Butterfly

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Enero » Capítulo 8

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San Antonio, Texas, 1952.

—¿Lo ves? —dijo Carmelita, sosteniendo en alto el papel para que Rachel lo viera—. Así es cómo se hace ocho ochos igual a mil. Es muy fácil. Si anotas los números así, no significan nada. Pero, en cambio, si los anotas de esta otra manera —añadió, indicándolo con su corto lápiz mordisqueado—, cinco ochos en esta columna, después dos y después uno… suman mil.

Rachel contempló la hoja de papel arrancado de un barato cuaderno de notas y esbozó una leve sonrisa.

—Pobrecilla —dijo Carmelita, apartando a un lado el lápiz y el papel y rodeando con su brazo los hombros de su amiga—. No te preocupes. Esta vez él vendrá. Lo sé. ¿Anoche lo soñé?

Pero Rachel se apartó de la muchacha y se acercó a la ventana. Los cristales estaban tan sucios que apenas se podía ver nada. Lo justo para ver los automóviles de la calle. Esperaba ver aparecer el Ford de Danny…

Llevaba cuatro martes seguidos haciendo lo mismo. Desde que Danny la dejara en la casa de Hazel.

—¿Por qué no viene, Carmelita? ¿Por qué ni siquiera me llama por teléfono? ¡Es como si se hubiera olvidado de mí!

La mexicana miró con tristeza a su compañera de habitación. En el mes que llevaban juntas, ambas se habían hecho muy amigas. En primer lugar, eran las más jóvenes de la casa, pues Carmelita acababa de cumplir quince años, y, en segundo, ambas vivían en la esperanza de que los hombres que amaban las sacaran de allí. Carmelita no veía a Manuel desde hacía cuatro meses, pero sabía que él no la había olvidado y que aún se encontraba en San Antonio. Recogía regularmente el salario que Hazel le pagaba.

—Pues, no lo sé, amiga mía. Los hombres andan siempre muy atareados, ¿comprendes? Tienen cosas que hacer. A lo mejor, vino cuando tú estabas ocupada con algún cliente. ¿Me oyes, Rachel?

Rachel seguía mirando con desamparo a través de la ventana. Si Hazel se había quejado de lo flaca que estaba hacía cuatro semanas, ahora parecía que estuviera a punto de esfumarse. Aunque eso no era malo para el negocio. Rachel había descubierto que a algunos hombres les gustaban las chicas como ella. Los escuálidos brazos y piernas y las huesudas rodillas le hacían aparentar menos años de los que tenía. Por esta razón Hazel había insistido en que Rachel se peinara el cabello en dos largas trenzas y le había prohibido usar barra de labios.

«Como hoy no venga a verme», pensó Rachel, «me mato».

—Mira —dijo Carmelita, abriendo el cuaderno de notas por una hoja en blanco—. ¡Esto te va a sorprender!

Rachel contempló la hoja mientras la morena mano de su amiga anotaba otros números. Sabía lo que estaba haciendo Carmelita…, intentando distraerla y apartar su mente de Danny. Rachel sabía que Carmelita comprendía su dolor; era un dolor compartido. En un mundo en el que no servían para nada, las dos muchachas abandonadas buscaban el medio de consolarse mutuamente.

Aquella primera mañana, Rachel bajó a la cocina y encontró a Carmelita sentada junto a la mesa y rodeada por varias compañeras vestidas con quimonos o simplemente en ropa interior. Rachel se acercó para ver lo que estaba haciendo su compañera de habitación y se quedó tan sorprendida como las demás ante los mágicos juegos que sabía hacer Carmelita con los números. Carmelita le explicó a Rachel más tarde, mientras ambas saboreaban panqueques y melaza:

—Mi tía, con quien yo vivía, decía que jugaba con los números cuando las otras niñas jugaban con muñecas. Es algo que tengo en la cabeza, ¿comprendes? Veo los números en la cabeza, los siento. No sé por qué, pero conozco los números y sé lo que hacen.

—¡Tendrías que verla sumar una columna de números! —dijo una de las chicas, elevando la voz al final de la frase como tono de pregunta, tal como hacía Danny—. ¡Siempre hacemos apuestas sobre su rapidez! Yo escribo, por ejemplo, veinte números de cuatro columnas de anchura y, en cuanto trazo una línea debajo, Carmelita ya tiene el total. Nos gana siempre.

—Creo que podrías hacer algo de provecho con este don que tienes —había dicho Rachel, mirando con simpatía a su nueva amiga. Se había pasado toda la noche sin dormir, vomitando y pensando que ojalá Danny acudiera a buscarla. Pero allí, bajo la despiadada luz de la mañana y en presencia de las demás chicas que vivían en la casa de Hazel, Rachel comprendió la cruda realidad de su situación en medio de aquellas muchachas de pálidos semblantes y ojos de retrasadas mentales. Y se alegró de poder olvidarse de sí misma aunque solo fuera un momento—. Podrías trabajar en un despacho —le dijo a la mexicana—. Podrías ser contable.

Pero Carmelita sacudió la cabeza y cerró el cuaderno.

—No he ido a la escuela. ¿Qué podría hacer yo? Sé sumar columnas de números con más rapidez que cualquier máquina sumadora, pero apenas sé escribir mi nombre. No, amiga mía, los números no son más que una diversión, un juego que me ayuda a olvidar. Estoy donde debo estar, y lo sé.

Y allí estaba Carmelita de nuevo cuatro semanas más tarde, tratando de distraerla. Pero Rachel solo podía pensar en Danny.

Se abrió la puerta del dormitorio y Rachel se volvió súbitamente esperanzada. Pero solo era Belle, la tercera chica que completaba aquel apretado vínculo de amistad. Era mayor que las otras dos (diecisiete años) y cuidaba de ellas. Fue Belle quien consoló a Rachel durante aquellos primeros días de pesadilla y quien la tranquilizó cuando lloraba como si el corazón se le fuera a romper en pedazos. Si Rachel y Carmelita eran como unas niñas pequeñas, Belle parecía una mujer adulta. Tras pasarse tres años en el establecimiento de Hazel, era como si hubiera vivido toda una vida.

—Perdona, nena —dijo—. Soy yo. Ojalá fuera Danny. Te lo digo de verdad.

Los martes por la mañana siempre había poco movimiento en la casa de Hazel…, en realidad, apenas había ninguno. Era el día en que las dieciocho chicas que vivían allí se lavaban y remendaban la ropa, escribían cartas (las que sabían escribir) o se pasaban todo el día durmiendo. En otras circunstancias, Rachel se hubiera entretenido devorando libros. Ahora esperaba a Danny.

—Mira —dijo Belle—, si no viene, ¿querrás ir al cine conmigo? ¡Solo ante el peligro, Rachel! En el Majestic. Invito yo. Tengo dinero suficiente.

—Pero si ya has visto esta película seis veces —dijo Carmelita, tendiéndose en una de las dos camas gemelas mientras se examinaba la nueva laca Max Factor que acababa de aplicarse a las uñas.

—Y la veré sesenta veces si quiero. Vamos, Rachel, ¿qué dices?

Pero Rachel se limitó a sacudir tristemente la cabeza.

Belle intercambió una mirada con Carmelita, se acercó a su joven amiga y, apoyando una mano en su brazo, le dijo en voz baja:

—A lo mejor, se le ha estropeado el coche. Son cosas que ocurren, ¿sabes?

—Tiene que venir hoy, Belle. Tiene que venir sin falta.

—¿Y qué harás si no viene?

—Me escaparé.

Belle sacudió la cabeza.

—Todas soñamos con escapar, nena. Pero el caso es que nunca llegamos tan lejos, ni siquiera en nuestros sueños. No tenemos dinero ni automóvil y, lo peor de todo, no tenemos protección. Si te escaparas, ¿adónde irías, qué harías, de qué vivirías? Ni siquiera sabes dónde están tus padres.

Belle hablaba en nombre de casi todas las chicas de la casa de Hazel. Casi todas habían sido conducidas allí o habían llegado por su cuenta en una desesperada búsqueda de refugio y protección. La época de las comunas hippies y de las adolescentes que hacían autostop en la carretera aún quedaba muy lejos. Aquellas chicas vendían sus cuerpos y soñaban con que algún día abandonarían respetablemente la casa de Hazel del brazo de un hombre.

Belle soñaba con irse a California. Todo el mundo decía que se parecía mucho a Susan Hayward; incluso tenía su mismo cabello pelirrojo. Su ambición era convertirse en actriz de cine y, en espera del día en que eso ocurriera, vivía rodeada de revistas cinematográficas. Las paredes de su habitación estaban enteramente cubiertas de fotografías de Photoplay; siempre utilizaba el mismo carmín de labios que lucían las actrices y trataba de imitar su estilo de vida con el poco dinero que le daba Hazel. Los guantes de nailon estaban muy de moda en aquellos momentos. Belle los lucía constantemente a pesar de lo mucho que le hacían sudar las manos. Tenía una falda rosa de fieltro estampada con perros de lanas y una ajustada blusa como la que llevaba Jane Russell con pantalones a media pierna. Incluso tenía unos falsos zapatos Christian Dior de afilado tacón. Pero lo malo era que aún no había aprendido a caminar con ellos. Cuando la llamaran para actuar, tal como Belle, a sus diecisiete años, estaba segura de que iba a ocurrir, no quería que Hollywood la pillara desprevenida.

Esa era una de las razones por las cuales Rachel era una criatura tan singular para ella. Cuando Rachel se lo dijo al principio, fue como si le hubiera dicho que había nacido en Marte, porque Belle no la creyó. Sin embargo, cuando Rachel le mostró su certificado de nacimiento (Madre: Naomi Burgess; Hijo: Rachel; Nacido en: Hospital Presbiteriano, Hollywood, California), Belle lo contempló como si fuera una sagrada reliquia.

Pero había otras razones para el profundo afecto de Belle por Rachel. Entre ellas, la insólita honradez de la chica…, una cualidad que raras veces se encontraba en la casa de Hazel. Rachel podía ser ingenuamente sincera, pero todo el mundo sabía que decía la verdad. Por consiguiente, cuando dijo a Belle que era una de las chicas más guapas que jamás hubiera visto, todo el mundo comprendió que Rachel decía la verdad. Por otra parte, la aureola de vulnerabilidad que rodeaba su menuda figura parecía despertar los instintos maternales de las chicas más insensibles. Ya que no podían sentir afecto ni por sí mismas ni por los hombres que se aprovechaban de ellas, lo sentirían por aquella chiquilla abandonada de rostro tan patéticamente vulgar.

Por si fuera poco, preparaba unas hamburguesas fantásticas. Algunas de las chicas estaban empezando a engordar por culpa de las mágicas hamburguesas de Rachel. Cuando Carmelita le enseñó a añadir pimientos jalapeños a las vulgares patatas fritas, las sabrosas comidas de Rachel empezaron a ser muy solicitadas.

Sin embargo, la mejor cualidad de Rachel eran sus dotes narrativas.

En los días en que apenas había trabajo y todas se aburrían, pensando en sus miserables vidas, Rachel las distraía con sus relatos de aventuras en lejanas tierras. El hecho de que las historias no se las hubiera inventado Rachel no tenía importancia. Aquellas chicas jamás habían leído los libros que ella leía. Cada relato, por antiguo o clásico que fuera, (Jane Eyre, Orgullo y Prejuicio, El Capitán Blood), constituía una novedad para ellas.

Y, además, la querían sobre todo por su capacidad de seguir esperando…, una llama que ya se había apagado en todas ellas menos en las más novatas. Ver brillar la esperanza en una persona tan desdichada significaba que aún había esperanza para todas. Y las que con más entusiasmo esperaban en la casa de Hazel eran Carmelita, la cual estaba absolutamente segura de que Manuel regresaría por ella algún día, y Belle, que soñaba con un productor de Hollywood que entraría por la puerta de Hazel, vería a aquella chica tan parecida a Susan Hayward y la sacaría de todo aquello.

Las tres soñaban juntas.

Pero aquel cuarto mes desde la llegada de Rachel a la casa, el frágil sueño estaba peligrosamente a punto de romperse en pedazos. No hubo ni rastro de Danny el día en que este le había prometido venir, no hubo ninguna visita a El Álamo y ningún almuerzo a base de burritos en Little Laredo. El hecho de verla sentada junto a la ventana todos los martes enfurecía a algunas de sus compañeras hasta el extremo de inducirlas a desearle toda clase de males a Danny.

—¡Allí está! —gritó Rachel con las manos apoyadas en el cristal de la ventana—. ¡Es Danny! ¡Danny ha venido!

Todas corrieron a la ventana. Era efectivamente él, como si el deseo se hubiera hecho súbitamente realidad en la calle. Danny Mackay, con su cabello casi pelirrojo brillando bajo el sol matinal, su deslumbrante camisa blanca, sus pantalones negros impecablemente planchados y sus zapatos lustrados. Era alto, delgado y apuesto y, al verle aparecer finalmente, todas le perdonaron.

Rachel abrazó a sus amigas, se echó un último vistazo al espejo y bajó corriendo a la planta baja.

Danny ya se encontraba en la cocina hablando con Hazel.

—La chica va bien, pero hay que decirle unas cuantas cosas. He recibido algunas quejas —dijo Hazel.

—¡Danny!

Danny abrió los brazos y Rachel se arrojó en ellos.

—¡Pero, bueno! —exclamó Danny besándola entre risas—. ¿Qué es lo que ocurre, cariño?

—Oh, Danny, Danny —dijo Rachel, abrazándole con toda la fuerza de sus huesudos brazos al tiempo que hundía el rostro en su pecho—. Oh, Danny has venido.

—Ya te dije que vendría, cariño. Mira lo que te he traído.

Rachel contempló las margaritas como si fueran brillantes, tomó el ramo y empezó a bailar con él por toda la estancia.

—¡Oh, Danny, qué bonitas son! ¡Nadie me había regalado flores jamás! —Se acercó a una alacena y sacó tres vasos de los que se usaban para beber leche—. Las voy a compartir con Carmelita y Belle. ¿Te parece bien?

—¡Pues, claro! —contestó Danny, riéndose.

—A ellas nunca les regalan flores. ¡Y nada menos que margaritas, Danny! ¡Son como rayos de sol!

Una vez dispuestas las flores en los tres vasitos, Rachel se volvió y miró a Danny con una radiante sonrisa de felicidad.

—Oh, Danny —exclamó—. ¡Flores!

—Te dije que vendría —dijo Danny, sonriendo—. Nunca dudaste de mí, ¿verdad?

—Bueno…

—¿Todavía te apetece ver El Álamo?

—¡Sí! ¡Oh, sí! ¿Y podríamos ir a comer burritos?

—Se podría arreglar.

—¿Y pasear por el River Walk y mirar los escaparates de las tiendas?

Danny se rio y la estrechó entre sus brazos.

—Podrás tener cualquier cosa que tu corazón desee, cariño. Pero quiero que seas buena chica, ¿de acuerdo?

—Seré cualquier cosa que tú quieras, Danny —musitó Rachel contra su camisa.

Danny miró a Hazel y esta asintió levemente con la cabeza.

—Oye, cariño —dijo Danny—, ¿qué te parece si, antes de salir, subimos a charlar un ratito a tu habitación?

—¿Sobre qué? —preguntó Rachel, apartándose.

Danny le alborotó el cabello y le tocó la punta de la nariz.

—No seas tan recelosa. Solo quiero estar a solas contigo, eso es todo. Hace un mes que no nos vemos, ¿acaso no lo sabes?

Rachel hizo pucheros.

—He contado todas las horas desde que te vi por última vez.

—No irás a regañarme ahora, ¿verdad? —dijo Danny retrocediendo—. No me gusta una chica que me regaña como si fuera una esposa. Vamos arriba.

Rachel le siguió, dejando los tres vasos con las margaritas en la cocina.

Entraron en un dormitorio vacío y Danny cerró la puerta con llave. Cuando se volvió, vio a Rachel sentada en la cama con una sonrisa en los labios.

—Me alegro mucho de que hayas venido, Danny.

—Mira, Rachel —dijo Danny acercándose y sentándose a su lado—. Hazel me dice que le has causado algunos problemas. Eso no puede ser. Nos está haciendo un favor, ¿comprendes?

—Lo sé —dijo Rachel, inclinando la cabeza.

—Pues, entonces, ¿por qué no te portas bien? Eso me perjudica.

—Danny —dijo Rachel, mirándole con ojos suplicantes—, ¡me obliga a hacer cosas terribles! ¡Me mareo todas las mañanas! ¡Me paso el día vomitando!

—Utilizas la esponja que ella te dio, ¿verdad? —preguntó Danny, frunciendo el ceño.

—Oh, sí —contestó Rachel con impaciencia—. No es por eso. Me mareo por lo que tengo que hacer. Algunos clientes son… bueno… asquerosos. Me obligan a hacer cosas horribles.

—Mira, Rachel —dijo Danny, rodeándole los hombros con su brazo—. De nada servirá que te opongas. Tienes que colaborar. A fin de cuentas, esta es una casa de placer.

—¡Placer! —exclamó tristemente Rachel—. ¿Cómo pueden hallar los hombres placer en las cosas que hacemos aquí? Yo pensé que, cuando los hombres y las mujeres hacían el amor, tenían que disfrutar.

—Pero, bueno, Rachel, tú no estás haciendo el amor con nadie. A ti te pagan para que estos tipos te jodan.

Rachel se cubrió los oídos con las manos.

—Por favor, no hables así, Danny. Aborrezco esta palabra. Es la que ellos usan cuando están conmigo. ¡Y entonces yo me mareo!

—Bueno, bueno —dijo Danny, atrayéndola hacia sí—. Eso no durará mucho tiempo, Rachel. Ya lo verás.

—¿Ya encontraste trabajo, Danny?

—¡Te dije que no me regañases! ¿Acaso no prometí cuidar de ti?

—Sí, pero…

—¿Y no he venido hoy? ¿No te he traído flores? ¿Qué maneras son esas de tratarme?

—¡Oh, Danny! Por favor, no te enfades conmigo. Es que quiero que estemos siempre juntos.

—¿Crees que yo no deseo lo mismo? No es fácil encontrar trabajo, ¿sabes? La vida es más dura para los hombres que para las chicas. Nosotros no tenemos a nadie que nos cuide.

—Yo te cuidaré, Danny. Te lo prometo.

—Ya lo sé, cariño —dijo Danny, enterneciéndose—. Pero tienes que hacer lo que Hazel te diga.

—Pero es tan horrible…

—Vamos a hacer una cosa. ¿Por qué no me enseñas lo que tienes que hacer? De esta manera, te será más fácil hacerlo con otros hombres. Cierra los ojos e imagínate que yo soy uno de ellos. —Danny tomó su renuente mano y la bajó hacia su entrepierna—. Hazme lo que sueles hacerles a tus clientes. Vamos, ¿qué te parece? Después, nos iremos a ver El Álamo y comeremos burritos. ¿Qué dices a eso?

Rachel trató de reprimir las lágrimas. Deseaba con toda el alma que las cosas fueran distintas entre ambos; deseaba que su amor fuera puro y hermoso; deseaba que él le hiciera olvidar la pesadilla que estaba viviendo. Pero él la miró con aquellos apremiantes ojos verdes, perezosos y vehementes al mismo tiempo, y Rachel cayó una vez más en las redes de su hechizo. Mientras Danny se bajaba la cremallera de los pantalones y guiaba su mano hacia el interior de la bragueta y la invitaba suavemente a que se arrodillara, Rachel se esforzó por no llorar y por no marearse. Solo quería que él la amara y cuidara de ella. Era lo único que deseaba en la vida.

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