California

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VI

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A

quellos —los del colegio— fueron para casi todos nosotros años sexualmente opacos, marcados por una virginidad claustrofóbica. Y no es que nos faltara información. Es de justicia decir que, en materia de pedagogía sexual, los jesuitas iban por delante de su tiempo. Por medio de diapositivas —filminas, se llamaban entonces— nos explicaban las diferencias entre el cuerpo del hombre y el de la mujer, nos mostraban los mecanismos del aparato reproductor, nos hablaban del ciclo menstrual, del método Ogino y, para nuestro torpe regocijo, de las erecciones. Incluso nos daban consejos para, cuando llegase el momento, llevar una vida sexual saludable. Es imposible no sonreír ante la comicidad de aquellas sesiones: un puñado de hombres célibes revelando los misterios del sexo a unos pipiolos que solo habían visto a una mujer desnuda en dibujos o, los más audaces, en las páginas de algún

Interviú.

En séptimo de EGB tenía lugar la visita al padre Tobías. Te llamaba a su despacho cuando menos lo esperabas —a mí me llamó en plena clase de Religión, mientras el hermano Samuel comentaba la parábola de los talentos— y tras un largo circunloquio, del que nadie sacó jamás nada en limpio, dibujaba un pene de tiza en una pizarrita que tenía sobre el escritorio y te preguntaba si ya habías empezado a masturbarte. Los que respondían que sí —César O’Malley entre ellos— eran piadosamente reconvenidos. La masturbación atentaba contra el sexto mandamiento —les advertía el padre Tobías en el mismo tono eclesiástico que usaba para decir misa— y convertía a quienes la practicaban en muchachos taciturnos, egoístas y plagados de granos. En casos extremos —y aquí el padre Tobías entornaba los ojos y alzaba la cara hacia el techo, como pidiendo a Dios que tal cosa no ocurriera en su rebaño—, conducía a la ceguera. A los que contestábamos que no, nos trataba con más benevolencia. Al no poder amonestamos por algo que no habíamos hecho, se limitaba a explicar por encima los rudimentos del onanismo y a exhortamos a preservar nuestra pureza. Tanto unos como otros ignorábamos sus sermones. Los primeros —los onanistas confesos— se mantenían fieles a su hábito. A los segundos —los bisoños— nos faltaba el tiempo para poner en práctica las enseñanzas recibidas. Ni unos ni otros supimos nunca qué función desempeñaba en aquellas charlas el pene de tiza.

El tercer pilar de nuestra educación sexual eran las tutorías de grupo. Había dos al mes y su finalidad real era poner sobre la mesa las inquietudes generales de cada sección, pero casi siempre, sobre todo a partir de octavo de EGB, se usaban para disipar dudas de sexo. ¿Para qué sirve meter la lengua cuando se besa? ¿Cuánto mide un pene normal? ¿Los ancianos lo hacen? ¿Por qué las chicas no se bañan en la piscina cuando tienen la regla? Los tutores salían del paso como podían, pero lo cierto es que no todos estaban capacitados para satisfacer con solvencia nuestra curiosidad. El fracaso más sonado lo protagonizó en segundo de BUP la pudorosa señorita Fuencisla, durante una tutoría con la sección D, la de César. Incapaz por su carácter recatado de entablar un diálogo abierto sobre unas cuestiones tan íntimas —la señorita Fuencisla había sido monja y vivía una vida monástica en compañía de una hermana suya—, propuso a sus tutorandos que le entregaran las dudas escritas en un trozo de papel. Ella las leería y, tras una breve consideración, daría respuesta a las más pertinentes. Nada de lo que había aprendido en sus treinta años de maestra entregada la había preparado para lo que sucedió a continuación. El anonimato y la ignorancia espolearon la osadía de los chicos. Con malicia —con un deseo evidente de escandalizarla y de mofarse de su decoro—, pero también, al no saber bien de lo que hablaban, sin una conciencia plena de hasta qué punto estaban siendo procaces, como quien dice palabrotas recién aprendidas en un idioma extranjero, dejaron sobre su mesa un desvergonzado catálogo de preguntas escabrosas. ¿A qué sabe el semen? ¿Es cierto que los negros la tienen más grande? ¿Cuántos penes caben en una vagina? ¿Puede un hombre dejar embarazada a una vaca? ¿Es verdad que las mujeres sangran porque por algún sitio les tiene que salir el mal carácter? A medida que leía, el rostro de la señorita Fuencisla fue palideciendo hasta quedar convertido en una careta de yeso. Tragó saliva y miró a sus alumnos con las pupilas húmedas. «Si yo estuviera casada, o si hubiera llevado otra vida —dijo al cabo de unos segundos, cuando el labio inferior le paró de temblar—, podría contestar todo esto con pelos y señales...» No la dejaron terminar. Al oír la palabra «pelos», la clase en bloque prorrumpió en una carcajada estentórea, que hizo que la señorita Fuencisla se echara a llorar y abandonara el aula con la cara entre las manos.

A excepción de los bisoños —los que descubrimos la masturbación gracias a las charlas del padre Tobías—, no creo que nadie aprendiera nada útil sobre el sexo en las aulas del colegio San José. Por muy avanzadas que fueran para la época las enseñanzas de los jesuitas, la sexualidad que se nos presentaba en las proyecciones de filminas y en las tutorías quincenales era una sexualidad científica, de libro de texto, tan alejada de nuestra cotidianidad como el teorema de Pitágoras o los afluentes del Danubio. Era, además, una sexualidad para dos, de pareja, lo cual no dejaba de ser chocante en un colegio que, desde su fundación, solo admitía a varones. Esa segregación tuvo en nosotros un efecto nocivo. Puede que ayudase a forjar amistades más recias, como sostienen con orgullo algunos de mis antiguos condiscípulos, pero no me cabe duda de que, en lo que respecta a nuestra relación con las mujeres, nos dejó emocionalmente escorados. No es que no hubiera chicas en nuestras vidas. Todas las mañanas, de once a once y media, confluían en la plaza de Santa Cruz nuestro recreo y el de tres colegios femeninos: las Carmelitas, la Enseñanza y las Jesuitinas. Emergíamos del portón del patio como pájaros desenjaulados y corríamos desmayados de hambre a comprar un bocadillo de tortilla en el bar Sanjo o en la Casa de Galicia. Luego formábamos corros bajo los plátanos y, fingiendo indolencia mientras comíamos, observábamos de reojo cómo las chicas iban ocupando la plaza con sus risas y sus uniformes de faldas plisadas. La naturaleza no tardó en hacerse cargo de las cosas. Los más arrojados hicieron saltar la chispa de las primeras conversaciones. Los corros se abrieron. Poco a poco se crearon pandillas y, a partir de segundo de BUP, los breves encuentros matinales se complementaron con otros más largos los viernes y los sábados por la tarde, por lo general en la sesión juvenil de la discoteca Caifás o en los humosos

pubs de las zonas de Poniente, Cantarranas o El Cuadro. De modo que sí hubo chicas en nuestra adolescencia, pero la relación que tuvimos con ellas no fue todo lo espontánea que habría cabido esperar. La masculinidad forzosa del colegio nos impedía verlas como criaturas comunes. Al no formar parte de nuestra experiencia ordinaria —no íbamos a clase con ellas, no hacíamos deporte juntos, no venían a casa a hacer los deberes—, nunca aprendimos a tratarlas con franqueza. Eran para nosotros un espejismo foráneo, una ilusión traslúcida, enfundada en una otredad sin vuelta de hoja. Nos gustaban, pero al mismo tiempo recelábamos de ellas. Nos atraían, pero también nos daban miedo. Nuestra incomodidad salió penosamente a la luz en COU, cuando el colegio abrió la mano y, por fin, se hizo mixto. Aún recuerdo nuestro pasmo al entrar en el aula el primer día de clase y ver a seis chicas sentadas en nuestros pupitres. Las recibimos con una amabilidad cohibida, que con el paso de los meses solo unos pocos supieron convertir en una camaradería legítima. El resto nunca dejamos de sentir hacia ellas una pulsión contradictoria, que nos turbaba y nos impedía bajar la guardia en su presencia.

Por supuesto hubo chicos que llegaron al final del camino, a lo que nuestros profesores, con una naturalidad algo forzada, denominaban el

acto sexual o —los más técnicos— el

coito. Pero eso era poco frecuente. Lo normal, lo que casi todos nosotros tuvimos entre los catorce

y los dieciocho años, fue una sexualidad embridada y anhelante, hecha de paseos lánguidos, largas tardes de Coca-Cola y pipas y, si había suerte, ansiosos hartazgos de besos y tocamientos sobre la blusa en la protectora penumbra de algún

pub. Después de cada cita volvíamos a casa con los labios en carne viva, poseídos por un ardor palpitante que solo se podía aliviar poniendo en práctica las enseñanzas del padre Tobías. Esa situación —la sed nunca aplacada— nos sumía en un estado de atolondrada efervescencia erótica y nos impulsaba a hacer cosas que, en otras circunstancias, jamás se nos habrían ocurrido. Como la excursión a Simancas de César O’Malley y sus amigos del equipo de baloncesto.

Fue en abril del ochenta y tres, varios meses después de que nuestra hermandad se extinguiera. Un mediodía de jueves, al acabar de entrenar, Fede Santoña le dijo al equipo que había en Simancas una chica que por cien pesetas —la mitad de lo que costaba el cine— se dejaba tocar los pechos.

—¿Está buena? —preguntó alguien.

Caminaban hacia el portón del patio en una formación deslavazada, pasándose el balón unos a otros.

—Hombre, no es Brooke Shields, pero tampoco está mal. Yo voy a ir a verla el sábado. ¿Quién se apunta?

Fede Santoña salía desde enero con Susana Rojo, una alumna de las Jesuitinas famosa en nuestro curso por sus andares de antílope y sus ojos azul Prusia. Al resto del equipo la muchacha les parecía un sueño, pero Fede Santoña no paraba de quejarse de ella y de tildarla de mojigata. Después de tres meses de relación, se lamentaba, la muy estrecha seguía sin dejarle besarla en la boca.

—No sé vosotros, pero yo no pienso estar a dos velas toda la vida —añadió, deslizándose por la nariz los dedos corazón e índice, y los demás se rieron.

El primero en apuntarse fue Manu Robledo, el sátiro oficial del equipo. Según confesión propia, había comenzado a masturbarse a los nueve años —tres antes de que el padre Tobías lo llamara a su despacho— y desde entonces no pensaba más que en el sexo. Encima del armario de su habitación, fuera del alcance de la aspiradora y el plumero matemos, guardaba una manoseada colección de revistas pornográficas, un vasto y satinado escaparate de la carnalidad que, junto a prácticas más o menos comunes, incluía perversiones como la zoofilia —fue Manu quien le preguntó a la señorita Fuencisla si un hombre podía preñar a una vaca— o el sadomasoquismo. Pese a sus ansias por dejar de ser virgen, o quizás debido a ellas, lo más cerca que había estado de unos pechos de tres dimensiones había sido un año antes en la sala de urgencias del hospital Río Hortega, cuando una joven enfermera, con un uniforme más escotado de lo que dictaban la profesionalidad y el buen juicio, se inclinó sobre él para vendarle un tobillo lastimado en un partido contra los Maristas. Dadas su desaforada libido y su total falta de encanto —era poco agraciado y de una timidez rayana en el mutismo—, Manu Robledo no podía permitirse desaprovechar una ocasión como la de Simancas, aunque le costara cien pesetas. Antes de llegar al portón, se apuntaron también Ciro Peláez —el pivot del equipo— y Sebas Redondo —el base—.

—Por probar —dijo Sebas con una indiferencia fingida.

—¿Y tú qué dices, O’Malley? —preguntó entonces Fede Santoña.

César se encogió de hombros.

—Venga, hombre, anímate.

Estaban ya en la calle, a punto de dispersarse. Era la hora de comer y la plaza de Santa Cruz reposaba en un silencio de asfalto y hojas verdes. El aire era un paño terso, impregnado de los seminales efluvios de la flor de los castaños.

—No sé —dijo César.

El plan le parecía un disparate: ir hasta Simancas en compañía de un sátiro en celo para tocarle los pechos a una desconocida. Pero también tenía curiosidad. Quería ponerle cara a esa chica que ya desde tan joven le alquilaba su piel a cualquiera.

—Te apuntas o qué —insistió Fede Santoña.

César frunció los labios y negó varias veces con la cabeza, como si no acabara de creer la decisión que había tomado. Luego, ajustando la correa de la bolsa de deporte, dijo:

—¿A qué hora?

El sábado amaneció despejado y frío. No tan frío como en invierno, cuando el aliento se helaba al salir de la boca, pero lo bastante como para que no sobrara la trenca. A las once, cuando César y los demás se encontraron en la plaza de Zorrilla, el sol era un mero reventón de luz, blanco y remoto, sin fuerza para calentar nada. El autobús no llegaba hasta las once y cuarto, así que mataron el tiempo mirando el escaparate de Avícola Guerra, una tienda de mascotas que había en la plaza. En él, metidos en jaulas y en urnas de plástico, había periquitos, hámsteres, jilgueros, cachorros de perro, canarios, gatos y pollitos de colores, todos ellos absortos en sus rutinas de preso: saltar de un palo a otro, lamerse, hacer girar la rueda, afilarse el pico con un hueso de jibia. Todos menos un cachorro de pastor alemán que, en vez de jugar con sus compañeros o de revolcarse en el lecho de tiras de papel de periódico, miraba hacia la calle con una expresión abatida.

—¿Tú también quieres tocarle las tetas a Davinia? —dijo Fede Santoña alterando la voz, como si le hablara a un bebé, e imitó con una mueca la tristeza del perro.

El grupo se echó a reír. Iban vestidos de domingo —bien peinados, con los mocasines brillantes, cubiertos de Atkinsons y Varón Dandy—, como si, más que manosear a una chica en Simancas, su intención aquella mañana fuera ir a misa de doce en la cercana iglesia de San Ildefonso.

Cuando llegó el autobús se subieron a él bromeando, tratando de ocultar su nerviosismo incipiente bajo una hilaridad demasiado ruidosa. Iba casi lleno y no pudieron sentarse juntos. Fede Santoña, Sebas Redondo y Ciro Peláez se sentaron al fondo. Manu Robledo encontró un sitio libre al lado de una anciana teñida de rubio que llevaba sobre el regazo una cajita de dulces atada con un cordel. Por un instante, César consideró quedarse de pie junto a la puerta, pero el trayecto era largo —unos cuarenta y cinco minutos— y al final se sentó delante de la anciana, quien le dirigió una sonrisa afable. No le habría sonreído igual, pensó César con desmayo, si hubiera conocido el porqué de aquel viaje. Hacía un rato que se sentía incómodo. Empezaba a pensar que se había equivocado, que la curiosidad por conocer a Davinia no compensaba la sordidez de aquella aventura. Miró a través de la ventanilla. Al otro lado de la carretera, en el centro de la plaza, se alzaba sobre un alto pedestal la estatua de bronce del escritor José Zorrilla. En una mano sostenía un libro abierto. La otra la tenía ligeramente alzada, como si estuviera recitando un poema. Sobre los hombros, sobre el brazo a medio extender, sobre la frente y los ondulados cabellos se acumulaban como nieve sucia los excrementos de las palomas.

El autobús se puso en marcha con un temblor de cristales. Avanzó despacio por el paseo de Zorrilla, cogiendo y descargando gente, perforando la mañana con sus resoplidos neumáticos. En La Rubia, donde el paseo y la ciudad se acababan, dejó a la izquierda los solares de la feria —en esa época del año una pura soledad de polvo y vientos cruzados—, enfiló el camino viejo de Simancas y, aumentando la velocidad, atravesó un paisaje confuso, hecho de parches de tierra inerte, almendros sin flores, racimos de casas molineras y huertas atendidas por hombres y mujeres encorvados. Se bajaron en la parada del

camping. Faltaban casi dos meses para que abriera y a través de la verja metálica se apreciaban los efectos del desuso: la moqueta de hojas secas, la piscina vacía, varios columpios rotos. Rodearon la verja y cruzaron en fila india el puente romano, arrimándose al pretil para dejar que pasaran los coches. El río bajaba alto porque, pese al sol de los últimos días, estaba siendo un abril lluvioso. Venía autoritario y turbio, henchido de basura y residuos vegetales. Al llegar a la otra orilla, Fede Santoña se adelantó varios pasos y guió al grupo por un camino que corría paralelo al río, entre el estruendo de la presa y los cascarones invernales de dos chiringuitos de verano. Ascendieron en silencio por una empinada calzada de cemento. Cien metros más arriba, cerca ya del centro del pueblo, Fede Santoña se detuvo ante una casa abandonada. Tenía las ventanas tapadas con tablas y ladrillos. El canalón del tejado se había desprendido y se balanceaba como un brazo exangüe a merced de la brisa. Sobre la fachada de piedra, difuminada aquí y allá por los lametazos de la intemperie, había una pintada de color amarillo que decía: «Algún día será tarde. Después no te quejes».

—¿Es aquí? —preguntó Sebas Redondo con desaliento.

En el aire, entreverado en los soplos de aire bruñido, flotaba un olor a estiércol y leña quemada.

—¿Qué esperabas, el Ritz? —dijo Fede Santoña algo molesto y, abriendo de un empujón la puerta de madera descascarada, entró en la casa.

Los demás se quedaron indecisos en la calle, mirándose unos a otros con desconcierto. La euforia inicial había perdido fuelle durante el viaje. Al poco de ponerse en marcha, se había apoderado de ellos un silencio absorto, plagado de dudas y reconsideraciones. Ahora, enfrentados al abismo que se imponía entre la realidad y sus deseos —nadie esperaba el Ritz, pero tampoco un escenario tan mísero—, lo único que querían era dar media vuelta y marcharse. Pero ninguno lo hizo, ni siquiera César, que no se podía quitar de la cabeza la sonrisa de la anciana teñida de rubio.

—Bueno, ¿entramos o qué? —dijo Manu Robledo, alzando a la vez los hombros y las palmas de las manos—. No hemos venido hasta aquí para quedamos en la puerta.

Sin esperar contestación, echó a andar y desapareció en el umbral oscuro. Los demás volvieron a mirarse y, sin decir palabra, lo siguieron.

La única fuente de luz que había en la planta baja era un ventanuco ubicado al final del pasillo. La claridad que se colaba por él bastaba para hacer discernibles las cosas, pero no para derrotar la penumbra. A cada lado del pasillo se abría una estancia. La de la izquierda la ocupaba casi por completo la herrumbrosa osamenta de una cama de matrimonio. Junto a ella, encajada en un rincón, había una mesa sobre la que se apilaban frascos y envases de medicinas cubiertos de polvo. En la estancia de la derecha no había muebles: solo, tiradas de cualquier manera, dos escuálidas pantuflas de cuadros y una sartén oxidada tan llena de churretes de mugre que, más que un utensilio culinario, parecía el cadáver de una alimaña prehistórica. Olía a humedad, a abandono, a orín. Fede Santoña ascendió por unas quejosas escaleras de madera. Los demás fueron tras él con precaución, haciendo lo posible para no entrar en contacto con aquel tugurio siniestro. Arriba, de pie en el centro de una habitación desolada, los esperaba Davinia. Fede Santoña ya les había avisado de que la chica no era gran cosa, pero ninguno se la había imaginado tan desalentadoramente común. Aunque era de la misma edad que ellos, su escasa estatura —no debía de llegar al metro cincuenta— hacía que pareciese más joven. Tenía el pelo castaño, lacio, recogido en una cola de caballo que dejaba a la vista unas orejas pequeñas y algo separadas de la cabeza. Iba en vaqueros, con unos náuticos verdes y un anorak de plumas azul tan abultado, que impedía adivinar las formas de su cuerpo, incluidas las que ellos habían venido a palpar aquel día. Pero lo que más les sorprendió fue que llevara gafas: no las gafas sensuales que usaban las modelos de las revistas de Manu Robledo para disfrazarse de maestras o enfermeras lúbricas, sino irnos anteojos sin gracia, de montura metálica y lentes muy grandes, que no le habrían sentado bien ni a Brooke Shields. Parecía una colegiala aplicada, no una ninfa lasciva.

—Llegáis tarde —dijo con una voz anodina y, al mismo tiempo, apremiante.

Tras ella, en el suelo de tablas, yacía un colchón cuajado de lamparones, quizás, a juzgar por su tamaño, el que le faltaba al armazón de la planta baja. Sobre él descansaban una blusa blanca —limpia y pulcramente tendida— y una roñosa almohada sin funda. La ventana estaba tapiada, pero alguien había abierto un boquete en los ladrillos por el que se derramaba una cascada de claridad fría. Insertada en el borde de madera de uno de los cristales, coincidiendo con el ojo de luz, había una radiografía de un brazo roto. La fractura del radio era nítida, como la de un lapicero partido.

—El autobús... —empezó a explicar Fede Santoña, pero a Davinia no le interesaban sus excusas: solo quería constatar el hecho de su demora.

—De uno en uno —lo interrumpió, obviando las presentaciones—. Y los demás que esperen abajo.

Con los nervios y la perplejidad de la llegada, no se les había ocurrido establecer un orden de turnos. Lo hicieron allí mismo, delante de ella, como si su discusión no le incumbiese. Acordaron que Fede Santoña sería el primero. Al fin y al cabo, convinieron todos, él era el promotor de aquella visita. Luego subiría Manu Robledo —el más ávido del grupo—, y detrás de él Sebas Redondo, Ciro Peláez y, por último, César.

Todos los turnos transcurrieron sin incidentes menos el de Manu Robledo. No llevaba arriba ni un minuto cuando los que esperaban oyeron gritar a Davinia. «¡No!», exclamó con rotundidad, como quien reprende a un niño díscolo. Tras unos instantes de quietud, su voz se alzó de nuevo, esta vez llena de alarma: «¡He dicho que no!». Fede Santoña hizo ademán de enfilar la escalera, pero no le dio tiempo. Antes de alcanzar el primer peldaño, se oyó el bofetón, el inconfundible estallido de una palma abierta al chocar contra una mejilla desprevenida. Luego apareció Manu Robledo, medio encogido, renegando entre dientes, tapándose el carrillo herido con la mano mientras descendía a trompicones la escalera.

El turno de César fue más calmado, pero no menos traumático. Se plantó ante Davinia con un nudo en la garganta, convencido de que estaba cometiendo un error. No quería estar ahí, en aquel cubil inmundo, delante de aquella meretriz en ciernes, pero había algo que le impedía irse, algo hondo, innombrable, que le ofuscaba el ánimo y le hacía dudar de sí mismo.

—¿Eres tú? —preguntó para ganar tiempo, señalando con la barbilla hacia la radiografía del brazo roto.

Davinia lo miró con curiosidad.

—Ven —dijo y, alargando ambos brazos hacia él, esbozó una sonrisa impúdica.

César apartó los ojos y descubrió, colgado de una pared agrietada, un cuadro que antes no había visto. Era una escena de caza inglesa: varios hombres a caballo, vestidos con pantalones blancos y chaquetas rojas, perseguían zorros con la ayuda de una jauría de perros a través de un paisaje lóbrego y exuberante. Cuando devolvió su atención a Davinia, esta se había bajado la cremallera del anorak para dejar al aire dos pechos menudos, de una blancura lechosa, coronados por unos pezones tan tímidos que podrían haber pasado por lunares.

—¿Qué te parecen?

Sin esperar respuesta, tomó la mano de César y la atrajo hacia su piel desnuda. César no deseaba tocarla, pero fue incapaz de oponer resistencia. No le atraía en absoluto aquella muchacha desvergonzada e insulsa, pero, al sentir el tacto de sus pechos, notó cómo un hálito de fuego le inflamaba el rostro, las orejas, las entrañas.

—Mira que estás bueno —dijo Davinia.

Con una firmeza tierna, de amante con tablas, condujo la mano de César a lo largo de su abdomen hasta la cinturilla de los vaqueros.

—Yo a ti te dejo que me toques lo que quieras —dijo, alterando el gesto en una mueca voluptuosa, y movió su mano libre en dirección a la entrepierna de César.

Turbado, dividido por las fuerzas discrepantes del miedo, la decencia y el instinto, César se apartó de golpe y echó a andar hacia las escaleras.

—Me debes veinte duros, guapo —dijo Davinia, súbitamente molesta, abrochándose de un tirón la cremallera del anorak.

César sacó del bolsillo dos monedas de cincuenta pesetas. Al dárselas a Davinia, su mirada se topó de nuevo con la radiografía. Vio el hueso blanco, fluorescente, retroiluminado por el sol límpido del mediodía, y creyó oír el chasquido de la fractura.

—Maricón —dijo Davinia sin ninguna inflexión de voz.

César se quedó helado, no porque le ofendiera el insulto —estaba demasiado aturdido para eso—, sino porque de pronto se dio cuenta de que el chasquido era real, de que algo se había roto en su interior. Se imaginó a sí mismo radiografiado, astillado por dentro, prendido como un póster a aquella ventana decrépita. Y sintió lo mismo que había de sentir muchos años más tarde al ser injuriado por Enrique Marbán frente al colegio del Recuerdo. Sintió que había caído en su vida una mancha aceitosa, difícil de limpiar.

—Gracias —dijo azorado, sin saber bien lo que decía y, con el rostro en llamas, fue a reunirse con sus compañeros.

Bajaron la cuesta y cruzaron el puente romano en silencio, cada cual sumido en su propio desorden. Esta vez el autobús venía casi vacío y pudieron sentarse juntos en la parte trasera. El paisaje había cambiado. En el rato que habían estado en Simancas, el sol se había aupado a su cénit y, a diferencia de en el viaje de ida, ahora el mundo carecía de sombras. Las casas molineras, los almendros, los agricultores encorvados titilaban como ilusiones ópticas en un fulgor sin relieves. Al llegar a La Rubia, Ciro Peláez se volvió hacia el grupo y, frunciendo cómicamente el ceño, dijo: «Algún día será tarde. Después no te quejes... ¿Qué leches querrá decir eso?». Los demás se miraron unos a otros con divertida incredulidad. Luego estallaron en una risotada agradecida que se prolongó con intermitencias durante el resto del trayecto, hasta que, después de franquear con paciencia de araña el tráfico sólido del mediodía, el autobús los depositó —un poco cambiados, un poco menos candorosos de lo que habían sido horas antes— en el chispeante bullicio de la plaza de Zorrilla.

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