California

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VIII

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Time lo proclamó emprendedor europeo del año y colocó su foto en la portada. La noticia abrió telediarios y encabezó titulares de prensa. Abrumado por una atención descomedida, que no lo beneficiaba en absoluto —buena parte de su éxito como asesor residía en ser discreto—, César cortó de raíz el contacto con todos los periodistas a excepción de los de economía y regresó con alivio a los algodones del anonimato. Pensó que, tras el polvo levantado, le resultaría difícil permanecer en ellos mucho tiempo, pero por una vez erró en sus predicciones. No había tenido en cuenta lo rápido que la gente se olvida de las cosas.

También en lo personal todo fue sobre ruedas. Al acabar la carrera, Mercedes dejó el Isabel de España y, venciendo la disconformidad inicial de sus padres, que tenían a César en un pedestal pero no veían con buenos ojos que su hija y él vivieran juntos antes de casarse, se mudó al piso de Ventura Rodríguez. Para entonces ya hacía tiempo que los compañeros de César se habían marchado, de modo que desde el principio dispusieron de espacio suficiente para poder estar juntos sin colisiones. Cada uno tenía su propio cuarto de trabajo o, como ellos lo llamaban, su estudio. El de César daba al exterior, al tráfico escaso pero regular que discurría entre las calles Ferraz y Princesa. Era amplio y cambiaba de carácter según el itinerario del sol. Por la mañana, privado de luz directa —estaba orientado al noroeste—, era un espacio opaco y desapacible donde siempre parecía hacer frío. Por la tarde se llenaba de una luz benigna, crecientemente dorada, que invitaba a la calma y al recogimiento. Allí, sentado ante el ordenador 486 y la rechinante impresora de agujas, rodeado de análisis financieros, libros de economía y cuadernos de espiral cuajados de notas y gráficos, César sacaba adelante el trabajo que no había tenido tiempo de despachar en la oficina. No era infrecuente que el alba lo encontrara dormido sobre la mesa, con el flexo aún encendido y un informe a medio teclear palpitando en la pantalla del ordenador. Más tarde aprendió que era mejor mantener separados el trabajo y el hogar, pero por aquel entonces acababan de contratarlo en Asediv y necesitaba las horas extras para poder demostrar su valía. El estudio de Mercedes era más pequeño y daba a un patio de luces lóbrego, descascarado y, en compensación, felizmente exento de ruidos. El lugar perfecto, pensó ella, para poner en práctica la decisión que había tomado al acabar Historia del Arte: preparar las oposiciones a profesor de instituto. Pasaba las mañanas estudiando el temario, sin más distracciones que los esporádicos timbrazos de los repartidores de publicidad y, cuando hacía bueno, los efluvios de guisos caseros que entraban flotando a través de la ventana abierta. Por las tardes iba a L’Atelier, de donde casi nunca regresaba antes de las nueve, cada vez más descontenta por la creciente y, en su opinión, desalentadora tendencia de Pepa Ross a auspiciar a artistas insípidos pero con tirón comercial. Algunas noches hacían el amor. Se quedaban mirándose en el sofá en mitad de una conversación y, sorprendidos por un ardor simultáneo, empezaban a besarse. Se quitaban la ropa el uno al otro y, saltando desnudos sobre las prendas esparcidas, se iban a la cama. Otras noches, agotada por las horas de estudio y por la intensa actividad de la galería, Mercedes se quedaba dormida en el sofá antes de que los emboscara el deseo. La hacía volver en sí algún ruido procedente del televisor. Se levantaba medio dormida, se cepillaba los dientes, se ponía el pijama y se acostaba. A veces, camino del dormitorio, pronunciaba sus frases sin sentido. «Lluéveme miel abajo.» «La culpa es del balcón.» «Este miércoles hay que tender las gaviotas.»

En el piso de Ventura Rodríguez descubrieron que, además de quererse, se entendían bien. No solo se adaptaron sin roces a las exigencias de la vida en común, sino que lograron mantener incólume el calor de su noviazgo. Eran muy jóvenes —Mercedes tenía veintitrés años y César acababa de cumplir veinticinco—, pero no tenían miedo ni dudas. A partir de entonces todo ocurrió muy deprisa. En septiembre del noventa y tres —un año y dos meses después de que iniciaran su convivencia—, César vio un cartel de «Se vende» en un ático de la calle Argensola. Una única visita bastó para convencer a ambos de que aquella era su casa, el lugar donde querían enraizar su familia. Costaba cincuenta millones de pesetas —una fortuna para cualquiera, más aun para una pareja tan joven— y además precisaba una reforma integral, pero lo tenía todo para convertirse en un hogar duradero: techos altos, cuatro habitaciones, dos baños, un salón casi tan amplio como el del dúplex del paseo de Zorrilla y una terraza de cuarenta metros cuadrados desde la que se divisaba un océano de tejados y azoteas. Obtuvieron un préstamo bancario y firmaron el contrato de compraventa enseguida, gracias a la nómina de César y al generoso aval de su padre. La remodelación duró hasta finales de febrero. Fueron meses de ilusión y desorden, un lapso frenético entreverado de planos, martillazos y polvo de obra, marcado por los imprevistos y por el incesante y descuidado trajín de albañiles, carpinteros, pintores, fontaneros y electricistas. Estrenaron su nuevo hogar la noche antes de que empezaran a llevarles los muebles. Hacía un calor inusual para esas fechas. Cenaron

pizza con champán en la terraza, a la luz de una luna azafranada y oronda. Vadearon la noche hablando y amándose en un lecho de toallas y esterillas de gomaespuma que prepararon sobre el parqué del salón desierto.

Se casaron el cinco de abril en la iglesia de La Paz de Valladolid, a pocos metros de distancia de la Escuela Normal y de la biblioteca en la que se habían conocido hacía casi una década. No hubo periodistas, ni curiosos atestando las aceras, ni comparaciones con

Bienvenido, Mister Marshall, como había ocurrido treinta años antes en el enlace de Stephen O’Malley y Teresa Cueto. Aun así fue una boda espléndida, bendecida con un tiempo impecable, a la que asistieron más de doscientos invitados, bastantes de ellos venidos desde el lejano valle de Napa. Estaban los abuelos Sean y Vilja, frágiles y extáticos en el que habría de ser su último viaje a Europa. Estaba el alegre batallón de tíos y primos con el que César había pasado la mayor parte de sus veranos. Estaba la familia de Mercedes, menos numerosa y más formal que los O’Malley, encabezada por sus padres —que confeccionaron para la ocasión una magnífica tarta nupcial de ocho pisos— y un exultante Pelayo Cruz. Estaban los amigos de ambos, los de siempre y los que habían cosechado en Madrid. Estaba Pepa Ross, quien deslumbró a todos con sus cabellos de fuego y sus maneras de gran dama. Estaban el superior inmediato de César y los colegas más cercanos de Asediv. Y estaba la tata Práxedes, más nívea y pecosa que nunca, con los ojos empapados en una emoción de agua. El convite tuvo lugar en el restaurante del club de campo La Pineda, frente a la piscina y las lomas verdes del campo de golf. Durante los postres, antes de que empezara el baile, César se puso en pie, golpeó con el tenedor su copa de champán y pronunció un discurso breve y emocionado. Rememoró sonriente su primer encuentro infantil con Mercedes en la casa del paseo de Zorrilla. Para júbilo de los presentes, contó cómo, después de poner el

den patas arriba, ella se había atado a los pies unas raquetas de tenis y había exclamado muy seria que era

Almursen arribando al Polo Sur. Cuando las risas amainaron, dio un salto adelante en el tiempo y la describió vestida de blanco, sentada a su lado en la biblioteca de la Escuela Normal. «En ese momento entendí que no tenía escapatoria —dijo en broma mientras Mercedes se tapaba la cara con las manos para ocultar el rubor, y parafraseando las palabras que tres décadas antes su padre le había susurrado a su madre en el restaurante El Caballo de Troya, añadió—: Supe sin ningún género de duda que, algún día, aquella chica sería mi esposa.»

Pasaron la luna de miel en Australia, disfrutando de sus playas prístinas y de la vastedad roja de sus desiertos.

Luego volvieron a Madrid y pusieron en marcha su matrimonio. El plan de Mercedes era retomar la oposición. La reforma del ático y los preparativos de la boda la habían obligado a abandonar temporalmente los libros. Ahora, sin embargo, nada le impedía regresar a la rutina del piso de Argüelles. Estudiaría por las mañanas, en la calma diáfana de la nueva casa, y dedicaría las tardes a L’Atelier. Calculó que, si se empleaba a fondo, podría presentarse con confianza a la convocatoria del año siguiente. Pero, una vez más, la vida le alteró las intenciones. A finales de mayo supo que estaba embarazada y no dudó en posponer de nuevo la oposición. Sofía nació el doce de enero del noventa y cinco. Llegó sin aspavientos, con unas lágrimas fugaces que enseguida dieron paso a una placidez candorosa: un bebé radiante y meridional, con ojos azul O’Malley, concebido en el fulgor de las antípodas. Dos años más tarde Mercedes quiso reanudar sus mañanas de estudio, pero esta vez fue César quien le hizo cambiar de plan. Para entonces ya llevaba un tiempo trabajando en J. P. Morgan, con un sueldo que alcanzaba más que de sobra para pagar la hipoteca y cubrir las necesidades de la familia. «¿Por qué no abres tu propia galería? —le dijo una noche al acostarse—. Por el dinero no te preocupes. Ya sabes que no es un problema.» Estaba en la cama, hojeando un viejo cómic de Daredevil. Mercedes, aún vestida, se lavaba los dientes en el baño. Al oír lo que había dicho su esposo se asomó a la puerta sorprendida, con el cepillo en la mano y la boca llena de espuma. «No te gusta el rumbo que ha tomado L’Atelier —continuó César, alzando la vista del cómic—. Y a mí me parece que Pepa ya no tiene nada que enseñarte. No sé, cariño. Quizá ha llegado el momento de independizarte.» Mercedes fue a enjuagarse la boca. Luego volvió al dormitorio y se tumbó junto a César. «¿Tú me ayudas?», preguntó con los ojos mojados. «Claro, amor. Yo te ayudo.»

Diez meses después La Caja Blanca abrió sus puertas en un entresuelo de la calle General Castaños, a la vuelta de la esquina del ático de la calle Argensola. Mercedes la sacó adelante con audacia y esfuerzo, exponiendo la obra de algunos de los artistas que, en su obcecada deriva comercial, Pepa Ross había rechazado. Al principio intentó compaginar el trabajo con el cuidado de Sofía y las tareas del hogar, pero pronto se dio cuenta de que no podía ocuparse de todo. Se puso en contacto con una agencia de servicio doméstico y, tras varias entrevistas, contrató a una asistenta para que fuera sus ojos y sus manos en casa. Se llamaba Ramona, tenía cuarenta y seis años y era la ayudante ideal. Limpiaba con rigor, cocinaba platos exquisitos, era discreta y, lo más importante, adoraba a Sofía.

La familia aumentó el tres de septiembre del año dos mil, poco después de que La Caja Blanca acabara de consolidarse gracias a la retrospectiva de un anciano pintor brasileño llamado Ayrton Mendes, autor de unos oleos bellísimos a los que nadie —empezando por Pepa Ross— había prestado atención hasta entonces. «Toma, cógelo», le dijo Mercedes a César desde la cama, levantando el bebé. Era un día transparente, una de esas mañanas sin mácula que solo ocurren cuando agoniza el verano. El sol entraba con brío en la habitación de la clínica La Milagrosa y manchaba de luz el crucifijo de la pared y las sábanas. César cogió al recién nacido y lo atrajo con cuidado a su pecho. Sintió su calor. Su respiración. Los latidos inexpertos de su sangre. «Mira, Sofía —dijo—. Este es tu hermano Martín.» Sofía bajó del sofá en el que estaba sentada y se acercó vacilante a su padre. Alargó el brazo e introdujo el dedo índice en la diminuta mano del bebé. «Hola, Martín», dijo como si estuviera cantando. César sintió en la frente la caricia tibia de un rayo de sol. Devolvió el niño a Mercedes y, emocionado, al borde de las lágrimas, pensó que no se podía ser más feliz.

 

 

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