Cactus

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Viajé a Estados Unidos durante el verano de 2009, huyendo de todo aquello que pudiera recordarme a mí mismo, a mi pasado y también, incluso, a mi futuro, un futuro que me aburría ya antes de haberlo vivido. Fue Lidia, mi prima, tan tenaz, siempre velando por mi estabilidad, la que casi me obligó a hacerlo.

—¿Cactus? —le pregunté.

—Cactus y suculentas. Les he dicho que eres un gran experto y que hacer ese curso es el sueño de tu vida.

Lidia es de esas personas que piensan que no pasa nada por mentir un poco si las cosas se hacen de corazón. Para ella, decir que yo era un gran experto en cactus era solo mentir un poco. Me había sacado de la cama, en un sábado que ya debía de ser de abril. Estaba muy exaltada al otro lado del teléfono.

—Lidia, falta mucho para el verano, estaba durmiendo —le dije. En realidad era incapaz de asimilar nada de lo que me había dicho hasta ese momento.

—He conseguido que te dejen una casita en Escondido Village, donde íbamos nosotros. El curso es barato, te gustará, no sabes cómo es Stanford para estas cosas. Jenny me ha insistido en que si no haces un curso, no puedes alojarte en el campus. Te va a encantar aquello. Me das mucha envidia, se me saltan las lágrimas solo de recordarlo.

—A mí se me saltan las lágrimas de pensar lo a gusto que estaba en la cama, Lidia.

Mi prima no dijo nada. Creo que realmente estaba llorando. Tiene una gran facilidad. A Lidia no le hacen llorar ni los alumnos ni ninguno de los especialistas en provocar el llanto ajeno que tanto abundan en nuestro colegio. A Lidia solo le hacen llorar los momentos de felicidad, ya sea suya o de las personas a las que quiere. En cuanto está muy contenta llora, es increíble. Es una persona bastante intensa. Está convencida de que el mundo está lleno de felicidad, y tiene un radar especial para detectarla.

La Universidad de Stanford está en California, en la bahía de San Francisco, al lado de Palo Alto. Palo Alto ofrece la mayor densidad de millonarios menores de treinta años de todo el mundo. Todos se metieron en algún garaje mientras estudiaban la carrera y se inventaron alguna chorrada de internet que los hizo ricos. Lidia siempre me hablaba de todo esto. Ella había pasado muchos veranos allí con su marido y sus hijos. Su marido es un científico reputado, pero él no se metió en ningún garaje para hacerse rico. En realidad es rico de familia, gracias a la conservera de anchoas de sus padres. A mí personalmente las anchoas me parecen una manera mucho más digna de hacerse rico.

Mi trayectoria personal en aquel año hizo que Lidia pusiera todo su empeño en mandarme a Stanford. Solo conociendo a Lidia puede uno hacerse idea de lo que esto quiere decir. Que me gustaran o no los cactus, que estuviera en condiciones económicas de afrontar un verano así, o que no hubiera manifestado en ningún momento interés alguno por una propuesta que consideraba tan ajena a mí eran, desde el punto de vista de Lidia, obstáculos menores.

—No quiero ir, Lidia, no se me ha perdido nada allí.

—Por eso mismo. En lugar de quedarte aquí lamentándote por todo lo que has perdido te propongo ir a un lugar donde no has perdido nada. Ya lo verás, allí nadie ha perdido nada, es impresionante. Solo miran hacia delante.

—¿Cuándo me he lamentado yo de algo? Aquí o en Pernambuco seguiré siendo el mismo, digo yo.

Me pareció oír un ruido.

—¿Mamá? —dije—. Mamá, cuelga ahora mismo, por favor. Te he oído.

Mi madre tenía casi ochenta años. Estaba sorda como una tapia. Era imposible mantener una conversación telefónica con ella y, sin embargo, le encantaba escuchar las conversaciones ajenas. Sorprendentemente, se enteraba de bastantes cosas. Lidia intervino y le dijo que se iba a acercar un día por casa para llevarle un par de frascos de anchoas, pero a mi madre no era eso lo que le interesaba. Tuve que asegurarle dos veces que no tenía ningún proyecto de viaje a Pernambuco, y que ignoraba por completo dónde se encontraba tal sitio. Luego, cuando mi madre colgó el teléfono, le dije a Lidia que ya hablaríamos de los cactus y de Estados Unidos, pero que difícilmente se podrían aunar dos conceptos que me interesaran menos.

Había sido un curso malo, tenía que reconocerlo. Las cosas empezaron a torcerse el día en que insulté a cuatro alumnos en una sola clase y el director me llamó a capítulo en su despacho. Eso fue en enero. Luego llegaron la gripe y las otitis que se me iban pasando alternativamente de un oído a otro. Mi cabeza retumbaba como una sandía hueca y el tímpano me crepitaba. No soportaba que mis alumnos hablaran a la vez. A uno le dije que si no se callaba en ese mismo momento haría huevo hilado con sus testículos. Quizá fue excesivo.

Más tarde, al comienzo de la primavera, el director me llamó de nuevo a su despacho y me dijo que al año siguiente no continuaría de profesor de Literatura en su colegio. Entre otras cosas estaba molesto porque en Navidades había puesto notable a un alumno que llevaba dos meses sin aparecer por el centro y porque unos padres me habían visto fumando con sus hijos cerca del aparcamiento. Salí del despacho del director y me fui a comer con el profesor de Religión de los pequeños. Comíamos juntos con frecuencia. Hicimos nuestro particular ranking de alumnos indeseables y luego hablamos de temas más elevados que él conocía mejor que yo: el panteísmo, la vida después de la muerte o la espiritualidad de los animales. En el cómputo total nos bebimos dos botellas de vino tinto. Él, media, yo, el resto. Después cogí el coche y de camino a casa me tragué una furgoneta en un semáforo en rojo que por algún misterio yo no había visto de ese color. Fue un desastre. Tras la multa me quedé sin coche, sin carnet y prácticamente sin dinero.

Llegué a casa bastante tarde (no sé si fue ese día, pero da lo mismo) y no encontré a Eva. Me extrañó. Bajé a preguntarles a mis padres, que vivían en el piso inferior de mi dúplex. Mejor dicho, era yo el que vivía con Eva en el piso superior del dúplex de mis padres. Eva había sido mi compañera en los últimos seis años. Había estudiado Bellas Artes y por entonces preparaba la tesis doctoral sobre un artista conceptual y aragonés cuyo nombre, la verdad, no viene al caso. Se suponía que lo que le gustaba era pintar, pero lo único que hacía era estudiar. Mi madre me dijo que se había cruzado con Eva en el portal. Que se iba el fin de semana a Zaragoza, a ver a sus padres. Pero no volvió.

La llamé por teléfono. Aunque era ella la que me abandonaba, adoptó completamente el papel de víctima. Dijo que yo ya no era la misma persona. Que era imposible intercambiar dos frases en serio conmigo. Que no le hacía caso. Que cada día me comprometía menos con las cosas y bebía más. Que no hacía más que rehuirla y en el fondo rehuirme a mí mismo. Que me estaba convirtiendo en un ser pasivo y conformista. Que no le plantaba cara a la vida y no asumía que yo también era responsable de las cosas que me pasaban. Que estaba harta de vivir en casa de mis padres y compartir la asistenta, la vajilla y la tortilla de patatas. Que para eso se iba a vivir con los suyos.

Fue muy convincente. Los primeros días llegué a creerme que a la pobre chica no le había quedado más opción que irse. Luego ya no sé muy bien lo que pensé. Creo que me entregué a un victimismo bastante lastimero. Unas dos semanas más tarde decidí llamarla para que entre los dos reconsideráramos la situación y habláramos despacio. Pero Eva ya no estaba en casa de sus padres, sino en casa del artista conceptual y aragonés. Aquello escocía bastante. Me había dejado solo, en el centro de la cama, con las sábanas y las mantas cada día más embarulladas.

Fue entonces cuando Lidia apareció en escena.

Lidia, además de mi prima, era profesora de Inglés en mi colegio. Fue ella la que, cinco años atrás, me recomendó al director. Primero fue capaz de convencerme a mí de que ser profesor de Literatura era una de las cosas que más me pegaban en el mundo. A mi favor tenía mis estudios de Filología y mi afición a la lectura, era cierto. Lidia pensaba que mis experiencias como dependiente de libros en la Fnac, como guía turístico por Madrid y como redactor en una revista de fotografía también me ayudarían en mi labor frente a los alumnos. «Todo suma, Agustín —me decía—, al director le sonará a música celestial oír que sabes inglés, aunque en principio no lo necesites». Sin embargo, yo solo encontraba elementos en contra: mi carácter, mi poca empatía con el mundo adolescente y mi desconocimiento total de la materia (hacía más de quince años que había terminado la carrera). En realidad, de los grandes autores sabía el precio con IVA de sus libros, pero poco más. «Qué importa —me dijo Lidia—, lo aprenderás», y algo así fue lo que debió de pensar el director del colegio. Creo que albergaba tanta confianza en Lidia que no necesitaba más razones para darme el puesto. Le bastaba con una: era primo de la más convincente y entusiasta de sus empleadas.

Ahora, tras los reveses de las últimas semanas, Lidia se sentía obligada a impulsar de nuevo mi vida. Ella no se creía responsable de lo que había sucedido, pero sí se creía responsable, siempre lo creía, de lo que podía llegar a suceder. De modo que si me había hecho pasar por experto en literatura en un colegio, pensaba ella, ¿por qué no me iba a hacer pasar ahora por experto en cactus en California? Para Lidia no había duda de que aquel momento de mi existencia era el idóneo para dar el salto americano, abrir mi mente y olvidar mis pesares entre estudiantes del mundo entero.

La cuestión es: ¿por qué le hice caso? Realmente, no lo sé. Creo que fue una mezcla de cosas y ninguna en particular. En cierto modo fue algo ciego, es lo que tiendo a pensar. También creo que hubo una especie de sabiduría interior de mi cuerpo, una certeza no enunciada de que un cambio le vendría bien. Y aunque la idea de que Lidia ejerciese de tour operator podía ser cansina por momentos, a decir verdad resultaba muy cómoda.

Además estaba el hecho de que mi madre me animara por todos los medios a quedarme en España. Me sugirió que, dado que ese año no tenía la compañía de Eva, a lo mejor podía ir con mi padre y con ella a Galicia en el verano, ya que la tía Celsa tenía muchas ganas de verme y quería reeditar la foto de familia con todos los primos, esa que llevábamos tantos años sin hacer.

—¿Por qué no cenas en casa, hijo? —me dijo un día—. Ya no tiene sentido que te empeñes en cenar solo todas las noches… Te basta con bajar las escaleras.

Fue el detonante. La tercera vez que me dijo esto, salí de casa y me acerqué a la librería del barrio. Había varios libros sobre el tema que buscaba, pero supe perfectamente cuál era el que mejor se adaptaba a mis necesidades. Su título era Manual del experto en cactus.

Por la noche llamé a Lidia.

—Lidia, estaba pensando una cosa: ¿las casas de Stanford tienen lavadora?

Se quedó en silencio. Supe que unas lágrimas grandes le nublaban los ojos al otro lado del teléfono.

Me deshice de unas cuantas cosas para financiar el viaje, sin demasiado dolor. Lo primero que vendí fue el coche, pero como no me dieron mucho más de lo que me había gastado en arreglarlo tuve que vender también todas mis cámaras réflex y el clarinete francés que mis padres me regalaron en la adolescencia, cuando ingenuamente me creí capaz de aprender a tocar un instrumento. Además, acepté de buen grado los tres mil euros que mi madre me ofrecía como respaldo. A cambio, eso sí, prometí llamarla regularmente para informarla de mi estado.

Lidia me lo organizó todo. Aunque llevaba siete años sin ir, conocía a mucha gente allí. Por mi parte fui dándome cuenta de que Estados Unidos, ese imaginario intangible que siempre había despreciado, empezaba a atraerme, por su carácter lejano, luminoso y casi indómito. Se me antojaba un país diferente a cualquiera que hubiera conocido hasta entonces. A los veintitrés años había malvivido un año y medio en Londres, donde, eso sí, había aprendido inglés. También aprendí a colocar cuatro rodajas de pepino en un sándwich en menos de dos segundos. Fui atraído por mi amigo Chano, que me ofrecía una habitación de su piso a cambio de que le ayudara a buscar discos, camisetas, gabardinas, pines y demás abalorios relacionados con los mods que luego quería vender en España. Fue divertido, lo malo es que a los dos meses Chano se largó y yo me quedé con el piso para mí solo. Trabajé en las cocinas de diversos tugurios, me lie durante unos meses con una camarera pakistaní con la que verdaderamente aprendí a hablar inglés, la busqué de día y de noche cuando ella también desapareció y volví a España con la certeza de que la experiencia había sido interesante, pero que ya nunca más querría repetirla.

Estados Unidos era otra cosa. Uno no iba a California a batirse con la vida, sino a reconciliarse con ella, así me lo imaginaba yo. Ya no tenía veintitrés años, ya no buscaba ningún límite de mí mismo, los conocía de sobra. Al contrario, pensaba que a lo mejor hasta era capaz de ponerme una gorra, tomar Coca-Colas y creerme que el mundo era un lugar sencillo en el que no merecían la pena las complicaciones. Era tan fácil como colocarse unos shorts y dar palmadas en la espalda de todo bicho viviente que te encontraras. Bueno, quizá no hacía falta llegar a tanto.

El inicio del viaje fue accidentado. Absurdo. Tanto que todavía me pregunto cómo no mandé todo a paseo y regresé a mi casa.

Mi vuelo a San Francisco, con escala en Toronto, estaba programado para el 24 de junio, dos días antes de que empezara mi curso de cactus en Stanford y un día después de que se acabaran las clases en mi colegio. El director me descontó de las vacaciones los días de junio que me saltaba y cuando nos despedimos exhibimos los dos, sin disimulos, nuestra recíproca satisfacción por dejar de vernos.

Hacía bastantes años que no visitaba un aeropuerto y me enervaron las esperas en facturación y en los controles de pasaporte, donde los pasajeros éramos ultrajados hasta niveles insoportables. Lo más sorprendente, sin embargo, fue comprobar cómo al energúmeno de mi piloto se le ocurrió despegar en medio de una de las tormentas más terroríficas que se recuerdan en Madrid. Como es lógico, algo debió de salir mal en la maniobra, porque a los dos minutos de levantarnos del suelo el tipo nos informó de que por problemas técnicos teníamos que volver a aterrizar. Saqué la caja de tranquilizantes que le había robado a mi madre para combatir el jet lag y me tomé un par de pastillas, por si acaso. Puestos a morir, es mejor hacerlo tranquilo.

De vuelta en Barajas fuimos nuevamente ultrajados durante unas cuantas horas por nuestra compañía aérea, aunque a mí me dio igual. Tenía ya tanto sueño por culpa de los tranquilizantes que solo anhelaba una superficie un poco horizontal sobre la que tumbarme sin resbalar. Alguien me contó que nuestro vuelo se posponía hasta las seis de la mañana del día siguiente, ya que había que esperar la llegada de otro avión desde Canadá. Por lo visto teníamos que coger de nuevo nuestras maletas y volver a facturarlas a las cuatro de la madrugada, para lo que apenas quedaban cinco horas. Recuerdo que fui con el rebaño dando tumbos de sueño hasta las cintas de las maletas. La irritación de la gente era considerable. Por si fuera poco, la aparición de las maletas se retrasó interminablemente. Por suerte, yo ya había encontrado una superficie horizontal.

Era una cinta de maletas. No la nuestra, sino la que estaba al lado. La terminal estaba muerta y ninguna cinta funcionaba en ese momento. En principio me senté, pero después de sentarme me tumbé, de eso no hay duda, y luego, de eso tampoco hay duda, me quedé dormido. Ya digo que fue todo un poco absurdo. Me despertaron un montón de voces que pasaban a mi lado. Resultaba que la cinta en la que estaba dormido se había puesto a circular y yo ni siquiera me había dado cuenta y estaba dando vueltas de cuerpo presente entre japoneses alarmados. Intenté levantarme, pero las placas que conformaban la cinta me habían pellizcado el pantalón y era imposible escapar de aquella alfombra mágica, miserable metáfora del eterno retorno. Tampoco los japoneses ayudaban mucho. Debían de pensar que aquella era la primera performance de cuantas les esperaban en la inquieta capital del ruedo ibérico. El recorrido se terminaba y me tumbé para atravesar una portezuela. Las cortinillas de plástico semirrígido que marcaban el límite me barrieron el cuerpo de pies a cabeza. En el exterior había un grupo de operarios que fumaban junto a un camión de maletas. Les costó superar su desconcierto inicial, pero al fin apagaron el circuito con un gran botón rojo. No sin cierta guasa, me acompañaron hasta una puerta por donde pude volver a entrar en la misma sala de las cintas. Entonces me di cuenta de que estaba descalzo, solo con calcetines.

Mis dos maletas daban vueltas en su cinta, solas, junto a la marabunta de japoneses. En el momento en que las cogía, un japonés me descubrió y me dedicó un aplauso al que en seguida se unieron el resto de sus compatriotas. Asentí como gesto de agradecimiento y, con la poca dignidad que me quedaba, me puse a buscar mis zapatos. No estaban. No estaban por ningún lado. Ignoraba si yo mismo me los había quitado mientras dormía, pero era posible. Supuse que alguien los había visto por allí abandonados y se los había llevado. Me fui.

Tardé más de diez minutos en alcanzar el vestíbulo de llegadas, porque los calcetines resbalaban sobre el suelo y no había forma de tirar de las maletas. Confuso, ajeno a la posibilidad de abrir una maleta y sacar otro calzado, decidí quitarme los calcetines para obtener más adherencia. Si a la gente le divertía verme con ese aspecto, mejor para ellos. En cualquier caso, el aeropuerto estaba vacío.

Empecé a vagar descalzo por la terminal. Había perdido la ocasión de ir al hotel que la compañía había habilitado para los pasajeros de nuestro vuelo. No sabía cuál era, y al parecer nadie había tenido a bien despertarme de mi profundo sueño. E ir a casa, quedando menos de tres horas para que se abrieran los mostradores de facturación de mi vuelo, habría carecido completamente de sentido.

Me gustaba el frío del suelo en los pies. Llevar los pies al aire me hacía sentir otro, extrañamente distinto, como si además de los zapatos me hubiera quitado muchas más cosas. Estaba aletargado, desorientado, no sabía muy bien adónde iba ni por qué, pero el frío en la planta de los pies, al menos, señalaba una parte concreta de mi cuerpo y me unía al mundo más de lo que lo había estado en mucho tiempo.

Subí al piso de salidas y me acerqué a los mostradores de facturación de mi compañía. Estaban cerrados, aunque algunos pasajeros de mi vuelo, tan perdidos como yo, rondaban ya por allí. Entré al baño con las maletas. Pisar el cerco húmedo que rodeaba los urinarios no fue tan agradable, pero decidí ignorar ese aspecto. Estaba demasiado cansado. Al salir encontré un par de cajas de cartón vacías. Me las llevé y las abrí en el suelo, junto a una pared bastante oscura, no muy lejos de los mostradores. Dispuse las maletas a modo de tabique aislante y me tumbé a dormir sobre los cartones. Hacer las Américas estaba resultando más difícil de lo previsto.

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