Butterfly

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Febrero » Capítulo 16

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San Antonio, Texas, 1955.

El primer nombre de la lista secreta de «golpes» de Danny era Simon Waddell… el doctor Simon Waddell.

En la lista figuraban otros seis nombres: el sargento de Fort Ord que había expedientado a Danny por una pelea, que llevó a Danny a la prisión militar y, finalmente, a una deshonrosa licencia; una maestra que una vez azotó a Danny con una correa delante de toda la clase; una niña de su edad que una vez se burló de él porque llevaba un roto en los fondillos del pantalón; y así sucesivamente…, toda una serie de hombres y mujeres que habían intervenido en la vida de Danny en algún momento de sus veintidós años y que le habían hecho algún agravio. Nadie podía incurrir impunemente en la ira de Danny Mackay.

El doctor Simon Waddell no sabía nada de la lista; ni siquiera conocía la existencia de Danny Mackay. Pero era el hombre de quién más deseaba vengarse Danny. Y Danny sabía dónde encontrarle.

Danny sonrió contemplando su imagen reflejada en el espejo, tomó un impecable bucle y se lo peinó sobre la frente. Danny tardaba casi una hora en vestirse. Era meticuloso hasta el último detalle. No tenía que haber ningún hilo colgando, no tenía que faltar ningún botón y no tenía que haber ni una sola arruga. Aunque todavía no era rico, tenía el aire y el poder…, eso tampoco era suyo todavía, pero se advertía en su cuidadoso aspecto.

«Eres pura dinamita», le dijo Danny a su imagen. «¡Tú, el hijo de un aparcero del oeste de Texas!».

Lanzó un silbido y se alisó el cabello de las partes laterales de la cabeza, cuidando de que no hubiera ningún pelo fuera de lugar. Danny tenía una mañana eufórica. Se había graduado la víspera en la escuela nocturna. Con matrícula de honor. Ahora era un hombre con un diploma y sabía perfectamente adónde quería llegar.

Mientras tomaba los gemelos de la mesita del tocador y se los colocaba en los almidonados puños, contempló el manoseado libro que también se encontraba sobre la mesita del tocador. Era la Biblia de Danny. Lo acompañaba donde quiera que fuera. Se la había aprendido de memoria.

«El único medio seguro de poseer una ciudad conquistada», había escrito Maquiavelo, «consiste en destruirla». Danny había llevado aquella lección todavía más lejos: solo se puede poseer por entero una cosa destruyéndola…, tanto si se trata de una ciudad como si es un objeto o un ser humano.

Y había ciudades, objetos y seres humanos que Danny ansiaba con toda su alma poseer.

Pero, primero, tenía que llegar al final de su camino. El objetivo ya lo conocía: ser un hombre poderoso; lo único que tenía que hacer ahora era descubrir el medio de llegar hasta allí.

Silbó mientras se terminaba de vestir. Golpeó el suelo con el pie y movió la cabeza hacia un lado y hacia otro. En tres años, Danny había adquirido una impaciencia y una energía todavía mayores. No podía estarse quieto un momento. Los desconocidos que hablaban con él percibían un matiz vagamente inquietante en aquel apuesto joven de astuta y apremiante mirada. A veces, aparentaba estar tranquilo gracias a la languidez de su mirada y a su forma de hablar, arrastrando lentamente las palabras, pero, en realidad, era hiperactivo y parecía que estuviera jugando constantemente con el peligro. A Danny le gustaba causar aquella impresión, porque sabía que le confería el aire imprevisible del hombre que inspira temor y le daba poder sobre las personas.

Antes de abandonar la estancia, se detuvo para mirarse de perfil en el espejo. Ya basta de facilitarles chicas y alcohol a los pilotos de la base de las Fuerzas Aéreas de Lackland. Ya basta de míseros empleos de camionero y vendedor de enciclopedias puerta a puerta. Ya era hora de que empezara a moverse.

—Recuerda mi nombre —le había dicho a la muy estúpida de Rachel hacía un año, la noche en que la sacó de un empujón de su automóvil—. Danny Mackay. Un hombre que será mundialmente famoso.

«Y mundialmente temido», añadió ahora mientras salía al cálido anochecer.

Se dirigió en su automóvil a la casa de Hazel donde unas cuantas chicas en quimonos o pijamas baby doll estaban sentadas alrededor del televisor, viendo el programa de Milton Berle. Dos de ellas se encontraban en compañía de unos clientes, intercambiándose con ellos falsas ternezas. Hazel estaba sirviendo una bebida de pésima calidad a un precio de vértigo y distribuyendo los sabrosos bocadillos de jamón que preparaba Eulalie a dos dólares cada uno. Sacando su cajetilla de Camel, Danny encendió uno y entró en la cocina por la puerta de atrás. Eulalie estaba escuchando David Crockett en la radio mientras limpiaba y ordenaba la cocina tras una copiosa cena a base de lechón asado, puré de patatas con salsa y pastel caliente de melocotón. Algunas veces, Danny se presentaba allí por la mañana y veía gruesas lonchas de jamón ahumado friéndose en la sartén junto con trozos de tomate. En honor a la verdad… no se podía decir que Hazel no alimentara bien a sus chicas.

—Hola, Eulalie —dijo Danny, acercándose a la nevera y sacando un gran racimo de uva helada.

—Hace una noche muy calurosa, señor Danny —contestó Eulalie, enjugándose el rostro mientras preparaba la pasta de su famoso bizcocho con pasas. A medianoche, el pastel ya habría desaparecido junto con todo el licor de moras. La vieja Eulalie sabía que los hombres necesitaban satisfacer algo más que el apetito—. He estado tragando polvo todo el día.

Danny tomó una silla, le dio vuelta, pasó una pierna por encima de ella y se sentó al revés apoyado en el respaldo de bejuco mientras hojeaba el San Antonio Light que había sobre la mesa.

—¿Qué piensas de estos negros de Alabama, Eulalie? —preguntó, sacudiendo la cabeza—. Pretenden subir a los autobuses de los blancos.

—De esto no tendrán más remedio que salir cosas muy malas, señor Danny. Cada cual tiene que saber el lugar que ocupa. En el fondo de todo están los hombres de color negro, después vienen los de color claro, después la basura blanca y, finalmente, los blancos de calidad. Siempre fue así y siempre tendrá que ser así.

Danny no le prestó atención. Sabía en qué categoría lo incluía Eulalie: la de basura. Que ella supiera, los blancos de calidad jamás habían cruzado el umbral de la casa de Hazel.

Hubo un tiempo en que Danny jamás leía el periódico ni se molestaba en enterarse de las noticias. Pero eso fue antes de ir a la escuela. Ahora le interesaba el mundo y todo lo que lo hacía girar. Estudiando sus objetivos y conociendo a sus competidores mejor de lo que ellos mismos se conocieran, Danny conseguiría elevarse por encima de sus bajos orígenes.

Nacido en 1933, Danny Mackay había sido uno de los siete hijos de un aparcero transeúnte y de su enfermiza esposa. Danny jamás conoció otra cosa que no fuera la pobreza, desde que sacaban por las noches las camas para refrescarse un poco con la brisa hasta que inició el servicio militar en Fort Ord, California. Tanto él como sus hermanos y hermanas iban siempre descalzos y no llevaban camisa, sino tan solo un mono de trabajo. Nunca supieron lo que era un peine como Dios manda sino que usaban las almohazas de los animales. Cuando iban juntos a la más cercana localidad o a la escuela primaria, los hermanos Mackay siempre caminaban con las cabezas gachas porque sabían que no estaban a la altura de los demás chicos. Y se desplazaban constantemente…, cielo santo, cómo se desplazaban. Era la época de la Gran Depresión y, al igual que miles de otras familias en busca de trabajo, Augustus Mackay arrastraba su heterogénea prole a través de Oklahoma, Arkansas, Texas y, finalmente, el Hill Country, donde encontró trabajo temporal en granjas de aparcería. Vivían en chozas de planchas de madera con grietas entre las tablas y sin electricidad; y el retrete no era más que un agujero en el suelo. Si Augustus Mackay no conseguía una buena cosecha, el propietario de las tierras llamaba al sheriff y mandaba desahuciar a la familia, la cual tenía que ponerse nuevamente en marcha, vencida y humillada.

Danny no creció con los personajes de Hardy y Jack London como los afortunados chicos de la clase media sino con las revistas sensacionalistas. Y sus hermanas no recibieron ningún tipo de educación, por lo que tuvieron que desarrollar sus instintos animales y dejarse guiar por ellos, dando lugar a que las llamaran «aquellas guarras».

Su posesión más preciada en su infancia era un tirachinas que se había fabricado utilizando una rama ahorquillada y dos trozos de goma procedentes de la cámara de aire de un neumático viejo. Se alejaba de la miseria y desesperanza de su hogar y se pasaba horas y horas disparando guijarros contra los pájaros. Aprendió que, estando solo, pertenecía a una clase aparte en la que no había nadie que pudiera mirarle por encima del hombro ni compañeros que pudieran juzgarle. En su solitario mundo no existían ni la escoria ni la alcurnia y tampoco era necesario andarse con miramientos con los que estaban por encima de uno. Solo existía el interminable cielo de Texas, un viento que soplaba constantemente y un perplejo chiquillo. Sin embargo, durante todos aquellos años de soledad, hubo otra persona en la vida de Danny Mackay.

Y él la amaba con una vehemencia rayana en la obsesión.

—Sírvase un poco de este pastel, señor Danny —dijo Eulalie mientras introducía el bizcocho en el horno—. Las manzanas eran tan dulces que ni siquiera he tenido que ponerles azúcar.

Danny se sirvió un buen trozo. No conocía en todo San Antonio ninguna otra mujer que hiciera el pastel de manzanas como lo hacía Eulalie.

Alguien empezó a cantar La rosa amarilla de Texas a través de la radio mientras Danny leía en el periódico la noticia del ataque cardíaco sufrido por Eisenhower.

Y no es que le importara la salud del presidente. Lo que a Danny Mackay le importaba, lo absorbía y lo fascinaba por entero era la presidencia. Allí estaba el verdadero poder. En unas manos adecuadas, el poder de la presidencia podía convertirse en algo inimaginable. Y Danny se veía en aquel papel.

La canción interrumpió sus pensamientos.

No era una canción triste, pero la referencia a una rosa de Texas indujo a Danny a dejar el periódico y clavar los ojos en la pared, sosteniendo en la mano un olvidado trozo de pastel de manzana.

Él la llamaba así. Su rosa de Texas.

¿Cuándo se dio cuenta por primera vez de que su madre era la mujer más guapa del mundo? ¿A qué edad miró desde la desnuda mesa de la cocina y la vio por primera vez no simplemente como su mamá sino como una delicada flor a punto de marchitarse, como una rosa entre las flores de diente de león? Recordaba vagamente una fría choza cuyas tablas se agitaban movidas por la fuerza del viento mientras los pequeños lloraban en la cuna y los tres mayores permanecían acurrucados bajo una colcha, tratando de entrar en calor. Y a su madre inclinada sobre un hornillo que apenas funcionaba, removiendo algo. Su rostro parecía iluminado por un extraño fulgor. Hasta varios años después Danny no supo que aquella fragilidad y aquella seductora luminosidad se debían a la tuberculosis y que el subido color de sus mejillas no era una muestra de salud sino de fiebre. Pero, para entonces, Danny Mackay estaba tan perdidamente enamorado de ella que solo veía la belleza que la rodeaba.

Dios bendito, qué andares tenía. Era como si en lo más profundo de su alma ardiera una llama de orgullo que ni todo el polvo, el calor y el viento de Texas pudieran apagar. Soportaba el dolor en silencio, soportaba el hambre sin quejarse, aceptaba las limosnas con dignidad y enseñaba a su hijo a encontrar el valor dentro de sí mismo y a no caminar con la cabeza gacha.

—Tienes que abrirte camino, hijo —solía decirle con su dulce voz—. Tu papá no puede leer y por eso es pobre. Pero yo quiero para ti y para los pequeños cosas mucho mejores. Ya sé que no te gusta la escuela, pero es lo único que te permitirá labrarte un porvenir en la vida. Si tienes educación, nadie podrá llamarte basura.

Cualquier cosa que hiciera, ya fuera remendar la ropa o preparar una comida a base de carne de cerdo salada, frijoles y melaza, su porte y su actitud eran de una extremada nobleza, pensaba el joven Danny mientras contemplaba sus largas y ahusadas manos y la delicada curva de su cuello. Ella no creía que una persona tuviera que ser o basura o calidad.

—Todas las personas son hijas de Dios, Danny —decía con su melodiosa voz—. Lo que importa es lo que uno haga.

Fue por ella por quien Danny decidió ir a la escuela, recorriendo descalzo muchos kilómetros para sentarse en un aula sofocantemente calurosa en la que era objeto de las burlas de los demás chicos. Soportaba las clases por ella, procuraba no armar alboroto por ella y soñaba por ella. Un día, juró casi con toda la fuerza que le quedaba que conseguiría abrirse camino, regresaría, la apartaría del fracasado e inútil Augustus y la instalaría en una casa con jardín y criados negros.

Danny no sabía nada sobre los New Deals de la política interna de que hablaba el presidente Roosevelt ni de los planes del gobierno para extender la asistencia médica a las más deprimidas zonas rurales. No sabía que los médicos que se presentaban allí con sus Chevrolets cobraban un subsidio de un organismo llamado Asistencia Sanitaria Federal y que él y su familia no eran más que unos números estadísticos. Solo sabía que aquellos hombres con sus trajes negros y sus estetoscopios no podían hacer nada por su madre y que, en cuanto Augustus Mackay no podía pagar la pequeña parte de los honorarios de los médicos que le correspondía, estos interrumpían sus visitas y su madre tenía que recurrir a los curanderos locales para que le administraran sus «tés medicinales» y le hicieran sangrías. Pero eso tampoco le servía de mucho.

Nevaba la noche en que murió, y Danny se encontraba solo con ella.

Los pequeños dormían en la enorme cama de hierro adosada a la pared en la que un amarillento papel de periódico cubría las grietas. Su padre y los dos mayores que quedaban (Becky se había fugado con un vendedor de equipos agrícolas) habían decidido recorrer los cinco kilómetros que los separaban de la casa del propietario, confiando en poder convencerle de que les dejara pasar el invierno allí. Su mujer estaba enferma, le diría Augustus, y los pequeños no tenían nada que comer. No era el momento más adecuado para cargar sus pertenencias en un carro e irse a otro sitio.

Danny pasó mucho miedo aquella noche. Jamás había pasado tanto miedo. Con la piel encendida por la fiebre, su madre yacía en la otra cama y no paraba de toser.

Sentado a su lado, Danny sostenía su ardiente mano y escuchaba el aullido del «azul viento norteño», bajando desde el otro lado de la frontera del estado para recordarle a la gente que había algo mucho peor que el fuego del infierno. El joven Danny apretó la mano de su madre, le suplicó que no se muriera y rezó a un Dios vagamente imaginado que no pareció escuchar la plegaria del muchacho sobre el trasfondo del viento.

Fue entonces cuando decidió prescindir de Dios y encargarse él mismo del asunto.

—Salgo un momento, mamá —le murmuró a su madre.

Salió a la fría noche y corrió a la mayor velocidad posible por la carretera cubierta de nieve. Llegó a la casa del médico una hora más tarde. El edificio se levantaba a la entrada de la ciudad como un brillante adorno navideño sobre una blanca sábana. Las ventanas estaban iluminadas y se oía música. Danny corrió a la puerta, se apoyó exhausto en ella y llamó con las pocas fuerzas que le quedaban.

Abrió personalmente el doctor Simon Waddell, con el abultado vientre cubierto por una servilleta.

—¿Qué pasa? —preguntó, mirando al desventurado chiquillo.

—¡Mamá está muy enferma! —balbuceó Danny, pensando que ojalá pudiera entrar en la casa y deleitarse con la música y los aromas de la apetitosa comida.

—Lo siento, hijo —dijo el doctor Waddell—, pero yo no puedo hacer nada por ella.

—¡Tiene que venir! —gritó Danny.

—Vete a casa —replicó el médico, cerrando la puerta.

—¡Ella necesita su ayuda!

Mientras le cerraba la puerta en las narices, Danny oyó que el médico le comentaba a un invisible interlocutor del interior de la casa:

—Lamento haber dejado Nueva Orleáns…

Danny se volvió loco de desesperación y siguió aporreando la puerta y llamando al doctor Waddell. Después, rodeó la casa, tratando de abrir las ventanas y mirando a través de las rendijas de las cortinas. Aporreó la puerta de atrás y después regresó a la entrada principal.

Estaba casi sin resuello y el gélido aire parecía cortarle los pulmones. Tenía las manos y los pies entumecidos y el rostro le pulsaba de frío. Se desplomó sobre los peldaños de la entrada y se echó a llorar. Entonces, oyó sonar un timbre en el interior de la casa. Corrió y miró a través de una ventana. El doctor Waddell estaba hablando por teléfono. Danny pegó el oído al cristal y oyó al doctor Waddell diciéndole al reverendo Joshua Billings que iba en seguida.

—Manténgala bien abrigada hasta que yo vaya —dijo el médico—. No creo que sea nada grave. Le echaré un vistazo de todos modos.

Danny permaneció de pie con la espalda apoyada contra el muro de la casa mientras el médico salía a toda prisa con una bufanda alrededor del cuello y subía a su Chevrolet negro, llevando en su mano su maletín. Cuando el automóvil se perdió en la nevada oscuridad, Danny sintió que la tormenta invernal penetraba en su cuerpo y se concentraba en la boca de su estómago. Era como si una bola de hielo se hubiera alojado allí y le causara un inmenso dolor.

«Simon Waddell», pensó mientras regresaba a casa entre la nieve. «Simon Waddell», repitió una y otra vez mientras tropezaba con los ventisqueros y sollozaba amargamente, tratando de regresar cuanto antes junto a su madre moribunda. A cada paso que daba, la rabia crecía en su interior y su mente de doce años evocaba otro nombre, el del reverendo Joshua Billings, por haberse llevado al médico. Fue entonces, al llegar finalmente a la choza y acercarse a la puerta, cuando Danny inició la lista especial de nombres. Unos nombres que jamás debería olvidar.

Permaneció sentado junto a su madre, llorando, retorciéndose las manos y sintiéndose absolutamente indefenso y desvalido, hasta que, hacia la madrugada, ella salió de su delirio, miró a su apuesto hijo durante un breve instante de lucidez, le acarició con la mano el cabello casi pelirrojo y le dijo:

—Quiero que crezcas y seas alguien, Danny.

Después, murió.

Se volvió loco de rabia y dolor y no lo encontraron hasta varios días después, con el tirachinas roto después de tanto vengarse de la inocente naturaleza. Augustus Mackay ya no pudo controlar a su hijo después de aquello, por muchos subterfugios que utilizara. Cuando la dulce alma de la madre de Danny abandonó su cuerpo, algo perverso y negro penetró en el alma de Danny. Este tenía doce años por aquel entonces…, pero ya era un hombre adulto.

Terminó la canción y Danny volvió a contemplar la cálida cocina de Hazel, rodeado por los aromas de la cochura y las risas de las muchachas, penetrando a través de la puerta abierta. Desde el lugar donde estaba sentado, Danny podía ver al fondo del pasillo el salón de Hazel en el que los hombres se reunían con las prostitutas y elegían las que más les gustaban.

La noche en que murió Mary Mackay, nació en Danny una extraña y compleja relación de amor/odio con el recuerdo de su madre. Él la adoraba y ella le había decepcionado. Entonces Danny aprendió dos cosas con certeza absoluta: que ninguna mujer del mundo podría competir jamás con su bella mamá y que, tal como había hecho su bella mamá, todas las mujeres lo decepcionarían.

—¿Está usted bien, señor Danny? ¿Le ocurre algo al pastel?

Danny contempló el sudoroso rostro de Eulalie, semejante al ébano pulido. Según su propia escala de valores humanos, la cocinera se había situado en el último escalón; era de «color negro».

Bien, pensó Danny, terminándose el pastel y levantándose de la mesa mientras sacaba su cajetilla de Camel, si aquella negra estaba condenada a permanecer para siempre en el último escalón, Danny Mackay estaba firmemente decidido a no seguir siendo una basura blanca.

Algún día, los personajes de alcurnia lo acogerían en sus salones y lo querrían en las camas de sus hijas. Le enseñaría a su mamá y le enseñaría a todo el mundo que Danny Mackay era un hombre que iba a sitios.

La noche de San Antonio era tan calurosa que aquello era como conducir a través de la sopa. Danny y Bonnie Purvis comentaron la posibilidad de ir al cine, pero en el local haría mucho calor y, a no ser que echaran una película de John Wayne o que estuvieras con una chica en la última fila, el cine no era muy divertido.

Bonner Purvis tenía un año menos que Danny y la cara todavía llena de granos. Le habían rechazado en el ejército por tener los pies planos, y por eso vendía bebidas alcohólicas de mala calidad y chicas «guarras» a los pilotos, por despecho. Bonner era una ironía ambulante: desde muy pequeño poseía unos rasgos de crueldad que su padre no lograba desterrar de él por muchos azotes que le diera, pero, al mismo tiempo, tenía el rostro más angelical que se hubiera visto en un hombre. Hombres y mujeres se volvían a mirar cuando Bonner Purvis pasaba por su lado; era el mismísimo arcángel san Gabriel, decían, con aquel lacio cabello rubio tan suave como los estigmas de una mazorca de maíz, y aquellos ojos tan azules y aquel hoyuelo tan encantador en la barbilla. Su sonrisa, decían todos, hubiera sido capaz de encandilar a un jabalí, y, además, tenía unas manos muy bonitas, casi como las de una mujer. A pesar de la mala fama que tenía en aquella zona de San Antonio (todo el mundo sabía lo que le había hecho al pobre perro de Fred MacMurphy), la gente no podía aborrecer por entero a Bonner Purvis, solo porque era tan guapo. Por eso los pilotos de la base confiaban en él y le daban dinero cuando, en realidad, no hubieran tenido que hacerlo.

Como Danny, Bonner estaba por encima de los proyectos del tres al cuatro. Se sentía inquieto. San Antonio se le había quedado de repente demasiado chico y él tenía ambiciones.

Así pues, como la noche era muy calurosa y no sabían adónde ir, se compraron una botella de «Jack Daniel’s» y salieron de la ciudad en la vieja furgoneta de Bonner. Querían visitar una de las ciudades fronterizas donde era posible conseguir una puta mexicana por un dólar.

Pero, por el camino, tropezaron con un espectáculo que indujo a Bonner a frenar en seco.

—Vaya, vaya, Danny. Fíjate en eso.

Danny, que acababa de tomar un trago de la botella, se pasó la mano por la boca y miró a través de la ventanilla abierta de la furgoneta. Allí, a unos cien metros de la carretera, en el centro de un extenso campo, se levantaba una enorme tienda iluminada, semejante a un pastel de cumpleaños recortándose contra la negra noche de Texas. A su alrededor habían muchos automóviles estacionados y los dos muchachos de San Antonio vieron a cientos de personas de todas clases (mexicanos, negros y blancos pobres) entrando en la tienda mientras un órgano invisible dejaba escapar los acordes de When the Saints Go Marching In.

—Pero, bueno… —dijo Danny por lo bajo.

—¿Has estado alguna vez en una concentración evangélica? —preguntó Bonner ya con la mano en el tirador de la portezuela—. Mi madre me llevó a un par de ellas cuando era pequeño. ¡Son algo impresionante!

—Vamos a echar un vistazo.

Se sentaron en un banco que crujía y amenazaba con derrumbarse bajo el peso de tanta gente. La tienda estaba abarrotada hasta el tope y muchas personas permanecían de pie en los laterales y en el fondo, abanicándose, con la ropa mojada de sudor y llenando toda la tienda con el olor de la humanidad que no se lava en plena canícula.

El reverendo ostentaba el pomposo nombre de Billy Bob Magdalene y lucía un traje de color crema con corbatín negro mientras escupía fuego y azufre sobre sus sudorosos oyentes.

No fue una concentración muy espectacular comparada con otras del mismo estilo, pero Billy Bob Magdalene sabía lo que se llevaba entre manos y sabía también que, para que la gente soltara el dinero, primero tenía que meterles dentro del cuerpo el miedo al fuego infernal y después convencerles de que, con su intervención, el Señor los podría salvar. «A Dios se le puede sobornar», era el mensaje subliminal. Y daba muy buen resultado. Al término de la velada, la gente estaba tan aterrorizada por los pecados cometidos que, cuando se pasaban las bandejas de la colecta, arrojaban dólares y pesos en la esperanza de que Billly Bob Magdalene tuviera efectivamente alguna influencia ante Dios.

A Danny se le ocurrió la luminosa idea durante la colecta.

Reinaba un caos absoluto mientras la hermana Hallie aporreaba el órgano, el hermano Bud dirigía el canto de Roca de las edades y unos cuantos fundamentalismos pentecostales recorrían los pasillos, hablando confusamente en distintas lenguas. Danny se levantó, se quitó su sombrero de vaquero y lo empezó a pasar entre la concurrencia como el que no quiere la cosa. Al ver lo que hacía Bonner se quitó también el sombrero y bajó por el pasillo para pasarlo entre los seguidores unas filas más atrás. No correrían el riesgo de parecer demasiado codiciosos en caso de que los descubrieran. Pero, entre tanta gente que levantaba los brazos y se acercaba a Billy Bob Magdalene para recibir su bendición, nadie se fijaría en aquellos dos muchachos que salían subrepticiamente de la tienda, con los sombreros apretados contra sus pechos.

—¡Hurra! —gritó Bonner, corriendo hacia la furgoneta—. ¡Apuesto a que hemos conseguido por lo menos cincuenta dólares!

Danny rugió de entusiasmo mientras abría la portezuela y se acomodaba al interior del vehículo. Allí arrojó el contenido del sombrero sobre el asiento y empezó a contar mientras Bonner ponía la furgoneta en marcha y retrocedía para regresar a la carretera.

Cuando oyeron la explosión y percibieron la sacudida de la furgoneta, se preguntaron con qué habrían tropezado. Cuando oyeron al segunda detonación y notaron que la parte anterior de la furgoneta se inclinaba hacia abajo, comprendieron que alguien estaba disparando contra los neumáticos.

—¡Jesús bendito! —exclamó Bonner, agachándose bajo el salpicadero.

Danny miró hacia adelante y, presa del miedo, vio, a través de la polvareda de arena, una figura iluminada por los focos delanteros del vehículo. Era Billy Bob Magdalene, apuntando con una escopeta de caza directamente a la cabeza de Danny.

—Muy bien, chicos —dijo Billy Bob, arrastrando las palabras—. Salid de la furgoneta. Tranquilos y despacito.

Danny estaba tan sobresaltado que no podía moverse y Bonner se había meado en los pantalones.

—¡Bajad, he dicho! ¿Qué voy a tener que hacer para que me obedezcan, cabezas de chorlito?

Poco a poco y temblando de miedo, ambos muchachos descendieron del vehículo con las manos en alto y sin apartar los ojos del cañón de la escopeta del reverendo.

Billy Bob Magdalene echó un prolongado vistazo al rostro de Danny. Después, al ver los pantalones mojados de Bonner, bajó la cabeza y sacudió la cabeza, diciendo:

—Mierda. Los dos vais a venir conmigo a mi despacho.

Su despacho resultó ser un destartalado autocar con unas letras en el costado que decían: BILLY BOB MAGDALENE OS TRAE A JESÚS.

Dentro hacía mucho calor y apestaba a sudor y a whisky. Mientras los chicos subían delante de Billy Bob Magdalene y su escopeta de caza, vieron salir a la gente de la tienda entonando el himno Gracia divina.

—Bueno —dijo Billy Bob Magdalene, dejando la escopeta a un lado—. ¡Sois los más miserables fulleros que he visto en mi vida, meones de mierda! Sentaos.

—Mire, señor Magdalene —dijo Bonner—, le devolveremos el dinero. Era solo una broma.

El reverendo soltó un suspiro de hastío y se acomodó en una chirriante silla. Después, abrió el cajón del fondo de un escritorio adosado a la parte de atrás del asiento del conductor y sacó una botella de whisky, llenando solo un vaso para él.

—Os debéis de creer muy listos, ¿verdad? —dijo tras apurar el vaso de un solo trago—. ¿No sabéis que ese es el truco más viejo desde que la serpiente engañó a Eva con la manzana? ¿Creéis que no os vimos cuando entrasteis en la tienda? Una tienda llena de «espaldas mojadas» mexicanos, negros y basura blanca y, de pronto, entran dos vigorosos jovenzuelos con ganas de hacer una de las suyas. Me decepcionáis, muchachos. Pensaba que ibais a ser más originales que los demás.

Danny y Bonner se removieron inquietos en sus asientos.

—Os voy a hacer una oferta —dijo Billy Bob Magdalene tras apurar el segundo vaso—. ¿Os interesaría un trabajo?

—¿Un trabajo? —repitieron ambos mozos al unísono.

—Sí. Un trabajo en mi espectáculo. Necesito un par de señuelos entre el público. Desde que la hermana Lucy y el hermano Abner se fugaron juntos el mes pasado, mis ingresos nocturnos se han reducido. ¿Sabéis lo que es un señuelo?

Ambos sacudieron la cabeza.

El reverendo Billy Bob Magdalene les explicó cómo funcionaba su negocio. Mientras hablaba, abrió un cesto y sacó unos bocadillos de carne asada con mostaza y tomate, un poco de pollo frito frío y unos trozos de pastel de cabello de ángel. Los compartió con los muchachos y estos los devoraron con avidez. Pero no les ofreció whisky.

—Yo me lo monto en plan protector —dijo el reverendo Billy Bob Magdalene—. Primero, le recuerdo a la gente que Dios está muy enojado y tiene previsto en su calendario aplastarla a la primera oportunidad que se le ofrezca. Después, doy a entender que tengo una relación muy especial con el Señor y que Él me presta oídos. Al final, sugiero que, a cambio de una módica cantidad, podría susurrar al oído de Dios algunas palabras en su defensa. No falla nunca. Entran en mi tienda como pecadores muertos de miedo y salen completamente seguros de haber recuperado el favor divino.

Se zampó un muslo de pollo, arrojó el hueso por la ventanilla y volvió a llenarse el vaso de whisky.

—Ahora os explico cómo lo hago. Me desplazo tranquilamente a una ciudad en este autocar y hago un trato con los pastores protestantes del lugar. A cambio de la mitad de mis ingresos, acceden a cerrar sus iglesias e invitan a la gente a acudir a mi tienda. De esta manera, todo el mundo está contento. Yo recibo dinero, los pastores también lo reciben y la gente se va con una breve tregua en la cólera de Dios.

Pensando que ojalá tuviera una bebida refrescante para acompañar el bocadillo, Danny preguntó:

—¿Y qué pintamos nosotros en eso?

—Necesito colocar a alguien entre el público para que la cosa marche. Conviene tener un señuelo por cada veinticinco personas. Cuando yo hago una señal convenida, vosotros iniciáis los aplausos del público. Cuando yo doy otra señal, os levantáis y gritáis: «¡Aleluya!». Cuando se pasa la bandeja, están todos tan entusiasmados que prácticamente se vacían los bolsillos. —Billy Bob Magdalene se reclinó en su asiento y soltó un sonoro eructo—. ¿Qué os parece, chicos?

—¿Y cuál sería nuestra participación?

—¿Vuestra participación? —Billy Bob Magdalene echó la cabeza hacia atrás y se partió de risa—. ¡Maldita sea tu estampa, hijo! ¡Vuestra participación es que no os entregue al sheriff por lo que habéis hecho esta noche! Después de haberos cortado los cojones.

El reverendo guardó silencio mientras se hurgaba los dientes con un palillo y estudiaba a los muchachos. Estaba pensando que las señoras siempre echaban más dinero en la bandeja cuando había alguna posibilidad de ser conducidas personalmente hacia Jesús por unos mozos tan guapos como aquellos. No había nada como los jóvenes de Texas para conducir a las damas hasta el Señor, pensó.

—El cinco por ciento de los ingresos —dijo—. Repartido entre los dos. Más los viajes en autocar y la comida gratis. Mis giras me llevan hasta Louisiana y Oklahoma. Las posibilidades son ilimitadas, hijos míos. ¿Qué os parece?

Bonner miró a Danny y ambos se intercambiaron una sonrisa.

Aquella mañana, les había dado jamón frito con galletas de mantequilla. Ahora les estaba colocando delante unos grandes cuencos de guindillas con pan de maíz y leche fría. Danny le dirigió una sonrisa especial, la miró con sus lánguidos ojos verdes y le dijo en un susurro:

—Lo digo en serio, señora. No hay como una mujer texana para preparar las guindillas como Dios manda. ¡Le doy mi palabra!

Miró al otro lado de la mesa y le guiñó el ojo a Bonner. Ambos se habían acostado con ella la víspera…, los tres juntos en la misma cama.

Poco después de incorporarse al negocio de la predicación de Billy Bob Magdalene, los dos chicos de San Antonio descubrieron que muchas de aquellas esposas que vivían en solitarias granjas estaban sedientas de un poco de diversión. Con unos maridos demasiado cansados de su dura jornada en el campo o demasiado aficionados a la Biblia como para introducir algún cambio en sus relaciones, muchas mujeres se desahogaban con aquellos guapos mozos dispuestos a hacer cualquier cosa que les pidieran. La víspera, aquella joven esposa de un cultivador de algodón que se encontraba de viaje en Abilene se había empeñado en que Danny y Bonner la penetraran al mismo tiempo. Fue la primera experiencia de esta clase para Danny, pero este llegó a la conclusión de que le gustaba.

Por si fuera poco, a la mañana siguiente hubo un billete de diez dólares para cada uno en la bandeja.

—Es una lástima que no se puedan quedar aquí un poco más —dijo la mujer, sirviéndoles otra jarra de leche fría.

Danny se balanceó en su silla y le dedicó una seductora sonrisa. La esposa del granjero era doblemente inteligente; no solo era una fiera en la cama sino que, además, preparaba unos festines casi tan suculentos como los de Eulalie.

Poco después de incorporarse al negocio de Billy Bob Magdalene un año antes, tras una rápida visita a la casa de Bonner para recoger las pocas cosas que tenían sin despedirse tan siquiera de la señora Purvis, ambos amigos descubrieron que no tenían por qué dormir en aquel maloliente autocar con la hermana Hallie, el hermano Bud y el reverendo. En cada ciudad que visitaban, las mujeres competían entre sí para ganarse el honor de ofrecer comida y cama a los chicos por la noche. Al reverendo no le importaba, porque sabía hacia dónde soplaban los vientos. Era justamente lo que él pensaba: los jóvenes guapos como aquellos, rebosantes de energía y entusiasmo, eran su mejor atracción.

Sus ingresos nocturnos se incrementaron en un abrir y cerrar de ojos. Cuando Danny y Bonner subían y bajaban por los pasillos, esbozando hechiceras sonrisas e instando a la gente a alabar al Señor, los asistentes se desprendían de su dinero con más facilidad.

Una noche en las afueras de Austin, estando Billy Bob Magdalene indispuesto a causa de algo que había comido, Danny decidió hacer sus primeros pinitos como predicador y descubrió que era mil veces mejor que el reverendo. Su natural energía y su magnetismo consiguieron ganarse la voluntad de los presentes en cuestión de unos minutos. Se paseó por el escenario, les dio sexo, carisma y fuego del infierno, y aquella noche se registraron unos ingresos superiores a los que jamás hubieran tenido. Más tarde, Danny pudo elegir entre la multitud de mujeres que subieron al autobús para pedirle consejo privado.

Fue entonces cuando Bonner comentó que, a lo mejor, no necesitaban a la hermana Hollie ni al hermano Bud. A fin de cuentas, en casi todas las iglesias había un órgano y casi todos los organistas pertenecían al sexo femenino. Tocar en las reuniones de Billy Bob Magdalene se consideraba un honor y a nadie se le hubiera ocurrido pedir un céntimo a cambio. Los chicos convencieron a Billy Bob Magdalene de que abandonara a Hallie y Bud en Shreveport tras haberle demostrado sobre el papel lo mucho que se incrementarían sus ingresos sin aquellos dos.

Pero aún no era suficiente. Mientras mojaba el pan en el cuenco y sus ojos se posaban en un trozo de pastel de manzana, Danny dijo:

—Sí, señora.

Llevaba algún tiempo pensando que no estaban sacando el máximo provecho de sus habilidades.

Cada noche, en todas las ciudades, ocurría lo mismo. Billy Bob Magdalene escupía fuego y azufre sobre la aterrorizada multitud y después los apuestos Bonner y Danny pasaban entre la gente recogiendo el dinero. Lo malo era que no destacaban.

En realidad, se parecían bastante a los numerosos grupos fundamentalistas que recorrían el Sur. Algunas veces, Danny había asistido a otras concentraciones para ver lo que hacían. Había visto a una «virgen» sucintamente vestida agitando serpientes, a un predicador de siete años embutido en un esmoquin blanco en miniatura, a personas que se levantaban de sus sillas de ruedas curadas por la fe, a gentes que se bautizaban por inmersión total y cosas por el estilo. Todos tenían su truco. Y eso era lo que él y Bonner necesitaban para destacarse de los demás. De lo contrario, nunca conseguirían salir del montón.

Y no es que Danny se quejara. La incorporación al negocio de Billy Bob Magdalene había sido un acierto. Gracias a ello, pudo marcharse de San Antonio y alejarse de los pilotos y las putas, echarse a la carretera y ver lo que ocurría en el mundo. Disfrutaba de nuevas camas y de nuevas compañeras casi cada noche, podía comer gratis y ahorrar dinero hasta que se inventara algún plan para el futuro.

De una cosa estaba seguro. No pensaba seguir en aquella actividad todo el resto de su vida. Le bastaba con mirar a Billy Bob Magdalene. Debía de pasar con mucho de los cincuenta y era un don nadie que vivía a base de whisky y moriría en la mediocridad. Al final, Danny había saboreado el poder de controlar a la gente, de manipularla a su antojo y de hacerla bailar al son que él tocara. Y, tras haberlo saboreado una vez, ansiaba repetir la experiencia.

—Me temo que no podemos quedarnos, señora —dijo ahora, apartando a un lado el plato vacío de pastel de manzana—. El reverendo dice que tenemos que estar en Texarkana al anochecer.

—Qué lástima —dijo la mujer.

Danny contempló su trasero bajo el ajustado vestido estampado…, era el trasero más fabuloso que jamás hubiera visto. El solo hecho de pensar en lo de la víspera le excitaba.

Miró a Bonner y adivinó que su amigo estaba pensando lo mismo.

Ambos sonrieron.

Qué demonios, lo habían hecho una vez, ¿no? ¿No habían emborrachado a Billy Bob Magdalene hasta el punto de obligarle a quedarse a pasar la noche en un lugar? Como la vez en que aquellas dos gemelas les dejaron casi exhaustos en Wichita Falls. Danny se pasó una semana dolorido después de aquello, pero mereció la pena. Emborracharon tanto a Billy Bob Magdelene que este se pasó tres días durmiendo la mona mientras él y Bonner se divertían con las hermanas Macfee.

Tras darle las gracias a la mujer del granjero y retirarse por la puerta de la cocina, Danny le dijo a Bonner en voz baja:

—¿Qué tal si bajamos a la ciudad y le compramos una botella a Billy Bob?

Hacia la medianoche, cuando los tres se encontraban desnudos y sudorosos con los cuerpos entrelazados en la cama, a Danny se le ocurrió la idea.

«Ya no necesitamos para nada a Billy Bob Magdalene».

Los muchachos esperaron su oportunidad hasta que un día, en plena canícula, se encontraron en un desierto tramo de la carretera. Las oleadas de calor llegaban a ellos desde el ardiente asfalto y en el desierto se les aparecían espejismos de falsos estanques como plata fundida. A lo largo de kilómetros y más kilómetros no había más que arbustos de mezquite y chumberas, el azote del oeste de Texas. Tenían sintonizada una emisora que estaba trasmitiendo la canción Heartbreak Hotel, cantada por un nuevo intérprete de country and wéstern llamado Elvis Presley. Y el reverendo Billy Bob Magdalene se encontraba bajo los efectos de otra resaca. Desde hacía un par de meses las cosas no le iban muy bien. Su salud se estaba deteriorando rápidamente y no sabía qué hubiera hecho sin aquello dos muchachos que tanto se preocupaban por su bienestar y tan buenos eran con él, comprándole siempre una botella.

—Eh —dijo Bonner desde el fondo del autocar—, ¿qué sabes de esta ciudad llamada Odessa? ¿Has estado allí alguna vez, Billy Bob?

Pero el reverendo estaba demasiado ocupado, sosteniéndose la cabeza. Aquella noche tampoco podría predicar. Lo haría Danny, pero no importaba. Aunque Billy Bob Magdalene no quisiera reconocerlo ante los chicos, Danny era un predicador mucho más inspirado que él. Y, además, era tan guapo y tenía una sonrisa tan seductora que enseguida se ganaba el interés del público. No podía negarlo…, el chico era el que atraía los billetes grandes.

—Eh —dijo Danny de repente—, ¿han notado eso?

—Notar, ¿qué? —preguntó Bonner.

—Pues, no sé… —Danny frunció el ceño y asió con fuerza el volante—. Hay algo que no marcha.

—Podría ser un neumático —dijo Bonner, acercándose e inclinándose entre su amigo y el reverendo para contemplar el interminable tramo de carretera que tenían por delante.

Llevaban varias horas sin cruzarse con ningún otro vehículo.

—Será mejor que le echemos un vistazo —dijo Danny, desviando lentamente el viejo autocar hacia la cuneta.

—Tú quédate aquí, Billy Bob —dijo Bonner, bajando con su amigo—. Aquí afuera hace demasiado calor para ti.

Sin embargo, al verles allí de pie encendiendo un Camel y sacudiendo la cabeza mientras contemplaban la rueda delantera, Billy Bob no pudo resistir el impulso de bajar para ver qué pasaba.

Descubrió inmediatamente lo que pasaba en cuanto los chicos volvieron a subir al autocar, diciendo que iban por el gato y unas herramientas y, en su lugar, pusieron el motor en marcha y se alejaron.

Bonner y Danny contemplaron a través del espejo retrovisor su pequeña y perpleja figura, haciéndose cada vez más pequeña a medida que ellos se alejaban.

Un pobre borracho sin camisa, sin sombrero y sin agua en mitad de un desierto despiadado.

—¡Hurra! —gritó Bonner.

—¡Lo hemos conseguido, chico! —exclamó Danny, pisando el acelerador de su autocar BILLY BOB MAGDALENE OS TRAE A JESÚS rumbo a cosas mucho mejores, de eso no le cabía la menor duda.

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