California

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—¿Qué tal, Trevor? —respondió César, simulando alegría.

—¿Estás con alguien? ¿Quieres acompañamos? —dijo Trevor, ahora en inglés, y señaló hacia una mesa ocupada por Zack Peterson, el otro cliente que había participado en la reunión.

Zack y Trevor trabajaban para la misma empresa —una compañía farmacéutica radicada en Florida—, y eran tan antitéticos que, vistos juntos, producían un efecto cómico. Trevor era un neoyorquino robusto y expansivo, de unos cincuenta años, con la tez rubicunda y el cabello cortado al rape, amante de la cerveza, los coches y los deportes televisivos. Zack era bajo, enjuto, moreno, retraído y al menos diez años más joven que su colega. Rara vez sonreía, y hablaba en un tono tan bajo que rozaba lo ininteligible. La tarde previa, cuando, al acabar la reunión, Trevor sugirió ir a tomar algo al bar inglés del hotel —tenían Bass, una de sus cervezas favoritas, y además quería saber cómo iba el partido entre el Arsenal y el Tottenham, que en esos momentos se estaba retransmitiendo por televisión—, Zack había aceptado con una sonrisa resignada, que decía a quien quisiera entenderlo —y Trevor, saltaba a la vista, no quería— que prefería hacer cualquier cosa antes que beber cerveza y ver el fútbol en compañía de un colega de la empresa y un experto en divisas a quien prácticamente acababa de conocer. César se preguntó qué haría esa pareja tan asimétrica, tan llamativamente dispar, en los tiempos muertos de sus viajes laborales, cuando los espacios en blanco de la agenda los obligaban a quedarse a solas el uno con el otro. ¿De qué hablaban entonces? ¿Cómo ahuyentaban el silencio? ¿Se enseñaban fotos de sus hijos? ¿Intercambiaban confidencias? ¿O se aferraban a la tabla de salvación del trabajo para no tener que hablar de sí mismos, de lo que eran cuando volvían a casa y se despojaban del maletín, el traje y la máscara de ejecutivos?

—No quiero molestaros —dijo, saludando a Zack con la mano.

Zack devolvió el saludo. Pareció dudar entre levantarse o no. Por fin se decidió por lo segundo. Cogió el cuchillo y el tenedor y, con aparente desgana, se puso a comer un cruasán.

—No es ninguna molestia, al contrario —aseguró Trevor.

La insistencia en que desayunara con ellos hizo a César sospechar que Trevor Dunlop se aburría con Zack Peterson. Seguramente no soportaba su seriedad y buscaba con urgencia un aliado, alguien que, aunque solo fuera por unos minutos, lo distrajera del tedio. Cualquier otra mañana, César habría aceptado la invitación. Se habría sentado con ellos e, interponiéndose en su disparidad, habría iniciado una conversación que los involucrara a ambos. Trevor le caía bien. Le agradaba su afabilidad y, sobre todo, el vigor con que abrazaba los placeres sencillos. Zack despertaba en él sensaciones contradictorias. Como a Trevor, le incomodaba su adustez, su falta de calor, pero al mismo tiempo lo respetaba por no tratar de esconder su carácter: siempre había admirado a quienes se sentían a gusto en su propio silencio. Y en ningún momento olvidaba que aquellos hombres eran sus clientes —había firmado con ellos un contrato muy lucrativo— y que, por lo tanto, iba en su propio interés que se fueran de Madrid satisfechos. Pero aquella mañana no se sentía con ánimo para interponerse en la disparidad de nadie. Además, tenía otros planes.

—Gracias, Trevor, pero tengo un poco de prisa —dijo.

—Otra vez será —dijo Trevor con resignación.

Se despidieron con un apretón de manos. César miró hacia la mesa para despedirse también de Zack, pero Zack estaba absorto en su cruasán y no le devolvió la mirada.

—Buen viaje —dijo y se fue a desayunar a un rincón alejado.

Comió deprisa, apurando los cereales a cucharadas llenas, mirando de reojo cómo, en el extremo opuesto del salón, Trevor y Zack vaciaban sus platos sin hablarse, como un matrimonio encallado en la rutina. Cuando acabó de desayunar, abandonó la mesa discretamente y se dirigió a la recepción. Mientras le preparaban la cuenta, metió la mano en el bolsillo del pantalón y palpó la alianza extraviada. Se le ocurrió que quizás no era una buena idea devolverla. Si lo hacía, al hotel le resultaría sencillo localizar a su dueño. ¿Y quién sabe qué consecuencias podía tener eso? ¿No era mejor desprenderse de ella y dejar que la vida siguiera su curso? Al fin y al cabo, ¿quién era él para inmiscuirse de esa forma en los asuntos de Pedro y Eva? El recepcionista quiso saber si había tomado algo del minibar. César dijo que no y, sacando la cartera del bolsillo interior de la chaqueta, le alargó el carné de identidad y la tarjeta de crédito. Cerca de la puerta, una mujer joven caminaba de un extremo a otro del

hall. Consultaba el reloj. Se frotaba las manos. Se quitaba el pelo de la cara. El recepcionista puso sobre el mostrador el carné, la tarjeta y el recibo. César lo metió todo en la cartera y vaciló un instante. De pronto la mujer corrió hacia la puerta, abrazó a un hombre de pelo entrecano y se fue con él hacia los ascensores. «¿Todo bien, señor?», dijo el recepcionista. César sacó la alianza del bolsillo y se la entregó. «Alguien se dejó esto en la habitación», dijo. Luego se ajustó en el hombro la correa de la bolsa del ordenador y, con la gabardina bajo el brazo —tenía el coche al otro lado de la calle, en el

parking subterráneo de Jorge Juan, y no merecía la pena ponérsela— salió a la calle y caminó hasta el cruce más próximo.

El miércoles había amanecido transparente y frío, con un regusto de asfalto y tierra húmeda impregnado en la brisa. El tráfico había resucitado. Tras la tregua nocturna, había vuelto a infectar la ciudad con su urgencia y sus pitidos. Por la acera discurría una marea de hombres y mujeres silentes. Entraban con prisa en los edificios. Bajaban absortos de los autobuses. Se cruzaban unos con otros sin mirarse. Desde el extremo sur de Velázquez, la masa vegetal del Retiro lo observaba todo tras la verja de hierro, como un preso madrugador y manso. El semáforo estaba en rojo. Mientras esperaba a que cambiara a verde, César advirtió en el asfalto las huellas de una frenada. Nacían unos metros antes del cruce, surcaban como dos tajos negros el paso de peatones y, tras un zigzag descontrolado, se extinguían en el chaflán de la calle Villanueva, junto a una jardinera de cemento llena de arbustos secos. Sobre el bordillo quedaban un jirón de neumático y una pequeña mancha de cristal pulverizado. El semáforo se abrió. Extrañado por no haber oído el impacto del coche desde la habitación del hotel, César atravesó la calzada y empezó a bajar la escalera del

parking. A mitad de descenso se detuvo, se frotó la barbilla y trató de recordar el lugar exacto donde había dejado el coche. Por más que se esforzó, no logró recordarlo, de modo que tuvo que buscar planta por planta. Lo encontró en la última —la tercera—, casi oculto entre un monovolumen negro y un todoterreno cubierto de polvo.

El recorrido por la ciudad fue muy lento, una travesía exasperante, entorpecida a cada paso por los embotellamientos, los guardias y la impasible arbitrariedad de los semáforos. Subió a trompicones por Velázquez, dobló a la derecha en Goya y luego a la izquierda en Príncipe de Vergara, por la que avanzó tres kilómetros a duras penas, aturdido por el estruendo de los motores y el clamor de los bocinazos. A partir de la plaza de Perú, el tráfico perdió densidad. La calzada se abrió, como un mar bíblico de metal y asfalto, lo que permitió a César salvar el tramo final del trayecto a una velocidad razonable. Detuvo el coche frente al colegio del Recuerdo, al otro lado de la plaza del Duque de Pastrana, en un hueco que encontró ante la puerta de un bar llamado Imperial. Apagó el motor y miró a través de la ventanilla del copiloto. Eran las nueve menos diez y los alumnos empezaban a confluir en la plaza. Llegaban de todas las direcciones, solos y acompañados, a pie y en los coches de sus padres. Los más pequeños arrastraban mochilas de colores con ruedas. Tiraban de ellas con dificultad, tratando de acomodarlas a sus vaivenes erráticos. Los mayores, menos prácticos, más sensibles a la mirada de los demás —las ruedas en las mochilas eran cosa de niños—, llevaban las suyas colgadas del hombro con un descuido estudiado. Unos y otros se llamaban a gritos, reían, se agrupaban y, envueltos en el bullicio de su propia algarabía, se perdían de vista bajo el arco de hierro que llevaba a las aulas.

A las nueve menos cinco llegó el autobús escolar. Bajó por la avenida de Burgos, se detuvo con un resoplido exhausto junto al bordillo, abrió sus puertas y dejó que su ruidoso pasaje se derramara en cascada sobre la acera. Luego resopló de nuevo y se fue, indolente y regio, por la calle Mateo Inurria. César buscó a sus hijos entre la pequeña multitud que ahora bullía frente al colegio. Primero vio a Sofía. Estaba delante del anuncio de lencería de la marquesina e imitaba la postura de la modelo. Se abría la parka azul marino y, cambiando el peso del cuerpo de una pierna a otra, ensayaba poses coquetas. Apoyaba las manos en la cintura. Fruncía la boca. Se contoneaba. Esbozaba sonrisas de plástico. Era una representación burlona y, a la vez, muy seria. Se mofaba de la frivolidad de la modelo, pero dejaba claro que, si quisiera, podría hacer el trabajo mejor que ella. Dos amigas la observaban divertidas. Una era Blanca Lesmes. Vivía en la calle Campoamor y cogía el autobús escolar en la calle Génova, en la misma parada que Sofía. La otra era una adolescente pecosa, de cabello anaranjado, a quien César solo conocía de vista. En plena actuación, un muchacho alto y desgarbado se acercó por la espalda a Sofía, se inclinó sobre su hombro y le dijo algo al oído. Sofía soltó una carcajada picara. Luego se volvió, empujó en broma al muchacho y, olvidándose de sus amigas, echó a andar con él hacia el arco de hierro. ¿Quién era esa chica?, se preguntó César, perplejo, mientras la pareja se difuminaba en el gentío. Sus rasgos físicos eran los de Sofía, pero ahí terminaban las coincidencias. Quitando eso —el cabello rubio, la tez clara, la complexión atlética— la chica que acababa de ver no se parecía en nada a su hija. Ni a la de antes —la Sofía feliz de otros tiempos—, ni a la de ahora. La Sofía de antes no se reía de esa forma ni trataba con esa indiferencia a sus amigas. La de ahora no se reía en absoluto —de hecho, apenas hablaba— y desde luego no hacía imitaciones jocosas. ¿Quién era entonces esa muchacha? ¿Qué le había pasado a Sofía? En ese momento vio a Martín. Iba solo, con las manos hundidas en los bolsillos de la trenca, moviendo distraídamente los labios. Quizás tenía examen, pensó César, y como de costumbre repasaba en voz alta lo que había estudiado. O puede que estuviera afianzando en la memoria su papel de Sombrerero en

Alicia en el País de las Maravillas. A escasos metros del arco se detuvo y miró a su alrededor extrañado, como si notara que lo estaban espiando. Luego reanudó el movimiento de la boca y, al igual que su hermana, se diluyó en el torrente de alumnos. César se reclinó en el asiento y respiró hondo. La fuerza centrífuga de los sucesos recientes lo había sacado a empujones de su propia vida. Desconcertado, expelido de su centro, ahora observaba a sus hijos desde fuera, desde el purgatorio gélido de quienes no existen del todo. Como un fantasma, pensó. Como alguien que mira por el ojo de una cerradura. A las nueve y cinco entró el último rezagado: un niño que, sin saber por qué, le recordó al que había visto desde la ventana del Wellington. La acera quedó desierta. César se bajó del coche y caminó hasta el colegio. Antes de cruzar la puerta se volvió hacia la plaza y buscó con la vista la furgoneta de Enrique Marbán. La buscó entre los coches aparcados, en la isleta de rayas blancas, a lo largo de la avenida de Burgos, en el sombrío callejón de los Morales. Pero no halló rastro de ella.

El colegio Nuestra Señora del Recuerdo era, al menos en parte, de construcción más reciente que el San José o la Universidad Pontificia Comillas —su edificio principal, el que albergaba las aulas de educación secundaria, era un bloque de ladrillo y cemento erigido en los años sesenta del siglo veinte—, pero entre sus muros se respiraba un optimismo y un rigor clerical parecidos. César tuvo suerte. Al identificarse y preguntar por el rector, la conserje —una mujer rechoncha, con aires de enfermera buena— le hizo pasar a una salita de espera y le aseguró con una sonrisa plácida que el padre Azpeitia lo recibiría enseguida. César dejó la bolsa del ordenador en una silla, echó encima la gabardina, se sentó en un butacón de cuero y cogió de un taco de revistas que había sobre la mesilla el número de otoño de

Jesuitas. La foto de la portada mostraba, a la derecha y en primer plano, una estatua dorada de un hombre de larga barba tocado con un gorro extraño, una especie de birrete en forma de cono invertido que se asemejaba a una corona. En una mano sostenía un legajo enrollado en el que había inscritos unos ideogramas chinos. Al fondo de la imagen, a la izquierda, una pagoda amarilla y roja se elevaba con orgullo hacia un cielo impoluto, parecido, pensó César, al de aquella mañana de octubre. Superpuestos sobre la fotografía en gruesas letras blancas se incluían los títulos de tres artículos: «Internet vocacional», «Matteo Ricci, el amigo de China» y «El riesgo de ser joven». César abrió la revista. En la primera página, bajo una lista de las direcciones de la Compañía de Jesús en España, había una viñeta cómica. «Yo daría mi vida por Jesús porque le amo hasta el extremo», le decía una niña con coletas a un asno. «¿Y tu piruleta?», preguntaba el asno. «¡Nooo! —respondía la niña— ¡La piruleta es mía!» El chiste transportó a César a su infancia vallisoletana. Acababan de instalarse en el dúplex del paseo de Zorrilla y estaba arrellanado junto a la tata Práxedes en el sofá del

den, viendo

Bambi en la televisión. Bambi y su madre huían por un paisaje nevado de los disparos de unos cazadores. Con el apremio de la escapada, Bambi se despistaba y se internaba solo en la violácea espesura de un bosque. Corría con todas sus fuerzas entre las ramas negras de los árboles, hasta que por fin se detenía y, jadeando, creyéndose seguro, se daba la vuelta y decía: «¡Lo conseguimos! ¡Lo conseguimos, madre! Lo...». Pero la madre no estaba. De pronto empezaba a nevar. Asustado, aturdido por la súbita profusión de copos blancos, Bambi intentaba desandar sus pasos. Caminaba sin rumbo por el bosque, vacilando, yendo de aquí para allá, llamando una y otra vez a su madre ausente, hasta que por fin se encontraba con su padre, tétricamente silueteado en la nevada, quien, con una voz lúgubre, le anunciaba que su madre ya no podría estar más con él. César rompió entonces en un llanto incontenible. Se incorporó en el sofá, se abrazó a la tata Práxedes y le preguntó bañado en lágrimas si no podía morir él para que la madre de Bambi siguiera viviendo. La tata Práxedes lo envolvió en sus brazos pecosos y lo calmó con susurros y caricias. Los años, como es natural, habían enseñado a César a ser más comedido con ese tipo de ofrecimientos. Ya no estaba dispuesto a dar la vida por un dibujo animado —eso huelga decirlo—, pero tampoco por Dios, que, al contrario que para la niña de la viñeta, para él siempre había sido un ente borroso, demasiado abstracto como para hacer nada en su nombre. Mientras buscaba en la revista

Jesuitas el artículo sobre el riesgo de ser joven, se preguntó por quién estaría dispuesto a dar la vida ahora, casi cuarenta años después de haber querido morir por la madre de Bambi. Pensó en Sofía. En Martín. En Mercedes. En sus padres. En sus hermanos. A partir de ahí, su generosidad se enfriaba. Encontró el artículo en la página catorce. No era, como él había esperado, un análisis universal de los peligros que acechan a la juventud, sino una descripción de las dificultades que tenían unos misioneros jesuitas para desarrollar su pastoral juvenil en Puerto Belice, una colonia guatemalteca quebrantada por la pobreza, la desintegración familiar y la violencia de las maras. El autor —el padre Francisco Iznardo— hablaba en las primeras líneas de Yolanda, una niña de quince años que vivía en el infierno. Su padrastro abusaba de ella desde los ocho años. Además maltrataba a su madre y a su hermano menor y se gastaba en aguardiente lo poco que ganaba recogiendo chatarra. ¿Cómo superar eso?, pensó César con lástima. ¿Cómo reconstruirse después de una destrucción tan absoluta? Se disponía a seguir leyendo cuando llegó el padre Azpeitia.

Entró de pronto en la salita y extendió hacia César una mano muy pálida.

—Cuánto tiempo, señor O’Malley —dijo.

Era menudo, calvo, y se movía con una fragilidad ágil, contenida, que le hacía parecer vigilante. Llevaba puesta una chaqueta azul marino, un jersey gris de cuello alto y unas gafas marrones a las que se asomaban unos ojos pequeños y precavidos, de un verde casi transparente. Al hablar se erguía una y otra vez de puntillas, como si quisiera redondear las palabras con un suplemento de altura. Se alzaba sobre la punta de los zapatos y, al alcanzar su talla máxima, descendía sobre los talones en un balanceo continuo.

—He tenido mucho trabajo —dijo César, levantándose del butacón y estrechando su mano.

Hacía meses que no veía al padre Azpeitia y semanas que no entraba en el colegio. Debido a las exigencias de OCM, había dejado que esa parte de la educación de sus hijos recayera casi por completo sobre Mercedes. Era ella la que, robándole horas a la galería, asistía a las reuniones informativas, la que se entrevistaba con los tutores y los profesores, la que acudía a las juntas de la asociación de padres de alumnos. Incluso sacaba ratos para echar una mano en las actividades extraescolares. El curso pasado había hecho de monitora en una excursión a La Granja de San Ildefonso y había ayudado a organizar la tradicional rifa navideña. César hacía lo que podía con el poco tiempo que le dejaba libre el trabajo. Si no se interponía un viaje o un compromiso imprevisto —que era lo habitual—, iba a la función de Navidad y llevaba a Martín a los partidos. Como los viajes matinales en coche, su participación en la vida escolar de sus hijos era, cuando menos, esporádica. A lo único que nunca había faltado, en compañía de Mercedes, era a las citas con la psicóloga para hablar de Sofía. En total habían sido cuatro, la última de ellas a principios de septiembre, al poco de empezar el curso. Desde entonces la psicóloga, convencida de que la causante de los trastornos era la pubertad y de que lo único que se podía hacer al respecto era esperar y querer más a Sofía, no había creído necesario reunirse de nuevo.

—Vamos a mi despacho, estaremos más cómodos —dijo el padre Azpeitia, sonriendo con cautela y tocando ligeramente el brazo de César.

A pesar de sus cuarenta y tres años y del peso indudable que había adquirido en el mundo, cada vez que entraba en aquel edificio, César se sentía como un colegial indefenso, susceptible de juicios y correcciones. Era como si la autoridad de los curas no tuviera fecha de caducidad, como si, por muchos años que pasaran y por más éxito que uno tuviese en la vida, uno nunca dejara de ser un alumno. Por un lado, esa sensación le irritaba. En la vida real, fuera de aquellos muros, era él quien marcaba las rutas —la suya y la de los que le rodeaban—, y le resultaba incómodo, incluso un poco humillante, tener que ceder esa prerrogativa, aunque solo fuera por un rato. Pero por otro, volver a ser un niño, una criatura inacabada, le permitía abandonarse, dejar que otros tomaran las riendas sin temer que se las arrebataran, igual que cuando se subía a un avión —pensó mientras seguía al padre Azpeitia por un pasillo reluciente— y se ponía en manos del piloto y las azafatas. En ese sentido, entrar en el colegio era para él un descanso.

El despacho del padre Azpeitia daba al norte, a las canchas deportivas —desiertas a esa hora— y a los cuatro rascacielos del CTBA, que se alzaban como colosales agujas de cristal y hierro sobre las rojas cubiertas abovedadas de la estación de trenes de Chamartín. Era una habitación pequeña, de una austeridad monacal. La mayor parte del espacio lo ocupaba una mesa de madera oscura en la que reposaban un ordenador, un teléfono de oficina, un bote con bolígrafos y una bandeja portapapeles metálica. Quedaba sitio para poco más: un sillón con ruedas —en el que el padre Azpeitia se sentó murmurando «bueno, bueno...»—, una estantería llena de archivadores, dos sillas para las visitas y, casi perdido en la blanca desnudez de las paredes, un crucifijo plateado que trajo a la mente de César al hombre disfrazado de Jesucristo con quien se había topado el lunes en el fragor de la calle Montera. Por un instante —mientras, a instancia del padre Azpeitia, dejaba sus cosas en una silla y se sentaba en la otra—, lo vio de nuevo arrellanado en el escaparate de aquella zapatería, pintado de plata, mostrando a través de una nube de humo la dentadura mellada y el rojo ensalivado de sus encías. Se preguntó si aún estaría allí, fumando, vigilando su cruz de plástico. Una vez más, se preguntó si aquel Cristo ficticio, rodeado de prostitutas y vendedores de oro, ocultaba algún significado. El padre Azpeitia juntó las yemas de los dedos y quiso saber a qué debía el placer de esa visita. César tardó unos segundos en formular la frase que mejor condensaba sus motivos para estar allí.

—Estoy preocupado por Martín —dijo.

Luego dio su versión del conflicto que se había desatado entre su hijo y Quique Marbán. Habló del malentendido del reloj. De la acusación sin base. De las amenazas. Del incidente del lunes frente al colegio. De la desagradable conversación telefónica que había mantenido la noche previa con el padre de Quique. Mientras le escuchaba, el padre Azpeitia asentía en silencio, con los codos apoyados en la mesa y la boca oculta tras las manos enlazadas. Por fin suspiró, se reclinó en el respaldo del sillón y, en un tono grave, admitió que últimamente Quique Marbán estaba dando muchos problemas. Sus notas habían tocado fondo y cada vez estaba más agitado. Alborotaba en clase, se encaraba con los profesores y hacía poco se había pegado con un compañero en plena clase de Matemáticas. Se arrojó sobre él de repente, con tanta furia que el pupitre se volcó y acabaron los dos en el suelo, pataleando y dándose manotadas, enganchados como perros rabiosos.

—Al hermano Bonachía le costó trabajo separarlos, y eso que es un hombre fuerte —dijo el padre Azpeitia, arqueando las cejas y alzando un poco la barbilla—. Luego nos enteramos de que el otro chico se había metido con la madre de Quique. Según contaron los que se sentaban cerca, llevaba toda la clase picándole, diciéndole por lo bajo que estaba loca y le gustaba desnudarse en la calle. Los expulsamos a los dos una semana. ¿No se lo dijo Martín?

—No recuerdo que comentara nada —dijo César, y se preguntó qué otras cosas no le comentaban sus hijos, qué porcentaje de sus cortas vidas se guardaban para sí, y por qué.

Dirigió la vista a la ventana y observó las cuatro torres de Chamartín, que parecían temblar como lanzas en la integridad pura del cielo. Entonces ocurrió algo extraño. Al devolver su atención al despacho, el padre Azpeitia había desaparecido. En su sillón estaba sentado el padre Tobías, con las gafas a media nariz, dibujando un pene de tiza en una pequeña pizarra. Cuando terminó le mostró a César el resultado —un bosquejo burdo, esquemático, como los grafitis de los baños públicos— y le preguntó si ya había empezado a masturbarse. El brusco salto al pasado, a los ritos de paso de su pubertad, dejó a César paralizado un instante.

—¿Se encuentra bien? —dijo el padre Azpeitia, que de pronto había vuelto al sillón y lo miraba extrañado desde el otro lado del escritorio.

César cayó en la cuenta de que nunca les había hablado a sus padres de la charla del padre Tobías. ¿Con qué cara iba a contarles que había un cura que los llamaba a su despacho para dibujarles un pene caricaturesco y decirles que masturbarse era pecado y conducía a la ceguera? Tampoco tenían noticia de su aventura con Samantha, ni del viaje que con dieciséis años había estado a punto de hacer a California para ver a Lisa McPherson, ni del episodio de Simancas, cuando pagó cien pesetas para tocarle los pechos a Davinia. «Todos tenemos secretos», pensó y, en respuesta a la pregunta del padre Azpeitia, asintió levemente con la cabeza. ¿Por qué sus hijos habían de ser diferentes?, se dijo. ¿Qué derecho tenía a esperar de ellos una sinceridad completa?

—¿Y es verdad? —preguntó.

—El qué.

—Que a la madre de Quique Marbán le gusta desnudarse en la calle.

—Son cosas de chicos. No sabe usted lo que se pueden llegar a inventar para insultarse unos a otros —dijo el padre Azpeitia sonriendo con indulgencia, enterrando un poco más a César en su agridulce condición de colegial perpetuo.

Una luz roja empezó a parpadear en el teléfono. El padre Azpeitia se disculpó, cogió el auricular, se lo acercó al oído y prestó atención.

—Enseguida voy —dijo al fin.

Luego colgó y, ajustándose las gafas con el dedo índice, miró a César distraído, como si ya no recordara el motivo de su conversación.

—No le entretengo más, padre —dijo César, levantándose y recogiendo el ordenador y la gabardina—. Solo quería ponerle al comente de lo que está pasando, a ver si podemos arreglarlo de algún modo.

El padre Azpeitia pareció pensar un momento. Entonces, levantándose a su vez del sillón, rodeó el escritorio, tomó a César por el brazo y lo guió con suavidad hacia la puerta.

—No se preocupe. Hoy mismo hablo con Quique. Y le voy a decir a la señorita Rebeca que llame a sus padres. Esto no puede seguir así.

Salieron juntos del despacho y se dirigieron a la conserjería. Aliviado por la resolución del padre Azpeitia, César comentó cuánto le recordaban esos pasillos a los del colegio San José de su infancia. Casi podía verse a sí mismo transitándolos, deslizándose por las baldosas enceradas, bromeando con sus amigos en los cambios de clase. El padre Azpeitia se detuvo un momento, lo cogió de nuevo del brazo e, irguiéndose sobre las puntas de los zapatos, le aseguró con tristeza que los tiempos habían cambiado mucho.

—Esto ya no es lo que era, señor O’Malley.

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