Cactus

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Me desperté con dolor de cabeza. Era tarde. Los sueños de última hora son muy traicioneros, pero aquel en el que Michael Jackson era el único superviviente de un accidente aéreo me dejó especialmente turbado. ¿Qué? ¿Dónde estoy?

Dediqué un buen rato a buscar a Christina entre las sábanas de la gigantesca cama king size, pero no la encontré. Sin ducharme, y con mi bote de Tylenol, bajé a desayunar. Rowena me informó de que «el señor alto» había desayunado con Christina. Entendí que, tras ver el aspecto que debía de presentar Arvid, Rowena no se asustara mucho del mío. Mientras yo desayunaba se dedicó a reforzar con clavos la mosquitera. Se la veía con bastante experiencia en el asunto.

—¿Ya estaba recuperado el sueco?

—No lo sé.

—¿Se apoyaba en el respaldo de la silla?

—No me fijé.

—¿No quedan cruasanes?

—El señor alto los terminó.

—Vaya.

—Hay de eso —dijo Rowena. Eran los minitacos y los miniperritos que había llevado Cleo. Supuse que ese había sido el desayuno de Christina.

—No, gracias. ¿La señora se ha ido a nadar?

—Fueron los dos.

—O sea, que sí estaba recuperado el sueco.

—No lo sé.

Me tomé el café, me duché y me fui al Arizona Cactus Garden. Estuve torpe y desganado toda la mañana. Me pareció que a las suculentas les ocurría algo parecido. No hacían más que beber Isostar y buscar la sombra del ciprés más alto, lo cual las colocaba sistemáticamente en fila. Llegado un momento yo también pedí la vez en la fila. Nos pasábamos el Isostar de izquierda a derecha y de derecha a izquierda. Pero a medida que el sol subía, la sombra era más corta y la competencia, mayor.

—Han anunciado temperaturas superiores a los cien grados Fahrenheit para hoy —dijo entonces Cynthia, que evidentemente había preferido ocultarnos esa información hasta ese momento. Supuse que cien grados Fahrenheit era mucho (un par de meses en Estados Unidos no es tiempo suficiente para aprender a traducir los grados Fahrenheit a los grados centígrados de toda la vida, ya que la operación de restar 32, luego multiplicar por 5 y luego dividir entre 9 no es fácil de hacer en unos segundos).

—¡No empujes! —le dijo Norah a Lindsay.

—Estás en mi sitio.

—¡Yo estaba ahí!

—¡¡Silencio!! —gritó Cynthia. Caminó por delante de nuestra fila, con su gorra, como un coronel pasando revista—. No puedo obligaros a trabajar en estas condiciones, hace demasiado calor, tenéis el día libre.

El júbilo de las suculentas era equiparable al que, imaginé, las acompañaría el día de su graduación. Corrieron todas hacia el aparcamiento, en una de esas imágenes de despendole que tanto gratifican al imaginario masculino: volaban las gorras y las camisetas por el aire. Al parecer se iban a bañar a Rinconada Pool, la piscina en la que Christina y Arvid ejercitaban sus músculos por las mañanas, y ese era un plan que no encajaba para nada entre mis apetencias. Nunca le he visto la gracia a lo de exhibir tus axilas y otras partes de tu cuerpo mientras chapoteas con otras muchas personas que también chapotean y enseñan sus axilas. En términos generales, las personas me gustan más cuando están con ropa y secas.

De manera que acerqué en el Dodge a tres de las suculentas, pero no me sumé a su plan. Tras dejarlas en la puerta de Rinconada Pool y girar en Middlefield, una calle paralela al Camino Real que atraviesa todo Palo Alto, vi a Christina y a Arvid sentados en la terraza de una heladería. Pasé despacio por delante de ellos, como hacen los mafiosos en las películas, y podría asegurar que ellos no me vieron. No hacían nada prohibido, pero tampoco nada que me agradara. Simplemente tomaban algo con el pelo mojado y charlaban.

Seguí adelante. No tenía ganas de volver a casa de Christina. Conduje un rato sin rumbo fijo hasta que decidí parar en un restaurante de la autopista 101 llamado Denny’s. Era martes y la camarera me explicó dos veces que los martes los niños comían gratis en Denny’s. Le aseguré que no tenía niños ni posibilidad de ir a buscar ninguno. El café y la abundante comida me sentaron bien y pude olvidar definitivamente el dolor de cabeza.

Cuando llegué a casa, Christina y Arvid tomaban una copa en el porche. Me pareció que la mirada que me dirigió el sueco no era precisamente hospitalaria.

—¡Hombre! —dije—. Me alegro mucho de verte, Arvid, ¿cómo te va?

Le tendí la mano. Desde luego, iba a plantar batalla, no estaba dispuesto a dejarme amilanar.

—Fantásticamente —dijo el sueco.

—Hola, Agustín —dijo Christina sin levantarse. Me tomé mi tiempo para sentarme en otra butaca, en frente de ellos e interrumpiendo en gran medida su visión del jardín.

—Bueno —dije—, ¿qué tal día llevas, Arvid? ¿Todavía no has tenido ningún accidente?

Me miró con severidad.

—No sé de qué me hablas, tío. Deduzco que ya hemos sido presentados en alguna ocasión, pero te aseguro que no recuerdo nada de ti.

—Ya, pues mejor así, hay ciertos asuntos espinosos entre nosotros.

—¿Qué te pasa, Agustín? —intervino Christina con su consabida serenidad.

No respondí. El sueco aprovechó aquel momento de silencio para analizarme de arriba abajo.

—Y el lumbago ¿qué tal? —dije.

—¿Quién es este personaje, Kráistina?

—Ya te lo explicaré —Christina se puso de pie y me miró—. ¿Puedes acompañarme un momento a la cocina, Agustín?

—Claro.

Fuimos a la cocina. Era consciente de que mi comportamiento estaba siendo poco digno, pero necesitaba decirle a Christina que la presencia de aquel tipo me repateaba hasta la médula.

—Quiero que nos dejes solos —se adelantó. Me hablaba a una distancia tan corta como solo ella podía hacer en aquel continente—. Eres muy especial para mí, pero Arvid también lo es.

Me lo dijo así. Conseguí mostrarme entero mientras ella me ofrecía un pitillo y se encendía otro. En cierto modo eran las reglas del juego con Christina y yo las conocía desde el primer momento. Supongo que me di cuenta de que, de golpe, había llegado el momento de despertar de mi sueño americano.

—Lo entiendo…, quiero decir que… lo entiendo.

—No hay nada que entender.

—Ya, a eso me refiero.

Sonrió.

—Ha entrado en escena un nuevo macho dominante —dije—. Hay que ser elegante en la retirada.

Hizo un gesto con la mano como apartando mi comentario y se fue hacia la puerta.

—Coge mi coche si quieres.

Desapareció. Ya solo, sin tiempo para las lamentaciones, dije bien alto:

—¿Rowena? —acudí a la puerta de su habitación—. ¿Rowena?

—¿Sí? —salió al fin.

—Te he traído una mazorca y una ración de costillas —las había pedido en el Denny’s pensando en ella y quizá también en Christina, como tantas otras veces.

—Gracias.

—Lo he dejado en la mesita de la entrada.

Me acerqué a ella y, sin pensarlo dos veces, le di un abrazo, seguramente el abrazo que no había podido darle a Christina. Fue extraño: la diferencia cultural, la diferencia de estatura y la diferencia de otras muchas cosas propiciaba un acoplamiento poco armonioso entre nosotros, lleno de huecos y contrastes. A ello también debió de contribuir el hecho de que ella no entendiera nada de lo que estaba pasando.

—Me voy —le dije, y tal como acababa de hacer Christina, caminé hacia la puerta—. A lo mejor algún día vengo a traerte comida —dije antes de salir.

Mientras llenaba una de mis maletas con la ropa que pude encontrar en mi armario, me pareció oír el coche de Christina en el exterior. Bajé al poco tiempo, atravesé el salón y dirigí una última mirada hacia el porche, donde, para mi sorpresa, Christina y el macho dominante estaban devorándose la mazorca y las costillas.

—Rowena nos ha dicho que has traído esto —dijo Christina con la boca llena—. Gracias, están excelentes.

—¿Dónde está? Me gustaría que me acercara un momento en el coche.

—Ah, lo siento, ha ido a recoger la maleta de Arvid, no creo que tarde.

Al sueco se le veían los granos de maíz entre los dientes.

—Si gustas, Quixote… Kráistina me ha refrescado la memoria sobre tu persona.

No dije adiós siquiera. En la calle miré hacia un lado y otro y me decanté por la izquierda. Era media tarde. El sol apenas se colaba ya por algunos resquicios entre las casas. Caminar por las calles más residenciales de Palo Alto no se me antojaba especialmente molesto. Además, las aceras de la zona estaban separadas de la calzada por una franja de césped y arbolitos que las hacían más agradables. Era una suerte de «carril peatón» flanqueado por verde: hasta tal punto los americanos son conscientes de que el hombre andante, esa especie en peligro de extinción en su país, debe ser preservado con medidas de discriminación positiva.

Pero cuarenta y cinco minutos después ya no podía más. El problema del «carril peatón» es que es idéntico en todas las calles y no es muy fácil saber dónde estás. Y preguntarle a alguien el camino no es algo que puedas ni siquiera plantearte. La probabilidad que tienen dos átomos alejados de chocarse en la inmensidad del cosmos es prácticamente nula, casi igual a cero, pero la probabilidad que tiene un peatón de encontrarse con otro peatón en Palo Alto es literalmente cero, porque en este caso no existe otro peatón.

Me detuve en el centro de la calzada, esperando que algún coche tuviera la generosidad de llevarme, o al menos de explicarme dónde demonios me encontraba. Tenía sed, sudaba. Fumé, por segunda vez desde que salí de casa de Christina. Al contrario de lo habitual, seguía haciendo mucho calor a esa hora (no sé si cien grados Fahrenheit, pero mucho). Me limpié el sudor de la frente. Me soplé en la herida que la correa de la maleta me estaba haciendo en la mano. Mi maleta, que tenía un diseño de los años ochenta, y cuyas diminutas ruedas de metal no eran precisamente de primera calidad, empezaba a pedir a gritos que la llevara en brazos. Tampoco aparecían coches, y los pocos que lo hicieron daban la vuelta sobre sí mismos cuando me veían en el centro de la calzada.

Envolví de nuevo mi muñeca con la correa y tiré de la maleta con todas mis fuerzas. Era evidente que alguna rueda estaba atascada e incluso (esto lo comprobé cuando me agaché para mirarlo) que una de ellas había desaparecido. Probé a llevar un rato la maleta en volandas, pero no era viable. Decidí deshacerme de ella. Me aparté a un lado, metí en una bolsa de plástico un par de mudas, el neceser y el frasco de Tylenol, y me até un jersey en la cintura, consciente del frío que podía hacer por las noches. Sin maleta todo fue más fácil, aunque la sed y el cansancio perseveraban.

Un rato después llegué a Alma Street, una calle con mucho tráfico, y al paso a nivel sobre las vías: al fin estaba en el buen camino. En esta zona las medidas propeatón ya estaban olvidadas por completo y volví a sentirme en peligro de extinción, sin hábitat propio y permanentemente asediado por los depredadores. En el paso a nivel no había nada pensado para que los de mi especie cruzáramos las vías, así que tuve que hacerlo por el mismo lugar que los coches. El conductor de la furgoneta que se puso detrás de mí, cansado de mi escasa velocidad, y quizá temiendo que un tren llegara y le arrollara, me gritó cuando me adelantó:

—¡Hay una pasarela para peatones más adelante, a media milla!

Dijo media milla como quien dice cuatro metros, tenía gracia. Aceleró y me llenó de humo.

—¡Me cago en tus muertos, imbécil! —le dije en español.

Así, en los estertores de la tarde, un hombre valiente, deshidratado, al límite de sus fuerzas consiguió llegar a su destino, las residencias universitarias de Escondido Village. En su haber, la gesta de haber atravesado a pie, por sí solo, en una de las jornadas más calurosas del verano, el término municipal de Palo Alto, California. Era tal la dimensión de lo conseguido, mi orgullo atesoraba ya un bagaje tan imponente, que asumí con la mayor entereza lo que encontré a continuación. La casita de Escondido Village estaba precintada, cerrada a cal y canto con cadenas y candados. Era increíble, pero tanto la puerta como su marco disponían de unos anclajes para poder hacer esta operación. Tenía dudas, incluso, de que los autores de semejante tropelía, el consabido Housing, hubieran tenido la precaución de cerciorarse de que no dejaban a nadie dentro cuando clausuraron la casa de esa manera.

Un nuevo pasquín pegado en la puerta, aunque este más discreto que el anterior, informaba de los procedimientos que el inquilino del apartamento debía seguir para recuperar los enseres que conservara en la casa y para cancelar su relación contractual con el Housing de Stanford, lo cual significaba que ya nunca más podría alojarse en ninguna de las residencias del campus. Los motivos por los que se había llegado a esta situación ni se mencionaban. Simplemente, con letra pequeña, en la parte inferior del pasquín, aconsejaban que el inquilino acudiera a un centro de desintoxicación para fumadores perteneciente al hospital de Stanford.

Rodeé la casa para entrar a la yarda y así acceder a la puerta de mi terraza, que se abría con la misma llave que la puerta principal. Pero aquí también habían utilizado el mismo (y no muy sutil) mecanismo de clausura. Caminé hasta una fuente que me sonaba haber visto en el jardín. Aunque todavía era de día, no había apenas actividad ni en los columpios ni en las praderas. Supuse que era la hora feliz de la cena feliz de las familias felices y civilizadas. Bebí mucha más agua de lo que me creía capaz. Pero seguía sofocado. No tenía la impresión de que el calor hubiera aflojado ni lo más mínimo. Metí la cabeza bajo el grifo y allí permanecí durante unos segundos.

Los niños llegaron, salieron de debajo de las piedras, mi sola presencia los hizo aparecer casi simultáneamente.

—¿Por qué haces eso?

—¿Tienes más platos?

—Mejor sillas, ¿no tienes más sillas?

—A mí no me dieron de tu dinero, ¿puedes darme?

—¿Por qué no vuelves a hacer eso de la cabeza?

Me sacudí como pude el agua del pelo y miré por encima de los niños. Como ya podía imaginar, a lo lejos, desde la terraza de su casa, la mujer sargento me observaba. Aparté a un par de niños con el revés de mi mano y caminé hacia ella.

—Haya fumado o no, me parece que una agresión así no está justificada —quizá no fuera justo, pero la hacía responsable a ella de lo sucedido.

—He visto los candados —dijo.

—Es una clara violación de mis libertades individuales, me siento pisoteado.

Me miró durante unos instantes. Llevaba una especie de delantal rosa y sujetaba un plato infantil con restos de comida. Este par de detalles, y quizá también algo en la expresión de su cara, rebajaban un tanto la aspereza de su imagen.

—Lo siento por usted. Puedo asegurarle que yo no tengo nada que ver con esto.

—Usted parece mandar en esta yarda más que nadie.

—Aquí no manda nadie. Simplemente hay unas normas y todos las respetamos.

—¿Y yo?

—Usted ha fumado.

—¿Cómo lo sabe?

—Le he visto, dentro y fuera de su casa.

—¿Y qué hacía usted mirando dentro de mi casa?

Esto la dejó ligeramente noqueada, lo noté. Tardó un poco en volver a hablar.

—¿Puedo ayudarle en algo? Tengo muchas cosas que hacer.

Respiré hondo.

—¿Conoce algún motel por aquí cerca que tenga buen precio?

—Preguntaré a mi marido —dijo, y antes de huir, de meterse definitivamente en casa, de aprovechar la oportunidad que le daba, no pudo evitar mirarme a los ojos por última vez. Me sentí vencedor moral. Pensé que en el fondo, muy en el fondo, la atraía.

El marido llevaba un pantalón corto y una camiseta sin mangas. Por lo demás era una réplica exacta de su mujer, solo que con la cabeza rapada.

—¿Cómo estás, tío? Tienes un motel Super 8 en el Camino Real, dirección San Antonio. Si quieres algo barato, no le des más vueltas —echó un vistazo hacia la yarda, como manera de manifestar su desinterés por mí, y desapareció también.

Como nadie más salía a decirme nada y no tenía otras alternativas, me largué de allí. Al principio lo hice al estilo del flautista de Hamelín, seguido por multitud de niños, y después, tras amenazarlos con bastante determinación, continué en solitario.

Los pasos que di por Serra Street fueron los más duros de la jornada. Ahora que los pies se habían quedado fríos, notaba escoceduras por todas partes. Sabía que si me miraba encontraría una buena colección de ampollas, y presumía que no habían sido producidas tanto por el rozamiento como por el calor al que habían estado sometidos mis pies. Pero poco antes de llegar al Camino Real, un gran todoterreno paró a mi lado. Era la mujer sargento.

—Suba. Le llevo.

—Guau —dije. Aquello había sido una especie de aparición. Gasté las fuerzas que me quedaban en trepar al imponente vehículo—. ¿Puedo sentirme seguro aquí? ¿Quién me dice que no va a entregarme a la policía?

Ella no dijo nada. Arrancó con la misma expresión seria.

—Creo que estaba a punto de echarme a dormir en la cuneta.

—Tenía que ir al Walmart de San Antonio, paso por delante del Super 8.

—No irá a comprar tabaco… —volver a subir a un medio de automoción me había subido la moral, realmente. Ella parecía inmune a todo lo relacionado con el humor—. He andado tanto que me siento como un peregrino.

Cuando llegamos al motel Super 8 aparcó delante de recepción y tuvo, para mi asombro, la gentileza de acompañarme. Me fijé en sus chanclas y en sus shorts. Me parecía más que dudoso que su plan fuera ir al Walmart a esas horas, pero no tenía suficientes elementos de juicio. El indio, nepalí, tailandés o lo que fuera que regentaba el local pretendía cobrarme ciento cincuenta dólares por dormir allí. Por suerte, la mujer sargento salió en mi ayuda, abrió la puerta a modo de amenaza y le dijo al tipo:

—En el Travelodge cobran setenta dólares.

—Puedo dejarlo en cien —dijo él.

—Setenta —dijo ella abriendo un poco más la puerta.

El tipo puso una llave sobre el mostrador.

—Pago por adelantado. Mando a distancia tres dólares adicionales. Checkout a las once.

Rechacé el mando a distancia, pero pagué el resto. Ella seguía a mi lado.

—¿Equipaje? —preguntó el asiático.

Enseñé la bolsa de plástico que llevaba en la mano.

—La última —dijo señalando con el pulgar el ventanal que tenía a su espalda, desde el que se veía la hilera de habitaciones del motel.

La mujer sargento se paró delante de su coche. Tuve la impresión, más bien la certeza, de que le costaba despedirse de mí. Me reafirmé en mi teoría de que la atraía más de lo que ella era capaz de aceptar.

—Siento mucho todo lo que ha sucedido.

—No se preocupe. Mire, allí hay una cama esperándome. Ahora mismo eso es lo único que me importa.

Vi que algo de mi comentario no le había gustado. Casi antes de que terminara la frase se metió en el coche y arrancó como si yo hubiera dejado de existir de pronto. Creo que fue la palabra «cama» lo que la asustó. La desaparición del todoterreno provocó un efecto vacío que casi me succionó.

La habitación era tan grande como desangelada. Estaba orientada hacia el oeste y el calor se había reconcentrado dentro. Puse el aire acondicionado a tope. La cama no era mucho más pequeña que la de Christina. Me encontraba ante uno de esos emblemas de la América más profunda y decadente, la estampa del motel de carretera, con sus camas king size, su suelo de moqueta y su televisión salpicada de cerveza.

Me tumbé en la cama, pero no aguanté mucho tiempo. Mi nivel de excitación tras el increíble ajetreo del día era muy alto. Abrí mi cartera sobre la cama y conté los billetes que me quedaban. Habría sido recomendable hacer esto unos cuantos días antes. Porque el grueso fajo de billetes que todavía conservaba tenía mucho menos valor de lo que yo pensaba, y mi tarjeta de crédito había alcanzado su límite bastantes días atrás. Apenas me quedaban algunos billetes de los grandes y el resto eran billetes de un dólar, decenas y decenas de viejos y manoseados papeles. Entiendo que para los americanos el billete de un dólar con la efigie de George Washington es un icono del que no se quieren deshacer, pero para un europeo resulta extraño utilizar un billete de valor tan escaso. Nos cuesta aceptar que las vueltas de un simple café sean ocho papeles que vamos metiendo en los bolsillos hasta que casi revientan de celulosa. El caso es que me quedaba dinero para algunas noches de hotel y poco más. Tras ello solo quedaba confiar en Dios, tal como rezan los propios billetes.

Decidí mitigar mi sed y mi hambre brutales. Tomé unos sándwiches en una terraza de California Avenue, la calle en la que había desayunado el primer día. Los sándwiches eran orgánicos y el ambiente, festivo, estudiantil, alegre, desenfadado. Frente a aquello yo solo podía ofrecer mi expresión de agotamiento y unos zapatos desatados y abarquillados tras tanto tute. Me hubiera gustado ir con chanclas y shorts, como hacía allí la mayoría, pero no tenía nada de eso, ni lo había tenido en ningún otro momento de mi vida. En realidad, mi imagen no debía de diferir demasiado de la de un mendigo, así que, abundando en ello, solicité que me prepararan para llevar las sobras del segundo sándwich que había pedido. Yo sabía que esto era usual en los Estados Unidos, sin embargo fui víctima de un ataque de inseguridad y dije estúpidamente:

—Es para el perro —lo que sin duda potenció aún más mi imagen de mendigo. Si algo no comen los perros de Palo Alto es sobras. La sección dedicada a ellos en los supermercados está tan surtida como la dedicada a las personas en la mayor parte de los supermercados del mundo.

Así, apenado por tener que abandonar aquel ambiente del que no formaba parte, con mi bolsa to go en la mano, me dispuse a volver a mi motel Super 8. Pero no fue tan fácil. Cruzar el Camino Real, con su tráfico endemoniado, resultó ser una tarea muchísimo más complicada ahora de lo que había resultado en sentido contrario solo un rato antes.

Había un botón para peatones en el semáforo, pero el botón no estaba muy acostumbrado a que lo utilizaran. Estaba duro como una piedra. Supuse que estaba puesto por si acaso, únicamente por si algún hispano o alguna otra clase de inmigrante o personaje desvalido sentía la extraña necesidad de pasar al otro lado a pie. Al fin se puso verde el hombrecillo, pero por tan poco tiempo que solo conseguí llegar a la mediana, de apenas medio metro de ancho. Estaba vendido, en medio de la oscuridad, sometido al viento feroz de dos corrientes salvajes y sin acceso al botón del semáforo que podría parar aquello. Con sinceridad, mi ánimo no estaba para seguir pasando calamidades de peatón. Me senté en el suelo y fumé. Era imposible moverse de allí, no tenía fuerzas para ejecutar un solo movimiento más. Seguramente la policía llegaría en cualquier momento, porque ser peatón en Estados Unidos no está bien visto, pero si eres peatón y además fumador, lo más probable es que seas detenido.

Por suerte, un par de estudiantes en bici se apiadaron de mí un rato después. Oí unas voces que me sacaron de mi estado nirvánico, sentado como un yogui entre los rugidos de los coches.

—Señor, ¿tú estás bien? —me dijeron en español, dando por hecho mi condición de hispano.

—Según se mire —dije también en español, y como noté que no me entendían, continué en inglés—. ¿Sabéis si existe alguna posibilidad de pasar al otro lado? En el Himalaya usan tirolinas para cruzar los ríos.

—¿Puede andar?

—Claro que puedo andar, ¿qué crees que llevo haciendo todo el día?

—A la de tres pasamos todos a la vez.

Y en un gesto de valentía inigualable los chicos se atrevieron a cortar el tráfico ayudándose de la luz intermitente de sus bicis, y me dieron la mano para cruzar. Los coches esperaron con una paciencia que me sorprendió. Quizá, aunque yo no lo supiera, los conductores de Estados Unidos fueran muy atentos. Si tenían que retrasar quince segundos sus compras nocturnas en el centro comercial, lo hacían con tal de salvar la vida a los más desprotegidos.

Encendí todas las luces de la habitación y llené la bañera. Las ampollas reventadas de los pies escocieron al principio, pero luego el baño resultó relajante y purificador. No tuve fuerzas ni para frotarme, pero así y todo quedó un cerco de suciedad en la bañera cuando la vacié. Ya en la cama, por alguna curiosa asociación de ideas, me vino a la mente el pueblo manchego de mi madre, y lo añoré. Nunca había añorado un lugar con tanta fuerza. Era raro, pero quería estar allí, pasear por sus calles a la hora de la siesta, sentarme al sol, comprarme un helado al corte en el quiosco de la plaza. Hasta la fecha yo no había apreciado en absoluto ese pueblo, más bien al contrario, pero por contraste con el mundo nuevo, grande y plano que había pateado ese día, aquel lugar de la Mancha me parecía enraizado en lo más profundo de mí. Hasta eché de menos la casa de mi único hermano, instalado en el pueblo desde que se separó de su mujer, y las latas de callos con las que solía alimentarse. Hacía más de cinco años que no veía a mi hermano, el eremita, que ya ni siquiera hacía el esfuerzo de pasar la Nochebuena con mis padres y conmigo. Pero la imagen del estante de su cocina repleto de latas de callos y de fabada empezaba a ser tan irresistible que me obligué a dejar de pensar en ello. Para alguien que intentaba dormir en el centro de la cama king size de un motel Super 8, amenizado por la única música del propulsor de aire acondicionado, realmente era demasiado.

Apagué el aire acondicionado y la luz. Cerré los ojos. Mi cabeza se balanceaba al ritmo de mis pies, no podía librarme de su movimiento pendular ni de las palpitaciones de los músculos de las piernas, seguía viendo aceras, arbustos, apacibles jardincitos delanteros desfilando a mi lado, buzones con forma de seta, canastas de baloncesto sobre la puerta del garaje, accesos empedrados y sinuosos a la puerta de las casas, tejados de madera a dos aguas, tejados de pizarra a dos aguas, tejados a dos aguas de… Abrí de nuevo los ojos. El anuncio luminoso del motel se dejaba ver a través de la cortina raída y translúcida. De hecho, su presencia era tan obsesiva que ni siquiera notaba mucha diferencia entre abrir o cerrar los párpados. La única diferencia era que con los párpados cerrados el complejo de peatón me acuciaba aún más obsesivamente. También comenzó a acuciarme la imagen de la casita de Escondido Village, completamente chamuscada en su interior, así la imaginaba yo, negra como el carbón tras el comportamiento reprobable que había tenido en ella. Era un lugar terrorífico en el que bajo ningún concepto querría pasar la noche. Volví a encender la luz.

Me puse los pantalones y me fui descalzo hasta recepción. Puse sobre el mostrador los tres billetes de dólar más viejos que tenía.

—El mando a distancia, por favor.

El indio también me dio el mando a distancia más viejo que tenía.

De cuantas cosas pude ver en la tele, la mayor parte de ellas relacionadas con la vida y la muerte de Michael Jackson, lo que más me interesó fue un canal de la propia Universidad de Stanford que emitía charlas y clases magistrales grabadas. Todo tenía un aire casero, chapucero, impropio de la universidad en la que se supone que han estudiado los principales gurús tecnológicos de nuestro tiempo. Tras escuchar a una especie de elfo hablar de la implosión financiera del 29, comenzó otra charla en la School of Earth Sciences, precisamente el lugar en el que yo asistí a mi primera clase de cactus. Di un alarido que podría ser de horror pero también de júbilo. Era la mismísima Cynthia Bourbonphila, en realidad llamada Cynthia Jameson, la que comenzó una conferencia sobre los cloroplastos y su función en la fotosíntesis. Sus palabras eran tan aburridas como cutre la retransmisión (sombras en su cara, presentaciones en PowerPoint fuera de plano, toses del público casi más audibles que la voz de Cynthia…), pero yo me sentí más acompañado de lo que me había sentido en todo el día.

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