Butterfly

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Junio » Capítulo 48

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Trudie estaba asustada. De sí misma y de los sentimientos que le inspiraba Bill.

Mientras permanecía sentada junto a su escritorio repasando el correo de la mañana, advirtió que su mente regresaba a la jaula de ardillas en la que se había estado agitando desde su último encuentro con Bill en el patio de atrás de la residencia de Barry Greene. Se preguntaba si debería correr el riesgo y perseguir a aquel hombre tal como le decían sus sentimientos o si sería mejor ir sobre seguro y no insistir. Por primera vez que ella recordara, Trudie estaba súbitamente muy preocupada por la opinión que un hombre pudiera tener de ella. ¿Qué más le daba lo que pensaran sus compañeros de los sábados por la noche? Thomas… cobraba para simular interés por ella. El hecho de que lo tuviera o no era una cuestión que la traía enteramente sin cuidado. Pero Bill…, de pronto, había tropezado con un hombre cuya opinión era muy importante para ella.

Y no tenía ni idea de lo que pensaba.

Temía volver a quemarse. Temía acercarse a él y darle a conocer sus sentimientos y que él la rechazara y le dijera que solo buscaba su amistad. ¿Qué era peor, se preguntó, hacer el ridículo y pensar que ojalá se hubiera callado, o callarse y no averiguar jamás lo que él sentía por ella? Lo más enloquecedor en toda aquella cuestión era el hecho de que Trudie Stein, normalmente intrépida ante los riesgos y los desafíos, se muriera súbitamente de miedo ante la posibilidad de someterse a una prueba.

Su ayudante, Cathy, entró con dos bolsas de papel.

—No tenían pollo al curry —dijo—. He comprado huevos revueltos con chorizo, ¿te parece bien?

A Trudie le importaba un bledo; no tenía apetito.

—¿Has visto el periódico de hoy? —preguntó Cathy, abriendo un envase de leche—. ¡No puedo creerlo! Y yo que el martes voté por Danny Mackay.

Trudie levantó los ojos y preguntó:

—¿Cómo?

¡Entonces recordó los escandalosos titulares de la víspera en los que se relacionaba a Mackay con Butterfly! En cuanto leyó la noticia, llamó a Jessica. ¿Estaría la Pastoral de la Buena Nueva detrás de las actividades secretas del piso superior de Fanelli? Por un instante, Jessica consideró la conveniencia de dar un paso al frente y ofrecer información a la desconcertada policía, pero después la cordura se impuso a su conciencia católica.

—Mantengamos la boca cerrada —dijo, y Trudie se mostró de acuerdo.

Ahora Trudie leyó el titular y la taza de café se quedó inmovilizada en sus labios. MACKAY, PROPIETARIO DE UNA REVISTA PORNO.

—Pero ¿qué demonios…? —exclamó, tomando el periódico.

—¡Es asombroso! —exclamó Cathy—. Ahora han descubierto que Danny Mackay es propietario de una revista pornográfica, una cadena de salones de masaje ilegales y la cadena cinematográfica de salas porno Hot Pink. ¡Y él asegura no saber nada al respecto!

—Eso le va a perjudicar mucho en la convención republicana —murmuró Trudie con los pensamientos en otra parte.

—Él lo niega todo e insiste en que eso es obra del demonio. Lee lo que dice aquí: «Atacar a un hombre de Dios es atacar al propio Dios». ¿Te imaginas descubrir una casa de putas en pleno Beverly Hills? Habré entrado docenas de veces en Fanelli, ¡y nunca hubiera podido imaginar lo que había arriba! ¡Apuesto a que en la lista de clientes habrá muchos nombres explosivos!

Cuando la víspera se había divulgado la noticia sobre las actividades ilegales del piso superior de Fanelli, Trudie llegó a la conclusión de que las personas que dirigían Butterfly ya debían de saber que se iba a practicar una redada. Unos días antes, ella y Jessica habían recibido una notificación sobre el cierre y la devolución de su cuota de socias. Las restantes socias también las habrían recibido. Pero ¿y los compañeros? ¿Qué le habría ocurrido a su precioso Thomas? ¿Dónde estaría en aquellos momentos? ¿Pensaría en ella en el futuro?, se preguntó.

Trudie apartó el periódico a un lado y consultó su reloj. Eran las dos. Después, tomó el contrato de la última obra que le habían encargado. Una piscina con instalaciones estilo balneario en Brentwood. Esta vez el trabajo sería complicado…, querían que la piscina se extendiera hasta el interior de la casa.

—Será mejor que llame a Bill —murmuró—. A ver si puede hacerme un hueco.

Cathy miró a su jefa. Trudie jamás llamaba a los subcontratistas.

Mientras Trudie marcaba el número, la pulsera de fetiches de plata que le rodeaba la muñeca centelleó bajo el cálido sol de junio que penetraba a través de la luna de la ventana exterior. Cathy observó un fetiche nuevo entre los demás. Una cadenita de la que colgaba una minúscula mariposa. No era el habitual estilo de Trudie, pensó.

—Hola, soy Trudie Stein —dijo Trudie, hablando por teléfono—. ¿Está Bill por ahí? Ah, ya. ¿Está en una obra? —Escuchó—. Ah, ¿sí? Pues, no. No le diga que he llamado. Volveré a llamar mañana.

Trudie colgó y tomó la cajetilla de cigarrillos.

—¿Está en una obra? —preguntó Cathy.

—No. Juega al escondite. Se ha ido al puerto deportivo a trabajar con su barco.

Trudie rebuscó entre los papeles de su escritorio. Llamó a casa de Jessica y dejó un recado a la asistenta. Después, llamó a la manicura y concertó una cita para que le arreglaran las uñas. Volvió a examinar el contrato de la nueva obra…, la piscina tendría que rodear la mitad de la casa y la parte menos profunda tendría que entrar en el salón. Bajo el agua se instalarían taburetes de bar, una barbacoa, una cascada con rocas volcánicas…

Trudie volvió a consultar su reloj.

Apagó el cigarrillo y encendió otro.

Querían pavimentación de baldosas y un pequeño puente arqueado sobre la parte más profunda. Azulejos españoles con un surtidor en el centro…

—Mira —dijo de repente, cerrando la carpeta y tomando el bolso—. Me voy a tomar el resto del día libre. No creo que haya nada que tú no puedas resolver.

Cathy miró fijamente a Trudie.

—No te preocupes —dijo, tratando de recordar la última vez que Trudie se había tomado algún rato libre—. ¿Dónde podré localizarte si te necesito?

—No podrás localizarme. Me voy de compras. Te llamaré antes de que cierres.

Por la pausada forma en que Trudie cruzó la puerta y salió a la calle, Cathy no hubiera podido adivinar a qué velocidad latía el corazón de su jefa.

Está en el puerto deportivo, trabajando en su barco, le habían dicho en el despacho de Bill.

Pero el puerto deportivo era muy grande y había cientos de embarcaciones. Trudie empezó a buscar metódicamente, circulando muy despacio arriba y abajo, primero en la Dársena A y después en la Dársena B, estudiando las hileras de automóviles aparcados y buscando a Bill.

Se repetía una y otra vez que aquello era ridículo. Apenas se habían hablado en las cuatro semanas transcurridas desde que ambos coincidieran en la obra de Barry Greene e hicieran inesperados descubrimientos el uno sobre el otro. Bill la invitó a navegar y Trudie rechazó la invitación. Se había largado como una mal educada y le había dejado plantado en medio de una nube de polvo y grava. En los días sucesivos, trató deliberadamente de evitarle, se comunicó con él a través de su despacho y se cercioró de que él no estuviera presente cuando ella inspeccionaba una obra. Y ahora allí estaba, circulando arriba y abajo y buscando su automóvil como si fuera una adolescente sin detenerse a pensar en que no era justo que lo hiciera y en que, a lo mejor, él estaba con alguien en el barco.

Allí estaba. El GMC 4X4 marrón y oro.

Se situó en el espacio contiguo, apagó el motor y permaneció sentada en medio del silencio del puerto deportivo.

Como era un día laborable, pocas personas estaban trabajando con sus embarcaciones. Incluso los que vivían en los barcos, se habían ido a sus trabajos, sus escuelas o lo que fuera. Exceptuando el rítmico sonido metálico de los aparejos, el gemido de los mástiles y el beso del agua contra los cascos, un silencio marino se cernía sobre las numerosas embarcaciones que se balanceaban suavemente en el agua. Trudie bajó el cristal de la ventanilla y aspiró el salado olor mientras la vigorizante brisa le alborotaba el cabello. No había ni una sola nube en el cielo. Parecía un día eterno.

Descendió del automóvil y se acercó a la verja de seguridad que daba acceso al muelle. Examinó las dos hileras de embarcaciones…, embarcaciones de vela a la derecha y yates con camarotes a la izquierda. Al fondo del muelle vio una nevera portátil Igloo, unos cubos, unos estropajos y un montón de trapos. Todo ello al lado de una Catalina 27 blanca y azul. Trudie trató de ver si había alguien más a bordo. Si estaba con alguna mujer…

Probó a abrir la verja y vio que estaba abierta. La cruzó y bajó por la empinada rampa que subía y bajaba al ritmo del agua.

Pero ¿qué demonios estaba haciendo?, se preguntó mientras se encaminaba directamente hacia la Catalina con el corazón latiendo furiosamente en su pecho.

Trudie sabía muy bien lo que estaba haciendo.

—¡Hola! —llamó al llegar junto a la embarcación.

Bill estaba en la parte baja de popa, inclinado sobre un cabo enrollado. Sorprendido, se volvió y levantó los ojos, haciendo una visera con la mano.

Madre mía, pensó Trudie. Pero ¿es que este hombre no tiene camisa?

—Ah, hola —contestó Bill, sorprendido.

Trudie le miró desde el embarcadero con las manos apoyadas en las caderas. Bill la estaba mirando… con recelo, pensó ella.

—¿Y bien? —dijo Trudie—. Me invitaste a navegar contigo, ¿no?

Bill la miró en silencio y después dijo muy despacio:

—Pues claro. Sube a bordo.

Bill le tendió una mano y ella la tomó. Después, la izó a cubierta por encima de la barandilla de seguridad. Cuando ella saltó a popa, le preguntó:

—¿Sabes algo de náutica?

—¡Claro! Soy una experta.

—Si te dijera que largaras el cabo de proa, ¿crees que podrías hacerlo?

—Muy fácil —contestó Trudie contemplando la embarcación—. La proa. ¿Por qué lado está eso, por el puntiagudo o por el chato?

Ambos se miraron un instante en silencio. Después, Bill se echó a reír y dijo:

—Ven. Voy a enseñarte un poco.

La tomó por el codo mientras la seguía al camarote de abajo y, al llegar al último peldaño, Trudie se llevó una agradable sorpresa.

La pequeña Catalina era con toda evidencia un segundo hogar para Bill, el fontanero de piscinas. Las ventanas cuadradas estaban cubiertas con cortinas de batista; en el pequeño espacio de pared había unas fotografías de veleros; unos cojines con motivos náuticos adornaban un banco acolchado, y la pequeña cocina estaba resplandecientemente limpia y tenía un estante de madera de arce repleto de tarros de especias sobre el fregadero. Las paredes estaban cubiertas de estanterías de libros llenas de ediciones de bolsillo, bestsellers y revistas. Incluso había un pequeño televisor portátil empotrado en el rincón donde la pared se unía con el bajo techo. El camarote olía a limpio, tenía el aspecto de ser utilizado con frecuencia y Trudie se preguntó si la nevera y las alacenas estarían abastecidas para un largo viaje.

—Bueno, pues, ¿a qué debo este honor? —preguntó Bill, de pie a su lado en la semipenumbra del atestado espacio.

—Tú me invitaste —contestó Trudie, clavando los ojos en los lomos de los libros para no tener que mirarle—. Génesis africano —dijo, tomando una manoseada edición de bolsillo—. Lo leí en el instituto. Es muy bueno. ¿Has leído La hipótesis de la casa?

—Sí.

—¿Y qué opinas?

—No estoy de acuerdo con el autor.

—Mira —dijo Trudie, levantando el brazo para volver a colocar el libro en su sitio y rozando a Bill accidentalmente—, en Berkeley hay una señora, una tal Rebecca Cann, que piensa que, estudiando el ADN de la mitocondria nos podríamos remontar al origen de la humanidad hasta llegar a una sola mujer…

Los hijos de Eva —dijo Bill—. Vi el programa en Nova. La teoría más descabellada que he oído en mi vida. Pero supongo que tú estarás de acuerdo con ella.

Al final, Trudie se volvió a mirarle. Estaba tan cerca que podía ver las manchas doradas de sus iris castaños y las pequeñas arrugas provocadas por el sol en los ángulos exteriores de sus ojos.

—Me parece que no coincidimos en nada, ¿verdad? —preguntó muy despacio.

Bill la miró. Aquellos ojos verdeazulados siempre le causaban una profunda impresión.

—¿Por qué siempre tú? —dijo en un susurro—. ¿Por qué me fastidias constantemente, cosa que no hace nadie? ¿Por qué tengo que estar siempre pensando en ti, aunque solo sea para enfadarme?

—Bueno, pues porque tú me pinchas constantemente. Todos los machistas son iguales…

De pronto, él la besó y ella le devolvió el beso y ambos se empezaron a decir con sus cuerpos unas cosas que jamás hubieran podido expresar con palabras.

Mientras un empleado del servicio de seguridad del puerto deportivo colocaba un billete de aparcamiento en el parabrisas de Trudie porque en su guardabarros no figuraba la necesaria pegatina de autorización de aparcamiento y mientras el buscapersonas del despacho de Bill sonaba inútilmente en el bolsillo de los pantalones que este había dejado arrugados en el suelo, Trudie experimentó un sobresalto.

Bill era un amante extremadamente experto.

Se tomó todo el tiempo que hizo falta, actuó despacio y con cariño, sabiendo dónde tocar y dónde volver a tocar; leyó sus sutiles señales, no intentó apremiarla ni darse prisa y se movió en armonía con ella hasta dejarla sin resuello y con el deseo de decirle que lo amaba. Cuando sacó un preservativo y se lo puso con rapidez y discreción tal como hacían los compañeros de Butterfly, Trudie se sorprendió. Aunque, en realidad, no se sorprendió demasiado por ser algo completamente en consonancia con su naturaleza de amante respetuoso.

Acabaron en el pequeño sofá, jadeando y sudando el uno en brazos del otro, diciéndose todas las cosas que ansiaban decirse desde hacía mucho tiempo. Bill quiso saberlo todo de Trudie desde el momento en que nació, y Trudie se mostró dispuesta a contárselo. Hablaron del negocio de la construcción y comentaron la posibilidad de unir sus dos empresas y ampliar su radio de actuación; después dijeron que, a lo mejor, el fin de semana podrían salir a navegar en la Catalina en cuanto terminaran aquel trabajo en Pacific Palisades; comentaron la exposición de arte precolombino que se iba a inaugurar la semana siguiente en el Museo del Condado de Los Ángeles, acordaron ir juntos a verla y volvieron a hacer el amor mientras la embarcación se mecía suavemente al ritmo del oleaje.

Trudie cerró los ojos y se aferró a él, pensando: Ya está. He encontrado el amor de verdad. Ya no necesito Buterfly…

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