Butterfly

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Febrero » Capítulo 21

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Texas, 1963.

«¡Esta vez Manuel ha estado a punto de matarme! ¡Tienes que ayudarme, Rachel!».

Las palabras de la desesperada carta de Carmelita resonaban una y otra vez en la mente de Beverly mientras esta circulaba a gran velocidad por al autopista en su Corvair azul, pasando de Nuevo México a Texas mientras los Tornados cantaban Telstar por la radio. Habían transcurrido cinco años desde que cesaran las cartas de Carmelita. De pronto, la semana anterior, llegó un sobre al restaurante, dirigido a Rachel Dwyer. «Tuvimos una pelea terrible —escribía Carmelita—. Manuel intentó matarme. Ya no puedo soportarlo más, Rachel. Tú y yo nos prometimos ayuda la una a la otra en caso de que tuviéramos algún problema. Espero que recibas esta carta porque ahora tengo un problema muy grave».

Beverly dejó el restaurante al cuidado de Ann Hastings y ahora estaba atravesando de nuevo la inmensa extensión de Texas. Por primera vez en nueve años.

Los cambios se aspiraban en el aire. Se intuían. El mundo parecía moverse cada vez más rápido. Los rusos habían enviado a un hombre al espacio, todo el mundo bailaba el twist y los refugios antiatómicos se habían convertido en una obsesión nacional. Beverly pensó que el mundo se encontraba al borde del abismo y que el estilo de vida que desde hacía tanto tiempo imperaba en los Estados Unidos estaba a punto de experimentar una drástica alteración permanente.

Si le hubieran pedido que concretara un poco más no hubiera podido hacerlo. Era algo que sentía, pero que no podía ver ni tocar. Los signos se advertían en todas partes: crecía la agitación entre los oprimidos negros del Sur; los cantantes folk estaban emergiendo de los restos del movimiento beatnik y su popularidad aumentaba día a día. Hasta las películas habían cambiado y todo el mundo se volvía loco por los espías y los agentes secretos. Beverly pareció verlo todo mientras contemplaba el llano desierto de Texas sobre el impresionante telón de fondo de una nube en forma de hongo.

¿Cuál era el origen de los cambios? ¿La bomba atómica? ¿La creciente amenaza del otro lado del océano?

¿Qué ha sido —se preguntó mientras terminaba Telstar y los Beach Boys empezaban a cantar Surfin U. S. A.— de la ingenua vida aislada de la última década? Y, si aquello había sido tan solo el umbral, tal como le susurraba su intuición, ¿qué habría más allá?

Cualquier cosa que fuera y cualquiera que fuera el futuro que aguardaba más allá del horizonte, Beverly sabía una cosa con toda certeza: ella se haría rica.

A principios de aquel año Eddie la había recompensado con unos intereses de un 10% en su empresa. Dados los sustanciosos beneficios de los catorce establecimientos Royal Burger, Beverly estaba empezando a cobrar unos magníficos dividendos. Al ver que su cuenta de ahorros no crecía tanto como ella hubiera deseado, siguió el consejo de Eddie y compró una de las casas recién construidas en Encino. No vivía en ella, sino que la tenía alquilada a una familia. El valor de la casa ya había subido porque el valle de San Francisco estaba experimentando un tremendo boom inmobiliario. Beverly echó nuevamente mano de sus ahorros, pagó la entrada de otras dos casitas y las alquiló inmediatamente. Las tres casas del valle constituían para ella en aquel momento una buena fuente de ingresos, pensó Beverly mientras cruzaba velozmente el río Pecos. Ahora tenía intención de comprar alguna de las casas que se estaban construyendo en las colinas Tarzana con unas vistas preciosas y piscinas en el jardín. Las vendían por veinte mil dólares y, en diez años, le había asegurado Eddie, valdrían diez veces más.

No obstante, Beverly era muy precavida con el dinero. Una vez que Eddie intentó convencerla de que comprara bonos y obligaciones, se negó en redondo a hacerlo. Sin embargo, el valle de San Fernando ofrecía muchas posibilidades inmobiliarias. Su propio sentido común le decía que aquellas inversiones aumentarían de valor. Beverly no quería participar en las arriesgadas operaciones financieras a las que Eddie y Laverne se habían lanzado. Y, por la misma razón, mientras que Eddie y Laverne se habían mudado a una lujosa casa, ella seguía viviendo en su pequeño apartamento de Cherokee. Cada dólar que guardaba era un dólar para el futuro.

El Corvair azul con el que ahora estaba atravesando la ciudad de Sonora no era nuevo cuando lo compró, y lo hizo más por necesidad que por comodidad. En su calidad de gerente regional de Royal Burger, tenía que viajar por todo el Sur de California para seguir la marcha de los establecimientos. Ahora las hamburguesas costaban quince centavos la pieza, y las patatas fritas con pimientos jalapeños veinte centavos. El control de la calidad era esencial para mantener el éxito. Y Beverly estaba muy empeñada en alcanzar el éxito.

Aquella tibia mañana de noviembre, Beverly estaba siguiendo el mismo camino hacia San Antonio que había seguido con Danny once años antes. Y lo había hecho deliberadamente. Aquel viaje era una especie de tónico amargo. Cada kilómetro que cubría infundía nueva fuerza a su espíritu. Mientras dejaba atrás el Oeste y se acercaba al Hill Country de la zona central de Texas, Beverly sintió que su cuerpo adquiría un renovado vigor. Vio los conocidos hitos y sus ojos volvieron a contemplar las cosas que habían emocionado a la ignorante Rachel Dwyer de catorce años, perdidamente enamorada de Danny Mackay y corriendo a su destrucción. Beverly asió con fuerza el volante y se empeñó en recordar el lejano pasado. Mantenía vivo el recuerdo y quería conservar vivos la rabia y el deseo de venganza.

«Tú dices que eres un hombre que va a sitios», le había dicho a Danny la noche en que este la arrojó de su automóvil. «Bueno, pues… yo seré más rica y poderosa que tú».

La voz de los Beach Boys se desvaneció para dar paso a la obligada cuña publicitaria. Después, se inició el noticiario local.

«El presidente John Kennedy, en una misión encaminada a suavizar la encarnizada lucha entre un bloque demócrata encabezado por el gobernador John Connally y una coalición liderada por el senador Ralph Yarborough, ha llegado hoy a Houston como parte de una gira de carácter no político por el estado de Texas. El presidente fue recibido por una entusiasta multitud mientras circulaba a bordo de su Lincoln azul de fabricación especial. En determinado momento, pidió que se retirara la burbuja protectora de plástico que cubre el automóvil para poder levantarse y saludar con la mano a la gente. Su esposa Jacqueline le acompaña en esta gira, que terminará en Dallas este fin de semana».

El paisaje cambió. El desierto dio paso a las montañas y aparecieron las primeras tierras de labranza. San Antonio se encontraba a muy pocos kilómetros.

Beverly permaneció sentada un buen rato en su automóvil delante de la casa de Hazel.

No se había trasladado directamente allí. Primero había ido a la calle donde estaba la casa de Bonner Purvis y había visto a cuatro niños jugando en el patio y un perro ladrando en el porche de la entrada. ¿Qué habría sido de ellos, del extraño amigo con cara de ángel de Danny y de su pobre madre que tanto trabajaba? Beverly se fue después a la calle donde antes había un triste edificio de ladrillo en el que nueve años antes se había visto obligada a librarse de su hijo. Pero en su lugar se levantaba ahora un moderno edificio de apartamentos de estuco verde, con macetas en las ventanas. Pese a ello, el recuerdo permanecía vivo. Aunque Bonner y su madre ya no estuvieran allí, el olor de la ropa sucia y los crujidos de la cama de hierro donde Danny la utilizaba todas las noches perduraba claramente en su memoria. Y, aunque el hombre que le practicó el aborto ya no viviera allí, el tramo de escalera con la bombilla al fondo… seguía en el mismo sitio.

Beverly puso en marcha el motor. San Antonio no era el término de su largo viaje. Carmelita ya no vivía allí. La desesperada carta le había llegado desde Dallas. Beverly había querido pasar por aquella ciudad rebosante de recuerdos. Sabía que nunca más tendría que pasar por allí.

Había unos cuatrocientos cincuenta kilómetros entre San Antonio y Dallas, por lo que Beverly se buscó un motel barato al borde de la autopista y pasó allí la noche, tratando de imaginarse algún medio de localizar a Carmelita.

En la carta no figuraba la dirección del remitente. Por miedo tal vez o porque había escrito con prisa, Carmelita había omitido mencionar dónde vivía. Beverly buscó en la guía telefónica en la vana esperanza de encontrarla. Encontró una Carmelita Sánchez. Marcó y descubrió que no era la que ella buscaba. Lo único que podía hacer era trasladarse a Dallas e intentar localizar a su amiga. Nueve años antes se habían hecho una mutua promesa, y Beverly no olvidaba jamás una promesa.

Llegó a Dallas un miércoles por la tarde con dos fervientes esperanzas: haber llegado a tiempo para salvar a Carmelita y poder convencer a su amiga de que regresara a Hollywood con ella.

Tras dar unas cuantas vueltas en su automóvil y decidir cuáles serían los lugares donde más probabilidades tendría de encontrar a su amiga (en caso de que, tal como ella sospechaba, Carmelita fuera todavía una prostituta), Beverly se inscribió en el registro del Bar-None Hotel, en una de las zonas más viejas de la ciudad, no lejos del barrio de peor fama. No perdió el tiempo. Tras dejar la maleta en la mísera habitación, salió en busca de Carmelita.

Llegó a la conclusión de que solo había un medio para buscarla. Tendría que dar la voz y esperar a que esta pasara de boca en boca hasta llegar a su amiga. Muchas mujeres de las calles miraban con recelo a la joven rubia. ¿Sería de la policía?, se preguntaban algunas de ellas. Otras querían saber por qué buscaba a Carmelita. La mayoría contestó simplemente que no conocía a Carmelita Sánchez y dio media vuelta. Pero Beverly no se dio por vencida. Les dijo a todas que se alojaba en el Bar-None y que esperaría allí a Carmelita. Por primera vez en nueve años, Beverly facilitó su verdadero nombre:

—Decidle, por favor, que Rachel Dwyer la está buscando.

Fue una larga e incierta espera. El jueves a primera hora de la mañana Beverly se sentó en el oscuro y desangelado vestíbulo del Bar-None ocupando un sillón de cara a la entrada principal. No se movió más que para ir al lavabo y tomar un bocadillo de jamón en la cafetería de al lado. La gente entraba y salía…, personas sin empleo fijo, ancianos huéspedes de pensiones, jóvenes independientes, una pareja de recién casados enzarzados en una pelea, dos viejas solteronas vestidas con prendas anticuadas. Nadie prestó demasiada atención a la muchacha sentada con los pies muy juntos, las manos sobre el regazo y la mirada clavada en la puerta. El Bar-None era un lugar en el que uno pagaba la cuenta y se ocupaba de sus propios asuntos.

Aquella noche Beverly volvió a salir, recorriendo las calles que las muchachas honradas de la clase media hubieran evitado, pero que a Rachel Dwyer no le inspiraban el menor temor. Las prostitutas y sus rufianes miraban pasar a la muchacha, se extrañaban de su presencia y se preguntaban si no andaría buscando jaleo. Su forma de acercarse a ellos como si fueran personas normales en una calle normal y su manera de preguntarles por una puta como si les preguntara la hora les desconcertaba. No sabían que aquella joven de suaves modales era, en realidad, una hermana suya desde hacía mucho tiempo.

Beverly no conseguía la menor colaboración o información. Regresó al Bar-None hambrienta y cansada. Pero sin darse por vencida. Beverly tenía un temperamento resuelto, pero también era paciente. Encontraría a Carmelita.

El viernes por la mañana volvió a sentarse en el sillón con un vaso de plástico de café en la mano mientras escuchaba las noticias que daba la radio situada detrás del mostrador de recepción:

El presidente Kennedy ha pronunciado un discurso esta mañana en la Cámara de Comercio de Fort Worth —dijo el locutor—. Junto con su esposa se encuentra en estos momentos a bordo del Ali Force One y tiene previsto tocar tierra en el aeropuerto Love Field de Dallas a las once cuarenta. Desde allí, el presidente y la primera dama efectuarán un recorrido en automóvil por las calles de Dallas donde la multitud ya se está congregando para recibirles.

Beverly se incorporó en su asiento. Alguien se encontraba de pie en la entrada, mirando con aire cohibido a su alrededor. Era una joven.

Carmelita.

Los ojos de ambas se cruzaron a través de la lóbrega estancia. Después, Beverly se levantó y Carmelita se adelantó muy despacio, frunciendo el ceño de su hermoso rostro. Mientras la muchacha se acercaba, Beverly sintió un nudo en la garganta. ¡Cuántos recuerdos se agolparon súbitamente en su mente!

Carmelita se detuvo a pocos pasos.

—¿Usted es la que ha estado preguntando por mí? —dijo.

Beverly asintió con la cabeza.

—Usted le ha dicho a mis amigos que ha venido Rachel. ¿Dónde está?

—Aquí mismo, Carmelita —contestó Beverly en un susurro—. ¿No me reconoces? ¡Soy Rachel!

Carmelita ladeó la cabeza. Una expresión de perplejidad se dibujó en su semblante.

—Tú no eres Rachel.

—Sí, soy Rachel —dijo Beverly—. De la casa de Hazel en San Antonio. Nos vimos por última vez hace nueve años cuando ustedes me dejaron en el tren de California. Nos prometimos llamarnos si alguna vez necesitáramos ayuda. ¿No te acuerdas?

Carmelita entornó los ojos.

—¿Me estás tomando el pelo? ¡Tú no eres Rachel!

—Lo soy. Te enseñé a leer. Y tú te inventabas acertijos con los números. Tú, Belle y yo formábamos un trío.

—¿Rachel? —musitó Carmelita todavía indecisa.

—Tengo un tatuaje en la parte interior del muslo. Una mariposa.

Los ojos negros de Carmelita se abrieron con asombro.

—¡La mariposa! —exclamó Carmelita—. ¡Santa Madre de Dios! ¡Rachel! —Después, le echó los brazos al cuello a Beverly, llorando y riendo a la vez—. No puedo creerlo —dijo, enjugándose los ojos—. Rachel, has venido. Tal como prometiste hacer. Pero… ¡qué guapa estás ahora! ¿Qué ha pasado?

—Quiero contártelo todo. Pero, primero, ¿cómo estás, Carmelita? ¿Te ha hecho mucho daño Manuel? En tu carta…

Carmelita miró a su alrededor y dijo en voz baja:

—¿Podríamos ir a tomar un café a algún sitio?

Fueron a un pequeño restaurante del borde de la carretera donde los conductores de los camiones cisterna de petróleo y los que transportaban ganado devoraban crujientes raciones de pollo frito y galletas con miel. Carmelita se zampó un plato de chuletas a la parrilla y mazorcas calientes de maíz mientras Beverly tomaba una ensalada y una taza de café solo. Carmelita no se atrevía a hablar de Manuel y entonces Beverly le contó todo lo que le había ocurrido desde que ambas habían dejado de escribirse. Cuando Beverly comentó su intervención de cirugía plástica, Carmelita estudió su rostro con mal disimulada curiosidad.

Al término de su relato, Beverly preguntó:

—Pero ¿qué me dices de ti? ¿Por qué te fuiste de la casa de Hazel?

—Verás, es que Manuel tuvo un lío con la policía. Nos largamos en mitad de la noche, ¿comprendes? Llamé a Hazel desde Dallas y le dije dónde estábamos. Le pedí que me hiciera llegar las cartas. Pero no lo hizo. ¡Y eso que tenía que recibir algunos cheques de las revistas de acertijos! La muy bruja.

—¿Por qué dejaste de responder a mis cartas?

Carmelita se lavó los dedos en el agua del vaso y se los secó con una servilleta de papel.

—Son cosas que ocurren, amiga. Tú y yo nos estuvimos escribiendo durante dos años. Al principio, me gustaba. Seguíamos siendo amigas. Después, me di cuenta que nuestros dos mundos estaban cada vez más separados. Tú tenías un trabajo respetable y no te faltaba nada, mientras que yo seguía siendo una puta. No me pareció bien que te siguiera escribiendo.

—Pero seguimos siendo amigas, Carmelita —dijo Beverly con dulzura—. Cuéntame qué ocurrió.

Carmelita estrujó la servilleta de papel entre sus manos. Habló muy despacio desde detrás de una cortina de largo cabello negro que le caía a ambos lados del rostro.

—Esta vez me asusté de verdad. Tuvimos una pelea. Manuel tiene otra chica. Dice que no puede ser un hombre de una sola mujer. Lo sorprendí con ella y me puse celosa. Le golpeé y él sacó un cuchillo… —Carmelita levantó sus profundos ojos oscuros, aquellos ojos que Beverly recordaba tan bien, llenos del mismo dolor y desconcierto, de la misma vergüenza de antaño—. No podrías creerlo, fue su amiga la que me salvó. Se interpuso y lo detuvo. Él me apuntaba al corazón, pero el cuchillo entró por aquí. —Carmelita apoyó la mano en la parte inferior de la caja torácica—. Me pasé una semana en el hospital. La policía vino para interrogarme. Me dieron miedo. Me hicieron creer que él vendría por mí y me mataría. Entonces le pedí un trozo de papel a una enfermera y te escribí aquella carta.

—Vine en cuanto la recibí.

Carmelita apartó la mirada.

—Ni siquiera estaba segura de que la recibirías. No sabía si todavía trabajabas en aquel restaurante. Ahora pienso que ojalá no te la hubiera enviado.

—¿Por qué?

Carmelita estaba azorada y se sentía incómoda. En la última hora transcurrida, se había dado cuenta de que Rachel había cambiado por muchos conceptos. Ahora era honrada y respetable.

Rachel era una persona de calidad, mientras que ella era todavía una basura, pensó mientras observaba a los clientes que ya empezaban a abandonar a toda prisa el restaurante. Hasta el nombre de Rachel ya no era el mismo. Ahora era Beverly Highland. Un nuevo nombre y un nuevo rostro. No tenía nada en común con aquella mujer. Carmelita se percató de pronto que estaba sentada con una extraña.

—Pero, bueno, ¿adónde va toda esta gente? —preguntó Carmelita, consultando su reloj.

Entonces lo recordó: estaba a punto de pasar la caravana presidencial.

—Carmelita —dijo Beverly—, vuélvete conmigo.

—¿Adónde?

—A California. Vuélvete conmigo y empieza una nueva vida.

Carmelita miró a Beverly con asombro.

—¿Y que abandone Texas, quieres decir?

—Sí.

—Ah, no.

—Carmelita, ¿eres feliz? —preguntó Beverly muy quedo.

La muchacha se encogió de hombros.

—¿Y quién lo es?

—Podrás serlo si te vienes conmigo. Te puedo dar un buen empleo. Podrás estudiar. California te gustaría mucho.

Carmelita sacudió la cabeza.

Beverly apoyó una mano en el brazo de su amiga y le dijo:

—¿Recuerdas cuando soñábamos juntas? Tú querías estudiar y después conseguir un empleo en alguna oficina, con una máquina de escribir y un teléfono. Podrás hacerlo si te vienes conmigo. Carmelita, ¡en California las fantasías pueden hacerse realidad!

Algo se encendió en los ojos oscuros de Carmelita, algo que Beverly había visto en contadas ocasiones del pasado. Era la mirada de alguien que contemplara una visión o un sueño o que tratara de imaginar algo. Carmelita estaba experimentando una breve esperanza, o, mejor dicho, la breve posibilidad de una esperanza. Había ocurrido otras veces, cuando aprendió a leer sus primeras palabras, cuando vendió su primer acertijo de números a una revista. Entonces hubo una décima de segundo de esperanza y se encendió en sus ojos negros el sueño de una vida mejor. Pero se desvaneció en seguida, tal como acababa de ocurrir ahora, porque Carmelita no estaba acostumbrada a esperar y a soñar y ya se había resignado a aceptar la terrible existencia que le había caído en suerte. La esperanza era una cualidad que jamás había conseguido perfeccionar.

—Ya es demasiado tarde para mí, amiga mía —dijo, contemplando la servilleta hecha trizas que estrujaba en sus manos—. No podría marcharme.

—¿Por qué no?

—Soy demasiado mayor. Tengo veinticinco años. Y, además, está Manuel…

—¡Pero no es posible que le ames!

¿Amar? ¿A Manuel? Tal vez en otros tiempos. Ahora este era simplemente el hombre que la protegía, que se quedaba con su dinero y le decía lo que tenía que hacer. Era bueno con ella cuando quería, y la castigaba cuando se lo merecía. No podía dejar a Manuel. Él tomaba todas las decisiones por ella, incluso le decía cómo tenía que vestirse. Carmelita llevaba con él desde los trece años. Era como una parte de sí misma.

La joven raras veces examinaba su vida, raras veces pensaba en su propia existencia. Vivía día a día, llevándose a los hombres a su pequeña habitación y vendiendo su cuerpo en una especie de vacío sin futuro. A fin de cuentas, ¿por qué tenía que pensar? Ya pensaba Manuel por ella. Como la víspera, por ejemplo, cuando ella le comunicó que estaba nuevamente embarazada. Lo único que él le dijo fue:

—Tengo un amigo que te lo resolverá.

A pesar del carácter pecaminoso de su vida, Carmelita Sánchez era una devota católica y se confesaba todas las semanas. Ahora tendría que volver a confesar un pecado muy gordo, otro aborto. Pero la decisión la había tomado Manuel. A Carmelita jamás se le hubiera ocurrido pensar por su cuenta, desafiar su voluntad, enfrentarse a él y decirle: «Ya basta de abortos. Me quedo con el niño».

Ambas muchachas guardaron silencio. Carmelita porque, de pronto, no sabía por qué razón estaba allí, Beverly porque estaba tratando desesperadamente de encontrar unas palabras capaces de convencer a su amiga de que se fuera con ella.

—Mira —dijo Carmelita, levantándose—, tengo que irme, ¿sabes? Manuel se estará preguntando dónde estoy. Mientras se adentraba con su Corvair en el denso tráfico de las inmediaciones de la autovía de Stemmons, Beverly le dijo a Carmelita:

—Si temes que Manuel te localice en California, no tienes que preocuparte. Jamás te encontrará. Te puedes cambiar el nombre. ¿Recuerdas?, antes siempre decías que te hubiera gustado llamarte Carmen. Puedes cambiar de identidad tal como hice yo.

Carmelita la miró con inquietud. En realidad, aquello era un auténtico peligro…, la posibilidad de que Manuel la persiguiera. Pero no era esa la única razón por la cual no quería dejarle. Las chicas como ella no dejaban aquella vida para ser honradas. Eso era algo que no se estilaba.

Beverly hubiera querido decirle otra cosa… que, dentro de algunos años, Carmelita empezaría a perder la juventud y la belleza y entonces Manuel la abandonaría por otra más joven y ella se quedaría sola, convertida en una prostituta ajada a quien nadie querría…, pero estaba segura de que Carmelita ya lo sabía. Ambas lo sabían desde hacía nueve años, cuando solo contaban dieciséis.

El tráfico era un desastre. Mientras avanzaba muy despacio, pasando por delante del Texas School Book Depository, Beverly buscó algún medio de salir de allí.

Al parecer, todo Dallas había salido a recibir al presidente.

Se quedó atascada en el cruce entre las calles Elm y Houston, rodeada de vehículos por todas partes. Detrás de ella, un autocar le rozó prácticamente el guardabarros mientras el conductor hacía sonar el claxon.

Carmelita soltó una maldición en castellano y después dijo:

—¿Pero es que no ve que no podemos movernos? ¿Por qué nos toca el claxon?

De pronto, se produjo una breve brecha en el tráfico y Beverly pisó el acelerador. El Corvair salió disparado y la brecha se cerró a su espalda, dejando el autobús y a su enfurecido conductor como un dinosaurio encallado en una turbera.

Beverly se desvió inmediatamente hacia una calle lateral y consiguió alejarse de la muchedumbre que trataba de vislumbrar al presidente.

—Tengo que regresar a Hollywood —le dijo a Carmelita mientras ambas se dirigían al Bar None—. Me iré esta misma tarde. Si cambias de idea y decides venir conmigo, estaré ahí hasta las seis.

Pero Carmelita sabía que no lo haría.

Danny Mackay aporreó el claxon del autocar y trató de apartar de su camino al Corvair azul. Por lo que podía ver, la rubia sentada al volante no buscaba ninguna oportunidad de avanzar. Permanecía sentada allí, charlando con su amiga mientras los demás vehículos circulaban delante de ella.

Al final, se produjo una brecha. Se inclinó sobre el claxon y gritó:

—¡Venga ya! ¡Muévete!

El pequeño Corvair salió disparado y desapareció por una calle lateral.

—Pero, bueno, eso es tremendo, ¿no crees? —dijo Bonner Purvis en el asiento de al lado.

—Ya, y solo porque el viejo Jack Kennedy viene a la ciudad.

Danny golpeó nerviosamente el suelo con el pie, tratando de hallar algún medio de salir de aquel jaleo. No había acudido a Dallas para ver al presidente. Estaba allí para hacer negocio.

Aunque no era un día muy caluroso, unos veintitantos grados, Danny sentía calor bajo el cuello de la camisa. En realidad, los nervios le hacían sentir calor incluso bajo la piel. Llevaban siete años en ello. Siete años desde que abandonaran al viejo Billy Bob Magdalene en el desierto, largándose en su autocar, y en todo aquel tiempo Danny había ganado más dinero de lo que jamás hubiera creído posible. Aunque gastaba buena parte de los ingresos en sus juergas nocturnas con las mujeres de las que se encaprichaba y en habitaciones de hotel, ahorraba lo bastante como para poder emprender el camino a la gloria. Danny había acudido a Dallas para adquirir algunas propiedades, echar un vistazo y establecer contactos que le permitieran ascender por la escala del éxito. Tenía treinta años y una buena cantidad de dinero en el banco… ya era hora de empezar a pensar un poco menos en los sermones y un poco más en los medios de ver cumplida su ambición personal.

La energía que le dominaba en San Antonio aún le duraba. Su fama de carismático predicador se había extendido por todo Texas; sus concentraciones eran tan multitudinarias que se tenían que celebrar al aire libre porque no había ninguna tienda suficientemente grande para acogerlas. A la gente le encantaba aquel joven y vehemente predicador que no paraba ni un momento. Danny estaba en constante movimiento, se agitaba sin cesar y movía la cabeza hacia un lado y hacia otro; incluso cuando se sentaba y hablaba arrastrando lentamente las palabras y mirando a la gente con su lánguida expresión habitual, se advertía la tensión que hervía en su interior.

Ahora volvía a sentir dentro de sí una fuerza y una electricidad incontenibles. La predicación ya no le bastaba. Texas se le había quedado chico. Danny quería poseer cosas, quería controlar las cosas. Por eso había acudido a Dallas, para entrevistarse con un hombre a propósito de un edificio comercial y tal vez algunos apartamentos. Danny estaba sediento de propiedades y ahora ya se encontraba económicamente en condiciones de empezar a comprar.

El letrero del costado del autocar decía DANNY MACKAY OS TRAE A JESÚS. No era el mismo autocar que le había robado a Billy Bob. Era un impresionante modelo con dormitorio, cuarto de baño y cocina en su interior. Danny no tenía por costumbre conducir el autocar; esa tarea le correspondía a Bonner. Danny tenía un Lincoln Continental blanco y gris plomo para su uso personal. Pero, como había decidido vender el autocar e instalarse en Dallas, él mismo le llevaba el vehículo al comprador. En cierto modo, Danny echaría de menos aquel enorme y reluciente vehículo. Se lo había pasado muy bien en él.

—Mira aquí abajo —dijo Bonner, indicándoselo con el dedo.

Se encontraban en el triple paso elevado. Abajo, en Main Street, vieron la caravana presidencial integrada por doce automóviles. La hermana Sue, una de las chicas que viajaban en aquellos momentos con Danny, miró por la ventanilla de la parte de atrás y exclamó con voz estridente:

—¡Es Jackie! Mira, Marcia. Allí está Jackie.

—Mierda —musitó Danny, deteniéndose ante un semáforo e introduciendo la mano en un bolsillo para sacar una cajetilla de Camel.

Admiraba y envidiaba a los Kennedy, sabía exactamente por qué la gente se quedaba alelada ante ellos y esperaba poder ejercer algún día la misma clase de poder.

¡Crac!

—¿Qué ha sido eso? —preguntó Bonner.

¡Crac! ¡Crac!

—Algún fallo en el vehículo —contestó Danny.

—¡Oh, Dios mío! —chilló la hermana Sue—. ¡Oh, Dios mío!

—Pero ¿qué…?

Danny volvió la cabeza y miró hacia abajo. El automóvil presidencial se había detenido. Jackie estaba inclinada sobre su marido; el gobernador Connally se hallaba extrañamente flojo en los brazos de su mujer.

Inmediatamente estalló el caos. De pronto, la gente echó a correr; un agente del servicio secreto gritó hacia el vehículo de Lindón Johhnson:

—¡Agáchese! ¡Agáchese!

Jackie se incorporó y se arrastró a gatas por la parte posterior del vehículo.

El automóvil presidencial se alejó a toda velocidad y el vehículo del servicio secreto le siguió con un agente de pie, empuñando una metralleta.

Danny contempló la escena con incredulidad mientras los vehículos circulaban velozmente por el paso inferior y, unos segundos más tarde, cuando les vio aparecer en la autovía situada más adelante, puso el autocar nuevamente en marcha y dijo:

—¡Puta mierda!

—¡Por Dios, Danny! —gritó Bonner, sujetándole el brazo—. ¡Han disparado contra el presidente!

Sue y Marcia se pusieron a chillar en el asiento de atrás.

Danny no pensaba. No tenía idea de lo que estaba haciendo ni del por qué. Simplemente se lanzó en pos de ambos vehículos, aminorando a noventa cuando ellos aminoraban a noventa, desviándose de la autovía de Stemmons y siguiéndoles por los bulevares Industrial y Harry Hines.

Cuando vio aparecer más adelante el hospital de trece pisos, comprendió lo que estaba haciendo. El automóvil presidencial se acercó rápidamente a la entrada de urgencias y, en cuestión de unos segundos, los dos hombres inconscientes fueron colocados en sendas camillas.

Danny detuvo bruscamente el autocar y sus tres compañeros brincaron hacia delante a causa de la sacudida. Después descendió, apartando a Bonner de su camino.

—¡Eh! —gritó, corriendo hacia delante—, ¿qué ha ocurrido?

Pero los agentes del servicio secreto le impidieron el paso; unos policías motorizados le obligaron a retroceder. Danny permaneció de pie, contemplando la escena. Jackie seguía abrazada a su marido. Había sangre en su falda y sus piernas. Danny la vio cruzar la puerta de doble hoja al lado de la camilla. Los agentes tomaron inmediatamente posiciones detrás.

—¿Qué pasa, Danny? —preguntó Bonner, acercándose a él sin resuello—. ¿Está vivo? ¿Quién le ha disparado? ¡Danny!

—Oh, Dios mío —exclamó Danny con voz quejumbrosa—, no lo sé. ¡Dios bendito, no lo sé!

Otros automóviles se estaban acercando al Parkland Hospital. La gente corría por la acera, algunas personas gritaban, otras lloraban y algunas caminaban como muertos vivientes en un mutismo total. La policía evitó que se acercaran al edificio. Los reporteros cruzaron a toda prisa la entrada de urgencias; un equipo de un noticiario de televisión se estaba instalando sobre el césped con la mayor rapidez posible. Una «rubia» de una de las emisoras de radio más importantes de Dallas también se encontraba allí. La gente se arremolinaba alrededor con expresión de desamparo, buscando alguna explicación.

El presidente había recibido un disparo. El mundo había llegado a su fin.

Trastornado, Danny miró a su alrededor y vio a una negra arrodillada sobre la hierba con el rostro surcado por las lágrimas. Se golpeaba el pecho y gemía. Otras personas permanecían de pie, contemplando el hospital, tomadas de la mano y con el rostro más blanco que la cera. Danny vio a Sue y Marcia bajando del autobús fuertemente abrazadas. Los equipos de los noticiarios estaban tratando de conseguir alguna respuesta.

«¿Eran graves las lesiones del presidente?».

La multitud crecía por momentos. La gente se estaba congregando alrededor del hospital para estar más cerca de su dirigente caído. Aquella caótica escena se le antojó a Danny un hormiguero destruido por un puntapié. No había rumbo ni cohesión en aquella muchedumbre de texanos azotados por el miedo.

De pronto, lo vio.

Su lugar en la historia.

—Oíd —dijo—. ¡Oíd! —corrió al autocar y se encaramó en la capota—. Hermanos y hermanas en Cristo —gritó con los brazos extendidos—. Uníos a mi oración por nuestro amado presidente.

De esta manera tan simple, Danny se los metió en el bolsillo. Al final, alguien decía algo, alguien había emergido entre la muchedumbre como un faro luminoso, un hombre con voz de mando, alguien que súbitamente les decía las palabras que ellos deseaban escuchar, unas palabras conocidas y consoladoras. Todos convergieron hacia él como abejas a un panal.

Danny contempló aquellos esperanzados y perplejos rostros y comprendió lo que tenía que hacer. Eran como niños, pensó. Como niñitos extraviados. Estaban pidiendo que alguien les tomara de la mano. Estaban pidiendo que los guiaran.

—No sé qué está ocurriendo al interior de este edificio, hermanos y hermanas —dijo, elevando la voz por encima de las cabezas de los presentes—. Pero sé que el hombre que yace en esta camilla de hospital necesita desesperadamente nuestras plegarias. Tenemos que levantar nuestras voces a Dios y decirle que no queremos que hoy reciba en su seno a John Fitzgerald Kennedy. Tenemos que ofrecer nuestro amor y nuestra necesidad a Dios para que El vea que merecemos ser atendidos.

—¡Amén! —gritó alguien.

—¡Sabemos a quién le echará la culpa el mundo de lo que hoy ha ocurrido! —añadió Danny—. ¡Le echará la culpa a Texas! Pero Texas no ha disparado contra nuestro amado presidente. ¡Eso lo ha hecho el demonio! ¡El pecado y la corrupción que imperan en nuestro mundo actual son los que han disparado contra John Kennedy! Si este hombre tan estimado muere ahí adentro… —dijo, extendiendo un brazo hacia la entrada de urgencias del hospital— ¡nuestro ateísmo y nuestros pecados serán los culpables de su muerte!

—¡Amén, hermano! —gritó Bonner.

Danny se estaba animando por momentos, tal como solía ocurrirle en las concentraciones que organizaba bajo su tienda. Una vez se ponía en marcha, ya no había nada capaz de detenerle. Experimentó una desbordante sensación de poder y le pareció que su cuerpo se elevaba por encima de la muchedumbre mientras las palabras acudían a sus labios sin esfuerzo y su voz vibraba de emoción.

Se arrodilló y juntó las manos bajo la barbilla.

—Padre nuestro del cielo —gritó—, te suplico que escuches nuestra oración. Todos somos unos desventurados pecadores que merecen tu divina cólera. ¡Pero te rogamos que no nos arrebates hoy a John Kennedy! Somos como niños. ¡Necesitamos a nuestro padre!

—Amén —empezó a corear la gente.

Algunas personas cayeron de rodillas y juntaron las manos en oración. Todos los rostros estaban clavados en el carismático joven arrodillado sobre la cubierta del autocar, con su cabellos casi pelirrojo resplandeciendo bajo el sol como una aureola.

Danny poseía una hermosa voz. Dominante. Persuasiva. Con ella inducía a la gente a cambiar de opinión sobre las cosas. Tenía, por si fuera poco, otra cualidad. Podía llorar.

Las lágrimas empezaron a rodar por sus mejillas mientras elevaba su oración a Dios. Su voz se quebraba en los momentos oportunos y sollozaba con desconsuelo en otros. Y la gente lloraba con él.

Los minutos iban pasando. Ninguna noticia surgía del silencioso hospital.

Danny se puso de pie y desató su ira.

—Tenemos que demostrarle al Señor que no nos merecemos este castigo. Tenemos que demostrarle al Señor cuánto amamos al hombre que yace en este hospital. Hermanos y hermanas en Cristo, ofrezcámonos ahora nosotros en lugar de nuestro presidente caído. ¡Ofrezcámonos a Dios en su lugar! Comprometámonos en este mismo lugar a abandonar la vida de pecado y la oración a Satanás y prometamos regresar al recto camino…, ¡por el amor de John Kennedy!

La multitud enloqueció de entusiasmo, elevando su voz a Dios. Todo el mundo hizo promesas y pactos con tal de que Él conservara la vida del presidente. Con el sol a su espalda, Danny permaneció de pie con los brazos extendidos mientras su delgado cuerpo se estremecía de pasión y magnetismo. Los equipos de los noticiarios radiofónicos habían ocupado posiciones cerca del autocar; las palabras de Danny se estaban transmitiendo en aquel momento a medio Texas. Desde cierta distancia, mientras aguardaba noticias del hospital, un equipo de la televisión enfocó a Danny.

—Os lo digo, hermanos y hermanas —tronó Danny—. ¡Reconcíliense con Dios aquí y ahora! ¡Prométanle en este mismo lugar que están dispuestos a hacer sacrificios para salvar a nuestro presidente! ¡Hermanos y hermanas, no pregunten qué puede hacer su presidente por ustedes sino qué pueden hacer ustedes por su presidente!

—¡Aleluya! —gritaron los presentes—. ¡Amén, hermano! ¡Loado sea el Señor!

De pie hacia un lado, Bonner Purvis contemplaba la escena estupefacto. Había oído a Danny pronunciar algunos sermones enardecedores, pero nada se podía comparar con aquello. Contempló las expresiones arrobadas de los rostros de los presentes mientras miraba a Danny y comprendió que estos le pertenecían y estaban dispuestos a que les explotara y les llevara por donde él quisiera. El espectáculo le hizo recordar a Bonner algunos viejos recortes de periódicos que había visto sobre Hitler.

Bonner recordó súbitamente algo que había ocurrido tres años antes un día no muy distinto de aquel. Habían llegado en su autocar a una pequeña localidad del Hill Country y Danny, nervioso y agitado, salió en busca de algo. Aquella noche, cuando la concentración religiosa se encontraba en su máximo apogeo, Danny desapareció. Regresó cuatro horas más tarde, extrañamente pálido y abatido. Al día siguiente, Bonner oyó por la radio que un médico local, un tal doctor Simon Waddell, había sido encontrado acuchillado en su cama y que la policía estaba interrogando a los habitantes de la zona. Huelga decir que, si alguien se lo hubiera preguntado, cien personas hubieran jurado que Danny se encontraba en la tienda hacia las once de aquella noche. Danny conocía la psicología de la multitud y era capaz de hipnotizar a la gente para que creyera en cualquier ilusión. Pero Danny no estaba allí, y Bonner lo sabía. No estaba allí en carne y hueso sino tan solo en los pensamientos de una multitud dominada por un histeria religiosa colectiva. Algunos meses más tarde, la policía atribuyó finalmente el asesinato a algún drogadicto a quien el doctor Waddell debió de sorprender robando estupefacientes.

Mientras recordaba aquella noche y observaba a su mejor amigo manipulando a las gentes que aguardaban en las inmediaciones del hospital como si fueran marionetas y Danny gritaba las palabras que iban a lanzarle a la fama inmediata, «¡El espíritu de Kennedy vivirá!», Bonner Purvis vio repentinamente el futuro y se estremeció de emoción.

Carmelita Sánchez se enteró de la noticia cuando fue a la sala nocturna donde Manuel y sus amigos solían pasarse el día jugando a las cartas y concertando negocios de droga. No llegó al cuarto de atrás, donde Manuel la esperaba para llevarla a la persona que le iba a practicar el aborto. La radio estaba encendida sobre el mostrador. El portero permanecía petrificado como un maniquí de unos grandes almacenes, inclinado sobre la escoba y contemplando la radio con los ojos llenos de lágrimas.

«Aproximadamente a la una en punto de la tarde hora local», estaba diciendo el locutor, «el presidente John Fitzgerald Kennedy ha muerto en el hospital Parkland de una herida de bala en la cabeza».

El tiempo cesó de pronto para Carmelita tal como había cesado para el resto de la nación. Mientras los automóviles circulaban por las autopistas y los escolares eran enviados a casa desde las escuelas y todo el sistema telefónico quedaba bloqueado por las llamadas, Carmelita se detuvo en seco en la maloliente oscuridad de un tugurio de strip-tease de Dallas. Una voz estaba surgiendo de la radio y llenando toda la sala. El orador no había sido identificado y Carmelita llevaba años sin oír aquella voz, por lo que no supo quién estaba invitando a todo el mundo a hacer sacrificios para que Kennedy viviera.

Las lágrimas asomaron a sus ojos y rodaron por sus mejillas mientras se apoderaba de ella el dolor más profundo que jamás hubiera sentido.

Contempló la radio y sintió el poder del discurso grabado, acercándose a ella en oleadas. Era un discurso que oiría una y otra vez en las semanas sucesivas a través de las emisoras de radio y televisión de todo el país, el famoso discurso del «reverendo Danny», pronunciado espontáneamente a las puertas del hospital en el que Kennedy se estaba muriendo. La joven prostituta se conmovió y se dejó manipular por la encendida oratoria de Danny Mackay al igual que otras muchas personas y, tal como otras muchas personas estaban haciendo, pensó: sí, tengo que cambiar de vida.

Y entonces se le ocurrió.

Dios no quería que siguiera siendo una prostituta.

Carmelita Sánchez estaba acostumbrada a arrodillarse. Lo hacía en míseras habitaciones de hotel con clientes anónimos; lo hacía todos los domingos en la iglesia. Pero era la primera vez que se arrodillaba en el suelo de linóleo de una sala nocturna dedicada al strip-tease.

La recepcionista del día del Bar-None Hotel estaba sollozando muy quedo con el rostro inclinado sobre sus brazos en el mostrador. Dos viejos permanecían sentados en el sofá Naugahyde, mirando con los ojos empañados. Beverly Highland se detuvo en el centro del vestíbulo y oyó una conocida voz a través de las ondas de radio.

Él estaba allí. En Dallas. A escasos kilómetros de distancia.

Como todo el mundo en Norteamérica, Beverly se sintió en cierto modo afectada por las conmovedoras plegarias de Danny Mackay. Pero Beverly se sintió afectada de una manera muy distinta.

Su cuerpo se quedó rígido y se estremeció levemente. Su cabeza se movió una o dos veces.

Estaba efectivamente allí.

Podía subir a su automóvil y…

Pero no se movió. Danny la obligó a permanecer clavada donde estaba. Le estaba diciendo que abandonara su vida de pecado y corrupción. Que aceptara el amor de Jesucristo. Que hiciera sacrificios por John F. Kennedy. Le estaba diciendo, él le estaba diciendo a ella, que regresara al recto camino por amor al presidente. Y, mientras él le decía todas aquellas cosas, Beverly oyó algo que había escuchado de labios de Danny Mackay muchos años antes…, poder.

Comprendió entonces sin el menor asomo de duda que, tal como él le prometiera entonces, Danny Mackay era un hombre que iba a sitios.

Se lo había vaticinado nueve años antes cuando la arrojó de su automóvil. Y ahora allí estaba, utilizando a la gente, pisoteándola bajo sus pies en su febril ascenso a la cumbre. Para ello no dudaba en servirse incluso de un presidente moribundo.

Mientras permanecía de pie en el centro de aquel hotel de mala muerte y oía el claxon de un automóvil y el rumor de los pies de alguien corriendo por la calle y los sollozos de la recepcionista y la voz de Danny Mackay a través de la radio, Beverly experimentó de pronto el ferviente deseo de que Danny se convirtiera en alguien.

Porque algún día caería. Ella le haría caer. Y quería que cayera desde la mayor altura posible. Por mucho tiempo que le llevara, ella tendría paciencia. Esperaría a ver cómo se desarrollaban las cosas. Y, cuando llegara el momento oportuno, regresaría junto a Danny Mackay y le empujaría al precipicio.

—¿Rachel? —dijo una trémula voz.

Beverly se volvió y vio a Carmelita de pie en la puerta con una maleta en la mano.

—Rachel —repitió Carmelita—, me voy contigo.

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