de que te has tumbado en la cama vestido.

César se inclinó sobre Martín y le dio un beso en la frente.

—Buenas noches —dijo, levantándose.

—¿Mañana nos llevas al colegio?

—Sí.

—¡Bien! Buenas noches.

Mientras César se dirigía a la puerta, llegó de la calle el chirrido de una moto. Surgió del fondo del silencio como una queja inconsolable, creció hasta la estridencia y, altaneramente ajeno a la molestia que causaba y a los sueños truncados que dejaba a su paso, se disolvió en la noche.

—Papá.

César se dio la vuelta. Martín estaba de pie junto a la cama, con el pantalón del pijama colgado del hombro. El pelo le invadía la frente, pero esta vez no se molestó en apartarlo. Quizás fue su postura, más erguida de lo habitual. O la desacostumbrada gravedad de su semblante. O el aplomo con que su voz había repercutido en la calma del dormitorio. Sea lo que fuere, a César le pareció que, en los tres segundos escasos que él había tardado en alcanzar la puerta, su hijo de diez años se había hecho adulto.

—Dime —acertó a susurrar.

Martín vaciló unos instantes mientras buscaba las palabras. Las buscó con ahínco, con la misma diligencia nerviosa con que, antes de los exámenes, buscaba en su memoria los nombres de las capitales del mundo.

—El padre de Quique Marbán está un poco loco, ¿no? —dijo por fin, dándose golpecitos en la sien con el dedo índice.

César sonrió aliviado. El gesto de Martín era igual que el que había hecho Koldo durante la comida. Igual, pero diametralmente distinto. El de Martín carecía de implicaciones. Era una referencia inocente, sin ramales ni vueltas de tuerca, a la desbocada conducta de Enrique Marbán.

No contenía un dictamen, ni advertencias veladas, ni oscuros presagios del desastre. Se trataba a todas luces de un ademán ingenuo, que devolvía a Martín a su edad verdadera. El primer impulso de César fue darle la razón a su hijo. No hay duda, pensó, ese hombre ha perdido la cabeza. Pero acabó diciendo otra cosa:

—¿Te asustó?

—Qué va.

—¿Seguro?

—Bueno, un poco, pero se me pasó rápido.

—Así me gusta —dijo César y, dándole de nuevo las buenas noches, se fue a ver a Sofía.

En otro tiempo, antes de que la adolescencia le alterara el carácter, Sofía había recibido con júbilo sus visitas de buenas noches. En cuanto lo veía asomarse a la puerta se incorporaba en la cama, se abrazaba las rodillas y, con un candor desbordante, compartía con él sus vicisitudes. Durante años, esos momentos de intimidad habían ayudado a compensar las ausencias de César. Eran, en buena medida, el pegamento que los mantenía unidos pese a sus constantes viajes y compromisos de trabajo. Pero entonces Sofía cambió. Ocurrió despacio, sin estridencias, de una forma tan gradual que nadie se percató de nada hasta que la transformación fue completa. Una noche, César entró en su habitación y ya no encontró en ella a la Sofía de siempre —la niña clara y de risa fácil que le contaba sus cosas al abrigo del silencio—, sino a una muchacha taciturna, inexplicablemente hostil. El júbilo, el candor, la intimidad dieron paso a una reticencia hermética e indoblegable hacia él y hacia el resto de la familia. Luego vino la caída de las notas, las nuevas amistades —empezaron a llamarla a casa chicos y chicas con nombres desconocidos—, el aislamiento tras los auriculares, los ocasionales novillos, el olor a alcohol y a tabaco con que volvía de la calle los viernes por la noche. Preocupados, incapaces de gestionar con acierto los vaivenes de la nueva Sofía, César y Mercedes acudieron a la psicóloga del colegio, quien no dudó en identificar los cambios como los desmanes típicos de la adolescencia. «Acuérdense de cuando ustedes tenían su edad —dijo, esbozando una sonrisa tranquilizadora—. Todos hemos pasado por eso.» César y Mercedes se miraron y supieron sin decirse nada lo que estaba pensando el otro: los dos habían tenido quince años, desde luego, y habían padecido los desórdenes de la pubertad, pero jamás, que ellos recordaran, se habían vuelto contra nadie —mucho menos contra sus padres— sin un motivo evidente.

—Hola, hija. ¿Puedo entrar? —dijo César desde el hueco de la puerta.

Sofía estaba sentada ante el ordenador con los auriculares puestos. Al ver aparecer a su padre dejó de teclear y, alargando la mano hacia el ratón, minimizó la pantalla con un clic sobresaltado. A César le pareció que aquel gesto —el escamoteo urgente de datos— encapsulaba la relación que de un tiempo a esta parte mantenía con su hija. Más que nunca, echó de menos a la Sofía de antes, la Sofía cristalina, la que carecía de secretos y de rencores mudos. Sabía que ya no era bien recibido en la habitación, pero aun así se negaba a suspender las despedidas nocturnas. Eran su forma —oblicua y puede que desafortunada— de hacerle entender que la quería, que podía contar con él, ahora y cuando regresase de las brumas.

—¿Eso es un sí? —dijo ante la falta de respuesta, tratando de sonreír.

Sofía se quitó los auriculares y los dejó junto al pequeño reproductor de música que descansaba sobre la mesa. Luego se dio la vuelta en la silla giratoria y miró a su padre con impaciencia, como quien se prepara para recibir un reproche al que no piensa prestar atención. Junto a la puerta, a un metro de donde se hallaba César, había un pequeño taburete rojo sobre el que Sofía acostumbraba a dejar la mochila con los libros y los cuadernos del día siguiente. Esa noche estaba vacío. César se sentó en él con cuidado, temeroso de que la precaria estructura de madera cediese bajo su peso.

—¿Qué haces? —dijo, emulando sin éxito la naturalidad de otra época.

—Nada, chateando con Sandra. Mañana tiene examen de Química y quería saber cómo le iba.

—¿Y cómo le va?

—Así así. Se va a quedar estudiando esta noche.

Sandra era una víctima, tal vez la primera, de la metamorfosis de Sofía. En cuestión de meses había pasado de ser su mejor amiga —una presencia constante y siempre bienvenida en el hogar de los O’Malley— a convertirse en un fantasma, un mero nombre que solo salía a colación cuando a Sofía le hacía falta una coartada. César se preguntó dónde había aprendido su hija a mentir con tanta desenvoltura. En casa siempre la habían exhortado a ser franca, a no camuflarse en las palabras, de modo que tenía que haber sido en otro sitio. Puede que en el colegio, o en los bares que frecuentaba con su nueva pandilla. ¿Sobre qué otras cosas mentía? ¿Cuáles eran los límites de su impostura? ¿Dónde acababa el engaño y comenzaba Sofía? César apoyó los codos en los muslos y se frotó los párpados con las yemas de los dedos. La psicóloga tenía razón: lo único que él y Mercedes podían hacer era querer más a su hija —si es que eso era posible— y confiar en ella. De pronto se le ocurrió que quizás sería bueno que el taburete se viniera abajo. Se imaginó a sí mismo desparrancado en el suelo, aturdido por la caída, rodeado de astillas rojas. Imaginó también la risa de Sofía, una carcajada limpia, liberadora, que lavaría sus rencores soterrados y restablecería el orden natural de sus afectos. Tensó el cuerpo a la espera del desplome, pero no ocurrió nada. El taburete se mantuvo firme, ajeno a sus ensueños.

—¿Qué tal el día? —dijo.

En otros tiempos, esa pregunta habría desatado una cascada de novedades. Ahora, sin embargo, fue despachada con un leve encogimiento de hombros y un monosílabo.

—Bien.

En la pared, detrás del ordenador, había pegados dos pósteres. Uno era de Lady Gaga, un primer plano en blanco y negro en el que la cantante aparecía con la boca muy abierta, como si estuviera gritándole a alguien. Tenía el pelo revuelto, los ojos intensamente delineados, y los labios —lo único que estaba en color en la fotografía— pintados de rojo sangre. A César no le gustaba Lady Gaga. Le desagradaba su procaz histrionismo y, aunque sabía que la imputación era infundada —él de joven había sentido simpatía por los Sex Pistols y no por eso se había hecho punki ni se había dejado arrastrar por las drogas—, no podía evitar asociar su irreverencia con la transmutación de Sofía. Además, las letras de sus canciones le parecían espurias, una mezcla cuidadosamente amasada de incoherencias y frases chocantes cuyo principal objetivo era escandalizar, pero no demasiado: lo justo para causar revuelo sin perder el favor de las compañías discográficas. Quien sí le gustaba —y mucho— era Sting, el protagonista del otro póster. César, como tantos hombres y mujeres de su generación, había crecido escuchando a

The Police. Se sabía su discografía de memoria y aún se emocionaba cuando ponían en la radio alguna de sus canciones. Tras la disolución del grupo, había seguido con lealtad la carrera de Sting en solitario. Su admiración era tan notoria, que raro era el cumpleaños que no recibía algún regalo relacionado con su música: un ejemplar dedicado de

Outlandos d’Amour, una camiseta de la gira de

Brand New Day, un single de

«So Lonely» —su canción favorita— imposible de encontrar en las tiendas. Sting formaba parte de su vida —como los Lakers de Los Ángeles, su amado equipo de baloncesto, o los cómics de la Marvel, en especial los de Daredevil, que leía y releía desde la infancia— y le agradaba que lo hiciera también de la de Sofía. Aquel póster era para él mucho más que el retrato de un icono del rock. Aquella fotografía de Sting en camiseta de tirantes, tocando el bajo y cantando con la boca pegada al micrófono, era un vínculo, el precario hilo que lo mantenía ligado a su hija. Pero, sobre todo, era un motivo de esperanza.

Durante los últimos meses, Sofía se había esforzado en borrar todo rastro visible de su inocencia. Había empezado por los pijamas de Hello Kitty y Minnie Mouse, que tras muchas discusiones con Mercedes había sustituido por unos conjuntos de pantalón corto y camiseta ajustada que le hacían parecer lo que todavía no era: una mujer hecha y derecha. A continuación, de una forma implacable y sistemática, se había ido deshaciendo de los cuadernos de dibujos infantiles, de las ceras de colores, del viejo tutú de ballet, de los libros de Kika Superbruja y Tea Stilton, de la cocina de juguete que guardaba desde siempre en un rincón del ropero. Las purgas contra su propia niñez habían terminado el último verano, al poco de regresar de las vacaciones familiares en California. Una mañana de sábado, mientras el resto de la familia desayunaba, había aparecido en la cocina tirando de una bolsa grande de plástico transparente. En su interior, apretadas unas contra otras como cadáveres en una fosa común, se amontonaban todas las muñecas que había poseído en su vida. Allí estaban las Barbies, los Nenucos, las Barriguitas, las Bratz, las Nancys, los Kens, las figuras anónimas que César le había traído de sus viajes. Un amasijo espeluznante de ojos abiertos y miembros enredados que impuso el silencio en la cocina e hizo que a Martín se le cayera la cuchara en el cuenco de los cereales. «Voy a llevar esto a Cáritas, ahora vuelvo», dijo Sofía con una determinación sosegada, que no admitía réplica. «Acabo de desayunar y te ayudo, hija», ofreció César, mirando fugazmente a Mercedes. Pero Sofía no pareció oírle. Agarró la bolsa por la embocadura, se la echó al hombro y desapareció por el pasillo. Una semana después, libre por fin de los residuos de la infancia, pegó en la pared de su habitación el póster de Lady Gaga, y al cabo de unos días, como si se tratara de una ocurrencia tardía, el de Sting. La primera vez que César lo vio, durante una de sus visitas de buenas noches, no supo bien cómo interpretarlo. Pocos adolescentes sabían quién era Sting, y los que lo sabían no albergaban una idea clara de sus logros. Lo consideraban una especie de dinosaurio, un superviviente de un pasado oscuro que cada cierto tiempo lanzaba al mercado un manojo de canciones abstrusas. Si Sofía lo conocía mejor, era por su padre, a quien ahora solo hablaba en monosílabos y de quien llevaba meses distanciándose. ¿Por qué, entonces, ese homenaje a sus gustos musicales? ¿Por qué complacerlo en eso cuando en todo lo demás parecía decidida a darle la espalda? Al principio César pensó que, colocando a Sting junto a Lady Gaga, lo que su hija pretendía era desafiarlo, poner de relieve el abismo que los separaba. Dejó de pensarlo cuando cayó en la cuenta de que aquel póster no tenía nada que ver con él. Sofía no lo había pegado allí para retarlo, ni para poner de relieve ningún abismo, sino porque, por extraño y anacrónico que pudiera parecer, le gustaba Sting de verdad. Solo eso podía explicar la devoción con que cantaba sus letras por la casa cuando creía que nadie la oía. Pese a su desapego, pese al vuelco hostil que había dado su carácter, se emocionaba escuchando las mismas canciones que durante más de dos décadas habían emocionado a su padre. Aquella preferencia común, compartida contra toda lógica, era más fuerte que los trastornos de la adolescencia. Eso hizo que César concibiera la esperanza de que algún día Sofía —su Sofía— volvería de la niebla.

—¿Qué oías? —dijo, señalando hacia el reproductor de música.

—«Every Breath You Take» —respondió Sofía en su inglés idiosincrásico, una personal mixtura de vocablos anglosajones y acentos castellanos que le reportaba dieces en el colegio y hacía sonreír cada verano a sus familiares del valle de Napa.

—¿Te he contado que la primera vez que besé a tu madre fue oyendo esa canción?

Sofía alzó las cejas, una excepcional muestra de interés, teniendo en cuenta las circunstancias.

—Estábamos en Valladolid, en una discoteca. Boggie, creo que se llamaba.

—¿Tú y mamá en una discoteca? —dijo Sofía con soma.

—Pues sí. Llevábamos muy poco tiempo saliendo. ¿Aún se dice así?

—El qué.

—Salir.

—Claro. ¿Cómo se va a decir, si no?

—No sé, hija. Lo mismo ahora se decía de otra forma. Bueno, a lo que iba, yo era un chaval muy tímido.

—Ya —dijo Sofía, y emitió un leve gruñido de incredulidad.

César dudó un instante, turbado por la inferencia lógica de esa reacción: si Sofía se negaba a creer que su padre había sido tímido, era porque a los muchachos con los que se relacionaba les sobraba audacia.

—En serio —prosiguió—. Fíjate si era tímido, que ya habíamos estado allí un par veces y todavía no me había atrevido a sacarla a bailar. En cuanto empezaban los lentos, me bloqueaba. Me quedaba tieso como un pasmarote.

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