Butterfly

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Febrero » Capítulo 20

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—¡Traumatismo de urgencia! ¡Traumatismo de urgencia! —dijo una voz a través de los altavoces generales.

Linda Markus, a punto de entrar en la ducha, echó la cabeza hacia atrás y contempló el altavoz de la pared.

—¡Doctora Markus a Urgencias! —dijo la voz—. ¡Doctora Markus a Urgencias!

Linda tomó el teléfono, marcó el número de la sala de Urgencias y dijo:

—Voy en seguida.

Tras volverse a poner rápidamente la verde bata de cirugía, Linda abandonó a toda prisa la sala de guardias donde esperaba tomarse una ducha y comer un bocado, y bajó corriendo por el pasillo. No se tomó la molestia de esperar el ascensor sino que bajó por la escalera de incendios y, en cuestión de un momento, llegó a la entrada de servicios de la sala de Urgencias.

En la sala de Urgencias reinaba un caos impresionante. Los médicos y los auxiliares sanitarios corrían de un lado para otro, preparando compartimentos y camas, tres residentes con batas blancas entraron seguidos de un cirujano vestido con su atuendo de jogging. Linda se encaminó directamente al cuarto de comunicaciones de la sala de Urgencias. Oyó a través del receptor el silbido de la sirena de la ambulancia y la voz de un auxiliar sanitario, gritando:

—¡Tenemos cuatro pacientes! ¡Heridas múltiples por arma blanca!

—Oh, Dios mío —exclamó Linda—. ¡Una pelea entre bandas! —Tomó el micrófono y tuvo que gritar para que la oyeran—. Aquí la doctora Markus. ¿Me pueden informar?

—Tres están estabilizados, doctora. Pero el cuarto presenta una herida punzante en la parte izquierda del tórax. Pierde mucha sangre, el pulso es muy débil e irregular, las pupilas están dilatadas y está poniendo los ojos en blanco.

—¡Introdúzcanle una sonda respiratoria! ¡Aplíquenle calzones de compresión!

Linda miró a la enfermera que estaba siguiendo la llamada. Los ojos de ambas se cruzaron por un instante.

—¿Plazo de llegada previsto? —preguntó a la enfermera.

—Siete minutos.

—Maldita sea —exclamó Linda—. ¿No le pueden iniciar una intravenosa?

—No, doctora. Las venas están todas colapsadas, la yugular está vacía y… ¡Oh, mierda!

—¿Qué ocurre?

—¡No hay pulso!

Linda y la enfermera contemplaron la radio mientras escuchaban el silbido de la sirena y el rápido intercambio de frases entre los dos auxiliares sanitarios.

—¡Se inicia un CPR! —gritó finalmente uno de ellos.

Linda salió corriendo del cuarto de comunicaciones y chocó literalmente con la jefa de enfermeras.

—Que se disponga todo lo necesario para una toracotomía —dijo Linda—. Le voy a abrir el tórax.

Seis minutos después oyó el silbido de la sirena en el exterior y una voz gritando a través de la radio:

—¡Estamos en la entrada!

Un equipo salió al exterior y se hizo cargo de las camillas mientras tres automóviles de la policía se acercaban con los neumáticos chirriando. Linda se estaba poniendo los guantes estériles cuando oyó unas fuertes pisadas por el pasillo y la voz de la jefa de enfermeras diciendo:

—El herido de tórax, aquí.

La enfermera auxiliar de Linda había preparado la sala para una toracotomía de urgencia: en la mesita estéril estaban dispuestos los bisturís y los separadores de costillas, unos largos instrumentos y montones de esponjas. El equipo médico no había tenido tiempo de prepararse: todos iban vestidos con la ropa que llevaban en el momento de la llamada y se habían puesto simplemente unos guantes estériles.

El joven inconsciente fue colocado en seguida sobre el quirófano. El anestesista empezó a controlar la sonda respiratoria. Mientras dos pálidos residentes cortaban las venas de las muñecas y los tobillos del muchacho, un técnico se acercó con las líneas intravenosas, los frascos de solución salina y las unidades de sangre a punto. Linda se situó detrás de la enfermera, la cual vertió prácticamente todo un frasco de antiséptico sobre el pecho del herido. Después, Linda practicó una incisión desde el esternón hacia el costado y la parte posterior. En cuanto separaron las costillas, la sangre empezó a manar a borbotones.

Linda introdujo las manos y tocó el corazón. Estaba vacío.

Contempló el rostro del muchacho. No tendría más de catorce o quince años.

«Es tan joven», pensó mientras le comprimía y le soltaba desesperadamente el corazón. «Por favor, que no se muera…».

La sala estaba completamente en silencio. Seis personas contemplaron con la cara muy seria cómo la doctora Markus aplicaba un masaje cardíaco con el brazo ensangrentado hasta el codo. «Vamos», suplicó Linda en su fuero interno mientras una película de sudor le empapaba la frente. «¡Vamos, quiero que vivas!».

—Ya puede certificar su defunción, doctora —dijo el anestesista.

Linda no le hizo caso. Cerró los ojos. Medio inclinada sobre el muchacho inconsciente y con la espalda dolorida, Linda siguió aplicando un intenso masaje.

—El cerebro se ha quedado sin oxígeno demasiado tiempo… —señaló el anestesista.

—Espere —dijo Linda—. Creo que…

Linda advirtió un leve movimiento en su mano. Después, notó que el corazón empezaba a hincharse.

Se dirigió a la jefa de las enfermeras.

—¿Está preparada la sala de quirófano?

—El equipo cardíaco está esperando.

—Dígales que tiene una laceración en el ventrículo izquierdo. Voy a practicarle una sutura…

Dos horas más tarde, Linda se encontraba en la sala de médicos de la unidad de cirugía. El anciano doctor Cane estaba dictando órdenes por teléfono y dos cirujanos dormitaban en sendos sillones.

—Linda, tienes muy mala cara.

Linda levantó los ojos del gráfico del paciente en el que estaba haciendo unas anotaciones, miró al doctor Mendoza con expresión fulminante y le dijo:

—Gracias.

—No, mujer. Lo digo en serio. Tienes muy mal aspecto. Trabajas demasiado.

Linda lanzó un suspiro, cerró el gráfico y se repantigó en el cómodo sofá Naugahide. El gran televisor en color estaba sintonizado con el telediario de las seis. Linda contempló la pantalla sin verla.

—Mira, José —dijo con aire cansado—. Trabajo demasiado. Este es mi séptimo día seguido de guardia en la sala de Urgencias.

El doctor Mendoza hizo una mueca. A nadie le gustaba hacer guardias en la sala de Urgencias. Las guardias solían hacerlas generalmente los residentes y los nuevos médicos del equipo.

—¿Y eso cómo es posible, amiga mía? ¡No me digas que necesitas dinero!

No, Linda no necesitaba dinero. Pero no podía explicarle a aquel apuesto cirujano ortopédico cuya vida social hubiera sido digna de figurar en la revista People cuáles eran sus necesidades.

Y, concretamente, su necesidad de librarse de la soledad que reinaba en su casa de la playa.

La gélida soledad parecía acecharla todas las noches junto a la puerta principal de su casa, dispuesta a rodearla por todas partes en cuanto entrara y encendiera las luces. Llegaba hasta ella con el mismo ritmo de las eternas olas rompiendo en la playa y ella permanecía de pie en la puerta, entre las maderas arrojadas a la playa por la corriente y las esculturas de gaviotas, sin poder moverse.

¿Cómo podía decirle a aquel hombre, que tenía amigas a granel y que asistía a fiestas todas las noches, que tenía miedo de su propia casa?

Las guardias en la sala de Urgencias le ofrecían un pretexto para quedarse en el hospital y dormir allí, le daban algo que hacer, la mantenían ocupada y le llenaban la mente hasta el punto de no permitirle pensar en nada más. Puesto que el St. Catherine’s se encontraba cerca de la playa y de la autopista de la Costa del Pacífico, la sala de Urgencias del impresionante centro médico atendía muchos más casos de accidentes de tráfico, accidentes de surf, lesiones por atracos y heridas de arma blanca. Linda se pasaba el rato examinando, diagnosticando, practicando suturas y enviando pacientes al quirófano. Bebía enormes cantidades de café, comía pastelillos daneses rancios que compraba en las máquinas automáticas y estaba cada vez más delgada. La verde bata quirúrgica le colgaba por todas partes.

Notó que José Mendoza la estaba observando, pero no le hizo caso. Cuando llegó al St. Catherine’s tres años antes, siendo un conocido médico en cuya lista de pacientes figuraban famosos deportistas y actores cinematográficos, José trató de conquistar a la en cierto modo distante doctora Markus. Entonces le pareció un enigma y ahora se lo seguía pareciendo. Sabía que Linda no estaba casada y que no salía con nadie según se rumoreaba en el chismoso medio hospitalario. Al parecer, lo único que hacía era trabajar.

—¿Te puedo dar un consejo, amiga mía? —preguntó José.

Linda lo miró. José Mendoza era uno de aquellos hombres cuyo atractivo sexual aumentaba con las poco favorecedoras prendas de la sala de quirófano. Eso, unido a su centelleante encanto latino, le convertía en uno de los médicos de los que prácticamente todas las enfermeras estaban enamoradas.

—¡Pero, bueno! —exclamó el anciano doctor Cane—. ¡Fíjense en eso!

Linda y José se volvieron hacia el televisor.

La pantalla mostraba a Danny Mackay, saliendo de la residencia de un expresidente de los Estados Unidos. Un hombre que, para asombro de todo el mundo, había apoyado a Danny Mackay como candidato presidencial. Danny sonreía, saludando a las cámaras con la mano y rodeando a su esposa con el otro brazo, mientras una multitud de reporteros se agitaba a su alrededor. Era la viva imagen de un hombre firmemente decidido a llegar a la Casa Blanca.

—¿Crees que conseguirá la nominación en junio? —preguntó José.

El doctor Cane se levantó de la silla del escritorio y se dirigió al vestuario.

—No me extrañaría nada. Este hombre se está convirtiendo prácticamente en un ídolo nacional.

—Pero, es que, además, es muy listo —dijo el doctor Mendoza—. Lo está haciendo todo, menos proclamar a los cuatro vientos que es el nuevo John Kennedy.

Contemplaron un rato la pantalla del televisor. Finalmente, los otros dos médicos abandonaron la sala y José y Linda se quedaron solos. El doctor Mendoza se levantó, apagó el televisor y miró a Linda.

—¿Cómo está tu paciente? El joven gánster.

—En estado comatoso, pero ha recuperado las funciones del hígado y los riñones. Creo que lo superará.

José Mendoza contempló con aire pensativo a la mujer sentada en el sofá y después acercó la silla del escritorio de dictado y se sentó delante de ella con los codos apoyados sobre las rodillas.

—¿Me permites que hable contigo, amiga mía? —le preguntó.

Linda esbozó una sonrisa y levantó la mano hacia el gorro de papel verde que le cubría la cabeza. Le resultó agradable quitárselo y que el fresco aire acondicionado le secara el sudor de la frente. Se había puesto el gorro aquella mañana para practicar una intervención y no se lo había quitado desde entonces.

—¿De qué quieres hablar? —preguntó, arrugando el gorro y arrojándolo a la papelera.

—¿Por qué trabajas tanto, amiga mía?

Linda le miró. Unos ojos muy serios y sinceros la estaban estudiando.

—¿Por qué hacemos todos lo mismo? —replicó Linda—. Es mi profesión. Tú también trabajas mucho, aunque de otra manera.

—No te lo discuto —dijo José, asintiendo solemnemente—. Llevo sin ir a mi casa desde el pasado fin de semana, cuando fui a buscar la raqueta de tenis. Pero, por lo menos, mi esfuerzo es de carácter recreativo, mientras que tú, amiga mía, tienes todas las horas ocupadas con la profesión. Y eso no es bueno para ti.

Linda fue a levantarse, pero el doctor Mendoza se lo impidió, reteniéndola suavemente con una mano.

—Permíteme darte un consejo —dijo el doctor Mendoza—. Lo que tú estás haciendo lo he visto otras veces. Algunas personas se matan a trabajar para olvidar algo; otras intentan llenar sus vidas con algo. Otras huyen de algo. Pero yo te aseguro, amiga mía, que eso no es una solución.

—Y tú, ¿a cuál de estas categorías perteneces? —preguntó Linda en voz baja.

El doctor Mendoza se reclinó en su asiento y clavó la mirada en la pared.

—Estuve casado una vez, en mi país de origen. Pero ella murió. Cuando desapareció de mi vida, se apagó una luz dentro de mí. Por eso ahora me rodeo de amigos y voy a fiestas todas las noches —sus ojos se posaron de nuevo en Linda—. Pero, tal como te he dicho, eso no es una solución.

Linda le devolvió la mirada. A través de la puerta cerrada les llegaban los rumores de una ajetreada unidad quirúrgica. Camillas avanzando por el pasillo, enfermeras llamando a otras enfermeras, una voz hablando a través del sistema general de altavoces. Linda pensó en Barry Greene. La había vuelto a llamar para salir. Ella vaciló, deseando con toda su alma decirle que sí. Pero, al final, declinó la invitación, sabiendo que esta no podría conducir al dormitorio. Por lo menos, todavía no. Hasta que hubiera resuelto su problema con la ayuda de Butterfly.

—¿Por qué no me dejas que te invite a cenar? —preguntó José Mendoza—. Podríamos hablar de ello.

Linda contempló sus sinceros ojos negros y esbozó una sonrisa.

—Estoy bien, José —le dijo en un susurro—. Pero te agradezco el interés.

Él la vio alejarse, perplejo.

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