Butterfly

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Junio » Capítulo 51

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51

La minúscula mariposa centelleaba bajo el sol poniente de junio y despedía unos dorados reflejos. Pareció volar hacia la palma de la mano de Carmen y allí se quedó inmóvil.

—Ya no la voy a necesitar. Quiero que la conserves tú.

Carmen contempló la delicada pulsera de la mariposa a través de las lágrimas que habían asomado a sus ojos. Le parecía un gesto excesivamente definitivo. Había jurado no llorar cuando llegara el momento. Pero ahora no podía evitarlo.

—Te echaré de menos, amiga —musitó.

—Lo sé. Y yo a ti.

Beverly se apartó de Carmen y contempló a las demás personas reunidas en la estancia.

Maggie, con los rizos pelirrojos escapándosele del moño, permanecía sentada en silencio con los ojos enrojecidos. Ann Hastings compartía un confidente con Roy Madison y ambos estaban muy serios. Jonas Buchanan se encontraba de pie como un centinela junto a la puerta cerrada. Solo faltaba Bob Manning. Se encontraba en el automóvil, esperando a Beverly.

La enorme y vieja mansión que antaño perteneciera a una estrella del cine mudo parecía envolverlos a todos con gesto expectante. Los rayos solares del atardecer, con sus haces constelados de motas de polvo, penetraban a través de los paneles romboidales de cristal de las ventanas, arrojando un resplandor espectral sobre los silenciosos ocupantes. Beverly Highland permanecía de pie como una aparición en el centro del círculo de sus amigos, alta y delgada, con el cabello rubio platino recogido hacia arriba y vestida con unos holgados pantalones color crema y una blusa blanca de seda que acentuaba su palidez. Quería que sus amigos la contemplaran por última vez. Todo lo que había que hacer ya estaba hecho; todo estaba preparado y terminado.

Solo le restaba ir al Century Plaza Hotel donde Danny Mackay la esperaba.

—Ya es hora —dijo al final mientras sus amigos se levantaban.

La acompañaron al Rolls-Royce Silver Cloud que aguardaba con el motor en marcha y uno a uno la abrazaron. Beverly se detuvo a mirarles…, Carmen, antaño llamada Carmelita; Ann, la que estaba sola y triste; Maggie, que era una viuda con dos hijos pequeños cuando ella la encontró; y Jonas, el expolicía negro que había localizado a su madre y había estado a punto de localizar a su hermana, y que ahora la miraba con los ojos humedecidos por las lágrimas. Después, subió al automóvil y Bob Manning cerró la portezuela. No hizo ni dijo nada mientras el vehículo bajaba serpenteando por Beverly Canyon Drive hacia Highland Avenue. Pero, al final, tuvo que hacerlo…, tenía que hacer algo antes de llegar al hotel.

Tomando el teléfono del automóvil, marcó un número que se conocía de memoria y preguntó por el investigador O’Malley.

El día había empezado mal para el teniente y ahora, al atardecer, la cosa se había agravado. ¿Por qué habría tenido que caerle encima aquel asunto de Danny Mackay? O’Malley contempló la abultada carpeta de su escritorio y sacudió la cabeza. ¡Qué desastre! ¡Menuda la había armado la granjera de Texas con su fotografía! En cuanto los periódicos publicaron la fotografía, empezaron a aparecer toda clase de personajes como por arte de magia. Por lo visto, la mitad de la población de Texas había conocido a Danny Mackay en sus primeros tiempos y todo el mundo tenía alguna guarrada que contar. Todos hablaban con el primero que quisiera escucharles. La prensa de todo el país llevaba dos días contando historias sobre las salvajes y alocadas juergas de Danny y Bonner en los tiempos que ambos eran unos jóvenes predicadores que trabajaban en una carpa. Los periódicos sensacionalistas que se vendían en los supermercados publicaban incluso fotografías de viejos graneros y campos donde, según se decía, habían tenido lugar ritos satánicos. O’Malley estaba seguro de que el ochenta o el noventa por ciento de aquellas personas jamás había visto a Mackay y tanto menos había sido desplumado, seducido o abandonado por él. Las treinta y tantas mujeres que afirmaban tener hijos ilegítimos de Danny solo servían para subrayar el carácter ridículo de todo el asunto.

Sin embargo, las ocho Danny Girls con sus rojos atuendos vaqueros revelando a la prensa que eran unas prostitutas y reconociendo haber participado en una orgía con Mackay la víspera de las primarias, bueno, aquello ya tenía más visos de ser cierto.

El teniente estaba recibiendo crecientes presiones para que emprendiera alguna acción. La basura que súbitamente había manchado a Mackay estaba modificando rápidamente la opinión pública. La gente estaba empezando a pensar que Mackay no solo estaba al corriente de la existencia del prostíbulo de Beverly Hills sino que, además, lo dirigía y utilizaba a menudo sus servicios. A los ojos de un público honrado que se sentía estafado y burlado y que, por consiguiente, pedía venganza para resarcirse, Danny Mackay era culpable de un delito y tenía que ser detenido.

Por el teniente O’Malley.

El teléfono sonaba incesantemente y tenía todo un montón de mensajes telefónicos que aún no había leído. Más presuntas revelaciones sobre el pasado de Danny Mackay. Más protestas indignadas de honrados ciudadanos exigiendo que se hiciera algo. O’Malley se retiró a la relativa tranquilidad del lavabo de hombres y se frotó concienzudamente las uñas con el cepillo.

¿Cómo demonios podían detener a Mackay? No disponían de ninguna prueba de que hubiera cometido algún delito en aquella ciudad. Por supuesto que lo que se decía de él hubiera bastado para que otra persona hubiera sido por lo menos interrogada, pero no así Danny Mackay. Dios bendito, pensó O’Malley mientras se enjabonaba, se lavaba y se enjuagaba las manos, aquel era el reverendo Danny Mackay de quien todo el mundo hablaba, uno de los hombres más ricos de los Estados Unidos, el dirigente del Movimiento de la Honradez Moral, un hombre con poderosas conexiones…, ¡un hombre con un pie en la Casa Blanca, por el amor de Dios!

O’Malley se secó las manos, arrojó la toalla de papel al cubo de la basura y se detuvo para mirarse al espejo.

El hombre que le colocara las esposas a Danny Mackay tendría que estar muy seguro de lo que hiciera. De lo contrario, podría lamentarlo durante todo el resto de su carrera.

Mientras regresaba a su escritorio, O’Malley fue informado de que Beverly Highland estaba al teléfono y solicitaba hablar con él.

Soltó un bufido. Beverly Highland era una de las más acérrimas partidarias de Danny Mackay. ¿Acaso la víspera no había hecho una declaración a la prensa, expresando su firme confianza en aquel hombre? Era una de las personas más influyentes de la ciudad. Una sola palabra de aquella mujer, pensó O’Malley, y le quitarían la placa.

Su mano se cernió sobre el teléfono. ¿Qué demonios le querría decir?

Sería una orden para que dejara el asunto de Mackay.

Con la creciente sensación de que aquel no era su día y de que la semana tampoco le había sido demasiado propicia, el investigador O’Malley se preparó para lo peor y tomó el teléfono.

La situación no era muy halagüeña en la suite de Mackay en el Century Plaza Hotel. Un frenético caos reinaba entre el equipo de colaboradores de Danny, los cuales hablaban a gritos a través de los distintos teléfonos, recibían y enviaban mensajes de télex, hablaban con la prensa y trataban de luchar contra la sentencia definitiva que parecía estar a punto de abatirse sobre ellos. Al día siguiente se inauguraría la convención republicana. Los partidarios políticos de Danny se estaban alejando de él a un ritmo alarmante. Y su imperio económico amenazaba con derrumbarse. Los inversores se retiraban, las acciones de sus múltiples empresas estaban bajando vertiginosamente en la bolsa de Nueva York y los cristianos de todo el país exigían la devolución de sus donativos. Y Danny, en medio de la horrible pesadilla, no comprendía por qué le estaba ocurriendo todo aquello.

Lo de la granjera texana, por ejemplo. Al ver la fotografía en el periódico, se quedó helado. Sí, recordaba a aquella mujer y el día en que les sacó la fotografía a él y a Bonner en la vieja bañera del patio de atrás. Qué demonios, ¡pero si ella había participado en la juerga! Danny recordaba los placenteros días que pasaron comiendo sus picantes chiles de Texas y retozando los tres en la cama. Pero ¿a qué venía toda aquella basura sobre la homosexualidad? ¿Por qué demonios había aparecido de repente para contar aquella mentira tan ignominiosa?

—Alguien se lo habrá insinuado —contestó Bonner, perplejo.

Sí. Pero ¿quién?

Y, de pronto, como una avalancha o una gigantesca ola oceánica, habían aparecido todos los demás con sus increíbles historias, jurando que habían conocido a Danny y que este les había hecho tal cosa o tal otra. En realidad, algunas cosas eran ciertas (Danny reconocía haber engendrado unos cuantos bastardos en el Sur), pero lo demás, los rituales satánicos, las orgías, ¿de dónde habían salido?

Danny paseaba por la alfombra, consultando frecuentemente su reloj. Cuando Beverly Highland le llamó por la mañana para comunicarle que deseaba reunirse en privado con él, Danny experimentó la sensación de que los infantes de marina iban a rescatarle. Beverly le aseguró por teléfono que seguía respaldándole y que juntos resolverían aquella cuestión. Era rica y poderosa y la gente creía en ella. Aún había tiempo para salvarle el cuello a Danny. De eso se encargaría Beverly Highland.

Danny cometió el error de mirar a su suegro. El senador permanecía sentado en un sillón como un viejo pachá, fumando sus apestosos cigarros y sentenciando a su yerno a cada hora que pasaba. Se había pasado el día reunido a puerta cerrada con los organizadores del partido, tratando de salvar a la inmunda rata que era su yerno. Por su propio bien, intentarían rescatarle, pero haría falta un milagro para que lo consiguieran.

El anciano no tenía la menor duda de que todas aquellas recientes historias eran mentiras y fantasías. Lo que más le enfurecía era que el chico hubiera sido tan estúpido como para dar motivos. ¡Las Danny Girls habían resultado ser unas prostitutas! Por supuesto, Mackay negaba haber tenido conocimiento de ello. Que él supiera, las chicas que su equipo de colaboradores había contratado eran unas purísimas doncellas norteamericanas. Y aquel asunto del misionero Fred Banks detenido en una cárcel de Oriente Medio… ¡él mismo había afirmado que todo había sido un engaño urdido por el propio Danny! Danny insistía en que alguien le había pagado dinero a aquel hombre para que revelara la historia. Pero ¿quién? Ese era precisamente el problema… Danny no tenía la menor pista sobre lo que estaba sucediendo. Pero ¿cómo se podía colocar a semejante hombre en la Casa Blanca?

El senador le iba a dar a su yerno una última oportunidad. En caso de que Beverly Highland siguiera apostando por él, habría alguna esperanza de que se salvara. De lo contrario, el senador se llevaría a su hija y regresaría con ella a Texas. Y, por lo que a él respectara, la Pastoral de la Buena Nueva se podría ir al carajo.

—Ya está aquí —dijo alguien, y Danny corrió a la ventana.

A pesar de estar tan arriba, pudo ver el revuelo que se armó en la calle donde los reporteros habían rodeado el Silver Cloud y se estaban encendiendo flashes y las cámaras de televisión seguían a Beverly Highland en su camino hacia el vestíbulo.

Beverly se deslizó serenamente entre la muchedumbre mientras Bob Manning le abría paso, y entró en el ascensor sin decir una sola palabra. Fue Manning quien comunicó a la prensa que la señorita Highland haría una declaración oficial tras su reunión con Danny Mackay.

Bob Manning llamó a la puerta y esta se abrió en el mismo instante en que sus nudillos tocaron la madera. Beverly entró en la estancia llena de humo e inmediatamente percibió la tensión de la atmósfera e intuyó el miedo, la desesperación y el terror. Por un momento, recordó el maloliente prostíbulo de Hazel donde los hombres se reunían para fumar, beber y acostarse con las mujeres en un intento de disipar sus temores. Los colaboradores de Danny se apartaron como un mar obediente, abriéndole un camino para que pudiera acercarse y saludar a Beverly como un magnánimo soberano. Danny avanzó con las manos extendidas, pero ella se limitó a sujetar su bolso de piel y a pedir que les dejaran a solas.

Para Danny, «a solas» significaba tener a su alrededor nada más que ocho o nueve personas. Hacía mucho tiempo que ni siquiera respiraba sin tener a su lado a sus secretarias, sus guardaespaldas y sus asesores. Pero Beverly quería decir a solas de verdad, por cuyo motivo Danny tuvo que mandar retirarse a su gente y cerrar la puerta a su espalda.

—Señorita Highland —dijo Danny, inclinándose hacia adelante con los codos apoyados sobre las rodillas—, no sabe cuánto le agradezco su apoyo y su confianza en mí a lo largo de toda esta horrible pesadilla. Sin duda el Señor quiere mostrarme su favor, concediéndome una amistad como la suya.

Una leve sonrisa curvó los labios de Beverly.

—Habrá sido horrible para usted, señor Mackay.

—Tremendo. ¡Las maldiciones que Moisés lanzó contra el faraón no podrían compararse con lo que yo he pasado esta última semana!

Beverly le estudió. Aunque Danny se había preparado lo mejor posible para su visita, la angustia se reflejaba en su rostro.

—¿Ha sido una tortura para usted? —le preguntó en voz baja.

—Sí, señora.

—¿Le ha causado mucho dolor y sufrimiento?

Danny parpadeó.

—Por supuesto que sí.

—¿Se siente solo y abandonado?

Una sombra de perplejidad cruzó fugazmente por el apuesto semblante.

Después, Danny contestó:

—Eso es exactamente lo que siento, señorita Highland. Es extraordinario lo bien que comprende usted mi situación.

—Yo no ignoro estas contrariedades, señor Mackay. Y sin duda estará usted confuso y perplejo ante todo lo que ha ocurrido. Debe de estar pensando que todo su mundo se ha venido súbitamente abajo sin ningún motivo.

—Verá, señorita Highland… —Danny carraspeó—, ¿o puedo llamarla Beverly?

Beverly asintió levemente con la cabeza.

—Puede usted llamarme como desee, señor Mackay. Hubo un tiempo en que me llamaba Rachel.

Danny la miró fijamente.

—¿Y eso cómo es posible?

—Ya sabe, Rachel. ¿No se acuerda de una chica llamada Rachel, señor Mackay? ¿Rachel Dwyer?

—Pues, no sé… —Danny miró a Bonner y este se encogió de hombros—. Me temo que no, señorita Highland. ¿Quién es?

Beverly contestó en tono suave y casi distante.

—Rachel Dwyer era una chica a quien usted recogió en El Paso hace treinta y siete años, señor Mackay. La llevó a San Antonio y la colocó en un burdel regentado por una mujer llamada Hazel. Después, la obligó a abortar y le pidió a Hazel que la expulsara de la casa. Seguro que ahora la recuerda, ¿verdad, señor Mackay?

El recuerdo surgió súbitamente en su memoria. Danny se pasó la lengua por los labios.

—Pues, no, la verdad es que no. ¿Se trata acaso de otra buscadora de publicidad que se ha encaramado al carro del escándalo?

—No, señor Mackay. Ya le he dicho que usted solía llamarme Rachel.

Danny abrió mucho los ojos y después los entornó.

—No es posible. Rachel era…

—¿Fea? Sí, lo era. Pero la cirugía plástica se encargó de resolver el problema. Antes también tenía el cabello castaño.

Danny la miró boquiabierto de asombro.

—¿Sigue sin recordarme? Tengo un tatuaje en la parte interior del muslo. Usted me lo hizo. Es una pequeña mariposa…

—Yo… —La voz de Danny se quebró mientras este miraba a Bonner, quien a su vez le estaba mirando con una cara muy rara—. No lo entiendo, señorita Highland. ¿Qué es todo es…?

—Por favor, llámeme Rachel. Quiero oírlo. En recuerdo de los viejos tiempos.

—No lo entiendo.

—Es muy sencillo, Danny. Cuando me fui de Texas, vine a California. Cambié de nombre y de aspecto. Y ahora nos hemos vuelto a reunir.

Beverly vio los latidos del corazón de Danny pulsando en su garganta. Al comprender lo que ocurría, su rostro palideció intensamente.

—¿Tú? —preguntó Danny en un susurro—. ¿Tú eres Rachel?

—Sí, Danny. Después de tantos años. ¿Creías que había muerto?

—Bueno, yo…

Danny se removió en su asiento.

—No habías pensado en mí en absoluto, ¿verdad? —preguntó Beverly suavemente.

—Bueno, es que ha pasado ya mucho tiempo. En fin… —añadió Danny, tragando saliva—. Bueno, bueno. Con que Rachel Dwyer. ¡Menuda manera de reunirnos! —exclamó, soltando una nerviosa carcajada—. ¿Por qué no me lo dijiste antes? Quiero decir, ¿por qué guardaste el secreto? Con todo el dinero que has entregado a mi Pastoral y el que te has gastado para apoyarme políticamente, me lo hubieras podido decir. ¡Rachel! —dijo, levantando excesivamente la voz—. ¡Es un momento muy feliz!

—¿De veras?

—Pues claro. Quiero decir que volvemos a formar un equipo como antes. Y pensar que has venido aquí esta noche para ayudarme. Loado sea el Señor por sus milagros, Rachel. Él ha movido tu corazón para que me perdonaras. Sé que hice mal, obligándote a abortar. Pero, créeme, después caí de rodillas y me arrepentí. Fui a casa de Hazel y me dijo que te habías ido y entonces te busqué por todas partes.

—No me digas. ¿Por qué no buscaste en Nuevo México de donde yo procedía? O en Hollywood donde yo siempre decía que quería ir a buscar a mi hermana.

—Verás, es que…

—No te preocupes, Danny —dijo Beverly con dulzura—. Ocurrió hace mucho tiempo y hemos recorrido un largo camino desde entonces.

—Sí, es cierto, loado sea el Señor. ¡Qué buena cristiana eres, Rachel, olvidando las pasadas ofensas y acudiendo en mi auxilio en esta hora de necesidad!

—Vaya —dijo Beverly, frunciendo levemente el ceño—. Me temo que no lo has comprendido, Danny. Jamás te perdoné lo que me hiciste. Y no he venido aquí esta noche para rescatarte.

Danny la miró sin pestañear.

—He venido para decirte unas cuantas cosas que, a mi juicio, debes saber.

Sentada en un sillón de orejas, Beverly parecía la viva imagen de la serena confianza. Mantenía el bolso sobre su regazo y hablaba en tono pausado. No había en su voz ni cólera, ni frialdad ni odio. Era simplemente una mujer contando tranquilamente una historia.

—La noche en que me sacaste a patadas de tu coche y me dejaste desangrándome, Danny, me dijiste que recordara el nombre de Danny Mackay. Pues bien, lo recordé. Y juré que algún día me vengaría. He vivido los últimos treinta y cinco años sin otro propósito en mi mente más que el de hacerte pagar algún día lo que me hiciste.

Danny se agitó levemente en su sillón. Le sudaba la frente.

—No hablarás en serio.

—Hablo completamente en serio, Danny. Cada vez que respiraba, era para acercarme un poco más a tu destrucción.

—¿Y por qué esperar tanto tiempo? —preguntó Danny con mal disimulada tensión—. Tuviste muchas oportunidades en el pasado para atacarme.

—Es cierto. Pero quería que cayeras desde más arriba. Además, quería estar segura de que no te escaparas de esta y siguieras causando daño a la gente. Quería tener suficientes razones para ahorcarte. —Beverly se inclinó hacia adelante, asiendo con fuerza el bolso—. Te permití proseguir tu ascenso al poder hasta que decidiera que había llegado el momento.

—Pero ¿de qué estás hablando? ¿Qué me lo permitiste? ¡Tú no me permitiste nada! ¡Lo que tengo, lo conseguí por mi cuenta!

—Sí claro, has llegado hasta aquí por tu cuenta, Danny, pero solo porque yo te dejé llegar.

—Tú estás loca.

—Ah, ¿sí? Recuerda el año 1972. En tu iglesia de Houston. Un hombre murió y tú creíste haberle devuelto la vida. Eso fue obra mía, Danny. Yo lo organicé todo.

Danny miró a Bonner.

—Yo estaba en Houston aquella noche, Danny —añadió Beverly—. El hombre que murió era un actor amigo mío. Sabe interpretar muy bien las escenas de muerte. Otro actor hizo de médico y una amiga mía interpretó el papel de la esposa. Lo organizamos todo, Danny, y tú te lo tragaste.

Las manos de Danny asieron con tanta fuerza los brazos del sillón que los nudillos se le quedaron blancos.

—¿Con qué objeto?

—Para disponer de municiones con que pararte los pies en caso de que volvieras a utilizar el truco. ¡Mira que engañar a toda aquella pobre gente! Decidí organizar un truco por mi cuenta con personas que estuvieran dispuestas a declarar que había sido una impostura en caso necesario.

—No te creo.

—Y lo de Fred Banks. Le compré un mes después de que tú lo devolvieras a los Estados Unidos. Me contó lo ocurrido, cómo habías engañado al pueblo norteamericano con tu historia y cómo le habías vendido ilegalmente armas a un rey árabe. Y, finalmente, lo de Royal Farms, Danny. Creé Royal Farms con el exclusivo propósito de que tú la compraras. La llené de empresas secundarias tales como una tienda de ropa de vestir para hombre, una revista pornográfica y una cadena de salones de masaje, contando con que tú serías lo suficientemente voraz y estarías lo bastante ocupado en tus asuntos como para no investigar la naturaleza de la empresa que habías comprado. Y no me decepcionaste, Danny.

Se oyó el clic de puesta en marcha del acondicionador de aire y un leve zumbido llenó el silencio. El aire frío empezó a surgir de las aberturas de la pared, agitando suavemente los visillos y envolviendo con su frescor a los ocupantes de la estancia. En el exterior, Los Ángeles se asfixiaba en medio del sofocante calor de aquella noche de junio; en el vestíbulo de abajo, los reporteros se aflojaban las corbatas y se enjugaban el sudor de la frente mientras esperaban a Beverly Highland.

—Tú estás loca —dijo Danny—. No tengo por qué escucharte.

Hizo ademán de levantarse, pero volvió a sentarse al oír que ella le decía:

—Tienes que escucharme, Danny, porque lo que ocurra a continuación dependerá de ti.

—¿Qué quieres decir?

—Todo lo que ha ocurrido en esta habitación solo lo sabemos nosotros cuatro. Así será y yo seguiré siendo tú más ardiente partidaria si haces una cosa.

—¿Qué?

Beverly comprimió el bolso contra su pecho.

El corazón le latía con tanta fuerza que casi no podía respirar.

—Tienes que suplicarme —dijo en voz baja—. Tienes que suplicarme que te ayude, Danny.

Danny se levantó de un salto.

—Vete a la mierda.

—Eso no te salvará, ¿no crees? Piénsalo, Danny. Cuando salga de esta habitación, la prensa me pedirá una declaración. De ti depende el contenido de la declaración. Mira, Danny, yo puedo limpiar tu nombre. Tengo pruebas en este bolso de que fuiste engañado, de que todo lo ocurrido esta última semana se había urdido para destruirte. Si las entrego a la prensa, te convertirás en un héroe, Danny. La gente te verá como una víctima inocente y te adorará como un mártir. A partir de ahí, subirás todavía más alto, Danny. Entonces no habrá quién te detenga. Pero…, tengo medios para destruirte por completo. Una sola palabra mía y todo el mundo te volverá la espalda, Danny. Te dejarán tirado para que te pudras. ¿Qué eliges?

Danny miró a Bonner en cuyo rostro se reflejaba su propio temor. Después miró al chofer, de pie junto a la puerta. Un anciano protegiendo a una frágil mujer.

—Ni se te ocurra —dijo Beverly, adivinando sus intenciones—. La violencia no te podría salvar ahora. Haz lo que te digo y saldrás de aquí plenamente exculpado.

—Vete al infierno.

—Le sugiero que acceda a la petición de la señora —terció súbitamente el chofer, sorprendiendo a Danny.

—Usted no se meta en eso.

—Estás equivocado —dijo Manning, acercándose lentamente a Danny—. Ya sé lo que estás pensando ahora mismo, muchacho. Te puedo leer como si fueras un libro infantil. Estás pensando que todo eso se lo inventa y que con tus dulces palabritas la podrás convencer. Crees que está loca y que no puede hacerte daño. Pues bien, muchacho, no solo puede hacerte daño ella sino que yo también te lo puedo hacer.

—¡Usted! —resopló Danny—. ¿Cómo podría usted hacerme daño?

—Pues bien —contestó Manning en un susurro—. Puedo facilitar a todos estos reporteros de ahí afuera la respuesta a una pregunta que se vienen haciendo sobre ti. A saber, ¿qué fue de Billy Bob Magdalene?

Danny entornó los ojos. La policía ya lo había hostigado a propósito de aquel asunto. Él contestó que le había comprado honrada y legalmente el autocar a Billy Bob y que dejó al viejo predicador borracho como una cuba en una localidad en la que este había decidido retirarse. Y la policía le creyó…, no había ninguna razón para no creerle.

—Usted no sabe nada sobre Billy Bob —dijo.

—Tú creías que Billy Bob Magdalene era un viejo cuando le conociste —explicó el chofer de Beverly—. Pero apenas tenía cuarenta y tres años cuando te asociaste a él. Eso fue hace treinta y cuatro años, lo cual significa que ahora tendría unos setenta y siete. Y su verdadero apellido no era Magdalene, sino Manning. Vamos, mamarrachos, ¿acaso no me reconocen?

Un estremecido silencio llenó la estancia. Bonner se levantó lentamente con la boca abierta. Danny miró al viejo sin poderlo creer.

—Me disteis por muerto, muchachos —añadió Billy Bob—. Y estuve efectivamente a punto de morir en aquel desierto. Pero pasaron por allí unos turistas extraviados y me recogieron justo a tiempo. Me llevaron a un hospital de Odessa y allí me pasé dieciséis años, lisiado y enloquecido por la insolación y la falta de agua. Un día recuperé la memoria sin más. —Billy Bob chasqueó los dedos— y las primeras palabras cuerdas que dije fueron «Danny Mackay». Por pura casualidad, mi pequeña historia se publicó en un periódico de difusión local y la señorita Highland se enteró a través de un servicio de recortes de prensa que utiliza. Acudió al hospital y habló largo rato conmigo. Me salvó de aquella prisión y me dio una razón para vivir y ver el día en que tú pagaras lo que hiciste.

Atónito ante lo que acababa de oír, Danny retrocedió tambaleándose y se desplomó en su sillón.

—Mira —dijo Billy Bob, situándose detrás de Beverly—, todo eso es verdad. Palabra por palabra. Ella te ha estado vigilando toda la vida, muchacho, ha seguido todos tus cochinos movimientos. ¡No soltabas tan siquiera un pedo sin que ella se enterara, hijo mío!

El acondicionador de aire se encendía y se apagaba; los rumores de la estancia contigua parecían un rugido amortiguado; los teléfonos sonaban en la distancia; una sirena bajó silbando por Wilshire Boulevard. Beverly permanecía sentada pacientemente en su sillón de orejas, sujetando el bolso con su valioso contenido contra su pecho. No tenía prisa; había esperado tanto tiempo que no le importaba esperar unos minutos más.

Al final, con la boca seca y el semblante muy pálido, Danny dijo:

—Rachel, no me hagas esto.

—Tendrás que hacer algo más que eso, Danny.

—Dios bendito, ¿quieres de veras que te lo suplique de rodillas?

—Sí, Danny —contestó Beverly con creciente dureza y frialdad—. Piensa en aquella niña inocente tendida sobre la mesa del carnicero que le practicó el aborto. Imagínate su rostro aterrorizado, escucha su voz, suplicándote que le permitas conservar a su hijo. Y haz lo mismo que yo hice. Déjame ver tu terror, déjame oírte suplicar que te perdone la vida.

Danny alargó la mano hacia el teléfono que tenía al lado.

—¡Cómo lo hagas! —le advirtió Beverly—, quedarás destruido antes de que abandones esta habitación.

Danny retiró la mano.

—Por favor, Rachel —musitó—. Por favor, no me hagas esto.

—Esto no basta, Danny.

—Oh, Dios mío —exclamó Danny—. ¡No me hagas esto!

Beverly se levantó muy despacio y le miró.

—He esperado treinta y cinco años este momento. Me he sacrificado y me he negado a mí misma solo por este momento. No me vas a embaucar, Danny.

Danny juntó las manos y cayó de rodillas.

—Por favor, Rachel. Por favor, sálvame.

—Déjame ver estas lágrimas por las que eres tan famoso. Te salen muy bien ante las cámaras de la televisión. Ahora, a ver si te salen para mí.

—¡Dios bendito, no me puedes hacer eso! Por favor, Rachel. ¡Por favor!

—Me das asco —dijo Beverly en un susurro.

Ahora Danny estaba llorando en serio.

—Haré cualquier cosa, Rachel. Lo que sea. Pero líbrame de esto. ¡No permitas que me crucifiquen! No podría soportarlo. ¡Después de tantos años! No podría soportar esta deshonra. ¡No podría resistirla!

Beverly le miró largo rato y después se encaminó hacia la puerta. Con la mano en el tirador, le dijo:

—Me temo que tendrás que resistirla, Danny.

—¿Qué quieres de mí? Te lo estoy suplicando de rodillas, ¿no es suficiente?

—No, Danny, no lo es. No he tenido en ningún momento la intención de salvarte. Solo quería ver hasta dónde te hundías. Los papeles que hay en este bolso son mi declaración final a la prensa, denunciándote a ti junto con todo lo que representabas. Si me hubieras hecho daño solo a mí, tal vez te hubiera perdonado. Pero has hecho daño a muchas otras personas y mataste a mi hijo. Para eso no hay perdón.

—¡Dios bendito!

—Y otra cosa, Danny. Un tal investigador O’Malley ya está en camino para detenerte.

Danny apoyó una mano en el sillón y se levantó del suelo donde estaba arrodillado.

—¿Qué quieres decir? ¡No se atreverá a detenerme!

—Me temo que sí, Danny. No tiene más remedio. ¿Recuerdas cuando viniste a verme a casa de Hazel y te emborrachaste y presumiste de que te habían detenido por ofensa a la moral y te habías escapado de los trabajos forzados en la carretera?

Danny y Bonner la miraron en silencio.

—Creíste que la ley de prescripción ya estaba en vigor y que eras libre. Pues te equivocaste, Danny. Envié a Billy Bob a Texas para que lo comprobara, ¿y sabes lo que descubrió? Que existe un mandato de busca y captura sobre ti, un mandato por delito de fuga, Danny, para el cual no son válidas la ley de prescripción ni la fianza. Dentro de unos minutos, Danny, saldrás de aquí esposado. Y para ver eso —añadió Beverly, asiendo el tirador y abriendo la puerta— es para lo que yo he vivido treinta y cinco años.

Danny intentó abalanzarse sobre ella, pero Beverly abrió la puerta de par en par justo en el momento en que él intentaba agredirla, gritando:

—¡Zorra asquerosa!

Las personas que abarrotaban la estancia se volvieron en silencio.

Beverly entró en la suite en el momento en que entraba el inspector O’Malley en compañía de dos agentes uniformados. Al advertir la presencia del investigador, los reporteros de prensa y las cámaras de televisión le habían seguido desde el vestíbulo y ahora se encontraban en el pasillo frente a la suite de Danny Mackay. Habían oído los gritos de Danny y ahora estaban rodeando ruidosamente a Beverly mientras le hacían preguntas y la enfocaban con las cámaras. Beverly levantó la mano para pedir silencio y después le entregó el bolso a Billy Bob.

—Todo lo que tengo que decir a la prensa se incluye en esta declaración escrita. Quiero anunciar que retiro mi apoyo económico, político y personal a Danny Mackay.

Los representantes de los medios de difusión armaron un alboroto en el pasillo, impidiéndole acercarse al ascensor. Cuando al final consiguió alcanzar la puerta de doble hoja, oyó la voz de Danny, elevándose por encima de todas las demás.

—¡Maldita hija de puta! ¡Zorra indecente! ¡No te saldrás con la tuya! ¡Me la vas a pagar! ¡Ya lo verás! ¡Me la vas a pagar!

Beverly entró en el ascensor y se volvió justo a tiempo para ver a Danny con las manos esposadas, forcejeando con los agentes de la policía. Las puertas se cerraron y el silencio la envolvió.

El Rolls-Royce Silver Cloud circulaba como una exhalación por la desierta autovía de la Costa del Pacífico. Lo conducía Bob Manning y Beverly ocupaba el asiento posterior. A su izquierda, los abruptos acantilados caían desde una altura de varias decenas de metros al océano Pacífico, bañado por la plateada luz de la luna. A su derecha, las colinas se elevaban como oscuros gigantes que rozaran las estrellas. El silencioso Rolls atravesaba velozmente la noche como una bala de plata.

Beverly advirtió las luces de unos faros delanteros a su espalda. Habían aparecido poco después de que ella y Billy Bob abandonaran el Century Plaza y los habían acompañado desde entonces. En determinado momento, Beverly se volvió a mirar. Era un automóvil marrón, la silueta de cuyo conductor se recortaba en medio del resplandor de los faros. Cuando Billy Bob aceleraba, el vehículo marrón también aceleraba. Cuando aminoraba la marcha, la aminoraba a su vez. Y ahora ambos automóviles circulaban serpenteando peligrosamente por la tortuosa y traicionera autovía de la costa.

Billy Bob, consciente de que el vehículo los seguía, miraba a menudo a través del espejo retrovisor, tratando al mismo tiempo de no apartar la vista de las peligrosas curvas. Conocía la verticalidad de los acantilados y los rompientes de abajo.

Los faros delanteros se acercaron y Beverly se volvió justo a tiempo para ver cómo el vehículo marrón se situaba al lado del Rolls. Beverly asió la manija, se preparó y dijo:

—Bob…

El pie de Bob se desplazó hacia el freno.

Momentos después, el Silver Cloud voló por el aire describiendo un precioso arco plateado y cayó a las rocas y al rugiente océano de abajo.

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