California

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V

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Le habría gustado preguntar si los chicos aún sacaban a bailar a las chicas. Si seguían poniendo lentos en las discotecas. Si aún era popular entre las adolescentes la granadina con piña. Pero se limitó a sonreír con tristeza. Se habían vuelto las tornas, pensó. De pronto Sofía era la adulta, la que sabía cómo funcionaba el mundo, y él el púber desnortado. Alzó la vista y se topó de lleno con el rostro vociferante de Lady Gaga. Era a él a quien gritaba, no había duda, y su grito airado era también el de Sofía. ¡Vete de una vez!, clamaba. ¡Aquí no pintas nada! César percibió de nuevo el insidioso rumor de la jaqueca: una marea tibia, vibrante, meciéndose como un mar inquieto en las cavidades del cráneo. Una vez más, deseó que el taburete se viniera abajo. Deseó caer al suelo con un crujido de maderas rotas y perderse con Sofía en una risotada catártica.

—Entonces pusieron «Every Breath You Take» —acertó a decir, sacando aplomo de la memoria—, y no solo bailé con ella, sino que la besé en medio de la pista, delante de todo el mundo. Imagínate. Casi le da algo a la pobre, ya sabes lo vergonzosa que es.

—Qué bonito —dijo Sofía.

—A que sí —convino César, incapaz de elucidar si el comentario era sincero o si, por el contrario, se trataba de un dardo mordaz.

Sofía arqueó de nuevo las cejas, pero esta vez no había curiosidad en el gesto, solo impaciencia. Era el mohín de un superior que, tras despachar un asunto rutinario, quiere quitarse de encima a un subalterno molesto. ¿Algo más?, parecía preguntar Sofía con aquella mueca displicente. ¿Puedo seguir con mis cosas?

—En fin, hija. Buenas noches —dijo César y, apoyando las manos en las rodillas, se levantó del taburete.

Desde el cambio —desde que dejó de ser quien había sido—, Sofía no aceptaba de César ninguna muestra de afecto. Sacudía la cabeza cada vez que él intentaba acariciarle el cabello. Se escabullía cuando, al ir caminando por la calle, posaba la mano en su hombro. Con una obstinación indómita, rayana en la crueldad, rechazaba sus abrazos y sus mimos de padre benévolo. Esa misma mañana, al llegar al colegio, se había bajado a toda prisa del coche solo para evitar que la besara. A César le dolía tanta aspereza. Como todos los O’Malley, era un hombre cariñoso, acostumbrado a manifestar sus apegos, en especial los familiares, a través del contacto físico. Privado del lenguaje del cuerpo, de la gramática táctil de la ternura, se sentía mudo ante su hija. Echó a andar hacia la puerta y, de pronto, se detuvo. Sintió que, dijera lo que dijera la psicóloga, la estaba perdiendo. Con una certeza inapelable, surgida del amor y del miedo, supo que si salía de la habitación sin mostrarle su cariño, sin hacerle ver que la quería, ya no la recuperaría jamás. Vaciló un instante. Luego se volvió, se acercó a ella y, cogiéndola suavemente por los hombros, se agachó para besarla. Esperaba la resistencia habitual, pero lo que se encontró fue aun peor: una pasividad absoluta.

—Te quiero, hija —susurró, y tocó su frente con los labios.

Se alejó turbado, percibiendo tras los ojos y en la cara interior de las sienes el retomo del dolor. Una vez en la puerta, se volvió de nuevo. Sofía se había puesto los auriculares y, con el cuello inclinado hacia delante, leía algo en la pantalla del ordenador.

—¿Cierro? —dijo César, pero Sofía no le oyó; había regresado a sus brumas.

En el pasillo lo alcanzó la sed. Había cenado carne —jamón ibérico y un solomillo de ternera al roquefort— y tenía la boca seca. Decidió atender primero esa necesidad.

Luego buscaría un calmante para la jaqueca en los cajones del baño pequeño. Cruzó el pasillo y pulsó el interruptor de la cocina. Los tubos fluorescentes se despertaron con un quejido irritado. Parpadearon varias veces, como si les costara trabajo enfrentarse a la vigilia. Por fin, se encendieron del todo. César rodeó la barra de mármol blanco que dividía en dos la cocina, sacó un vaso de un armario y lo llenó con agua del grifo. Se disponía a beber cuando oyó pasos a su espalda. Se dio la vuelta sobresaltado. Al hacerlo, parte del agua rebasó el borde del vaso y se precipitó contra el suelo de cerámica con un chapoteo remoto. Al otro lado de la barra estaba Mercedes. Llevaba puesto un pijama azul pálido con cuatro botones rojos que, bajo la luz imprecisa de los fluorescentes, semejaban cuatro orificios de bala. Tenía el pelo recogido con una goma y los brazos caídos, como si sus manos, invisibles para César desde su posición, sostuvieran sendas maletas pesadas.

—Hola, cariño, me has asustado —dijo César.

Mercedes no dijo nada. Se limitó a mirarlo con una tristeza honda y descolorida.

—Amor, ¿estás bien? ¿Ha pasado algo?

Muy lentamente, Mercedes alzó una mano. De ella, sujeto con un asa de nailon, pendía el neceser de César. Lo depositó con cuidado sobre la barra. Abrió la cremallera, extrajo del interior dos preservativos —dos fundas de color plata, unidas entre sí por una costura dentada—, y con un ligero movimiento de la muñeca los arrojó sobre la superficie de mármol blanco. Tras varios segundos eternos —antes de que César supiera qué decir o qué hacer con el vaso de agua—, rompió a llorar en silencio.

 

 

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