Butterfly

Butterfly


Febrero » Capítulo 19

Página 24 de 63

19

Hollywood, California, 1960.

—El sexo es lo que más se vende hoy en día, ¿lo sabes, Bev?

Ella no le prestó atención. Estaba demasiado ocupada, luchando con los incomprensibles libros de contabilidad del restaurante. En momentos como aquel, solía pensar en Carmelita, una muchacha nacida con un talento extraordinario y obligada a enterrarlo junto con todos sus restantes sueños. Carmelita, que había dejado de contestar a las cartas de Beverly hacía dos años.

—Oye, Bev, ¿quién es, a tu juicio, el actor con más atractivo sexual en estos momentos?

—No lo sé —contestó Beverly sin levantar los ojos de las cuentas.

Roy Madison la miró malhumorado por encima de un ejemplar de la revista Variety y dijo:

—Hablo en serio, Bev. Vamos, ¿quién es el hombre con más atractivo sexual de la pantalla hoy en día?

Beverly posó el lápiz y le miró desde su taburete del fondo del mostrador. Roy estaba sentado en su mesa habitual, la más próxima al teléfono público, con los últimos ejemplares de Variety, Casting Call y Hollywood Reporter extendidos delante de él sobre la mesa. Y, como de costumbre, vestía unas prendas limpias pero cuidadosamente remendadas y permanecía sentado en su silla de tal forma que pudiera controlar frecuentemente su aspecto en la reluciente superficie del tocadiscos automático, conservando todavía el café ya enfriado que había pedido dos horas antes (nunca pedía nada para comer, Roy estaba sin blanca y ni siquiera podía permitirse el lujo de comer en el restaurante de Eddie) mientras estudiaba las oportunidades. Un típico actor en paro.

—De verdad que no lo sé, Roy. No voy al cine.

—¿Qué te parece Paul Newman?

Era el período de menos actividad de la mañana (entre las horas punta del desayuno y el almuerzo), en el que solo había uno cuantos clientes en las mesas. Hasta la Highland Avenue parecía más tranquila aquella mañana.

—¿Por qué quieres saberlo, Roy?

—Porque estoy pensando que, a lo mejor, me convendría cambiar de imagen. Para mejorar mi atractivo.

Beverly se puso a reflexionar en serio sobre el asunto. Aunque raras veces prestaba atención a los hombres y llevaba seis años sin sentir por ellos el menor interés, era lo suficientemente observadora como para haberse dado cuenta de que la imagen de Roy Madison no tenía nada de malo. En realidad, era un hombre muy apuesto según los típicos cánones de los ídolos de la pantalla. El propio Eddie lamentaba a menudo que, con la buena planta que tenía, Roy no consiguiera más ofertas para actuar. Lo malo era ser un pez chico desconocido en un océano lleno de tiburones. Había conseguido algún que otro papel mudo en algunas producciones (incluso uno en color en Bonanza) pero no había sido suficiente para darse a conocer. Se buscaba trabajos provisionales, los dejaba cuando le ofrecían algún papel y sableaba a los amigos cuando no tenía dinero. Como aquel día, por ejemplo. Hacía más de un mes que su agente no respondía a sus llamadas.

—Yo no creo que tenga nada de malo tu imagen, Roy.

—El último director de reparto que me entrevistó me dijo que me parezco demasiado a Fabian. ¿Es eso cierto, Bev?

Beverly observó su manera de mirarse en la reluciente superficie del tocadiscos automático, volviendo la cabeza hacia un lado y hacia otro y alisándose el impecable tupé, y no tuvo más remedio que mostrarse de acuerdo: se parecía demasiado a Fabian.

—Si, por lo menos, me dieran un buen papel. Un papel hablado. Si pudiera demostrarles mi valía. Pero no te dan ningún papel hablado si no tienes el carnet de la Asociación de Actores Cinematográficos y no te dan el carnet si nunca has interpretado un papel hablado. Mierda, Bev. Solo por una vez, quisiera demostrarle a la gente lo que puedo hacer.

—Ya se lo demostrarás, Roy —dijo Beverly—. Algún día tendrás la oportunidad.

—Ya —dijo Roy, soltando un bufido—. Como la tuvo Eddie.

Roy era asiduo del restaurante desde hacía ocho años y recordaba el Tony’s Royal Burgers cuando no era más que un restaurante de mala muerte frecuentado por prostitutas, policías y actores en paro como él, capaces de comerse las hamburguesas rancias de Eddie. Ahora, en cambio, Eddie tenía un automóvil Edsel recién estrenado y había alcanzado el éxito.

La clave del éxito de Eddie había sido la constancia. Ahora era propietario de seis Royal Burgers y garantizaba a sus clientes que, cuando compraban una hamburguesa en el establecimiento de Pasadena, sería exactamente de la misma calidad que la que hubieran saboreado la semana anterior en el establecimiento de Santa Mónica. Las cadenas de hamburgueserías eran una novedad. Eddie conocía las cadenas White Tower y White Castle en el Este, pero, en la Costa Oeste, con la excepción de alguna que otra cadena relativamente desconocida como la que habían inaugurado los hermanos McDonald en la remota localidad de San Bernardino, el fenómeno era prácticamente desconocido. Eddie, en los seis años transcurridos desde que Beverly mejorara sus hamburguesas con la adición de especias, había descubierto para su gran sorpresa lo que quería realmente el público: servicio rápido y comida estándar a bajo precio. Se estaba haciendo rico con sus restaurantes Royal, a pesar de que seguía sirviendo las hamburguesas envueltas en papel y las vendía en bolsas a diez centavos la pieza. El lema del restaurante era «millones de personas han comido Royal Burgers», y figuraba escrito en todos los rótulos de Royal Burgers justo por debajo de la conocida y característica corona dorada.

En aquel momento entró el cartero con la voluminosa cartera colgada del hombro.

—Hola Beverly —dijo, entregándole un pequeño montón de sobres.

—Hola, señor Johhnson —contestó Beverly, tomando las cartas.

El cartero la observó mientras examinaba cuidadosamente cada uno de los sobres. Sabía que estaba buscando algo, pero ignoraba de qué se trataba. A Fred Johhnson le encantaba contemplar a la bonita Beverly Highland. Llevaba haciendo aquella ronda casi veinte años y en todo aquel tiempo jamás había contemplado un espectáculo más placentero que el de la chica que regentaba el restaurante de Eddie. Una vez se le ocurrió incluso la idea de invitarla, aunque solo fuera a jugar a los bolos, pero un día Eddie le hizo una confidencia: Beverly no salía con nadie. No tenía novio y ni siquiera amigos. ¿Cómo era?, le preguntó Fred a Eddie. Pero Eddie tuvo que reconocer que, a pesar de conocerla desde hacía seis años, sabía tan poco sobre ella como la primera noche que la chica entró en su restaurante a pedir trabajo.

Fred contempló sus manos mientras repasaba los sobres…, largas, finas y delicadas. Como toda ella. La chica le sorprendía. Por mucho trabajo que hubiera en el restaurante (y últimamente había muchísimo), Beverly nunca tenía un solo cabello fuera de su sitio. Siempre se mostraba tranquila, serena y controlada. Su uniforme estaba siempre impecablemente planchado y sin una sola arruga, nunca levantaba la voz ni perdía los estribos. A Fred le recordaba una limonada en los días calurosos o una merienda en el campo bajo la sombra de los árboles.

Beverly lanzó un suspiro y apartó a un lado las facturas y las notificaciones. Fred comprendió que aquello que con tanta diligencia buscaba cada día, aún no había llegado. De repente, se le ocurrió pensar que, si supiera lo que Beverly buscaba, hubiera sido capaz de remover cielo y tierra para conseguírselo.

Pero ni siquiera Fred Johhnson, con su tardío ardor de la mediana edad, hubiera podido arreglarlo. Lo que Beverly buscaba cada día en la correspondencia era la respuesta a un anuncio que había insertado en periódicos de todo el país. «Naomi Burgess Dwyer —decía el anuncio clasificado de la sección de contactos personales—. Ponte en contacto con tu hija Rachel en el 1718 de Highland Avenue, Hollywood, California». En cuatro años, no había obtenido respuesta.

—¿Le apetece tomar algo, señor Johhnson? ¿Una Coca Cola o alguna otra cosa?

Ella era así. Siempre atenta y considerada. Puesto que, a lo largo de su ronda, Fred se detenía en varias botillerías y tiendas de comida preparada, Fred tenía muchas ocasiones de comer algo. Pero nunca rechazaba las invitaciones de Beverly. Le gustaba verla de pie junto a la máquina automática de gaseosas, llenando un gran vaso de papel parafinado. Le gustaba recibirlo de su mano y decirle:

—Gracias, eres un ángel.

A veces, ella se ruborizaba levemente, y eso era lo que más atraía al viejo Fred. La inocencia de la joven Beverly. Solo con mirarla se adivinaba que jamás había recibido tan siquiera un beso.

Cuando el cartero se marchó tras haberse tomado su habitual bebida gratis, Beverly cerró los libros de contabilidad y los guardó bajo la caja. Desde que Eddie había empezado a hacerse rico, su mujer Laverne ya no trabajaba en el restaurante y Beverly se había convertido en la encargada del establecimiento, aunque todavía no había logrado desentrañar las enigmáticas cuentas de Laverne. Por esta razón Beverly pensaba tan a menudo en Carmelita.

Aquella terrible noche de seis años antes en que, llamándose todavía Rachel Dwyer, había subido al tren con destino a California, Beverly había jurado no volver a poner los pies en Texas.

Sin embargo, había descubierto que el tiempo sanaba las heridas. Tras haber vivido todo aquel tiempo en medio de personas amables y honradas, la amargura de Beverly hacia Hazel se había mitigado. Desde la perspectiva de los años y los kilómetros y de la respetable vida que llevaba, por no hablar de la seguridad que suponían los ahorros en el banco, Beverly podía mirar hacia atrás sin sentir la furia que antaño ardía en su interior. Podía recordar los dos años transcurridos en la casa de Hazel y su amistad con Carmelita con cariño y casi con añoranza. Últimamente se preguntaba qué habría sido de Carmelita y por qué habría dejado esta de contestar a sus cartas.

No obstante, un viaje a Texas en aquellos momentos era algo impensable. Eddie estaba tan ocupado planificando los emplazamientos de sus futuros establecimientos y proyectando las reformas del restaurante para mejorar el servicio y aumentar las plazas de estacionamiento que había dejado la dirección de la pequeña empresa en manos de Beverly. Y no es que a ella le importara. Como estaba ocupada de la mañana hasta la noche, la joven se olvidaba de su soledad y tenía una excusa para no aceptar las invitaciones de las amistades que hacía en el restaurante. El hecho de estar ocupada le permitía concentrarse en lo único que le importaba en su vida: la venganza contra Danny Mackay.

Una muchacha entró en el establecimiento y pidió dos hamburguesas asadas a la parrilla para llevar. Sostenía en brazos a una niña pequeña; en el momento de cobrarle el importe en la caja, Beverly le preguntó:

—¿Qué tiempo tiene la niña?

—Casi dos años —contestó la orgullosa madre—. ¿Verdad, Cindy?

Beverly contempló con nostalgia a la niña. Su hijito, si viviera, tendría cinco años.

—Toma —dijo, ofreciéndole a la niña un caramelo de menta.

—Da las gracias, Cindy —dijo la joven madre mientras Beverly la miraba alejarse.

Roy se levantó de la mesa, introdujo una moneda de diez centavos en el tocadiscos automático y se detuvo para mirarse mientras Marty Robbins empezaba a cantar El Paso.

—No sé, Bev —dijo Roy Madison, acercándose al mostrador y pasando una larga pierna por encima de un taburete—. Me esfuerzo por tener buen aspecto, pero parece que no les gusto.

Beverly le estudió con la cara muy seria, pensando que ojalá no pusiera constantemente aquella canción en el tocadiscos. Fuera del Sur, la música country no estaba de moda, de lo cual ella se alegraba mucho porque le hacía recordar cosas que deseaba olvidar.

—A lo mejor, tendrías que cambiar de aspecto, Roy.

Roy la miró con asombro. Eso jamás se lo había dicho nadie.

—¿Y qué tiene de malo mi aspecto?

—Tú mismo acabas de decir que quieres cambiarlo.

Roy frunció el ceño. Era cierto, pero lo había dicho porque buscaba un cumplido, no un insulto. Estaba claro que nadie le había enseñado a Beverly lo que era el tacto. Roy la miró. El rostro de Beverly parecía siempre sincero. Nunca actuaba con gazmoñería ni gastaba bromas ni guiñaba el ojo ni apenas sonreía. Se tomaba la vida muy en serio y, cuando le hacían una pregunta, contestaba con absoluta honradez.

Lo cual significaba que creía de veras que él tenía que cambiar de aspecto.

—Pues voy listo —musitó Roy con aire preocupado.

Beverly salió de detrás del mostrador y se sentó a su lado.

—Te han dicho más de una vez que te pareces a Fabian —le dijo—. A lo mejor, por eso no te contratan. A Fabian ya lo tienen. A quien no tienen es a Roy Madison.

Beverly estaba despertando su interés. Nadie, ni su madre ni sus hermanas ni sus distintos compañeros de habitación ni sus ocasionales amistades masculinas le habían insinuado jamás la posibilidad de que tuviera que cambiar de aspecto. Bueno, puede que aquel consejo fuera el que necesitaba.

—Sí, pero ¿qué es Roy Madison? —preguntó, contemplando su imagen en el espejo situado detrás del mostrador.

Beverly lo estudió.

—No lo sé, Roy. ¿Fuiste a la universidad?

—No.

—Tienes pinta de universitario. Te pareces a Bobby Rydell o a Ricky Nelson.

—¿Y eso qué tiene de malo?

—Vas demasiado emperifollado.

—¿Emperifollado?

—Es una falsa apariencia, si tú no eres eso realmente. —Beverly frunció levemente el entrecejo—. Da la impresión de que escondes algo.

—¿Esconder? —Roy soltó una nerviosa carcajada—. ¿Yo?

—No te peines de esa manera.

Roy levantó la mano en un gesto protector.

—Mi trabajo me cuesta conseguirlo, oye.

—Lo sé. Se nota y no resulta natural, Roy. No es honrado.

Roy volvió a estudiar su imagen. ¿Cómo podía un peinado no ser honrado?

—¿Qué me aconsejas que haga?

—Que seas natural. Tú no eres como estos otros chicos. Tú tienes tu propio estilo. No tendrías que esforzarte en adquirir el estilo de los demás.

—¡Pero si es el estilo que más se vende! Es lo que más atrae a las chicas actualmente.

—Hay muchas clases de atracción, Roy —dijo Beverly serenamente—. A algunos hombres no les sienta bien este peinado. Les da una apariencia falsa.

Roy se rio.

—¿Cómo es posible que te hayas convertido de repente en una experta en hombres?

Que él supiera, Beverly jamás en su vida había salido con un hombre.

—No te pongas tanta gomina en el cabello —dijo Beverly.

—¡Se me pone de punta si no lo hago!

Beverly siguió estudiándole con cara muy seria. Bueno, él había sacado a relucir el tema. Si no quería una respuesta, no haber preguntado. La melosa voz de Marty Robbins llenó el restaurante, trayendo consigo visiones de mezquites y cactos, de ganado y carne asada texana, de tortillas y cálidas noches, de polvo y de lunas llenas en San Antonio.

—¿De dónde eres, Roy?

La pregunta lo pilló desprevenido. Beverly Highland jamás hacía preguntas personales.

—De Dakota del Sur.

—Procura ser natural, ser tú mismo. No intentes parecer sofisticado porque no lo eres.

—¿Y eso cómo se hace?

—No hay que hacer nada. Déjate el cabello natural. Deja que te lo moldee el viento. Usa champú infantil y sécatelo con una toalla. Procura que te cubra un poco las orejas y, de esta manera, te suavizará los rasgos de la cara. —Beverly echó un vistazo al reloj de la pared y se levantó—. Voy a casa un momento, Roy. ¿Querrás decirle a Louise que vigile el establecimiento?

Mientras Beverly colgaba el delantal y se ponía el jersey para marcharse, Roy se miró por última vez en la cromada superficie del tocadiscos. ¡Champú infantil!

Con el sueldo que le pagaba Eddie últimamente, Beverly se hubiera podido permitir el lujo de comprarse un automóvil. Pero no quería gastarse el dinero en un automóvil. Prefería esperar en las paradas de los autobuses y comprarse tarjetas mensuales. Aunque ya no vivía en la ruidosa pensión de la hermana de Eddie, Beverly no se había mudado a un extravagante departamento. Había elegido un pequeño edificio de seis viviendas en la zona Cahuenga, detrás de Hollywood Boulevard. Era de estuco blanco y tenía las consabidas palmeras y una pequeña piscina en la que no merecía la pena zambullirse. Beverly podía tomar el autobús en Highland y estar en casa en veinte minutos. El dinero prefería guardarlo para otras cosas. Cada semana ingresaba el cheque de la paga en el banco. Se asignaba una pequeña cantidad para gastos, se compraba la ropa en las tiendas donde hacían descuento y comía gratis en el restaurante. Los dólares iban aumentando poco a poco. Beverly tenía paciencia. Algún día sería rica. Y, cuando lo fuera, buscaría a Danny Mackay.

Llegó justo en el momento en que su vecina Ann Hastings estaba abriendo el cajetín de la correspondencia.

—¡Hola! —exclamó la exuberante Ann—. Qué barbaridad, una tonelada de felicitaciones navideñas. Más de la mitad de ellas, de amigos de mi madre. No sé por qué les da mi dirección.

Beverly sonrió y se dirigió hacia la escalera. Ann había observado que Beverly Highland raras veces abría su cajetín. Como si ya supiera que nunca iba a encontrar nada.

—No te había visto últimamente —dijo Ann, siguiéndola escaleras arriba con un montón de sobres navideños.

—Hemos tenido mucho trabajo en el restaurante. Eddie está en Corvina, buscando un sitio para otro establecimiento.

Mientras Beverly insertaba la llave en la cerradura, Ann se acercó y se apoyó contra la pared.

—¿Sabes?, le conté a papá toda la historia de las hamburguesas de Eddie. Papá dice que podrías vender la receta y ganar un montón de dinero.

—Eddie ya ha recibido ofertas para vender su receta secreta. Pero él no la quiere vender.

Solo Beverly y Eddie conocían los ingredientes de la receta. Cuando alguien le propuso comprarle la receta, Eddie lo consultó con Beverly. Pero ella le dijo:

—Tus hamburguesas son distintas. Si la receta está al alcance de todo el mundo, la gente dejará de venir a tu restaurante.

A Eddie le pareció un buen consejo y rechazó la oferta.

—Sí —dijo Ann sin hacer el menor ademán de retirarse cuando Beverly entró en su apartamento—. He probado las Royal Burgers. Son francamente buenas.

Beverly no le cerró la puerta en las narices. Sabía que Ann Hastings se sentía sola y, siempre que podía, intentaba trabar conversación con algún vecino. Beverly había sido testigo algunas veces de las descorteses respuestas que recibía Ann.

—¿Te apetece un té frío? —le preguntó.

Ann aceptó de mil amores la invitación.

Era un apartamento de una sola habitación con un sofá-cama y una pequeña cocina, pero tenía una soleada vista sobre Hollywood Hills y a Beverly le gustaba. Le había puesto unas cortinas y unos cojines del establecimiento «Pic’n Save» y nada más. Vivía para el futuro y no le importaban los sacrificios. Practicaba una estricta autodisciplina con vistas también al futuro. Durante sus dos primeros años de trabajo en el restaurante de Eddie engordó un poco, pero después consiguió recuperar la línea. Comía con mucha frugalidad, lo suficiente para alimentarse, y procuraba no adquirir malos hábitos. No fumaba ni bebía y ni siquiera iba al cine. No se permitía ningún lujo y no se mimaba. La disciplina y el trabajo duro eran las piedras de toque de la sencilla vida de Beverly Highland. Todo calculado para el día en que se reuniera de nuevo con Danny.

Había hecho dos excepciones a la regla: la primera era su cabello, que tenía que retocar cada semana para que el rubio platino pareciera natural. Lo hacía para enterrar total y definitivamente la imagen de Rachel Dwyer. La segunda excepción eran los libros. Beverly se gastaba dinero con los libros, pero estos ya no eran principalmente de narrativa sino obras de ensayo en las que aprendía cosas sobre el éxito y la manera de abrirse paso en la vida, o bien biografías de hombres y mujeres que, gracias a su valor, su audacia, su determinación y su instinto para captar los deseos de la gente, habían logrado llegar a la cima. En aquellos momentos, estaba leyendo Acepte mi invitación del hotelero Conrad Hilton.

—¿Cómo has vuelto a casa a esta hora? —le preguntó Beverly a Ann por pura cortesía.

El único fallo de Ann Hastings era su excesivo interés en hacerse amiga de todo el mundo. Tenía veintidós años, pesaba unos kilos de más y no era demasiado guapa. Ann tendía a compensarlo por medio de una personalidad que muchos consideraban entrometida. Pero Beverly recordaba lo difícil que era ser aceptada por los demás.

—He dejado mi trabajo esta mañana.

Beverly la miró.

—Oh, cuánto lo siento.

—Sí, yo también. Mi padre me va a matar. Y mi madre me dirá: «Ya te lo dije».

Beverly conocía la historia de Ann: era hija única de unos padres del Valle que le habían consentido todos los caprichos y la habían mimado en exceso, y quería apartarse de ellos para abrirse camino por su cuenta. Tenía un diploma en arte por el Colegio Universitario del Valle y recientemente había conseguido un puesto de escaparatista en los almacenes Broadway situados en la confluencia entre el Hollywood Boulevard y la calle Vine. El trabajo estaba bien, pero Ann era una persona muy creativa y necesitaba desesperadamente que le concedieran un poco de libertad artística.

—Se me había ocurrido una idea muy buena para los escaparates de este año —dijo Ann con entusiasmo—. ¿Qué te parece? ¡La Navidad en el cine!

—Me gusta.

—Cada escaparate sería una escena de una película…, Navidades Blancas o Qué bello es vivir. Incluso Ben Hur. Quería montar en cada escaparate un decorado cinematográfico, con trajes de época y todo. Tengo un amigo en Western Costume, ¿sabes?

Beverly lo sabía. Ann Hastings tenía «amigos» en todas partes.

—Pero el jefe me ha dicho que no. Este año simplemente Papá Noel con sus duendes. He perdido los estribos y le he dicho algo que no debía. Es que me puse furiosa, Beverly. No soporto que me impongan limitaciones, ¿comprendes?

—¿Y qué vas a hacer?

Ann removió el azúcar de su taza de té.

—No lo sé. Los títulos de arte no están muy solicitados en el mercado laboral. Mi madre quiere que vuelva a vivir con ellos y que curse un master. ¡Pero yo ya no puedo vivir con ellos, Beverly! ¡Me asfixian!

Beverly jamás había conocido aquella sensación. Nadie la había asfixiado con su amor.

—Anoche se nos fue una camarera —dijo— y tengo que empezar a buscar a alguien. ¿Te interesaría trabajar para Eddie?

Ann no pensó. Estaba claro que la idea no la atraía demasiado.

—Comidas gratis —añadió Beverly.

—De acuerdo.

Ya no tenían nada más que decirse, como no fuera comentar qué tal iban a ir las cosas con los Kennedy en la Casa Blanca. Ann le preguntó a Beverly si había leído Mis perversos comportamientos de Errol Flynn, y Beverly se limitó a contestar:

—Puede que lo lea si tengo tiempo.

A Beverly no le interesaba saber cómo había pasado el rato un actor sobre las alfombras de piel de oso. Le interesaba más el ascenso de un hombre por la escalera del éxito económico. «Para conseguir grandes cosas, había escrito Conrad Hilton, primero hay que tener grandes sueños». Y Beverly se había pasado toda la vida soñando.

Ann no tenía prisa por marcharse, porque deseaba apurar al máximo aquella oportunidad de escapar de su solitario y vacío apartamento y de sentarse a la mesa de otra persona como si ambas fueran amigas de toda la vida. A Beverly no le importaba. Mientras las regordetas manos de Ann clasificaban la correspondencia, Beverly se preguntó si no debería probar a escribir otra carta a Belle y Carmelita. La última que había escrito dos años atrás le había sido devuelta con la indicación. «Destinatario mudado de domicilio. No ha dejado dirección».

—Oh, no —gimoteó Ann.

—¿Qué ocurre?

Ann agitó una carta en la mano.

—¡Otra vez mi prima! Ojalá me dejara en paz. Mi prima pertenece a la rama rica de la familia. Tienen una casa en las colinas y son muy presuntuosos. Cada año, mi prima organiza un impresionante baile de Navidad y cada año mi madre me obliga a ir.

—¿No te gustan las fiestas?

—Bueno, el baile está bien, pero las otras chicas que invita mi prima llegan con sus acompañantes y yo voy con mis padres. Dije a mi madre el año pasado que no pensaba volver, y tuvimos una pelea tremenda. «Disgustarás a tu tía Fee», dijo mi madre. «Y quedaremos mal con ellos».

»Mi madre, es que no lo entiende, Beverly. He cumplido veintidós años y no tengo novio.

—Yo tampoco.

Ann miró fijamente a Beverly. Contempló su esbelta figura, su cabello rubio platino y su hermoso rostro, y no la creyó.

—Es cierto —dijo Beverly—. No tengo novio. Si me invitaran a un baile, tendría que ir sola.

—¿Y eso cómo es posible…? —preguntó Ann muy despacio. Después, recordando la carta, añadió—: Pero no tendré más remedio que ir y me moriré de vergüenza si voy con mis padres. ¡Te juro que Janet, así se llama mi prima, lo hace para humillarme! Hemos sido rivales desde hace muchos años. Desde que nosotros nos construimos una piscina antes que ellos.

—¿No puedes encontrar a alguien que te acompañe? Sin duda habrá alguien dispuesto a hacerte este favor.

Ann sacudió tristemente la cabeza.

—Lo intenté cuando tenía diecinueve años. Todos los chicos pensaron que los quería pescar, como si el hecho de que fuéramos a un baile juntos significara que estábamos prometidos o algo así. Se asustaron. ¡Eso me ha amargado el día!

—¿Quieres que haga qué? —preguntó Roy Madison aquella tarde durante la breve pausa de inactividad después del ajetreo de los almuerzos.

Beverly estaba sentada a su lado, compartiendo con él unas patatas fritas con pimientos jalapeños, invitación de la casa. Ella se comió tres y Roy se zampó el resto.

—Quería preguntarte si estarías dispuesto a acompañar a una amiga mía a un baile de Navidad.

—¿Quién es?

—Una vecina de mi casa.

—¿Y por qué no se busca a alguien por su cuenta? ¿Acaso es fea?

—Es una chica muy simpática.

Roy se miró las manos. No era la primera vez que alguien intentaba concertarle una cita con desconocidas. Su madre y sus hermanas lo hacían constantemente. Y, como no podía decirles que perdían el tiempo y que las chicas no le interesaban (no sabían nada sobre sus amistades masculinas), tenía que soportar la tortura de unas veladas con chicas ansiosas de que alguien les regalara un anillo de compromiso. Estaba harto.

—Lo siento, Bev. Me parece que no me interesa.

—¿Acaso porque eres homosexual?

Roy levantó la cabeza tan bruscamente que le crujió el cuello. Al principio, se quedó sin habla. Después dijo:

—Pero ¿de qué mierda estás hablando, Bev? ¿Cómo sabes tú… estas cosas?

Curiosamente, Beverly había conocido a los primeros homosexuales en casa de Hazel. Iban allí en un intento de modificar sus inclinaciones. De vez en cuando, algún joven no estaba muy seguro de su virilidad y se compraba una mujer para demostrarse a sí mismo que era un verdadero hombre. Todos ellos acababan contando su historia, en la certeza de que serían escuchados con comprensión. Al fin y al cabo, las prostitutas estaban tan perseguidas como los homosexuales. Por eso Beverly conocía toda clase de historias.

—Mira, Roy —añadió Beverly en su sereno tono habitual—. Ann Hastings no busca novio. Eso no será más que una ficción. Te necesitamos para que la ayudes a superar este momento.

Roy Madison se quedó mirando en silencio a la desconcertante Beverly. Cuando ya creía conocerla, ella le salía con aquella proposición inesperada.

—¿Cuándo lo supiste? —preguntó Roy en voz baja, mirando a su alrededor—. ¿Es que se me nota?

—No creo que nadie lo sospeche, Roy.

—Pues, entonces, ¿cómo lo supiste?

—Mira, Roy: Ann Hastings se siente sola y desdichada —dijo Beverly, esquivando la pregunta tal como a veces hacía cuando no quería decir la verdad y no podía decir una mentira—. Es una fiesta de carácter familiar y ella necesita desesperadamente echarse un farol delante de una prima suya. Contigo al lado, causará sensación.

—¿Tú crees?

Los ojos de Roy se desviaron hacia la reluciente superficie cromada del tocadiscos automático.

—Tú eres un actor, Roy. Considéralo un papel.

—Oye, eso no estaría nada mal —dijo Roy, esbozando lentamente una sonrisa.

—Entonces, ¿lo harás?

—Un momento. ¿Y yo qué recibiré a cambio?

—¿Qué quieres decir?

—Bueno, esta chica quiere presumir delante de sus amigos y parientes, ¿qué gano yo con eso? Quiero decir que, si pretende contratarme para que interprete un papel, creo que debería pagarme.

—¿Pagarte?

—Claro, ¿por qué no? Soy un actor, ¿no? Y tú me contratas para que actúe, ¿verdad?

Beverly le estudió. En realidad, pensó, ¿por qué no? Con su dinero, Ann asistiría a la fiesta acompañada por el hombre más guapo del baile, sería sin duda la envidia de las admiradoras de Fabian y disfrutaría de todas las atenciones de Roy, porque no habría peligro de que este cortejara a otras chicas.

—De acuerdo —dijo—. Se te pagará.

Roy fue todo un éxito.

No costó demasiado convencer a Ann de que le pagara treinta dólares. Cuando al día siguiente entró a trabajar como camarera en el restaurante y le echó un vistazo, quedó convencida. Al verle llegar a su apartamento vestido de punta en blanco, con un ramillete de orquídeas y sentado al volante del nuevo Edsel de Eddie, Ann pensó que hubiera merecido la pena pagar incluso cien dólares.

Pero el mayor entusiasmo lo suscitó en la fiesta. Su presuntuoso tío Al había contratado a unos hombres uniformados para que estacionaran los automóviles en la calle así como una orquesta local para que interpretara distintas variaciones del twist. Las chicas lucían chaquetillas cortas de lentejuelas y ajustadas faldas o bien modelos en línea a lo Jackie Kennedy con voluminosos peinados y puntiagudos zapatos a la última moda. Ann se presentó con un sencillo vestido Imperio y guantes largos. Janet Hastings saludó a su prima y estaba a punto de hacer un comentario sobre lo mucho que la estilizaba el vestido cuando, de pronto, sus ojos se posaron en el fabuloso acompañante de Ann.

Era absolutamente distinto de todo lo que ella o sus amigas hubieran visto jamás. Mientras que los demás chicos vestían traje negro con camisa blanca y pajarita, y llevaban unos impecables tupés gracias a la utilización de gomina Wildroot, el acompañante de Ann lucían unos informales pantalones de tela gruesa y un jersey de pescador en punto canalé, y el cabello rubio oscuro le caía con naturalidad sobre la frente y la parte superior del cuello del jersey, confiriéndole una apariencia casi tímida y vulnerable capaz de derretir todos los corazones femeninos del baile. Al término de la velada, todas las chicas se congregaron alrededor del intrigante Roy, tratando de despertar su interés. Pero, para su gran asombro, él solo tenía ojos para la regordeta Ann, lo cual indujo a varios chicos de la fiesta a preguntarse qué tendría aquella muchacha para haber conseguido pescar a un novio como Roy. Cuando se marchó de la fiesta, Ann ya había dado su número de teléfono a cuatro de ellos.

Unos días más tarde, Roy se presentó una mañana en el abarrotado restaurante y pidió dos Royals con doble ración de queso. Beverly le estaba haciendo carantoñas al bebé de un cliente, sosteniéndolo en brazos y haciéndole cosquillas. Roy puso El Paso en el tocadiscos para llamar su atención. Era un truco que nunca fallaba.

—¿Sabes una cosa? —dijo, acercándose a ella—. ¿Recuerdas el director que conocí en la fiesta de la prima de Ann? ¿El que me dijo que le gustaba mi estilo y me dio su tarjeta? ¿A qué no sabes lo que ha ocurrido, Bev? Me ha ofrecido un papel en un anuncio.

—Qué maravilla, Roy.

—Toma —dijo Roy, introduciendo la mano en el bolsillo posterior de su pantalón y sacando el billetero—. Eso es para ti.

Beverly contempló el billete de diez dólares.

—¿Y eso para qué es?

—Es tu comisión. Los treinta dólares han sido el dinero más fácil que he ganado en mi vida. Y puede que, encima, consiga un trabajo. Te lo debo a ti, Bev.

—No me debes nada, Roy. Yo solo quería que Ann fuera feliz.

—Bueno, es que te debo también mi nuevo aspecto. Ayer vi a mi agente. Por poco se le saltan los ojos de las órbitas cuando me vio entrar en su despacho. Dice que, a lo mejor, tiene algo para mí. Eso también te lo debo a ti, Bev.

Roy le deslizó el billete en la palma de la mano y Beverly lo retuvo. Después, regresó a la caja donde los clientes estaban haciendo cola para pagar las hamburguesas. Percibió el contacto del billete de diez dólares. Aquella misma tarde lo ingresaría en el banco.

Ir a la siguiente página

Report Page