Butterfly

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Enero » Capítulo 11

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Una cosa es planear un acto de desafío y otra muy distinta llevarlo a la práctica.

Mientras cruzaba el abarrotado establecimiento de prendas masculinas para dirigirse a la parte de atrás donde una empleada la estaba aguardando, Jessica se sintió sorprendente e inexplicablemente asustada. Por fuera parecía una joven y próspera profesional vestida con sobria elegancia, de andares seguros y gestos serenos. Pero, por dentro, se sentía dominada por unos repentinos recelos. Tenía la sensación de que unos invisibles fantasmas tiraban de ella.

Como si quisieran retenerla e impedirle entrar en aquel ascensor prohibido.

Estaba su padre, un hombre que, a lo largo de toda la infancia de Jessica, había mantenido en suspenso las demostraciones de afecto hacia sus hijos hasta que estos se las ganaran con sus logros y sus buenas notas, un hombre por cuya aprobación y cuyo amor ella había luchado denodadamente en otros tiempos. Estaban los sacerdotes de sus escuelas, que imponían su voluntad sobre las monjas y, por consiguiente, sobre todas las alumnas, hombres impresionantes e inasequibles cuya palabra era ley y cuyas órdenes se cumplían a rajatabla. Y estaba John a quien ella creía amar, pero que la desconcertaba y suscitaba a menudo su desconfianza. Ellos no querían que subiera a las secretas habitaciones de arriba.

Pero ¿acaso no le había dicho repetidamente Trudie que tenía que aprender a ser ella misma? ¿Qué ya era hora de que John le cediera las riendas? Durante ocho años, Jessica había creído que era una persona independiente dentro del matrimonio y que tenía una identidad propia y distinta a la de su marido. Su bufete jurídico, sus clientes, sus jornadas en los tribunales lo demostraban. ¿O no? Y, sin embargo, desde que el espectro de Butterfly se había insinuado en su vida, ocupando un lugar en su mente del que no había forma de desalojarlo, Jessica empezaba a hacerse preguntas. Y la primera pregunta había sido: ¿por qué no puedo hacerme socia? Soy libre de hacerlo, ¿no? Fue cuando descubrió que su autonomía había sido una ficción durante todos aquellos años, que su identidad era una simple concesión de John y que no era a fin de cuentas una mujer independiente. Y entonces decidió dar el primer paso hacia la emancipación. Y aquel día, por primera vez en su vida, Jessica iba a hacer algo para lo cual no había recibido permiso.

—Buenas tardes, señora —dijo la empleada con la mariposa bordada en la blusa—. Por aquí, por favor.

¿Qué harían John o su padre o la Iglesia si se enteraran de aquello? Mientras las puertas del ascensor se cerraban a su espalda, excluyendo el bullicio de Fanelli y el rumor del tráfico de Rodeo Drive, Jessica empujó mentalmente a los fantasmas que la retenían y los dejó fuera, quedándose súbitamente sola y libre para ir al encuentro de su fantasía.

—¿Qué se hace en Butterfly? —le había preguntado a Trudie—. ¿Entras en la habitación y allí está él, esperándote?

—Puedes hacer lo que quieras. Basta con que les digas cómo quieres que sea. «Como quiero que sea…».

Mientras seguía a la empleada por el pasillo alfombrado, Jessica contempló las puertas cerradas de las distintas habitaciones. No se escapaba el menor rumor a través de ellas. Un extraño silencio se cernía en el aire. ¿Habría mujeres detrás de aquellas puertas?, se preguntó. ¿Qué sueños estarían viviendo?

La empleada se detuvo delante de una puerta cerrada y le dijo:

—Si quiere entrar, por favor.

Jessica notó que el corazón le latía tumultuosamente. La puerta era semejante a la de cualquier hotel. ¿Qué demonios iba a encontrar al otro lado?

Abrió la puerta y entró.

Directamente en su fantasía.

Era exactamente como en su sueño: el aserrín del suelo, las sencillas mesas, el bar del fondo donde un solitario vaquero permanecía de pie apoyando una bota en la barra de latón, vestido con pantalones vaqueros y una camisa del Oeste y tocado con un negro sombrero Stetson echado hacia atrás sobre su cabeza. El vaquero estaba escuchando la música y acercándose una bebida a los labios.

Cuando la puerta se cerró a la espalda de Jessica, dejando fuera a la empleada, el pasillo, Rodeo Drive y la realidad, el vaquero levantó los ojos y esbozó una leve sonrisa.

—Hola —dijo en un susurro.

—Hola —contestó ella, retorciendo la correa del bolso.

Miró hacia la barra detrás de la cual había un gran espejo que confería mayor amplitud a la estancia. Los estantes estaban llenos de botellas. Jessica vaciló un momento (¡cómo le latía el corazón!), se acercó a la barra y posó el bolso.

—Parece que no hay nadie aquí.

—No, señora. Estamos solos. ¿Puedo invitarla a tomar algo?

Jessica miró al desconocido. Era un joven de unos veintitantos años y sonreía de una forma ligeramente afectada. Se quitó lentamente el sombrero y se pasó la mano por el rubio cabello.

—Vino blanco, por favor —contestó Jessica.

Mientras rodeaba la barra y se inclinaba bajo el mostrador, el joven preguntó:

—¿Cómo está el tiempo? Esta mañana me pareció que iba a llover.

—Pues no —contestó Jessica casi sin resuello, contemplando cómo sus hermosas manos sacaban un vaso y tomaban una botella de vino para llenarlo. La ajustada camisa le marcaba el pecho y los hombros y tenía unos pequeños botones de nácar. Los botones de arriba estaban desabrochados y permitían ver el pecho—. Aún no ha empezado a llover…

—Nunca he podido acostumbrarme a los inviernos de California —dijo el joven, esbozando una sonrisa mientras le ofrecía el vaso de vino—. ¡Allí de donde yo vengo a esta hora ya nos llegaría la nieve a la altura de las rodillas!

Jessica apartó los ojos. No sabía qué decir.

El joven salió de detrás de la barra y tomó su vaso de cerveza. Ambos permanecieron en silencio un buen rato, Jessica procurando no mirar las imágenes de ambos reflejadas en el espejo y él estudiándola con interés.

—Creo que esta noche vamos a tener el local exclusivamente para nosotros.

Jessica asintió. Cómo le latía el pulso…

Una lenta y melancólica música empezó a sonar desde el tocadiscos automático.

—¿Le apetece bailar? —preguntó el vaquero.

John era el único hombre con quien Jessica había bailado, el único cuyo cuerpo había sentido realmente. Los abrazos a sus hermanos siempre habían sido breves, y no se acordaba de los que le había dado su padre. Por eso se le antojó tan raro sentir los brazos de aquel hombre a su alrededor, percibirle tan cerca y notar el calor de su piel a través de la camisa. John tenía un cuerpo muy firme, y aquel vaquero también, aunque de una manera sutilmente distinta. Y, además, olía de otra manera. La guio por la pista con paso seguro sin apenas rozarla. Jessica no le miraba sino que mantenía los ojos fijos en un punto situado por encima de su hombro. Ahora se dio cuenta de que las paredes estaban decoradas con motivos del Oeste como espuelas, sillas de montar y anticuados carteles publicitarios, anunciando afeitados por cinco centavos. Jessica clavó los ojos en la pared y leyó todos los anuncios mientras él evolucionaba despacio por la pista, la música se hacía cada vez más melancólica y sugerente y él empezaba a atraerla poco a poco hacia sí hasta que, al final, ambos se rozaron pecho contra pecho y pelvis contra pelvis; Jessica advirtió que su timidez se borraba como por ensalmo y rodeó el cuello del vaquero con sus brazos, abandonándose a su fantasía.

Qué a gusto se encontraba.

Cuando terminó la melodía, ambos regresaron a la barra. Se pasaron unos minutos conversando sobre el tiempo y otras cosas intrascendentes hasta que, de pronto, Jessica le preguntó a su compañero cómo se llamaba.

—Dígamelo usted —contestó él.

—¿Cómo? —dijo Jessica. Entonces recordó las normas del club y, sorprendiéndose a sí misma, dijo:

—Lonnie.

Recordaba vagamente a un apuesto vaquero de una película llamado Lonnie. Le acababa de venir a la mente.

—Pues, bueno, señora, me llamo Lonnie y me estaba preguntando si le apetecía volver a bailar conmigo.

La música era también muy lenta y, esta vez, fue Jessica la que tomó la iniciativa y rodeó al desconocido con sus brazos. Mientras la melancólica balada del Oeste los guiaba por la estancia, el abrazo se hizo más fuerte y Jessica hundió el rostro en el cuello de su compañero, pensando: «Esto es. Esto es lo que yo quería realmente…».

Justo en el momento más adecuado, los labios del compañero se posaron en los suyos. Jessica había perdido la timidez y ya no tenía miedo ni estaba nerviosa. John era el único hombre al que había besado. Era como si este le hubiera moldeado la boca. Ahora una lengua y unos labios distintos de los de John le estaban modificando la configuración de la boca y mostrándole una forma distinta y mejor de besar.

—Dime lo que quieras —le susurró el vaquero al oído.

Jessica abrió los ojos. No tenía ni la menor idea de lo que quería. John jamás se lo había preguntado. Siempre llevaba la iniciativa en la cama y ella le seguía dócilmente. Pero ahora Lennie se lo había preguntado y Jessica se emocionó. Estaba empezando a sentirse auténticamente libre, como si pudiera volar y fuera invencible, como si nada le estuviera vedado.

—Cualquier cosa —contestó febrilmente—. Quiero que hagas cualquier cosa, todo lo que se te antoje…

Siguieron evolucionando al ritmo de la música, abrazados el uno al otro mientras las manos del vaquero se introducían por debajo de la blusa de Jessica y le desabrochaban el sujetador. Después, Lonnie le acarició el pecho y la besó, y ella se comprimió contra la dureza de su miembro con una pasión jamás experimentada. Allí no había normas ni convenciones ni pecados que confesar, ni marido que pudiera hacerle un reproche. De pronto, Jessica se sintió completamente libre de disfrutar de su sexualidad con Lonnie.

El vaquero la tendió sobre una mesa, le bajó las bragas, le subió la falda hasta la cintura y la penetró tan bruscamente y con tanta fuerza que a Jessica se le cortó la respiración.

Todo estaba sucediendo con tanta velocidad que la cabeza le daba vueltas. Estaba corriendo hacia aquel delicioso punto culminante que tan pocas veces alcanzaba con John, pero, antes de que pudiera alcanzarlo, Lonnie se retiró y se arrodilló, haciéndole el amor de otra forma totalmente distinta.

Jessica le acarició el cabello con las manos y lanzó un grito. Después, el vaquero la volvió a penetrar. Introdujo las manos bajo su blusa y la medio levantó, se inclinó hacia ella, la besó en la boca y la hizo balancearse hacia delante y hacia atrás mientras ella le abrazaba y sentía deseos de devorarle. Jessica sentía que su cuerpo se abría cada vez más y hubiera deseado que aquel momento no finalizara jamás. Cuando todo terminó, él la estrechó largo rato en sus brazos. Después, volvieron a evolucionar al ritmo de la soñadora música, sin dejar de abrazarse ni besarse, pero ahora con más ternura y suavidad que antes.

Algo había ocurrido allí aquella noche, pensó Jessica mientras se preparaba para marcharse. Algo más que el descubrimiento de una impresionante sexualidad. Fue como si, en medio de la agonía del éxtasis, mientras Lonnie estaba dentro de ella y la abrazaba, ella hubiera podido llegar hasta el más profundo y secreto núcleo de su propia persona y hubiera localizado un manantial oculto. El sexo con Lonnie había sido algo más que una experiencia satisfactoria. Jessica comprendió que había dado un paso irrevocable, un paso de importancia trascendental. Ya había desafiado a John una vez. Y, habiéndolo hecho una vez, podría volver a hacerlo.

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