Cactus

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El Manual del experto en cactus resultó ser un libro árido y de lectura tediosa, aunque no del todo ineficaz. Estaba escrito por Charlotte Fantin, una mujer francesa de gesto coqueto, piel tersa y pelo negro ondulado que no acababa de encajar en aquel contexto espinoso. Me pareció tranquilizador que hubiera gente como ella interesada en el mundo de los cactus.

Intenté leer algo sobre la historia evolutiva de aquellas plantas endémicas de América, pero no conseguía concentrarme. Por algún motivo me molestaba la presencia de la palabra endémica en un libro de cactus. Además, tenía sed. Llamé a la azafata y le pedí un whisky. Quedaban más de seis horas hasta Toronto, y más de catorce hasta San Francisco. La mañana en las alturas era excelente y no tenía sueño.

El whisky me devolvió, con mayor placer, al lugar de la lectura. Mi noción sobre los cactus estaba cambiando a velocidad vertiginosa. Hasta la fecha no habían pasado de ser esas horribles plantas que mi abuela alojaba en latas en su casa del pueblo, bultos peludos que se derramaban por encima de los envases de tomate frito y que, así lo pensaba yo de niño, no tenían otro fin que pinchar las pelotas con las que jugaba y pincharme a mí cuando me acercaba a recogerlas. Ahora resultaba, así lo decía Charlotte Fantin, que el cactus era un mecanismo perfecto. Decía que en condiciones extremas de temperatura y de calor, por ejemplo en un desierto, nada es capaz de extraer el agua del entorno y de preservarla mejor que un cactus. Me gustó que comparara el cactus con la olla exprés. Decía que una olla exprés, hermética por naturaleza, puede guardar indefinidamente el agua, en un desierto y en cualquier lado, porque evita la evaporación. Lo increíble del cactus, sin embargo, no es solo que conserve el agua, sino que además es capaz de sacarla de donde se supone que no la hay. Es decir, el cactus deja entrar pero no deja salir. La olla a presión, en su hermetismo, no deja entrar ni salir. Tenía su gracia. No podía quitarme de la cabeza la imagen de un desierto lleno de ollas exprés.

Tras la comida, muchos pasajeros bajaron sus persianas. Se atenuaron las luces de cabina y se creó un ambiente de siesta propio de una clase de párvulos. No me resultó muy serio, la verdad. Me quedé a solas con mi segundo whisky y con los cactus. Estaba a gusto, pero un rato después creí oír mi primer ronquido.

Cuando desperté, había bastante ambientillo en el avión. Las luces estaban encendidas de nuevo y las azafatas se disponían a repartir la merienda. Algunos pasajeros habían aprovechado para estirar las piernas en el pasillo, otros mantenían animadas conversaciones con sus vecinos. Me fumé un cigarro en el baño, de pie encima de la taza del váter, encorvado. Echaba el humo lo más cerca posible del extractor que había en el techo. Antes de salir fumigué el baño con una colonia de marca que debían de haber colocado allí las azafatas.

Un par de horas después decidí comprar cigarrillos falsos a la tripulación, con sabor mentolado e importantes dosis de nicotina en su interior. Ignoro por qué para esta operación se presentaron tres azafatas en comandita. Supongo que la consideraban peligrosa en cierto sentido (la relación con los fumadores siempre requiere algunas precauciones), o que les divertía asistir a lo que era una estafa en toda regla.

Casi antes de que pudiera darme cuenta, el avión estaba aterrizando en Toronto.

Los pasajeros con destino a Estados Unidos pasaban la frontera en el mismo aeropuerto de Toronto. Para muchas cosas, Canadá parece una parte más de Estados Unidos. Es como Andorra pero en grande. Esto quiere decir que tuve que rellenar cientos de impresos y luego vérmelas con la policía estadounidense. Los controles de seguridad europeos son un chiste al lado de los norteamericanos. Un policía estadounidense está entrenado para enfrentarse en las calles a delincuentes peligrosos, psicópatas y exconvictos armados. A los turistas los tratan igual. Dan por hecho que en cualquier momento puedes intentar sacar un arma y dispararles. Yo creo que si no lo intentas, los decepcionas.

El policía que, en su cabina, al otro lado de la ventanilla, revisó mis impresos respondía a todos los estereotipos del cuerpo al que pertenecía. En primer lugar estiró mucho el brazo para mirar mi pasaporte. Es decir, o tenía la vista cansada (cansada de qué, si no pasaba de los treinta) o apostaba por esa displicente postura como manera de afirmar la infinita distancia que separaba a un tipo como él de un tipo como yo. Rumiaba algo. En seguida deduje que era tabaco de mascar.

—¿Qué va a hacer en San Francisco?

—Voy a la Universidad de Stanford a hacer un curso.

—¿Dónde está eso?

—En Palo Alto, no muy lejos de San Francisco.

—¿Quién estudió allí famoso?

Supuse que pretendía ser un comentario jocoso y me reí un poco. Pero él no levantó la vista. La boca se le estaba llenando de saliva de tanto mascar tabaco. Creo que estaba a punto de escupir en mi pasaporte.

—No lo sé —dije.

Miró los impresos.

—Esta dirección que ha escrito aquí ¿es la de un hotel?

—Es una casa de alquiler en el campus, me la proporciona la universidad.

Reflexionó un momento.

—A los europeos les gustan mucho las universidades americanas.

Sonreí. Vi por el rabillo del ojo que en otras cabinas los pasajeros pasaban con relativa fluidez. Estaba claro que, a ojos del sistema, eran mucho menos sospechosos que yo. Después de todo, yo podía sacar un cigarrillo en cualquier circunstancia.

—¿A qué se dedica usted?

—Soy profesor de Literatura de enseñanza secundaria.

—¿De qué es el curso que va a hacer en esa universidad?

—De cactus.

Por fin levantó la vista de los impresos y me miró. No podía disimular la cara de satisfacción. Había encontrado algo. Su estrategia era preguntar y preguntar hasta que encontraba su pepita de oro.

—No parece muy relacionado con la literatura.

Conseguí no ponerme nervioso. La altanería de aquel tipo empezaba a cargarme bastante.

—No, no están muy relacionados.

—¿Seguro? —esta pregunta me desconcertó.

—En principio no están relacionados. Pero a lo mejor pueden estarlo.

Se quedó pensando.

—A mi madre le gusta la literatura —me dijo entonces.

—Ya. Los cactus son también muy interesantes —dije yo.

Creo que los dos habíamos perdido el hilo. Era evidente.

El policía asintió. Se quedó pensativo por un momento y me miró.

—¿Puedo hacerle una pregunta? —dijo, como si ninguna de las muchas preguntas anteriores mereciera tal nombre—. Mi novia es muy aficionada a las plantas, ¿usted cree que si yo le regalara un cactus…?

—Le encantaría.

—¿Sí?

—¿No tiene ninguno?

—Creo que no.

Me encogí de hombros y le miré, dando a entender que la conclusión era indudable. El tipo se acercó a la ventanilla.

—¿Usted podría decirme algún tipo de cactus especialmente adecuado para las mujeres? —su fachada bravucona parecía haber desaparecido de golpe.

—¿Adecuado para las mujeres? —repetí—. El que más pinche.

Aunque le llevó un tiempo, el tipo pilló la broma. Me señaló con el dedo como manera de reconocer mi mérito. Evidentemente, iba ganando estrellitas en su valoración.

—Los de pelusa no pinchan —le dije—, pero también son cactus. Si me permite, hay un ejemplar que a mí me gusta mucho.

Abrí la mochila y saqué mi Manual del experto en cactus. Busqué una foto muy llamativa que había visto en el avión: era un cactus de forma esférica, forrado de pelusa y salpicado de flores rosas.

La idea le pareció buena. Anotó la referencia, «Mammillaria candida», en un papel, y sin levantar la vista selló mi impreso verde y me entregó la mitad. Aquel gesto rutinario devolvió la dureza a su rostro.

—Firme aquí y guarde este papel con el pasaporte. Sin él no puede transitar por Estados Unidos.

—Gracias.

Metí todo en mi mochila. Entonces vi que el tipo salía de la garita.

—¿A qué hora sale su vuelo? —me preguntó.

Cerró la garita y, sin importarle la cola de gente que se quedaba con un palmo de narices, me llevó hasta los siguientes controles que tenía que pasar. No eran precisamente pocos, porque los pasajeros que íbamos a Estados Unidos estábamos obligados a retirar nuestras maletas, pasar la frontera con ellas y volver a facturarlas después. Era un proceso muy pesado, del que ya me había advertido Lidia, pero que gracias al trato de privilegio que recibí se convirtió en casi nada. Tengo que reconocer que si yo hubiera sido uno de los ciudadanos perjudicados, no me habría hecho ninguna gracia ver cómo un poli colaba a un tipo por su cara bonita, pero evidentemente no estaba en condiciones de rechazar su ayuda. Quiero decir que si alguien considera que eres merecedor de que se te abran todas las puertas, tampoco vas a ser tú el que lo desmienta. De hecho, para él todo fue tan fácil y tan natural que ni siquiera aceptó que se lo agradeciera.

Sin perder un segundo (bastantes había perdido ya), se despidió de mí. Cuando se marchaba se dio la vuelta un momento.

—¿Tiene usted hijos? —se llevó la mano al bolsillo del pantalón, sacó su cartera, la abrió y me entregó unas cuantas pegatinas con el escudo del FBI.

Las cogí y dije:

—Para mi novia.

Ya marchándose se rio y me envió la punta de su dedo índice con complicidad.

Cuando llegué al aeropuerto de San Francisco era de noche, lo cual me desconcertó bastante. Era muy raro. No sabía si era la noche del día siguiente o la del día anterior, o las dos unidas al mismo tiempo. Normalmente la noche es lo que va después del día, pero cuando viajas en avión eso no está muy claro. Intenté en tres ocasiones calcular la hora que era en España, pero no fui capaz. Mi propia nulidad mental demostraba que era muy tarde.

El taxi que cogí no era de los convencionales. Lidia me había hablado de un servicio de autobús de Stanford que en teoría me llevaría a la puerta misma de mi casa. Pero no lo encontré. Entonces un oriental se me acercó y me dijo que por noventa dólares me llevaba. Era bastante caro, aunque no pude resistirme a la comodidad de sus servicios. Su coche estaba en un aparcamiento subterráneo al que tuve que acompañarle. Llevaba el maletero lleno de cosas tan absurdas y dispares como un balón de rugby, un saco de tierra, un gato chino de cerámica o un montón de adornos navideños desperdigados. Él mismo se sorprendió de todo lo que había allí dentro y no le quedó más remedio que meter las maletas en el asiento del acompañante. Aquello, que el tipo no supiera ni lo que llevaba en su taxi, me pareció verdaderamente extraño, pero ya no iba a cambiar de opinión. En el asiento de atrás había un vago olor a devuelto que el ambientador no podía camuflar. Bajé la ventanilla.

No pude ver gran cosa del recorrido. Las autopistas eran anchas, los coches, muy grandes, poco más. En seguida empecé a sentir náuseas. Eran los movimientos del taxi, el ruido exterior, mi agotamiento, el olor a devuelto. Bebí un poco del agua que había comprado en la terminal, pero estaba demasiado fría. Intenté calentarla con mis manos. Estaba un poco harto de subir a tantos vehículos para llegar a un lugar que no sabía cuál era, cómo era, ni qué maldita función podía tener en mi vida si estaba tan sumamente lejos.

Un rato después salimos de la autopista y entramos en una zona muy verde. Ya estábamos en Palo Alto, la localidad de referencia del Silicon Valley. Lo primero que noté fue una bocanada de aire fresco y húmedo, que agradecí: los jardines, los riegos por aspersión, los árboles. En cuanto llegas a zonas de dinero, la temperatura baja unos cuantos grados. La velocidad de los coches también. El taxista se clavó en las veinticinco millas por hora que marcaban los luminosos y las respetó religiosamente. A los ricos no les gusta que los coches pasen muy deprisa por delante de sus casas y les atropellen a los hijos. A la policía tampoco.

Ya en el campus de Stanford, el oriental se lio un poco y dio unas cuantas vueltas alrededor de un estadio de fútbol americano. Todo el rato repetía en alto el nombre del lugar al que íbamos, Escondido Village, como si le sonara pero no tuviera ni la más remota idea de dónde estaba. Aunque mis náuseas eran crecientes, intenté solidarizarme con su situación y para colaborar en la búsqueda saqué uno de los mapas que me había dado Lidia.

Finalmente encontramos Escondido Village, unas filas de casitas de madera adosadas, con jardín común en el interior. El paraíso que Lidia había escogido para mi cuarentena americana. Le solté los noventa dólares al conductor y le di otros cinco de propina, por pura inseguridad. Me lo agradeció y se fue.

Hacía frío. No se veía un alma, aunque sí estaban iluminadas algunas ventanas en las casitas de alrededor. Me sentía con pocas fuerzas para arrastrar las maletas. Empezaba a tener escalofríos. Y sudor. Sudor frío. Cada vez más náuseas. Un sabor entre salado y ácido me inundó la boca. Me encontraba fatal, solo tenía ganas de tumbarme. Pensé en hacerlo dentro de la casa, pero todavía no había encontrado la llave. Aquellas residencias pertenecían a la universidad, aunque era muy habitual que durante el verano los estudiantes volvieran a sus lugares de origen y realquilaran, siempre con el control de Stanford, sus casas a otros estudiantes. En mi caso era un peruano el que me realquilaba, y me había dicho en un mail que me dejaba la llave en un árbol junto a la entrada. Al parecer había una casita para pájaros colgando de una rama y allí la dejaría. Según él, era un lugar muy seguro.

Solo la idea de buscar la llave me producía más náuseas. Me senté en el borde de la acera. Localicé el árbol con la mirada y también la casita. Me pareció que estaba muy alta. Respiré hondo, reuní fuerzas, me levanté y me acerqué al árbol. La dichosa casa de pájaros estaba a una altura indecente. Me estiré todo lo que pude y levanté el brazo, pero todavía me faltaba más de un metro. ¿Es que no había un sitio más fácil donde esconder la llave?

Me pareció tan absurdo que volví a sentarme en la acera. Ni siquiera una silla, aunque la tuviera, me serviría de nada. Me serviría para sentarme, eso sí, porque la acera me resultaba cada vez más insuficiente para mitigar mis náuseas. De pronto me pareció oír un ruido detrás de mí. Dos niños chinos estaban mirándome desde la puerta de la casa de al lado. Estaban en pijama. Cuando vieron que los miraba se metieron rápidamente por la puerta. Volvieron a salir. Me apresuré a llamarlos con gestos y me levanté de nuevo. Pensé que por una vez en la vida la infancia de unos seres humanos podría servirme para algo. Señalé la casita de pájaros donde estaba la llave y les indiqué un posible camino para subir por el tronco y caminar por una rama ancha. Hasta donde yo tenía entendido, los niños chinos eran unos grandes gimnastas, y aquel pijama ajustado sin duda favorecería sus movimientos.

Los niños me miraban a mí y miraban el árbol. Se reían y asentían, como si aquello les divirtiera mucho, pero no hacían nada. Insistí en que allí dentro estaba la llave de la casa, the key, y que si no podía sacarla, esa noche tendría que quedarme a dormir en el jardín. Se miraron entre sí, miraron el árbol, dijeron algo y entraron en la casa. Pensé que saldrían con una escalera o similar, pero no, salieron con un chino algo mayor que ellos, también en pijama. Cuando llegaron a mi lado comprendí que el nuevo chino rondaba mi edad, si no la superaba. Sin duda, se trataba del padre. Intenté explicarle al hombre la situación, pero no tuve mucho tiempo. Antes de que me diera cuenta, estaba subiéndose por el tronco y caminando por la rama gorda hasta la casita de pájaros. Metió la mano, pero no encontró nada. Entonces pareció advertir algo, dio la vuelta sobre sí mismo con una sonrisa y bajó del árbol con la misma facilidad con que había subido. A la izquierda de la puerta había una rama mucho más baja, perteneciente a otro árbol, de la que pendía otra casita de pájaros. El chino sacó la llave entre aplausos de sus hijos, a los que yo me sumé. Se rio mucho al entregarme la llave, hizo reverencias y se metieron todos en su casa. Días después descubrí que el chino era un matemático mundialmente famoso al que Stanford invitaba todos los veranos. Supongo que supo calcular con su mente cuál era la pendiente de la rama inclinada y que eso le ayudó de manera considerable en su ascensión al árbol. Lo de encontrar la otra casita fue una mera extrapolación.

Comprobé que la llave abría la casa y volví a por mis maletas. Los dos niños chinos estaban mirándome de nuevo desde la puerta de su casa. Busqué mi mochila, saqué las pegatinas del FBI que me había regalado el policía de Toronto y me acerqué a dárselas. Las cogieron y se metieron en la casa a toda velocidad. Las maletas no rodaban por el suelo de virutas de madera que había que atravesar. Tuve que llevarlas a pulso. Se me fueron todas las fuerzas en ello. Cuando al fin llegué a la puerta, me golpeó el sabor salado otra vez. Ya no pude evitarlo por más tiempo. Devolví, y aunque conseguí sortear mis propias maletas, no pude hacerlo con el felpudo. Sepulté las letras finales de la palabra WELCOME. Que yo sepa, la palabra WELC no tiene significado alguno.

Los niños chinos me miraban otra vez desde su puerta.

—¿Eres policía?

Aunque la casa estaba completamente vacía, encontré un futón en uno de los dormitorios del piso superior. Solo quería tumbarme, y así lo hice. El futón no tenía los bultos muy bien colocados, pero lejos de intentar cambiarlo de forma, intenté cambiar la forma de mi espalda. Cerré los ojos.

Algunos recuerdos comenzaron a desfilar por mi pensamiento. Los vaivenes del primer avión, la cinta de maletas bajo mi espalda, el cactus del policía, la tradición gimnástica en la cultura china… Me sorprendió que estar tumbado en Stanford se pareciera tanto a estar tumbado en España. Empezar a dormirse también era muy parecido. Sin embargo, mi vida, la inagotable acumulación de desastres, todo lo que tuviera que ver de alguna forma con mi existencia de los últimos meses, la salvaguardia permanente de Lidia o de mi propia madre, el cansancio, la indiferencia, el tedio, la impaciencia, todo parecía quedar ya infinitamente atrás.

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