Butterfly

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Enero » Capítulo 12

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San Antonio, Texas, 1954.

Cuando cumplió dieciséis años, Rachel aún vivía en la casa de Hazel. Las chicas organizaron una fiesta en su honor e invitaron a varios de sus clientes habituales. Hazel descorchó una botella de champagne cuya espuma no se derramó y vertió parsimoniosamente su contenido en unas copas estilo Dixie.

—Por nuestra chica preferida —dijo con magnanimidad mientras todo el mundo brindaba por ella.

Todos los presentes comentaron que Rachel parecía tan feliz que hasta casi resplandecía.

El resplandor se debía a su secreto.

Aquel era el mejor cumpleaños de su vida. Cuando era pequeña, sus cumpleaños iban y venían como si fueran días corrientes. Una vez, la señora Dwyer lo recordó y le prometió a Rachel preparar aquella noche unas hamburguesas especiales y permitirle ayudarla con los tarritos de especias e incluso echar una pizca de ellas en la carne. Pero la señora Dwyer se fue a pasar el día con su marido en la taberna y, cuando ambos regresaron a casa muy entrada la noche, encontraron a Rachel tal como la habían dejado por la mañana: sentada en el sofá y dispuesta a preparar las hamburguesas. Entonces tuvieron una pelea y la señora Dwyer, que ya tenía un ojo amoratado, no estuvo de humor para cocinar.

Aquel día, en cambio, nadie decepcionó a Rachel.

Por una vez, no lo iba a hacer ni siquiera Danny.

Las chicas disfrutaron de un desayuno especial y Eulalia preparó un exquisito pastel de chocolate con un montón de fresas encima. Por si fuera poco, las chicas reunieron dinero entre todas y le compraron un regalo: los nuevos volúmenes de El Señor de los Anillos. Rachel lloró de felicidad. Al final, había encontrado una familia.

Aquellos primeros días de vómitos y tristeza ya no eran más que un recuerdo. Rachel los había empujado al oscuro y recóndito lugar de su mente donde guardaba aquellas cosas. Allí iban a parar también los hombres que seguían aprovechándose de ella cada noche. Aquella parte de su vida en casa de Hazel no había cambiado, pero Rachel había aprendido a distanciarse de las cosas desagradables. Cuando entregaba su cuerpo a los hombres, se reservaba el alma. Ellos hacían físicamente con ella lo que querían, pero Rachel se refugiaba en su fantasía. Y, cuando se despertaba a la mañana siguiente, lo había olvidado todo y se reunía con las otras chicas como si tal cosa.

Eran como sus hermanas y ella las quería, incluso a Frenchie, la única negra de la casa, la cual estaba tan amargada y era tan rencorosa que casi nadie se llevaba bien con ella. Rachel no había olvidado a su madre ni su promesa de encontrarla algún día, pero, de momento, las chicas de la casa de Hazel eran su familia. Todas estaban muy unidas y se ayudaban mutuamente. Cuando alguna estaba en apuros, todas se apresuraban a echarle una mano. Si alguna necesitaba dinero, hacían una colecta. Las barras de labios y las medias se prestaban muy a menudo. Las tristezas se compartían y las alegrías se celebraban. Si alguien hubiera preguntado cómo era posible que en un lugar tan sórdido y desesperado como el burdel de Hazel reinara la felicidad, la propia Hazel hubiera sido la primera en reconocer que buena parte del mérito se debía a Rachel.

En primer lugar, replicaba Hazel cuando le preguntaban, ¿cómo hubiera podido una chica sentir lástima de sí misma, teniendo a su lado a una criatura tan fea y vulgar? Por mal que les fueran las cosas a las demás chicas y por muy bajo que cayeran, les quedaba un aspecto aceptable… e incluso algunas poseían una belleza espectacular. En cambio, Rachel llegó fea y se estaba volviendo cada día más fea. Lo cual no parecía importarle. Y eso, decía Hazel, era otra de las cosas que contribuían a que reinara en la casa una atmósfera agradable… Si Rachel era capaz de aceptar tan de buen grado su desdichada apariencia, Hazel suponía que otra persona sería capaz de aceptar cualquier cosa que le cayera en suerte.

Por si fuera poco, Rachel se preocupaba por la gente y le encantaba complacer a los demás. Guisando, por ejemplo, unos platos que nadie podía imitar y que las chicas devoraban con fruición; incluso los clientes pagaban por saborearlos. O enseñando a leer a Carmelita, lo cual era el mayor milagro que se hubiera logrado jamás, pensaba Hazel.

Pero que nadie pensara ni por un instante, se apresuraba a añadir Hazel, que Rachel Dwyer era perfecta. Eso ni hablar. Soñaba demasiado. Se pasaba el rato enfrascada en los libros. A veces, se olvidaba de cumplir las tareas que tenía asignadas y otras se encargaban de hacerlas por ella. Y los clientes seguían quejándose, decía Hazel con un suspiro. Se mostraba demasiado indiferente en la cama, no participaba, no alentaba a ningún cliente ni alababa su actuación. Cuando un hombre le suelta cinco dólares a una mujer, espera a cambio un poco de entusiasmo y de comedia, por Dios bendito, algo que le ayude a sentirse hombre. Y eso no era pedir demasiado, ¿verdad? Sin embargo, Rachel estaba tan obsesionada con Danny Mackay que guardaba su amor solo para él. Y eso no era muy bueno… para ninguna mujer.

Pero, qué demonios, pensó Hazel ahora, descorchando una segunda botella de champagne. No se le puede negar a Rachel su pequeña parcela de felicidad. Y, desde luego, la chica parecía feliz, aunque Danny aún no hubiera llegado. Hazel ignoraba que Rachel era feliz a causa de un secreto. Aunque la casa de Hazel se hubiera convertido en el hogar de Rachel y las chicas en sus hermanas y Danny en su padre —hermano— marido, en el corazón sediento de amor de Rachel aún quedaba un vacío. Ansiaba tener un hijo.

Desde que ella recordara, siempre había pensado que ser madre sería maravilloso. Incluso el día en que, a los trece años, tuvo por primera vez la regla y su madre le explicó lo de las hemorragias, el dolor y los hijos, describiéndole el parto como una experiencia horrible, Rachel pensó en su fuero interno: No. Tener un hijo es algo maravilloso.

¡Salía de tu propio cuerpo! Lo sentías moverse dentro de ti, lo sentías vivir en tu interior, dependía de ti y te necesitaba, y, cuando nacía, estaba totalmente desvalido, lloraba para que lo tomaras en brazos, se quedaba dormido en tu regazo y estaba hambriento de todo el amor que tú pudieras darle. Algún día, Rachel tendría un hijo, ese era su más ardiente deseo, y, cuando lo tuviera, le convertiría en el niño más querido del mundo.

Bueno, pues, aquel día había llegado antes de lo que ella esperaba. Rachel no tenía un carácter tortuoso por naturaleza. De la misma manera que jamás se le hubiera ocurrido robar unos donuts cuando se moría de hambre en El Paso y de la misma manera que jamás se guardaba una parte del dinero que los clientes le entregaban, a Rachel jamás se le hubiera pasado por la cabeza atrapar a Danny con la excusa del niño. Sabía que otras chicas lo habían hecho. Se habían quedado deliberadamente embarazadas para que sus novios se casaran con ellas y las sacaran de allí. De vez en cuando, un cliente se casaba con una chica y se la llevaba a su casa. El embarazo era para muchas mujeres un medio de salvación. Y eso sería también para Rachel. Aunque ella no lo hubiera planeado con este propósito.

Se olvidó de verdad de ponerse el diafragma la noche en que se acostó con Danny.

Por eso sabía que estaba embarazada.

Con los clientes practicaba escrupulosamente el control de la natalidad. Por mucho que deseara un hijo, no quería tenerlo con ninguno de aquellos hombres. Quería que fuera un fruto del amor, concebido con amor y amado desde el primer momento en que empezara a moverse en su vientre. Y eso sería exactamente el hijo de Danny. Algún día se casarían…, él se lo decía constantemente y ella jamás renunciaba a aquel sueño. Cuando se casaran, tendrían hijos y ella sería la mejor esposa y madre del mundo.

—Mira, cariño —dijo Hazel cuando terminó la fiesta y las chicas regresaron a su acostumbrada espera—, si Danny no viene esta noche, tendrás que trabajar.

Rachel simuló no haberla oído. Estaba sentada a la mesa, doblando cuidadosamente el papel que envolvía su regalo de cumpleaños. Lo guardaría en la caja de cigarros donde solía guardar sus recuerdos especiales, una caja muy parecida a la que su madre ocultaba debajo del fregadero.

—Verás, el hecho de que hoy sea tu cumpleaños no te concede ningún privilegio especial. El señor Atkins está en la ciudad y seguramente solicitará tus servicios.

Rachel sintió que se le revolvía el estómago. El señor Atkins era un vendedor de Biblias y uno de los clientes menos apreciados. Las demás chicas se alegraban de que se hubiera encaprichado de Rachel. Eso las libraba de la desagradable tarea de complacerle. El motivo de que le gustara Rachel era precisamente la frialdad que esta le demostraba. Le encantaba su manera de permanecer tendida e inmóvil como una estatua. Le gustaba cruzarle los brazos sobre el pecho antes de empezar y le pedía que cerrara los ojos. A Rachel no le costaba el menor esfuerzo hacerlo, pero, aún así, sentía una invencible repugnancia.

—Danny vendrá —dijo en voz baja.

—Eso ya lo has dicho otras veces —replicó Hazel.

Cuando Hazel se retiró, Eulalia, de pie junto al fregadero lleno de agua jabonosa, musitó:

—Dios mío, cómo sopla el viento. ¡Presiento la llegada del viento norteño! ¡No nos vendría mal un poco de lluvia! —Miró a Rachel y añadió con dulzura—: No dejes que esta vaca te disguste, nena. Una chica tiene derecho a ser feliz el día de su cumpleaños. Danny vendrá si Dios quiere y no crece el arroyo.

Rachel no permitió que Hazel empañara su felicidad. Danny vendría aquella noche. Cierto que lo había olvidado muchas veces a lo largo de los dos años transcurridos y, a veces, no podía venir porque tenía algo entre manos con Bonner y, además, los deberes de la escuela le exigían mucho tiempo y energía. Pero Danny la amaba y vendría a verla para celebrar su cumpleaños.

Además, pensó Rachel con renovada determinación, ahora que estaba embarazada, no quería volver a acostarse jamás con ningún otro hombre. Danny se la llevaría de allí. Aquella misma noche.

—¡Hola, nena! —dijo la voz de Belle desde la puerta—. ¡Qué fiesta tan bonita hemos tenido!

Rachel se volvió y, al ver a sus dos amigas, esbozó una sonrisa.

—Gracias por los libros.

—¿Sabes lo que te digo? —dijo Carmelita, cruzando la cocina para acercarse a la cafetera—. ¡No es fácil encontrar un libro que no hayas leído!

—¿Tú lo vas a leer? —le preguntó Rachel con una sonrisa burlona.

—¡Santa María, pero qué maestra tan exigente eres!

Un año antes, para asombro y deleite de ambas amigas, Carmelita había demostrado ser una alumna aventajada. Rachel le hizo aprender el alfabeto en una semana y, al cabo de un mes, consiguió que leyera los libros de Dick y Jane. Muy pronto Carmelita pudo leer los libros de texto de la escuela primaria y, finalmente, las novelas para adultos. Tardaba mucho y a menudo bregaba con las palabras, pero podía leer cualquier libro de la biblioteca (le gustaban las novelas históricas centradas en los tiempos bíblicos y las historias de santos) en cuestión de dos semanas.

Mientras se llenaba una taza de café de la cafetera perennemente a punto y añadía un poco de densa crema y tres cucharadas de azúcar, Carmelita se sacó varios sobres del kimono de seda artificial y se los mostró a Rachel.

—Me quedan otros seis por enviar —dijo.

Rachel la miró sonriendo. Lo primero que había hecho su amiga con sus recién adquiridos conocimientos, había sido escribir una carta a una revista de crucigramas y acertijos, preguntando si les interesaban los acertijos y problemas de números. Habían aceptado y le habían pagado cinco dólares por el primer acertijo. Y ahora Carmelita se inventaba constantemente nuevos problemas y los enviaba, guardando el dinero en una cuenta del banco, junto con los números. Por lo menos, pensó Rachel esperanzada, Carmelita había adquirido la confianza suficiente como para abandonar la casa de Hazel y acudir a una escuela. Con aquella habilidad que tenía con los números y con su sueño de trabajar en un despacho respetable, no había ninguna razón para que Carmelita no pudiera convertir su sueño en realidad.

Por desgracia, como casi todas las chicas de la casa, Carmelita había sido humillada y maltratada hasta el punto de creer que estaba donde le correspondía.

La única chica, aparte de Rachel, que no compartía semejante opinión era Belle.

Belle se mantenía firme en su creencia de que, con su cara a lo Susan Hayward, estaba hecha para cosas mejores y de que aquello no era más que una etapa transitoria. Un lugar donde poder ahorrar un poco de dinero y esperar hasta que llegara la oportunidad. Belle esperaba, viendo películas y soñando despierta. Aquel día llevaba un pañuelo anudado alrededor de la cabeza para disimular las ciento veinticinco horquillas que mantenían en su sitio los cortos bucles de su cabello. En cuanto se pusieron de moda los ricitos de perro de lanas, Belle se hizo un peinado de aquel estilo. Lo mismo ocurrió con los zapatos Capezio y los anchos cinturones de plástico. Con la llegada de la televisión y, sobre todo, con la instalación de un aparato en la sala de «recepción» de Hazel, Belle consiguió mantenerse todavía más al día en cuanto a las nuevas modas y estilos. Ahora seguía el ejemplo de Dorothy Kilgallen y Lucy Ricardo. Algún día, Hollywood la llamaría. Y no quería parecer una palurda.

Rachel se levantó y se acercó a la puerta de la cocina. Desde la sala de recepción se oía el sonido de Mr. Sandman a través de la radio. Unas profundas voces masculinas se mezclaban con las estridentes risas de las chicas. La tarde estaba muriendo y el negocio ya empezaba a ponerse en marcha. Cerrando suavemente la puerta a sus espaldas, Rachel miró a sus dos amigas.

Iba a echar de menos a Belle y Carmelita cuando Danny la sacara de allí. Si encontraran un sitio en San Antonio, podría, por supuesto, venir a verlas y traerles el niño para que todas las chicas lo admiraran. El niño de Rachel sería muy afortunado porque tendría muchas tías que lo mimarían.

Y, a lo mejor, de vez en cuando podría dejar al niño al cuidado de Danny e ir a la ciudad con Belle y Carmelita tal como habitualmente hacían, tomar el autobús con ellas e ir al drugstore para comprar revistas de cine y polvos faciales de la marca Coty. A las tres les encantaba sentarse los martes por la tarde, a la barra del drugstore, inventándose helados. Los de Rachel eran siempre los mejores, con avellanas y un remate de dulce de malvavisco, tres sabores de helado, crema batida y una cereza encima. A veces, entraban chicas elegantes con holgadas faldas y muchos metros de enaguas debajo. Los empleados las llamaban «señoras» y unos jóvenes muy bien trajeados les abrían las puertas. Belle, Carmelita y Rachel las miraban con envidia y soñaban en secreto con ser tan respetables como ellas. De vez en cuando, si alguna de ellas la miraba, Rachel le dirigía una sonrisa, pero jamás recibía otra sonrisa a cambio. Por muy pulcras y honradas que Rachel y sus amigas intentaran parecer en sus salidas de los martes, jamás podían disimular el hecho de que eran una basura. Las otras chicas, con sus graciosas colas de caballo y su conversación sobre bailes y partidos de fútbol americano pasaban junto a las tres chicas sentadas a la barra como si estas no existieran.

De pie en la puerta de la cocina, Rachel miró a sus dos amigas y les dijo en voz baja:

—Tengo que decirles una cosa.

Belle estaba hojeando una manoseada revista Life.

—¿Qué es, nena?

El corazón de Rachel latía de emoción.

—Voy a tener un niño.

—¡Cómo! —dijo Carmelita, girando en redondo.

—Que voy a tener un niño. ¿No les parece maravilloso?

Sus dos amigas intercambiaron una mirada en silencio.

—¿Y bien? —dijo Rachel sin apenas poder contener su alegría.

—¿Lo sabe Danny? —preguntó Carmelita.

—Se lo diré esta noche. Me va a llevar a cenar a algún sitio especial del River Walk. Me ha parecido mejor esperar hasta entonces.

—¿Y qué vas a hacer? —preguntó Belle, apartando a un lado la revista.

—¿Hacer?

—Bueno, ya sabes —dijo Carmelita—. ¿Qué vas a hacer?

—¿Sobre qué? —preguntó Rachel, mirándolas desconcertada.

Ambas amigas intercambiaron de nuevo una mirada rápida y Carmelita se acercó a Rachel, tomando su mano.

—Ven aquí, amiga mía —le dijo—. Tenemos que hablar.

Frunciendo el ceño, Rachel se reunió con sus amigas junto a la mesa.

—Pensé que se alegrarían por mí —dijo—. ¿Qué es lo que ocurre?

—Lo que ocurre, nena —contestó Belle—, es que no creemos que eso le vaya a gustar mucho a Danny.

—¿Cómo? —dijo Rachel, echándose a reír—. ¡No hablarás en serio! ¡Es de lo único de que hablamos siempre, de los hijos que vamos a tener! Incluso sabemos dónde vamos a comprar la casa cuando él termine la escuela y hayamos ahorrado el dinero suficiente.

Belle intercambió una mirada con Eulalie, de pie junto al fregadero, y Carmelita empezó a trazar círculos con el dedo sobre la mesa. ¡No comprendían cómo Rachel, después de más de dos años en casa de Hazel, podía ser todavía tan ingenua!

Casi todas las chicas tenían «novios»…, hombres que las llevaban allí, las venían a ver de vez en cuando y se quedaban con todo el dinero que ganaban. Se escenificaban muchos argumentos, se hacían muchas comedias y simulaciones, pero en el fondo de su corazón todas las chicas sabían lo que eran sus hombres en realidad. Unos rufianes, unos chulos, unos inútiles. Nada más. Encandilaban a las mujeres con sus palabras, vivían a costa de ellas y las explotaban, tal como hacían Danny y el Manuel de Carmelita. No eran unos compañeros ideales, no eran unos maridos respetables, tal como ellas hubieran preferido que fuesen, pero eran hombres a fin de cuentas. Y las mujeres necesitaban a los hombres. Para tener una identidad y gozar de protección. Una mujer no podía andar sola por ahí. Una mujer sin un hombre era una especie de fracaso, una persona incompleta, un ser «despreciado». Un hombre confería significado a una mujer, un lugar en el esquema general de las cosas. Aunque ella fuera una puta, pertenecía a un hombre, y eso era lo importante.

Sin embargo, Rachel había llegado demasiado lejos. Se creía a pie juntillas las palabras de Danny. Pasaba ciegamente por alto sus innumerables defectos y solo veía al caballero de reluciente armadura que la había rescatado en El Paso. Maldita sea, pensaron Carmelita y Belle. La pobre niña estaba tan desesperada que se hubiera enamorado de los primero que hubiera sido cariñoso con ella. Incluso de un perro.

Lo cual, por cierto, era lo que, a juicio de ambas, era Danny Mackay.

—Bueno, pues, están equivocadas —dijo Rachel, lamentando que sus dos mejores amigas se comportaran de aquella manera.

Ellas no conocían a Danny como ella lo conocía. Se entusiasmaría con la noticia.

—¿Que tú qué? —gritó Danny.

La alegría de Rachel se desvaneció.

—He dicho que estoy embarazada.

Danny aporreó el volante.

—No te creo ni una cochina palabra. ¿Cómo ha podido ocurrir?

—No lo sé, Danny —contestó Rachel, retorciéndose las manos—. No lo hice a propósito. Tú sabes el cuidado que siempre he tenido. Pero, no sé, la noche que estuvimos juntos, estaba tan contenta que me olvidé…

—¿Intentas decirme que es mío? —preguntó Danny, mirándola fijamente.

Rachel se echó hacia atrás como si quisiera apartarse de él y la terrible expresión de su rostro.

—Mierda —musitó Danny, aporreando de nuevo el volante—. No lo creo. Simplemente no me lo creo. ¡Maldita sea, Rachel! Precisamente ahora que las cosas me estaban empezando a salir bien. La escuela, mis proyectos… —Mirando a Rachel con una cara que ella jamás le había visto, añadió—: Muy bien. ¿Y ahora qué quieres que haga?

—¿Que hagas?

—Sí. Me lo has endilgado a mí por algún motivo. ¿Qué esperas que haga? ¿Qué regale cigarros puros para celebrarlo?

—Pensé que nos casaríamos…

Danny apartó el rostro y contempló la acera a través de la ventanilla.

—¡No me lo creo! Bueno, pues, no nos casaremos, o sea que ya te lo puedes quitar de la cabeza.

—Pero, Danny —dijo Rachel con voz suplicante—, yo creía que nos íbamos a casar algún día. Y ahora, si no nos casamos, ¡el niño será ilegítimo!

Danny se volvió a mirarla con expresión incrédula.

—Desde luego, te llevas la palma, ¿sabes? ¡Eres una auténtica ganadora! Sabes que no puedo casarme ahora. Me queda un año de escuela y después tendré que empezar a buscar algún medio de ganarme la vida. ¡No puedo tener una esposa y un hijo ahora, por el amor de Dios!

Rachel se echó a llorar. Todo le estaba saliendo al revés. Aquello no era lo que ella había imaginado. Se había imaginado un cariñoso abrazo, unas palabras tranquilizadoras, tal vez un viaje al otro lado de la frontera para una rápida boda y después una casita en alguna parte, con geranios en la puerta…

Danny puso en marcha el vehículo.

—¿Adónde vamos? —preguntó Rachel, súbitamente esperanzada y temerosa al mismo tiempo.

Danny no contestó. Se limitó a conducir el viejo Ford en medio de un enfurruñado y siniestro silencio. Rachel hubiera deseado hundirse y desaparecer en la cuarteada tapicería. Sus irreprimibles sollozos parecían enfurecer cada vez más a Danny.

Para su asombro, se detuvieron delante de la casa de Bonner. Rachel vio la colada tendida en las cuerdas de la parte de atrás y oyó el zumbido de la lavadora. Llevaba dos años sin visitar aquella casa. Ahora se aferró a la insensata esperanza de que Danny hubiera decidido dejarla al cuidado de la señora Purvis hasta que naciera el niño. Sí, eso haría. Y ella podría ayudar a la pobre vieja con la colada…

—Quédate aquí —dijo Danny descendiendo del vehículo.

Rachel le vio entrar en la casa y experimentó una creciente inquietud. De pronto, se sintió terriblemente sola, más sola que aquella hambrienta noche en El Paso, más sola de lo que jamás en su vida se hubiera sentido.

Danny salió a los pocos minutos con gestos bruscos y el cuerpo en tensión. Subió al automóvil sin decir nada, lo puso nuevamente en marcha y tomó una dirección que no era la de la casa de Hazel.

El viento norteño de Eulalie se había abatido sobre San Antonio y estaba empezando a caer una fría lluvia. Danny conducía como un loco, recorriendo a gran velocidad las desiertas calles y chirriando alrededor de las esquinas hasta que, al final, llegó a una zona del río en la que se levantaban unos almacenes cerrados en medio de un siniestro silencio.

—Baja.

—¿Adónde vamos, Danny?

—Te he dicho que bajes.

Un miedo sin nombre le indujo a permanecer sentada en el automóvil.

—¿Qué es este sitio, Danny?

—Da gracias de que tengo buenas conexiones.

—Conex… —Rachel contempló el destartalado edificio, el tramo de escaleras y la amarillenta luz del fondo—. ¡Oh, no, Danny! —gritó—. ¡Eso no!

—No puedes tenerlo, Rachel. Tienes que librarte de él.

—¡No! —chilló Rachel, cubriéndose protectoramente el vientre con las manos—. ¡Quiero a mi hijo! ¡Danny, por favor! ¡No mates a mi niño!

Danny se inclinó hacia el interior del vehículo y tiró de ella hacia afuera. Rachel cayó de rodillas sobre la acera mojada.

—Ya puedes armar todo el maldito alboroto que quieras —dijo Danny—, aquí nadie te puede oír. Y te lo advierto. Si lo haces, jamás volverás a verme.

A gatas en el suelo, Rachel levantó los ojos hacia él. Qué alto era. Jamás se había percatado de que fuera tan alto.

De pronto oyó una voz tan clara y fuerte como si la tuviera a su lado. Era la voz de su madre, diciéndole: «Algún día, cuando seas mayor, te enamorarás y entonces comprenderás lo que es eso. Yo me quedaría con tu padre por mucho que me maltratara».

Rachel se incorporó sobre las rodillas y le rodeó las piernas con sus brazos.

—Por favor, Danny —sollozó—. No me hagas matar a mi niño. Es lo único que deseo en este mundo. Y ya le quiero. Y él me quiere a mí, lo sé. Quiero llevarlo y protegerlo en mi vientre.

—Vamos —dijo Danny casi en tono de hastío—. No disponemos de toda la noche. Tenemos suerte de que haya querido aceptarte en seguida. Este tipo trabaja muy rápido.

Rachel contempló las ventanas pintadas de negro.

—¿Es médico? —se atrevió a preguntar.

—¿Y eso qué importa? Mira, Rachel, ha atendido a cientos de chicas. Y nos lo hará muy barato.

—Por favor, Danny —dijo Rachel, mirándole—. Haré lo que sea. Lo digo en serio. Seré buena a partir de ahora. Haré todo lo que Hazel me mande. Haré cualquier cosa que me pidan los clientes. Pero no… me hagas matar a mi niño.

Danny la asió del brazo y se la llevó a rastras de la calle. Rachel apenas opuso resistencia. Aquello se estaba pareciendo demasiado a una pesadilla…, no podía ser real. Se sintió llevada por unas fuerzas contra las que no podía luchar, subiendo unos peldaños, cruzando una puerta pintada de color marrón y entrando en una estancia llena de canastas de almacenamiento y muebles cubiertos por polvorientas sábanas. Vio que Danny se acercaba a la puerta del otro lado, llamaba con los nudillos y hablaba en voz baja. Oyó una llave girando en una cerradura y vio abrirse la puerta. Una mortecina luz amarillenta penetró en la estancia a través de la puerta.

—Me has pillado por los pelos, Danny —dijo familiarmente una voz masculina, como si su propietario y Danny fueran viejos amigos—. Tengo cosas que hacer. Pero a ti te buscaré un hueco. ¿Quién es esta vez?

—No la conoces.

Danny se inclinó hacia adelante y murmuró algo al oído del hombre. Rachel miró a Danny. «¿Quién es esta vez?».

El hombre se apartó de la puerta para que ella entrara.

—Quítate la falda, las bragas y las medias, si es que las llevas. Tiéndete encima de aquella mesa.

Rachel no se movió.

—Anda —dijo Danny.

Rachel le miró en silencio. Aquellos duros ojos verdes bajo los párpados entornados parecieron adueñarse de ella por entero. Rachel sintió su poder, aquel magnetismo de Danny Mackay contra el cual jamás había podido luchar. Hizo lo que le mandaban. Mientras se quitaba las prendas, conservando modestamente el sujetador y la blusa, observó que el desconocido colocaba unos alargados objetos metálicos en una palangana llena de un líquido que despedía un olor muy fuerte. La sábana que cubría la mesa estaba limpia y a sus pies se veía un montón de toallas blancas. Hasta que comprendió para qué eran, a Rachel le pareció un poco raro que también hubiera una caja de compresas Modess.

—Toma —dijo el desconocido, entregándole un vaso de agua y dos pastillas—. Trágalas. Te calmará el dolor.

Por un instante, los ojos de Rachel se cruzaron con los suyos y vieron inmediatamente que no era un malvado. Tenía un rostro amable parecido al de un osito de peluche, unos ojos que miraban como pidiendo disculpas y una cerdosa barba. Él también era una víctima, pensó Rachel.

Tomó las pastillas y se tendió en la mesa.

—Separa las piernas —le dijo Danny—. Colócalas en estas cosas.

Rachel jamás había visto a un médico en su vida. No comprendía qué eran aquella especie de soportes semejantes a unos estribos. Danny tuvo que ayudarla mientras el desconocido se lavaba las manos.

—¿No podrías darte prisa? —dijo Danny—. Se me está haciendo tarde.

—Tenemos que esperar a que el narcótico le haga efecto. De lo contrario, gritaría como una loca.

—Que grite. Nadie podrá oírla.

—Danny —musitó Rachel, extendiendo el brazo para tomarle la mano—. Por favor, Danny, no hables así. Por favor, no mates a mi niño.

—Oye —dijo el desconocido—, ¿es que esto se hace contra su voluntad?

—Tú haz lo que tengas que hacer y basta.

—Yo no obligo a nadie, y tú lo sabes, Danny Mackay. La chica tiene que venir por su propia voluntad. De lo contrario, no hay nada que hacer.

—He dicho que lo hagas.

—Llévatela de aquí. No pienso practicarle un aborto a una chica en contra de su voluntad. ¡Maldita sea, Mackay, tú sabes lo arriesgado que es eso! ¡Me juego la licencia cada vez que hago uno de estos raspados! Las chicas que vienen voluntariamente mantienen la boca cerrada. ¿Cómo puedo yo saber que esta no se irá de lengua?

—Respondo de ella. Y respondo también de otra cosa. Como no lo hagas, daré a conocer tu nombre en toda la calle. Ya veremos entonces cuánto tiempo conservas la licencia.

Se produjo un instante de tenso silencio. Rachel contempló las manchas del techo y se imaginó que eran dos ciervos con los cuernos trabados. Por un momento, abrigó un rayo de esperanza. Por favor, Dios mío, rezó, déjame conservar a mi niño. Seré buena durante todo el resto de mi vida. Y nunca más volveré a ser una puta.

Pero de pronto, oyó que el desconocido decía:

—De acuerdo.

Mantuvo la mirada clavada en el techo, pero se le llenaron los ojos de lágrimas.

—No lo hagas, Danny —musitó—. No me hagas eso. Déjame conservar a mi niño. Me iré de aquí. Te prometo que nunca me volverás a ver.

Danny la miró, más alto y guapo que nunca. Brillaba en sus ojos una luz que Rachel conocía muy bien. La luz significaba que controlaba la situación: ni ella ni el practicante del aborto podían oponerse a él. De pronto, en un destello de premonición, Rachel vio a Danny tal como iba a ser en el futuro. Y tuvo miedo.

Después, sintió que los dedos del desconocido penetraban en aquel lugar en el que tantas veces había sentido los dedos de otros desconocidos.

—Mmmm —dijo el hombre—. Curioso tatuaje. ¿Qué es, una mariposa?

—Tú a lo tuyo —contestó Danny.

El desconocido tenía razón. Era demasiado pronto. El narcótico aún no le había hecho efecto cuando la cureta entró en contacto con la delicada membrana de la matriz. Rachel lanzó un grito tan agudo y desgarrador que, por un momento, Danny se alarmó.

Un remolino pareció tragarla. Rachel fue solo dolor y angustia. Tuvo la sensación de que el hombre le había introducido una antorcha encendida en la pelvis. «¡Mi niño!», gritó mentalmente. «¡No puedo salvarte! ¡No puedo ayudarte!».

Empezó a agitarse en la mesa. Danny tuvo que tenderse encima suyo para que se estuviera quieta. Pero ella ni siquiera se dio cuenta. Se sintió aspirada hacia el interior de un largo y oscuro túnel mientras un fuerte viento silbaba junto a sus oídos. Pensó en todos los hombres que habían invadido su cuerpo… su padre, Danny, los clientes de Hazel y ahora aquel desconocido con sus instrumentos de muerte.

Mientras sentía que le arrancaban la vida del cuerpo y su alma lloraba por la más infame de las violaciones y degradaciones (un hombre castigando a una mujer por algo que era un estado propio de su naturaleza), y sentía que la vida moría lentamente en su interior, la vida minúscula y su propia vida, le pareció ver una inmensa marea oscura avanzando hacia ella. Era como un negro mar de maldad. Al final, se percató de que era odio. Rachel Dwyer había descubierto de repente el odio. Y había descubierto también el significado de un voto solemne. Jamás en su vida, se prometió a sí misma mientras oía el rumor metálico de los instrumentos arrojados a la palangana y el seco chasquido de los guantes de goma que acababa de quitarse el desconocido, jamás en su vida volvería un hombre a penetrar en su cuerpo.

Todo había terminado. No había durado mucho. Un rápido enjuague con una solución que escocía y dolía casi tanto como el raspado, y en seguida el desconocido le bajó lentamente las piernas.

Danny tuvo que llevarla en brazos hasta el automóvil. No podía caminar. Las pastillas debían de ser muy fuertes. Rachel notó que un extraño entumecimiento invadía todo su cuerpo. Le pareció que bajaba flotando los peldaños. Notaba algo denso e incómodo entre las piernas; era sangre, lo sabía.

Se alejaron en silencio. Rachel sentía dentro de sí unas lágrimas y unos sollozos a punto de estallar, pero, por alguna extraña razón, no podía llorar.

Cuando se detuvieron delante de la casa de Hazel, Danny no descendió del vehículo. Dejando el motor en marcha, se volvió a mirarla con cara de asco.

—Baja —le dijo—. Vete a dormir para que se te pase el efecto.

—Danny —musitó Rachel—, has matado a nuestro niño.

—Vosotras las mujeres hacéis muchos aspavientos por nada. Tendrías que arrodillarte y darme las gracias por haberte sacado de este apuro. ¿Cómo habrías podido trabajar con la tripa hinchada? En cuestión de tres meses, Hazel te hubiera puesto de patitas en la calle. ¡Te he hecho un favor, bruja desagradecida!

—No lo entiendo.

—¿Quieres bajar de una puñetera vez? Estoy hasta la coronilla de ti. Desde el primer día que te traje aquí.

—¡Danny!

—Pero ¿dónde tienes el cerebro? ¿Por qué crees que venía a visitarte? ¿Porque me apetecía? ¡Debes de estar loca! Era porque Hazel me pedía que viniera y te calmara. Cada vez que te ponías pesada, me llamaba.

—¡No! ¡Danny!

—Bastaba que yo pasara una noche contigo para que te pusieras a cantar de nuevo como una alondra. Entonces complacías de buen grado a los clientes hasta que volvías a ponerte triste.

Rachel se cubrió los oídos con las manos.

—¡No! ¡Eso no es verdad! ¡Tú me querías!

—Por todos los santos, ¿acaso te has creído que estoy ciego y que encima soy tonto? —Danny asió las muñecas de Rachel y le apartó las manos de los oídos—. ¡Eres fea, Rachel! ¿Crees que yo hubiera podido querer a una persona tan fea como tú? ¿Crees que algún hombre te podría querer?

—Ya basta, por favor…

—Sabía que Hazel te podría sacar provecho porque algunos de sus clientes tienen unos gustos muy raros —dijo Danny, cortándola fríamente con la mirada. Rachel le vio por primera vez tal como realmente era—. Me has hecho ganar un buen dinero, nena. Con tus ganancias he podido ir a la escuela y abrirme camino. Pero ya no te necesito. Ahora tengo otros medios más seguros de ganar dinero. Tú no fuiste más que un escalón en mi vida y ahora tú y yo nos vamos a separar.

—Pues, entonces, ¿por qué no me has dejado conservar a mi niño?

—Porque yo voy a sitios. Fíjate en esta cara y recuérdala bien. Recuerda también mi nombre. Danny Mackay. Algún día seré un hombre importante. Alguien a quien todo el mundo admirará. Tendré poder. Y no quiero que nada de mi pasado penda sobre mi cabeza. Dentro de unos años, cuando tenga muchos millones, no quiero que me vengas con nuestro bastardo e intentes someterme a un chantaje. Ahora no tienes nada mío. Ni siquiera tendré que confesar que te conocí. Y ahora baja de mi coche.

—¡No hablarás en serio! —dijo Rachel entre sollozos—. Mientes. Tú me querías. Lo sé.

—¡Quererte! Eres un bicho muy raro, Rachel. Con esa narizota tan larga metida todo el día en los cuentos de hadas. Como aquello de los marcianos que estabas leyendo en El Paso. Tuviste la desfachatez de leerlo la noche en que hicimos por primera vez el amor. Como si fuera algo más importante que yo. ¡Por eso lo tiré!

Rachel enmudeció de repente y lo miró en silencio.

—¿Mi libro? —preguntó en un susurro, recordando al capitán Wilder que tanto la fascinaba.

El capitán Wilder jamás hubiera asesinado a un niño.

—Rachel —dijo Danny en tono de hastío—, ¿quieres hacer el favor de bajar?

—Sí —contestó Rachel con voz apagada—. Bajaré. Pero, antes de hacerlo, quiero decirte una cosa. Me acabas de recordar la primera noche que me hiciste el amor. ¿Y sabes una cosa, Danny? Yo entonces tenía catorce años y era virgen. Desde entonces, he estado con cientos de hombres. Y te voy a decir algo. Eres una mierda de amante, Danny.

Danny le abofeteó el rostro con tal fuerza que su frente golpeó contra el salpicadero. Cuando Rachel levantó poco a poco la cabeza, la sangre le bajaba por la cara.

—Tú crees que es la última vez que me ves, Danny Mackay. Pero no es así. Algún día te voy a hacer pagar lo que me has hecho.

La boca de Danny, desfigurada por la cicatriz, esbozó una sonrisa torcida.

—¿Y cómo piensas vengarte de mí?

—Has dicho que eres un hombre que va a sitios. Bueno, pues, yo soy una mujer que también va a sitios. Algún día también seré rica y poderosa. Solo que más rica y más poderosa que tú.

Danny echó la cabeza hacia atrás y soltó una carcajada.

—¡No me digas! ¿Y cómo vas a ganar los millones? ¿Haciendo de puta? Mira, cariño, con esta cara que tienes, jamás en tu vida podrás salir de la casa de Hazel. Te pasarás la vida jodiendo hasta que te mueras. Y ahora… —Se inclinó hacia ella, abrió la portezuela y le dio un empujón—. ¡Basta!

Rachel cayó al suelo. Mientras él cerraba la portezuela de golpe y ponía el automóvil en marcha, Rachel le miró por última vez y se grabó el rostro y el nombre de Danny Mackay en el corazón. Recuerda mi nombre, le había dicho.

Lo recordaría. Y sobre lo que él le había dicho que iba a hacer hasta el día que muriera… no pensaba seguir trabajando para Hazel. Viviría exclusivamente para una cosa: para vengarse de Danny Mackay.

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