Cactus

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Existen algunos lugares del nuevo continente en los que el uso de la persiana es conocido, y la casa de Christina era uno de ellos. Esto quiere decir que al fin pude dormir de manera profunda hasta una hora decente. Conseguí salir de la habitación (era la segunda mañana consecutiva que me levantaba con resaca) y lo primero que encontré fue un taburete con dos toallas y un cepillo de dientes de hotel. Aquella gentileza, que imaginé de Rowena, me gustó, me hizo sentirme bien acogido desde el primer momento.

El desayuno fue prodigioso y restaurador. Lo tomé yo solo, en el porche, atendido por Rowena, quien me informó de que Christina había ido a nadar, como todas las mañanas, a Rinconada Pool, una piscina pública que estaba cerca de allí. Me sorprendía que Christina, fumadora, bebedora y tan aparentemente descreída, se entregara a la convención social del ejercicio físico. No me parecía que respondiera al patrón de la esforzada mujer que, ya entrada en años, y para luchar contra lo inevitable, va de un lado a otro de una piscina de agua templada. Aunque lo cierto es que seguía sin saber mucho de ella.

Rowena seguía eludiéndome la mirada por la mañana, pero, como se hizo evidente en un par de ocasiones, sí me miró cuando estaba a mi espalda. Por lo demás, se tomaba las cosas con bastante tranquilidad, lo que parecía un rasgo común a las personas que vivían en aquella casa. Todos daban muestras del mismo espíritu contemplativo, marcado por la serenidad, pero también por cierta desidia y cierta arbitrariedad. Rowena empezó a recogerme los platos del desayuno, aunque cuando vio que yo también llevaba cosas a la cocina se fue a aspirar el piso de arriba.

Por suerte, Christina había dejado su tabaco en el salón la noche anterior, así que dejé de llevar cosas a la cocina y me fumé un pitillo en una de las tumbonas del jardín. Se estaba bien allí, muy bien, diría yo. La mañana era estupenda, los parabienes recibidos hasta el momento, reconfortantes, y el recuerdo de la atractiva, irónica e impredecible Christina lo mejoraba todo aún más.

Entre tanto, Tse iba y venía con la carretilla: había decidido hacer caso a las advertencias de su jefa y arreglar a Phil, el islote de cactus abandonado. Le hice un gesto de saludo con la cabeza, pero me ignoró. Creo que en cierto modo me hacía responsable de la tarea que le había caído esa mañana y, seguramente, las siguientes.

Pasé bastante rato en aquella tumbona, a la espera de ver qué buenas nuevas me deparaba el día, como si aquel lugar, aquella casa, aquel país en general fueran un gran escenario y uno solo tuviera que dejarse deleitar con los cambios de decorado y los sorprendentes giros de la acción. A media mañana, decidí buscar a Rowena. Estaba en la cocina, con la radio encendida, oyendo algo parecido a una misa. La pillé en el preciso momento en que se santiguaba. Luego se dio la vuelta para evitar mi mirada y bebió de un refresco que tenía sobre la encimera.

—Sin pecado concebida —dije en español mientras ella bebía.

—¿Cómo? —dijo girándose. Aunque fuera filipina, no sabía una palabra de español.

—¿Sabes si la señora va a tardar mucho?

—A veces no tarda —era una respuesta verdaderamente ambigua. En realidad creo que Rowena solo quería protegerse de mí, de mi presencia intimidatoria en su territorio, quitarme de la cabeza la hipotética idea de que disponíamos de tiempo por delante los dos a solas.

—Bueno, le das las gracias de mi parte en cualquier caso. Dile que estaré encantado si nos volvemos a ver —había decidido ir a mi casita de Escondido Village, donde, entre otras cosas, tenía mi tabaco, mi máquina de afeitar y quizá alguna otra prenda más limpia que aquellas que llevaba puestas.

—De acuerdo.

—¿Conoces Escondido Village?

—No lo conozco.

—Es igual. Está en el Camino Real, me preguntaba si tú podrías acercarme…

Rowena cogió su refresco rojizo y salió por la puerta de cristal sin esperarme. Supuse que aquella era una respuesta afirmativa a mi petición. Le seguí los pasos.

Me llevó en el coche de Christina, un Dodge de los años setenta, uno de esos vehículos enormes y rectangulares que parecen sacados de un capítulo de Starsky y Hutch. Me impresionó, tanto verlo aparcado en la calle como montar en él. A pesar de no ser un coche demasiado bueno y de estar tan viejo, a su lado todos los coches modernos parecían chatos y faltos de carisma. Por dentro era ancho y confortable como una habitación. Decidí que era difícil encontrar un coche que pudiera pegarle más a Christina, aunque también, viendo la familiaridad con que lo conducía Rowena, tuve la certeza de que era ella su principal usuaria. Encendió la radio con soltura mientras se incorporaba a la calzada. La que resultó ser una emisora de la Iglesia Filipina Independiente comenzó a impartir doctrina sin rubor. Rowena no abrió la boca en todo el trayecto, pero tampoco parecía escuchar con demasiada atención. Me resultó curioso oír hablar del mensaje de Jesús, la luz de Jesús, el amor de Jesús en aquel entorno. Desde nuestros asientos, además del morro plano e infinito del Dodge Dart, veíamos los aspersores regando las praderas delanteras de una casa tras otra, las mujeres haciendo footing al sol, los estudiantes en bicicleta por las aceras o los niños jugando al béisbol en el parque. Pero Jesús seguía empeñado en irradiar amor. Invitaba a todos a seguir su ejemplo y ofrecer la otra mejilla siempre que hiciera falta.

—Adiós, Rowena, gracias, en esta casita vivo yo —me fijé en el nombre de su refresco—. Cuando quieras te invito a un Dr. Pepper.

Rowena asintió pero no se giró para mirarme, claro. Cuando arrancó, las ruedas derraparon un poco sobre la gravilla de mi aparcamiento, o así me lo pareció a mí. Visto desde atrás, el coche era feo con alevosía.

El C. E. V. (Colada en Escondido Village) era un protocolo que había creado Lidia con todos los pasos que tenía que seguir para hacer la colada en las lavadoras comunales de Escondido Village. La mayoría de las casas de aquellas residencias tenían lavadora; aunque Stanford no las proporcionaba, eran los propios estudiantes los que las compraban. Pero no era el caso de mi peruano. Como resultó evidente desde el primer momento, el hombre no había aportado a la casa nada que no viniera de serie.

El primero de los pasos que Lidia me había marcado en su documento era hacerme con un trolley de juguete de los muchos que había tirados por la yarda. Un trolley era una especie de remolque con un tirador muy largo que los niños utilizaban para llevarse unos a otros. Al parecer, las decenas de juguetes esparcidos por la yarda no pertenecían a ningún niño en concreto, sino que era la propia universidad la que los proporcionaba. Esta me pareció una buena prueba de lo inteligentes que eran las estrategias comerciales de las universidades americanas. Atraían a estudiantes e investigadores a sus campus utilizando, entre otros, un principio infalible: no hay mejor manera de seducir a un adulto que seducir a su hijo.

No había demasiados niños jugando en la yarda a aquella hora, pero las madres que los acompañaban me miraron con fijación e incluso, diría yo, desaprobación, cuando me vieron coger el más grande de los trolleys, llevarlo hasta la puerta de mi terraza, cargarlo con una montaña de ropa sucia y emprender el camino del edificio alto que había al otro lado del aparcamiento de nuestra yarda. Que Lidia utilizara los trolleys de los niños para llevar su ropa sucia no significaba que todo el mundo lo hiciera.

—¿Adónde vas? —los pocos niños que había me rodearon, por supuesto. Tenían una edad difícil de identificar, entre los cinco y los diez años, o quizá más. No figura entre mis especialidades la de averiguar la edad de los niños. A varios de ellos les faltaban dientes, un rasgo este que nunca me ha provocado simpatía, sino más bien desagrado.

—¿Qué llevas ahí?

—¿Me dejas tirar?

—Ese trolley lo íbamos a utilizar nosotros. Es nuestro.

—No es para los mayores.

Eran peores que una pandilla de monos. Como sabía que las madres me estaban observando, procuré tener bastante paciencia.

—Vale, no lo vuelvo a coger, os lo prometo.

—Yo quiero tirar —dijo uno intentando apartar mi mano de la empuñadura. Otro de ellos se tumbó boca abajo sobre mi ropa sucia para que le llevara. Me paré en seco. Saqué un billete de cinco dólares del bolsillo y se lo di al que parecía más mayor.

—A ver, tú. Toma esto. Es para los cinco. Tú eres responsable de repartirlo. Gastáoslo en lo que os dé la real gana, pero a mí dejadme en paz.

Pude salir de la yarda sin problemas. Los cinco niños se habían quedado adheridos al billete, y ya podía intuir las primeras discusiones entre ellos.

El resto de los pasos marcados en el protocolo C. E. V. fueron también complicados. El edificio alto en el que se encontraban las lavadoras era una residencia para estudiantes solos, quiero decir, sin hijos ni pareja ni acompañantes de ningún tipo, pero tan caótica y cutre que parecía hecha por un constructor español. Por eso no fue nada fácil encontrar el sótano, al que curiosamente solo se podía acceder en ascensor, ni aquella sala alargada repleta de lavadoras. Hacía muchísimo calor. En la habitación de al lado, un grupo de orientales jugaban al ping-pong en camiseta de tirantes. Conseguí que me cupiera toda la ropa en un solo tambor y giré el programador al máximo. Era extraño, aquello empezó a hacer ruidos y a dar vueltas, pero me di cuenta de que no había echado jabón, de que no había ningún lugar aparente donde se pudiera echar y de que yo ni siquiera tenía jabón, porque hasta entonces no me había parado a pensar en que lo necesitaba.

A mi lado apareció una chica que, sin llegar a la talla de mis suculentas, tenía buenas dimensiones. Llevaba un pantalón gris que bien podía ser de chándal o de pijama y una camiseta blanca muy corta. El elástico del pantalón estaba doblado sobre sí mismo, de manera que la franja visible de su abdomen curvilíneo era bastante grande.

—Hola —le dije. Quizá fuera americana, o inglesa, o incluso alemana. Era castaña, su pelo rizado parecía recién salido de la ducha.

Me miró e hizo un atisbo de saludo con la barbilla. No parecía el ser más amable del mundo.

—¿Sabes por dónde se le echa el jabón a esta lavadora? —pregunté, sabiendo que este era el tipo de preguntas que pueden sacar de quicio a una mujer.

—Eso no es una lavadora —me dijo. Tenía un acento duro. Descartados Estados Unidos e Inglaterra—. Es una secadora.

—Vaya —dije—. ¿Y las lavadoras?

La chica señaló con el pulgar hacia su espalda. Entendí que la fila de electrodomésticos que había en la pared contraria sí que eran realmente lavadoras. Todo esto me habría quedado muy claro si hubiera continuado leyendo el C. E. V. de Lidia, pero no lo había hecho.

Cambié la ropa de lugar.

—¿De dónde eres? —en realidad las maneras escuetas de aquella chica habían hecho que perdiera el interés por su persona, pero necesitaba un preámbulo para poder pedirle un poco de jabón—. Déjame averiguarlo, ¿Alemania?

—España.

—¿Eres española? —dije en español. Me parecía fascinante que alguien de mi país hubiera llegado allí por méritos propios.

—¿Tú también? —ahora me miraba, sonreía, parecía tan extrañada como yo—. Soy Raquel, encantada, eres el primer español que conozco por aquí.

Tras decir esto, no sé por qué, se estiró la camiseta y devolvió el elástico del pantalón a su posición natural, mucho más decente. Por lo visto, la chica, que era de Valladolid, llevaba un mes en Stanford y estaba preparándose para empezar un posgrado de Químicas el curso siguiente. No hizo falta que me contara muchas cosas para que me diera cuenta de que la criatura era un cerebrito. Estaba allí gracias a una beca Fulbright. Lo interesante era que en su discurso alternaba el español y el inglés con total naturalidad.

Me regaló varias dosis de jabón de lavadora, de esas que vienen encapsuladas en plástico. Después, mientras subíamos en el ascensor, me contó que su máster tenía una aplicación muy directa en nanotechnology y que eso le abría de par en par las puertas del Silicon Valley.

—Es impresionante —le dije, y aunque había algo de ironía en mis palabras, también había algo de cierto—, me siento orgulloso, nunca había tenido esta sensación tan intensa de poder tocar el futuro con mis propias manos, de tenerlo delante de mí, materializado en el cuerpo de una persona.

—Mira —dijo, y señaló algunos objetos viejos que había en el suelo del portal junto a la puerta del edificio. Había libros, comida envasada, platos, cubiertos, un par de sillas, una lámpara, una cafetera eléctrica…—. Cuando los estudiantes regresan a sus países dejan aquí lo que no quieren llevarse, por si le sirve a alguien.

—¿Podemos coger lo que queramos?

—Lo que queramos.

—Estos platos me vendrían que ni pintados, y las sillas igual —dije.

—Pues a mí esta cafetera ni te cuento, y la lámpara la verdad es que también.

—Me cojo estos cubiertos, mi cocina está vacía.

—Este paquete de servilletas está sin abrir y…, ¡mira, barbecue sauce, me encanta!

Seguimos mirando. Me pareció que la sobreexcitación que sentimos ante aquel «gratis total» nos vinculaba mucho más que nuestra procedencia común. Raquel apartó unos cuantos cachivaches más para llevarse y yo cargué los míos en el trolley. Me dio dos besos de despedida.

—Raquel, encantado de haberte conocido.

—Nos vamos bien cargados, ¿eh?

—Sí, no es nanotecnología, pero también sirve —dije, y la oí reírse cuando se alejaba con todos sus enseres.

No llevaba ni diez pasos por el camino interior de la yarda cuando tras los árboles, tras los columpios, tras los bancos, aparecieron no solo los niños de antes, sino también otros muchos que sin duda habían sido informados de mi dadivosidad. Me cortaron el paso.

—¿Tienes más dinero? —dijo uno.

—Esta vez lo reparto yo —dijo otro.

—Si nos lo das en monedas es más fácil de repartir —dijo un tercero.

—O si no, un billete a cada uno —dijo otro.

Traté de hacerles ver que no estaba dispuesto a darles más dinero, pero eran poco receptivos a esa clase de mensajes. Varios de ellos, como era previsible, mostraron mucho interés por el cargamento que llevaba en el trolley.

—¿Para quién son estas sillas?

—A mí me gustan.

—¿Nos las dejas?

—¿Y los platos?

Por suerte, una madre muy gruesa, embutida en una camiseta cinco tallas más pequeña que la que le correspondía, se acercó a nosotros. Curiosamente los niños se alejaron a una distancia cautelar de tres o cuatro pasos, igual que hacen las hienas ante la presencia de un león.

—Perdone, le ruego que no dé más dinero a los niños, no es conveniente.

—Ya, tiene usted razón, no debería habérselo dado.

—Nunca más. Varias madres han protestado por este tema —lo decía con tanta firmeza que la mujer imponía bastante. Mientras hablaba se estiraba los dedos de una mano con los de la otra, como haciendo gala de la fuerza larvada que había en ellos. Supuse que eran sus maneras autoritarias, más propias de una academia militar que de un parque infantil, las que habían acabado convirtiéndola en representante del resto de las madres de la yarda.

—Descuide, voy a intentar que me devuelvan lo que les he dado. Esos niños tienen que aprender a respetar a los mayores.

Me giré para dirigirme a los niños, pero habían desaparecido, y también mi trolley. Se habían adentrado en una pradera y habían montado sobre la hierba una especie de pícnic con los platos y las sillas.

—Con su permiso —dije a la mujer embutida, y fui a hablar con ellos.

Llegué al centro de la pradera con el dedo acusador levantado.

—Todo eso que veis en el suelo, y que habéis cogido sin permiso, es mío, espero que lo sepáis, maleducados.

La verdad es que era interesante lo que habían hecho: los platos, con bastantes de los cubiertos, formaban un rectángulo perfecto sobre la hierba, y en los lados cortos del rectángulo estaban las dos sillas presidiendo. No dejaba de sorprenderme que aquellos niños fueran capaces de jugar. Lo que yo hubiera esperado era que corrieran a venderle mis objetos al primer adulto que encontraran por la calle, pero nunca que conservaran la ingenuidad suficiente como para jugar a las cocinitas.

—¿Nos lo dejas?

Me encendí un pitillo. Cavilé un momento. No tenía fuerza para discutir con esos críos. Después de todo, era evidente que ellos iban a sacarle más partido que yo a todo aquel menaje cochambroso. Así que cogí los cubiertos que quedaban en el trolley, que todavía podían serme de utilidad, y me fui de allí.

—Perdone —era la mujer sargento—, eso sí que no. Está terminantemente prohibido fumar en Escondido Village.

—¿También aquí fuera?

—En todo Escondido Village —marcó con fuerza la palabra «todo», haciendo ver con ello la gravedad de mi incumplimiento del código militar.

La miré. La verdad es que era enervante aquella mujer, pero apagué mi pitillo en el suelo. Luego, cuando me reincorporé, volví a cruzar la mirada con ella y le entregué los cubiertos que llevaba en la mano.

—Tome.

—¿Por qué me da esto?

—No lo sé.

—¿Les ha dado cuchillos a los niños?

Ahora sí que perdí la paciencia:

—¡Yo no les he dado nada, son ellos los que me los han quitado, quizá debería preocuparse un poco más de educarlos a ellos y dejarme a mí en paz!

A primera hora de la tarde, cuando a mi ropa aún debía de faltarle un rato de secadora, oí el claxon de un coche en la puerta de casa. Era Christina, con su Dodge Dart, y una sonrisa de oreja a oreja. Parecía Katharine Hepburn en su edad provecta preparando alguna de sus travesuras, y yo me sentí como Cary Grant.

—¿Te vienes a San Francisco?

—¿A San Francisco?

—Cámbiate y ven.

—No puedo cambiarme. Toda mi ropa se está lavando.

Christina me miró de arriba abajo.

—Ven así, estás estupendo.

Antes de coger la autopista paró en el centro comercial de Embarcadero Road, bajó delante de una tienda de ropa y regresó con una camiseta para mí, negra, muy parecida a la que tenía, pero limpia. Me cambié en el propio coche, mientras Christina surcaba el Camino Real sin perder un segundo.

La autopista por la que me llevó era como una gran alfombra sobre la que se desplazaban muchos coches al mismo tiempo. Ciertamente eran fascinantes las autopistas de Estados Unidos. Me parecía que los coches bailaban, que no había normas, que todos disfrutaban del espacio con libertad. Coches grandes, altos, con ruedas inmensas. Podían permanecer mucho tiempo en paralelo, a veces se ponían por delante los de la derecha, a veces los de la izquierda. Era una sensación muy distinta a la de España. Relacioné esos frentes de coches circulando con el espíritu de los colonos (otra vez me acordaba de ellos) que ensancharon los límites del país. Por aquella autopista con nombre de misionero español (Junípero Serra) los veía avanzar a la par hacia un territorio ignoto, gigante y plano, sin normas predeterminadas.

Christina paró en una gasolinera y quiso que nos bajáramos los dos. Compró una bolsa de palomitas de colores, lo que me sorprendió. Todavía no conocía la relación de aquella mujer con la comida y su afición a comer cuantas porquerías se pusieran a su alcance.

—Mira, coge esas Coca-Colas —señaló con la barbilla dos vasos enormes que el chico de la gasolinera estaba llenando.

—¿Has pedido Coca-Cola?

—¿No querías eso?

Esperé a que el chico terminara de llenar los vasos. Cuando me di la vuelta, Christina había desaparecido, lo cual empezaba a resultarme familiar. Indudablemente, no destacaba entre sus costumbres la de esperar a los demás, al menos a mí.

Estaba en el coche, comiendo palomitas. Tengo que decir que su manera de sacarlas con tres dedos de la bolsa y de introducírselas en la boca de forma casi inapreciable era muy distinguida. Ella por sí sola era capaz de otorgarle dignidad a un acto tan lamentable como comer palomitas de colores. También yo tuve mi dignidad a la hora de no manifestar mi opinión sobre el sabor de dichas palomitas, y sobre el no menos empalagoso sabor de la Coca-Cola.

San Francisco es una ciudad muy extraña. Una de las cosas más extrañas que tiene es que puedes ir a verla y no verla. Fue lo que ocurrió aquel día. Ya en las inmediaciones me di cuenta de que la autopista se dirigía hacia una gran nube gris, densa y con apariencia de tóxica. Era impresionante. Pensé en fenómenos sobrenaturales. Me sorprendió que Christina se atreviera a adentrarse en la masa de niebla, que, curiosamente, coincidía con precisión aritmética con los límites del término municipal de la ciudad, según indicaba una señal que por casualidad alcancé a ver.

La autopista desapareció poco después. De una forma que me pareció bastante milagrosa habíamos llegado al downtown, el distrito financiero y comercial de San Francisco. La luz era extrañísima y muy variable. La parte de arriba de los rascacielos estaba bien metida en la niebla, aunque a veces algún claro permitía que penetrantes haces de luz solar rebotaran sobre los cristales y crearan sensaciones todavía más fantasmagóricas y teatrales. Nadie podía entender cómo aquella ciudad agitada y vertiginosa había aparecido en medio de una nube tan opaca. Algunas ráfagas de viento traían masas de niebla más densa que no permitían ver más allá del coche de delante, y el tráfico se detenía casi por completo.

Cruzamos una avenida muy ancha con las aceras rojas y de repente nos vimos subiendo una calle recta e increíblemente empinada. Por un momento pensé que Christina se había metido en un parking sin darse cuenta y que estaba subiendo a los pisos superiores, pero me extrañó que el parking tuviera tanta niebla. Noté que el Dodge reducía automáticamente las marchas y que el motor acusaba el esfuerzo. Estábamos, sin ninguna duda, en pleno meollo de San Francisco. Me llamó la atención que a pesar de la verticalidad de las cuestas la gente respetara con tal escrupulosidad los stops. Personalmente, preferiría exponerme a un accidente antes que detenerme en uno de aquellos stops. ¿Quién podía garantizarme que el coche no se vencería hacía atrás o que yo tendría la fuerza suficiente en la pierna para pisar el freno?

Lo increíble de San Francisco es que estando donde está tenga esa planificación urbana ortogonal. Es como si cuando empezaron a construirla alguien se hubiese equivocado y le hubiera aplicado los planos destinados a una ciudad en el desierto. Estados Unidos es un país tan nuevo que el trazado de las calles, de las carreteras o de las fronteras interestatales responde siempre a los designios de un delineante y no a las vicisitudes de la historia. El concepto de historia en Estados Unidos está muy acotado. En las programaciones escolares le dedican una hora a la semana y les sobra tiempo. Sea como sea, resulta disparatado empeñarse en aplicar la estructura de retícula en una ciudad repleta de colinas, porque obliga a poner unas pendientes imposibles y unos cruces surrealistas. Para superar desniveles como los que se superan en San Francisco, cualquier ciudad tendría un montón de curvas y contracurvas, o, directamente, un tren cremallera. San Francisco no. San Francisco apuesta por la línea recta y, para hacerlo más emocionante, la salpica con stops que permitan ejercitar el arte del cambio instantáneo de pedal.

A pesar de la niebla y de las pendientes, Christina parecía tener bastante claro el itinerario que quería seguir. Me habló de la niebla durante el verano y de las peculiaridades climáticas de San Francisco por su ubicación en la embocadura misma de una gran bahía. Salimos del centro y atravesamos un par de barrios más residenciales. Nuestra calle, que ya más bien parecía una carretera, se metió en un parque llamado Presidio. Tras atravesar un bosque, Christina tomó un desvío a la derecha y empezó a subir por una carretera estrecha llena de curvas. A los lados de la calzada apenas podían distinguirse gruesos troncos de árbol iluminados por los faros. El agua pulverizada de la nube que lo invadía todo obligó a Christina a poner el limpiaparabrisas. También encendió la calefacción.

Poco después se detuvo en una especie de aparcamiento en el arcén. No se veía nada alrededor, pero algún motivo debía de tener para llevarme allí.

Paró el motor y me miró con una sonrisa.

—Ven —dijo, y abrió su puerta.

Nos pusimos delante del coche. Hacía un frío espeluznante. Mi ropa veraniega tan apropiada para Stanford aquí resultaba ridícula. Era como si en solo cuarenta millas hubiéramos cambiado de hemisferio.

En medio del gris, el oído se convertía casi en la única fuente de información.

—¿Qué es ese ruido? —pregunté.

—La autopista. Pasa por debajo.

—Ah.

—Tenemos que estar en silencio —dijo Christina.

Conseguí encenderme un cigarro, aunque las gotas de agua en suspensión, que se posaban sobre mi cara y también sobre el pitillo, no me lo pusieron fácil. Lo compartí con Christina.

Por algún lugar entre la niebla nos llegaron también los desgarrados gritos de algunas gaviotas, solo los gritos, a veces muy intensos, a veces muy lejanos, como mecidos a voluntad del viento. Señalé en la dirección de los gritos, pero Christina me hizo un gesto para que esperara.

Entonces lo oí. El sonido vibrante, mantenido, ronco, como el gemido de un gigantesco animal, como la bocina de un barco cuyas dimensiones no se pudieran comprender. Luego, poco después, desde la lejanía, dos gemidos más cortos y agudos, con un breve intervalo entre ellos. No sabía lo que era, pero impresionaba.

Interrogué a Christina con la mirada.

—Son las sirenas del Golden Gate —dijo devolviéndome el pitillo—. En los días de niebla, que son casi todos en verano, informan a los barcos de la ubicación exacta del puente. La primera, la más grave, está en un pilar del puente, e indica la vía de entrada a todo el tráfico marítimo. La segunda indica la vía de salida desde el otro pilar.

—¿Está cerca el puente?

—¡Está ahí mismo, ahí abajo! —dijo entusiasmada—. No podrás decir que has visto el Golden Gate, pero sí que lo has oído. Y quizá también que lo has sentido. ¿No notas en tu piel la atracción gravitatoria de esa gigante masa de hierro?

—Puede ser.

Permanecimos un rato en silencio, hasta que sonaron de nuevo las sirenas. Juro que, tal como decía Christina, entre la lluvia fina, con la cara empapada, creí sentir el descomunal tamaño del puente frente a mí.

Tomamos un tentempié en un cibercafé de una calle muy poco animada. Me sorprendió que Christina no tuviera un sitio mejor al que llevarme.

—Pensaba que el alcohol en San Francisco también estaría escondido tras la niebla —dije saboreando mi cerveza.

Christina sonrió distraída. Miraba por el local, más bien oscuro y decadente, y muy vacío a aquella hora. Luego sus ojos me buscaron. Habló acercando su cara a la mía.

—Entonces ¿no te ha interesado el Golden Gate? —dijo con expresión traviesa.

—¿A mí? —respondí tontamente, no por nada sino porque la cara de Christina estaba ya pegada a la mía. Me besó, me besó sin ningún pudor, sus labios empezaron a acariciar los míos y luego los mordisquearon, y yo me entregué a ella, a su calor, a su humedad, a su aliento entre dulce y polvoriento. Era en verdad una mujer imprevisible, pero hacía mucho tiempo que nadie conseguía excitarme de esa manera.

La camarera nos pilló de lleno. Llegó con mi plato de pasta y con las patatas fritas (sí, así, un plato de patatas fritas) que había pedido Christina.

—Gracias, encanto, es perfecto —dijo Christina a la camarera, y cuando esta se hubo ido se dirigió a mí—: ¿Me acercas la sal?

—Claro.

Todavía era de día cuando terminamos de cenar, así que tomamos un par de copas más en un local más animado de otra calle. Era una especie de galería de arte, y ahora la media de edad a nuestro alrededor no llegaba ni a la mitad de la nuestra. Apenas nos habíamos sentado cuando Christina vio entrar, junto a otras personas, a un tipo al que conocía. Se dieron un abrazo y hablaron con desenvoltura. Christina invitó al chico (en realidad era bastante más joven que yo) a tomarse una copa con nosotros. Trabajaba para Apple como diseñador. Demostró ser un buen conversador, seguro de sí mismo, una de esas personas sanas y desenvueltas capaces de erigirse en centro de cualquier reunión. Cuando Christina ironizó sobre la voracidad de las empresas multinacionales, el tipo soltó una carcajada y le hizo un cariño en el brazo. Poco después se le acabó la Coca-Cola Light, dijo que se tenía que marchar con sus amigos y nos dejó de nuevo solos.

—Gran persona —dijo Christina.

Asentí.

—A lo mejor es un degenerado en sus ratos libres —dije entonces. Creo que me sentía un poco celoso. Ese beso sin continuación que nos habíamos dado un rato antes me tenía alterado.

Christina se rio.

—Todo el mundo es soberano en sus ratos libres —dijo—. Tú también.

—Este es mi rato libre.

Permanecimos un tiempo en silencio.

—¿Te gustó la habitación donde dormiste anoche?

—Estupenda.

—Te adaptas con mucha naturalidad a las cosas.

—¿Sí? Puede ser.

Un poco después añadió:

—Además, sabes estar en silencio.

Ya era de noche cuando abandonamos el local. Christina me pidió que condujera yo, porque ella había bebido demasiado y temía dormirse en la autopista. Por suerte, antes de hacerlo a mi lado, fue capaz de guiarme para salir de aquella endiablada ciudad.

No me importó conducir. Fue una sensación estupenda la de llevar el Dodge. Era feo y lento de reflejos, pero notabas algo distinto en la vibración del motor. La autopista estaba muy tranquila y el coche avanzaba con una determinación inequívoca, la misma que mostraba Christina por dormir. Me sentí de nuevo como Cary Grant llevando a la fiera de mi niña narcotizada. Cuando llegué a Palo Alto, procuré quedarme lejos de la señal en todos los stops, por miedo a que el morro invadiera el cruce.

Fue un alivio liberarse de la nube tóxica de San Francisco y regresar al clima suave de Palo Alto. No sé si fue la benignidad del clima o alguna otra cosa lo que despertó a Christina en el momento mismo en que entrábamos en su calle.

La acompañé al interior de su casa. En el mismo descansillo, junto al primero de los niveles del salón, el de la biblioteca de su primer marido, Christina me dijo:

—¿Quieres que nos acostemos?

—Por qué no —respondí.

Subimos a su dormitorio por una escalera pegada a un ventanal. Me paré un momento. Me preguntaba si sería buena idea coger una botella, la hielera y un par de vasos.

—Si te atrae más Rowena, me lo dices —dijo Christina sonriendo. Era capaz de llevar su sarcasmo hasta las últimas consecuencias.

—Todo queda en casa, ¿no? —solté una carcajada.

La cama de su habitación era inmensa. El suelo, de moqueta. En una esquina había un sillón de los que te masajean las piernas, y al lado, sobre una mesa, un montón de libros. Christina echó la cortina de la ventana y me abrazó.

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