California

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IX

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I

X

 

-¿Y

mamá? —dijo Martín, entrando en la cocina.

Acababa de ducharse y olía a gel y a agua de lavanda. César estaba tras la barra, sacando de un armario un paquete de

muesli y otro de copos de maíz. Sobre el mostrador había cuencos, tazas, una caja de galletas maría, un plato con tostadas recién hechas, cartones de leche y zumo de naranja, botes de café instantáneo y Cola-Cao, un azucarero, una tarrina de margarina, un frasco de mermelada de melocotón. De la calle llegaba una luz azulada, de transición, que no bastaba para iluminar la cocina. Atravesaba la ventana con pereza y, conforme avanzaba hacia la barra, se iba entretejiendo con el brillo blanco de los tubos fluorescentes. El resultado de la mezcla era una claridad excéntrica, en constante transformación.

—Ayer se quedó hasta tarde revisando unos catálogos. Vamos a dejarla dormir un poco —dijo César, y colocó los paquetes de cereales en un hueco de la barra.

No era verdad.

La verdad era que esa mañana al despertarse César había tardado unos segundos en recordar dónde estaba. Luego, entumecido por la estrechez del sofá, se había levantado, había recogido la ropa y los zapatos, había cruzado el pasillo y había llamado a la puerta del dormitorio. Aún era de noche y la casa flotaba en una opacidad expectante. «Mercedes», susurró. Al no obtener respuesta, llamó de nuevo. Nada. Estaba a punto de llamar una tercera vez cuando, a través de la lámina de madera, oyó a Mercedes hablar con alguien en voz baja. Percibió el murmullo borroso de sus palabras, pero no logró captar qué decían. La imaginó incorporada en la cama, con el rostro estragado por la mala noche, contándole a su madre lo que había ocurrido. «Abre, por favor», dijo, y accionó el picaporte, pero el pasador seguía echado. El murmullo cesó. César esperó unos instantes, hasta que comprendió que la puerta no iba a abrirse. Consultó el reloj: las ocho menos veinticinco. En pocos minutos se levantarían los niños. A la inquietud que le causaba el silencio de Mercedes se sumó entonces la contrariedad —prosaica pero acuciante— de no tener muda limpia ni un lugar donde arreglarse. Entró en la cocina y recobró el neceser, que había permanecido abierto sobre la barra de mármol desde la discusión con Mercedes. Se duchó a toda prisa en el baño grande, esparciéndose el gel con descuido y aclarándose a medias. Como allí no tenía toalla —él siempre se duchaba en el baño pequeño—, tuvo que secarse con una de las toallas de mano que había colgadas junto al lavabo. No halló en el neceser ni maquinilla ni espuma, así que no pudo afeitarse. Se peinó, se aplicó desodorante, se echó colonia y se vistió con la ropa del día antes. Los calzoncillos y la camiseta conservaban aún la tibieza blanda del sueño. La camisa estaba arrugada y mostraba en la cara interna del cuello las primeras insinuaciones de un cerco gris. César se miró al espejo y, camuflando las imperfecciones bajo la corbata roja y la chaqueta, pensó que un día que arrancaba así, con ropa sucia y sin afeitarse, no podía traer nada bueno. Salió del cuarto de baño con la esperanza de que durante la ducha Mercedes hubiera puesto fin a su reclusión, pero era una esperanza vana: la puerta del dormitorio seguía cerrada con una terquedad de piedra.

Esa era la verdad, pero no se la podía contar a sus hijos.

—¿No hay Choco Crispies? —dijo Martín, sentándose en un taburete.

De un tiempo a esa parte había adquirido la irritante costumbre de querer lo que no había. Si Ramona ponía espaguetis para comer, él miraba el plato con decepción y preguntaba si no había filetes de pollo. Si Mercedes le traía a casa unos pantalones vaqueros para que se los probara, él miraba la etiqueta y, si eran Levi’s, decía que los prefería Lee. Al final se conformaba con lo que le daban, pero eso no impedía que quedara en el aire un residuo de desencanto, una nubecilla turbia, ennegrecida, que hacía presagiar tormentas futuras.

—Tienes Corn Flakes y

muesli, hijo.

—Ya, pero no hay... —empezó a decir Martín.

—No, no hay Choco Crispis —le cortó César con impaciencia—. Te comes lo que hay, y punto.

Sorprendido por la firmeza de su padre, Martín apoyó ambas manos en la barra y se quedó muy quieto, como una mascota deslumbrada. Luego, con un gesto compungido, alargó el brazo, cogió el paquete de copos de maíz y, sacudiéndolo un poco para hacer que el contenido se deslizase hacia la abertura, llenó dos tercios de un cuenco. Estaba vertiendo la leche cuando apareció Sofía. Se sentó a su lado sin decir palabra y empezó a desayunar con los cascos puestos. César abrió la boca para decirle que se los quitara, pero de pronto se sintió exhausto, sin ánimo suficiente para plantar cara al mal humor de su hija. Volvió a cerrar la boca y trató de identificar los jirones de música que se escapaban de los auriculares. Deseó con todas sus fuerzas que fuera Sting, ese vínculo precario que, de forma incomprensible, aún los mantenía unidos entre tanto desorden, pero enseguida se dio cuenta de que era otra cosa, algo electrónico, con un bajo machacón, vibrante, que repercutía en el hálito azul de la mañana como las palpitaciones de un corazón desbocado. De pie junto a la barra, César alzó su taza de café, apoyó el borde en los labios y, mientras el líquido caliente le acariciaba la lengua, se sintió muy lejos de sus hijos y de Mercedes. Por un vertiginoso instante —lo que tardó en tragar el café—, sintió que era un extraño en su familia, en su casa, en el mundo que él mismo había construido. Oyó en su interior un chasquido, como el de una rama al partirse, igual que el que había oído en Simancas después de tocarle los pechos a Davinia. Se sintió desgajado, despiadadamente solo. Fue una sensación tan intensa, que al volver en sí tuvo que apoyarse en la barra para confirmar que lo que tenía ante él era sólido. Martín se apartaba el flequillo mientras espolvoreaba azúcar en los Corn Flakes. Sofía, extraviada en su música, mojaba una galleta maría en un vaso de Cola-Cao. Fuera el día se iba imponiendo a la noche, y la ciudad, maciza e inabarcable, vibraba como un espejismo optimista. A César le entraron ganas de rodear la barra y abrazar a sus hijos. Quiso besarlos, acariciarles el cabello, decirles que los quería y que, pasara lo que pasara, al final todo iba a ir bien. Pero no lo hizo. Se sentó frente a ellos y, convocando en vano la aparición de Mercedes, esperó a que acabaran de desayunar.

El tiempo había cambiado. El viento y los nubarrones del día previo habían dado paso a un cielo límpido, de un azul añilado. Durante el trayecto al colegio, Martín habló emocionado de la visita que su clase iba a hacer ese jueves al CosmoCaixa. La señorita Rebeca les había dicho que iban a ver dinosaurios y que había un bosque inundado del Amazonas y una estación meteorológica y una selva tropical donde te dejaban tocar las tortugas y las serpientes. Solo hizo una pausa en el semáforo de la calle Génova, cuando el muchacho que limpiaba parabrisas dio un traspié al acercarse al coche y se derrumbó de cara encima del capó. Pese a la dureza del golpe, logró apretar la botella de plástico que llevaba en la mano y lanzar contra el parabrisas un chorro de agua jabonosa. César bajó la ventanilla y, asomándose un poco, le preguntó si se había hecho daño. El muchacho no respondió. Comprobó con una mirada fugaz que el semáforo seguía en rojo y aclaró la luna con tres imperfectos barridos de la escobilla limpiacristales. Al acabar dejó la botella en el suelo e introdujo la mano en la ventanilla para recibir su paga. César contempló el cristal embadurnado, lleno de churretes blancuzcos. «En fin», dijo con resignación, y depositó en la mano abierta lo que halló tras una rápida búsqueda por el salpicadero: dos monedas de cincuenta céntimos y una de veinte. El muchacho se metió el dinero en el bolsillo del pantalón y, al ver que cambiaba el semáforo, cogió la botella y se alejó renqueando y esquivando coches hacia la seguridad de la acera.

Al contrario que su hermano, Sofía no abrió la boca en todo el trayecto, ni siquiera cuando el muchacho impactó contra el capó e hizo estremecerse el coche.

Siguió enredada en sí misma, impasible, aislada del mundo exterior por sus pensamientos y por el cortafuegos de la música. Cada poco César alzaba la vista con disimulo y la observaba por el espejo retrovisor. Le pareció que su hermetismo era distinto del de otros días, más hondo quizás, más obstinado. Por enésima vez en los últimos meses se preguntó qué tenía en la cabeza, qué era lo que con tanta terquedad la apartaba de los suyos. Porque la mera adolescencia no bastaba para operar en alguien una metamorfosis tan rigurosa, pensó una vez más mientras escuchaba a Martín y atendía a los imprevistos del tráfico. La adolescencia podía desarreglar el carácter, pero no hacer que una persona se convirtiera en otra.

Al llegar al colegio detuvo el coche en el bordillo y esperó con el motor en marcha a que sus hijos se bajaran. Sofía dijo adiós entre dientes, como si le molestara romper su silencio, y se disolvió en el rumoroso torrente de colegiales. Martín se quedó un poco más, hablando excitadamente sobre los prodigios que, según la señorita Rebeca, albergaba el CosmoCaixa. «Vas a llegar tarde, hijo», dijo César, inclinándose hacia él para darle un beso. Luego le revolvió cariñosamente el flequillo y lo vio bajarse y unirse sin saludar a un grupo de niños que venía a medio correr por la acera. Una vez solo en el coche, César buscó a Enrique Marbán entre los padres que se arracimaban ante el arco de hierro de la entrada. Al no verlo allí, lo buscó en la parada del autobús y en la orilla opuesta de la calle, la de la plaza del Duque de Pastrana. No halló rastro de él ni de su furgoneta. Aliviado al comprobar que no iba a repetirse la escena del día previo, arrancó el coche y, a través de la mañana intachable, puso rumbo a la oficina.

Pasó el día inquieto, abatido por la mala noche y por los rescoldos de la discusión con Mercedes. En ciertos momentos, mientras asesoraba a sus clientes sobre alguna inversión especialmente compleja, llegaba a olvidarse de que había dormido en el sofá y de que se había puesto la misma ropa interior dos veces. Pero eran respiros fugaces. En cuanto los clientes se marchaban, volvía a emboscarlo el desasosiego. Llamó a Mercedes a casa para intentar enderezar las cosas, pero lo cogió Ramona.

—Cuando llegué esta mañana, ya no estaba —dijo—. ¿Quiere que le dé algún recado?

Más allá de su voz, César percibió un murmullo de hervores y cacerolas. Se la figuró cocinando, con el teléfono inalámbrico prendido entre el hombro y la mejilla.

—No, no, tranquila —respondió de inmediato—. La llamo al móvil.

Y eso fue, en esencia, lo que hizo el resto de la jornada, tratar en vano de hablar con Mercedes. Cada quince o veinte minutos hacía un alto en el trabajo para marcar su número. Se pegaba el auricular a la oreja y, con el alma en vilo, oía sonar el tono. A esas alturas de la riña ya le daba igual qué postura —la suya o la de Mercedes— pudiera ser más razonable. Lo que quería era pedir perdón y zanjar para siempre el asunto de los preservativos, pero ella no parecía dispuesta a escucharle. Tras varias llamadas perdidas, dejó de sonar el tono. En su lugar empezó a saltar una grabación: «El teléfono al que está llamando —decía una voz sin entrañas—, está apagado o fuera de cobertura». César entendió entonces que no tenía sentido insistir, que sus llamadas estaban condenadas a encallar en el silencio, pero aun así lo siguió intentando. Llamó a Mercedes desde el Nodo, el restaurante oriental donde comió con un cliente suizo. La llamó desde la calle, desde el coche, desde el vestíbulo de la torre Picasso. La llamó a lo largo de la tarde desde la oficina, aprovechando los mínimos huecos que le dejaban sus obligaciones. La llamó una y otra vez sin esperanza, por pura inercia, seguro de que, aunque la llamara mil veces, ella no iba a descolgar el teléfono. Por eso se sorprendió tanto cuando finalmente lo hizo.

Eran las ocho de la tarde y acababa de despedirse de unos clientes a la puerta del hotel Wellington. Ya hacía rato que el sol se había puesto, pero el cielo seguía encendido, abrazado a una débil incandescencia de ascuas azules. Al sur, más allá de la confluencia de las calles Alcalá y Velázquez, se alzaba el perfil fosco de la arboleda del Retiro. En el aire se agitaba un residuo vegetal, de otoño incipiente. Brotaba de la negrura del parque y se mezclaba como un hálito fresco con la polución y los efluvios del asfalto. El tráfico estaba nervioso. Discurría espeso, dando frenazos y haciendo bramar las bocinas, impaciente por llegar a casa. César marcó el número de Mercedes, se llevó el teléfono al oído y echó a andar por la calle Villanueva para alejarse en lo posible del estruendo de los coches. Dejó que el tono sonara cinco veces. Iba a colgar cuando, de lo más hondo de la línea, surgió la voz de Mercedes.

—¿Sí? —dijo, con una tristeza seca.

—Hola —respondió César, y se detuvo ante el escaparate de una tienda de televisores.

Algunas de las pantallas mostraban al chef escocés Gordon Ramsay, enérgico, intensamente rubio, conversando con un cocinero muy joven en una cocina minúscula. Las demás lo mostraban a él al teléfono, suspendido como una aparición en el brillo blando del escaparate. Durante unos segundos contempló atónito su imagen multiplicada, teñida de distintos matices cromáticos. Allí estaban la gabardina, la bolsa del ordenador, la corbata roja, la barba de un día. Sin embargo, pese a la evidencia de los detalles, tuvo la sospecha de que aquel hombre no era él, de que se hallaba ante el espectro repetido de un extraño.

—Llevo todo el día llamándote —dijo al fin.

—Ya.

—¿Sigues enfadada?

Gordon Ramsay se giró y, dando la espalda al joven cocinero, se puso a inspeccionar la cocina. Se inclinó sobre un fregadero y, sin parar de hablar, señaló con un dedo acusador un montículo de mejillones. Luego se irguió y, ante la amedrentada mirada del muchacho, abrió la puerta de un frigorífico.

—Cariño, lo siento, de verdad. Siento haberte hecho daño.

—Es que no lo entiendo.

—No hay nada que entender. Fue una torpeza y te pido perdón.

—Una torpeza.

—Sí.

Con creciente enojo, Gordon Ramsay fue extrayendo tarteras de plástico de la nevera. Levantaba las tapas, olfateaba ligeramente los contenidos y, arrugando el gesto con repugnancia, lo arrojaba todo, tarteras incluidas, a un cubo de basura.

—¿Te acuerdas de la última vez que cenamos con Koldo y Marisa? —preguntó Mercedes.

—Claro.

Había sido en septiembre, recordó César, en una

trattoria de Chamberí llamada Caruso, célebre por la amabilidad de sus camareros y por la excelencia de su pasta hecha a mano. A él y a Mercedes se les había subido el Chianti a la cabeza y al llegar a casa habían hecho el amor vestidos en el suelo del baño pequeño, sofocando los sollozos para que no les oyeran los niños.

—Fue estupendo —añadió sonriendo con la voz, convencido de que la evocación de aquella noche marcaba el inicio de la reconciliación.

—No sé quién sacó el tema —continuó Mercedes, muy seria—, pero nos pasamos media cena hablando sobre la primera enmienda de la constitución de Estados Unidos, la que protege el derecho a llevar armas.

—La segunda. La primera es otra cosa —la corrigió César, confuso al comprobar que no estaban pensando en lo mismo.

—Bueno, pues eso, la segunda.

A la mente de César acudió el recuerdo vago de un debate de amigos, una nimiedad comparada con los placeres conyugales que vinieron luego.

—Me llamó la atención que Marisa la defendiese con tanta vehemencia. Casi discutimos, ¿te acuerdas? —dijo con inquietud pues, descartada la reconciliación, ignoraba adonde quería llegar Mercedes.

Y se le ocurrió que quizás era Marisa —y no su madre, como él había supuesto—, con quien Mercedes había estado hablando a las ocho menos veinticinco de la mañana. Quizás era ella la persona con quien había decidido compartir su disgusto a una hora tan intempestiva.

—Sí, pero a lo que voy es a un comentario que hizo Koldo.

—Cuál.

—Dijo que si alguien sale de casa con una pistola, más vale que esté dispuesto a usarla. De lo contrario, lo más probable es que acaben matándolo.

Gordon Ramsay sacó del refrigerador una bandeja anegada. La mostró un instante a la cámara. Luego, inclinándola un poco, dejó caer el líquido en el suelo. Sobre el linóleo se formó un brillante charco amarillo.

—No te sigo.

—Necesito tiempo, César.

—Para qué.

—Para decidir si quiero seguir casada con un hombre que va armado en sus viajes.

—Espera, amor, yo...

—No buscas pelea, ya lo sé, pero vas por ahí con una pistola, por si acaso.

—Estás exagerando las cosas.

—Yo creo que no.

—Voy para casa y hablamos.

La propuesta de César quedó colgada de la línea telefónica, desatendida, ondulante, como una blusa olvidada en un tendedero.

—No quieres que vaya a casa.

—Te he dicho que necesito tiempo.

—Cuánto.

—No lo sé.

En el espacio que había quedado a la vista al retirar la bandeja, Gordon Ramsay descubrió un fárrago de alimentos en distintas fases de putrefacción. Había un racimo de uvas marrones estancadas en el cieno de su propio jugo. Había una pechuga de pollo gris. Había una naranja enmohecida. Había media cebolla arrugada y dos huevos rotos cuyos fluidos llenaban como pequeños caudales de limo los surcos de plástico blanco que cruzaban el fondo del refrigerador. César sintió vértigo. Le pareció que se precipitaba sin control a través de una negrura infinita. Apoyó la mano en el escaparate. Respiró hondo. Cerró un instante los ojos. Al abrirlos de nuevo, se encontró con el desolador mosaico de su rostro repetido y exangüe. Ese no soy yo, pensó. Esa cara no es la mía.

—¿Qué les vamos a decir a los niños? —dijo.

—Que te has tenido que ir de viaje. Están acostumbrados.

—Pásamelos, por favor.

—Sofía está en casa de Sandra, pero espera, que voy por Martín.

—Mercedes.

—Qué.

—Te quiero.

—Esa no es la cuestión.

—Ya lo sé. Solo quería recordártelo —dijo César y, apartándose del escaparate, echó a andar de vuelta hacia la calle Velázquez.

Nada más escuchar la voz de su hijo, supo que le ocurría algo. Le habían puesto un control sorpresa de Matemáticas, pero no mostraba la indignación exaltada de otras ocasiones. Al contrario, hablaba de ello con una tibieza insólita, que no cuadraba con la efervescencia de su carácter. Tampoco expresó ningún entusiasmo cuando César le preguntó por la visita del jueves al CosmoCaixa.

—¿Qué pasa, ya no quieres ir?

—Sí —dijo Martín sin convicción.

—Hijo, ¿estás bien?

—Quique Marbán me ha amenazado.

—¿Cómo que te ha amenazado?

—Me ha dicho que como no aparezca el reloj, me parte la cara.

—¿Y tú qué le has contestado?

—Pues que me deje en paz, que yo no lo tengo.

—¿Se lo has contado a mamá?

—No.

—¿Y eso?

—No sé.

—¿Está ahí contigo?

—Se ha ido a la cocina. ¿La llamo?

César cayó entonces en la cuenta de que Mercedes no sabía nada del incidente con Enrique Marbán. Había querido contárselo al llegar a casa la noche previa, pero no había tenido ocasión: el equívoco de los preservativos había hecho que todo lo demás quedara temporalmente en cuarentena. Tras un instante de duda, decidió mantener el silencio. Ya la pondría al corriente más adelante, pensó, cuando la vida volviera a su curso.

—Da igual —dijo.

—¿Vas a cenar con nosotros?

—Estoy de viaje —respondió, súbitamente enojado con Mercedes por obligarle a mentir a sus hijos.

—¿Dónde?

César se detuvo ante la puerta del hotel Wellington y observó cómo los árboles negros del Retiro se recortaban contra la última penumbra azul. Le recordaron al Campo Grande de su infancia, al tupido triángulo de ramas y hojas que se divisaba desde el

den del dúplex de Valladolid. Echó un vistazo al reloj —eran las ocho y cuarto— y se preguntó qué estarían haciendo sus padres a esa hora. Pese a su avanzada edad —Stephen O’Malley tenía ochenta años y Teresa Cueto iba a cumplir setenta y uno—, seguían gozando de una vitalidad envidiable. Quizá estuvieran en el teatro. O arreglándose para salir a cenar con amigos. O tomando un aperitivo en La Pineda. O paseando cogidos del brazo por la acera de Recoletos. César se volvió hacia la calle, hacia el piélago de bocinas y focos que discurría a trompicones por la calzada. Se preguntó si sus padres habían estado alguna vez en la encrucijada en la que Mercedes y él se encontraban ahora. Si, en algún momento de sus cuarenta y cinco años juntos, se habían planteado la separación.

—En Dublín —improvisó.

—Dublín es la capital de... No me lo digas... ¡Irlanda!

—Eso es.

—¿Cuándo vuelves?

—Pronto. Y no te preocupes por Quique Marbán, ¿vale? Solo quiere asustarte.

—Vale.

—Buen chico.

—¿Me vas a traer algo?

—Ya veremos.

—Me hace falta una consola nueva.

—¿Qué le pasa a la que tienes?

—Que está muy vieja.

—Pero si no tiene ni un año.

—Pues eso.

—Un beso, hijo.

—Adiós, papá.

—Hasta mañana.

César miró de nuevo al Retiro y constató que el perfil de la arboleda ya no se distinguía del cielo. Se había fundido con él en un plano único, de una negrura sin grietas. Suspiró, guardó el móvil en la gabardina, entró en el hotel Wellington y pidió una habitación.

—¿Cuántas noches? —preguntó el recepcionista, consultando el ordenador.

—Una —respondió César sin dudar.

Mientras daba sus datos y le preparaban la tarjeta magnética, se le ocurrió que lo más probable era que Sofía no estuviese en casa de Sandra. Se preguntó dónde estaba en realidad y con quién. Se preguntó qué estaría haciendo, qué vida llevaba al margen de quienes más la querían. Entonces pensó en Gordon Ramsay. Se lo imaginó abriendo frigoríficos y olisqueando tarteras en la cocina del Caruso, y se preguntó si, pese a la probada bondad de sus platos, la entrañable

trattoria habría superado el examen, si existía en Madrid un restaurante tan impoluto como para salir bien parado de una inspección como aquella. Camino del ascensor, se acordó otra vez de sus padres. Le entraron ganas de llamarlos. Quiso marcar su número y escuchar su voz tranquilizadora diciéndole: No te preocupes, ¿vale? Solo quiere asustarte.

 

 

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