Butterfly

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Marzo » Capítulo 23

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23

Hollywood, 1969.

Ann Hastings ansiaba hacer el amor más que ninguna otra cosa en el mundo. Era terrible, pensaba, tener treinta y un años y ser todavía virgen. ¡Especialmente en aquella época!

Mientras introducía su Mustang en el espacio reservado del pequeño estacionamiento situado detrás del Tony’s Royal Burgers (Eddie conservaba el rótulo por motivos sentimentales), pensó en todas las chicas que había visto subiendo y bajando por la Highland Avenue, vestidas con pantalones vaqueros bordados, descalzas y con el cabello suelto, extendiendo hacia afuera las caderas y los pulgares en la esperanza de que alguien les diera un paseo. ¡Ya por regla general se lo daban!

Ann se sentía a menudo desconcertada ante aquella nueva era. Muchas veces tenía la sensación de haberse quedado dormida muchos años antes y de haber despertado de pronto, convertida en una extraña en un país todavía más extraño. Como una especie de señora Van Winkle. A su alrededor, surgían revoluciones de todas clases: raciales, antibelicistas, culturales, sexuales…

El sexo era algo que no se quitaba de la cabeza últimamente.

¿Cómo sería posible que no pensara en él?, se preguntó mientras cruzaba la entrada posterior del restaurante, saludaba a los trabajadores y se encaminaba hacia la puerta en la que figuraba una placa con la palabra PRIVADO. ¿Con películas como Cowboy de medianoche y Hair y pósteres de ¡oh, Calcuta!, exhibiendo por todas partes carne, carne y más carne? Los noticiarios de la televisión habían mostrado a los chicos de Woodstock, desnudos, haciendo el amor sobre la hierba, libres y felices. Las mujeres tomaban la píldora. Podían ser finalmente unas agresoras sexuales. Había llegado la era del amor libre y de la liberación sexual. ¡Pero si todo el mundo lo hacía!

Bueno, puede que no todo el mundo, pensó Ann mientras entraba en el despacho y cerraba la puerta a su espalda. Beverly se encontraba sentada detrás de su escritorio, repasando el correo matinal. Carmen estaba en el otro escritorio con los dedos volando sobre la calculadora.

Ellas no parecían participar en la revolución sexual.

¿Desde cuánto tiempo conocía Ann a Beverly Highland? Desde hacía unos diez años, calculaba. Se habían conocido en 1959 en aquel viejo edificio de departamentos de Cherokee. Sin embargo, a pesar de que ambas trabajaban juntas para Eddie desde entonces, Beverly seguía siendo un misterio para Ann.

Sorprendentemente, no había ningún hombre en la vida de Beverly Highland a pesar de su belleza. Una belleza que no se limitaba a su aspecto sino que se extendía a su manera de caminar, a sus modales y a su alma, pensó Ann. Beverly siempre caminaba y hablaba como debía; era amable, reposada y suave. Y estaba preciosa con su minifalda Mary Quant y sus pantys blancos con dibujos. Seguía llevando el anticuado moño francés en aquella era espacial de los peinados Sazón y Nigel Davies.

Beverly disfrutaba de una desahogada posición económica. No es que fuera precisamente rica, pero había realizado unas sabias inversiones en el Valle y era parcialmente propietaria de la cadena Royal Burger. Tenía que ser una de las más codiciadas jóvenes de Los Ángeles y, sin embargo, que Ann supiera, no mantenía relaciones con ningún hombre. En los diez años transcurridos, Beverly no había tenido ningún novio. Ni siquiera había salido con nadie. Ann sabía que toda la vida de Beverly giraba en torno al trabajo. En realidad, estaba tan entregada al trabajo y dedicaba tantas horas a dirigir los Royal Burgers que Eddie y Laverne habían desaparecido casi por completo de la escena.

¿Por qué, se preguntó Ann tal como se lo había preguntado muchas veces anteriormente, evitaba Beverly a los hombres?

Después, estaba Carmen Sánchez, la contable de la empresa. El primer día en que, seis años antes, Beverly se presentó con Carmen en el restaurante y anunció que la muchacha trabajaría con ellos, Ann pensó para sus adentros «¡Ya!», creyendo haber dado con la respuesta. Beverly debía de preferir a las mujeres, así de sencillo. Pero después a Carmen se le empezó a hinchar la barriga y, cuando empezó a sufrir los dolores de parto, la joven maldijo a un hombre llamado Manuel.

En los cinco años transcurridos desde el nacimiento de la pequeña Rosa, Carmen había llevado una vida solitaria. Ella tampoco parecía mostrar el menor interés por los hombres.

Pero, por lo menos, pensó Ann ahora, Carmen había conocido a un hombre, aunque solo fuera una vez. Ann ya no estaba tan segura con respecto a la enigmática Beverly, la cual nunca permitía que nadie se le acercara ni social ni físicamente. ¿Sería posible, se preguntó Ann no por primera vez, que Beverly fuera tan sexualmente inocente como ella?

—¿Dónde está Debbie? —preguntó Ann mientras dejaba el bolso, se hundía en el sofá y apoyaba los pies en la otomana.

Beverly no levantó los ojos de la correspondencia que estaba leyendo.

—Debbie nos ha dejado.

Anne soltó un bufido. Otra.

—¿A dónde se ha ido? ¿A San Francisco?

Hacia allí se habían largado las dos últimas secretarias.

—No lo sé. Vino esta mañana y anunció que ya no era Debbie Schwartz, sino Narciso, que se iba a buscar su karma.

Ann sacudió la cabeza. Les estaba resultando muy difícil conservar a los buenos empleados. Al final, Beverly la miró.

—¿Qué tal ha ido?

—Hubo un pequeño problema en el establecimiento de Reseda, pero lo resolví despidiendo al gerente y poniendo a la gerente adjunta en su lugar. Creo que dará resultado. Espero que no tengamos más dificultades con Sanidad.

—¿Alguna otra cosa?

Anne se dio un masaje en los pies. Ahora era la gerente regional de Royal Burgers y tenía que visitar muy a menudo los catorce establecimientos. Su misión específica era el control de calidad, cuidando de que en todos ellos se mantuviera el mismo nivel.

—Bueno, pues Carmen tiene razón. Las ventas han descendido en todos ellos. Desde que McDonald sacó el año pasado el Big Mac, Royal Burgers ha estado perdiendo clientes constantemente. Todos mis gerentes están de acuerdo en que deberíamos sacar una hamburguesa doble. Creo, además, que deberíamos instalar estos nuevos hornos microondas en todos los establecimientos.

Beverly asintió y anotó algo en un papel.

Su escritorio estaba absolutamente desordenado, cosa muy impropia de ella, tan cuidadosa con su aspecto personal y con la pulcritud de su casa de Hollywood Hills. Ann había visitado varias veces aquella casa de estilo español y siempre le había llamado la atención el orden y la limpieza que allí reinaba. Beverly insistía mucho en mantener esta misma disciplina en todos los establecimientos Royal Burgers. La suciedad y el desorden no tenían cabida en su existencia.

Sin embargo, como no conseguía conservar mucho tiempo a las secretarias y, por otra parte, Eddie no mostraba demasiado interés en participar en los asuntos de su empresa, Beverly estaba constantemente abrumada por el trabajo de su despacho.

Parte del cual estaba relacionado aquella mañana con el contenido de un abultado sobre de su servicio de recortes de periódico.

Ese era otro de los misterios de Beverly que a menudo intrigaban a Ann. Su obsesión por el reverendo Danny Mackay.

Ann conocía muy bien al aparatoso predicador de Texas. Cualquiera que mirara la televisión, leyera la prensa o visitara las librerías conocía su famosa sonrisa. Desde su vibrante discurso en el exterior del hospital Parkland de Dallas en 1963, Danny Mackay se había convertido en una auténtica celebridad. Y ahora, con su libro Por qué Dios azotó a los Kennedy en la lista de libros más vendidos, su fama estaba aumentando por momentos.

Ann ignoraba la clase de relación que unía a Beverly con el carismático reverendo, pero sospechaba que debía de haberle conocido en algún momento de su pasado. Cualquiera que hubiera sido la relación, Beverly se mostraba muy reservada al respecto. Y también muy obsesiva.

Por ejemplo, lo del servicio de recortes. Beverly lo había contratado seis años antes a su regreso a Dallas.

—Cualquier cosa que tenga que ver con Danny Mackay —les dijo.

Por mínimo que fuera el comentario e independientemente del periódico que lo publicara, le tenían que enviar el recorte. Beverly dedicaba una mañana a la semana a repasar el abultado sobre y a examinar las noticias sobre las actividades de Danny Mackay. Beverly se encontraba ahora sentada junto a su escritorio, estudiando los recortes con gran atención. En ellos se hablaba de la gira de Danny por el Vietnam, donde en aquellos momentos estaba predicando a los soldados.

Ann se levantó y se acercó al pequeño frigorífico del despacho. Sacó una lata de Metrecal, vertió lentamente su contenido en un vaso y reanudó sus reflexiones sobre el sexo.

Era absurdo que todavía fuera virgen. No sabía por qué razón lo era, aunque sospechaba que no tenía demasiadas oportunidades de conocer a hombres que pudieran interesarle. Su trabajo en los Royal Burgers la mantenía muy ocupada y, cuando alternaba con la gente, siempre se sentía fuera de lugar. A fin de cuentas, tenía treinta y un años y ya había superado la mejor edad. Se sentía vieja en aquella sociedad orientada súbitamente hacia la juventud. Al parecer, cualquiera que hubiera estudiado el bachillerato en los años cincuenta era algo así como un dinosaurio. Habiendo tantas jóvenes solteras agraciadas, la regordeta Ann Hastings no tenía demasiadas posibilidades a sus treinta y un años.

Hasta que conoció a Steve.

Steve Fowler era un profesor de ciencias políticas a quien había conocido en una reciente concentración antibelicista en Century City. Estuvieron a punto de ser detenidos juntos y solo consiguieron escapar de las porras de la policía saltando al Volkswagen de Steve y alejándose a toda prisa del lugar. Después, se fueron a un restaurante vegetariano donde mantuvieron una conversación muy seria. Una cosa llevó a la otra, y antes de que pudiera darse cuenta, Ann aceptó la invitación de acudir a su apartamento algún día para fumar un poco de hierba.

Y aquella noche lo iba a hacer.

No estaba en modo alguno enamorada de Steve; ni siquiera se sentía especialmente atraída por él. Pero era un hombre brillante e inteligente, un hombre comprometido con las causas justas (le habían amonestado el año anterior por haber aconsejado a sus alumnos que abandonaran el aula y no regresaran hasta que Nixon ordenara el regreso de las tropas del Vietnam) y había afirmado alegremente que le gustaban las mujeres «rubensianas».

Era algo mayor que ellas y le había insinuado que era un amante muy experto.

Fue entonces cuando decidió lanzarse para averiguar qué se había perdido hasta aquel momento. Aquella noche se le iban a revelar ciertos misterios, y ella apenas podía contener su emoción.

—Si ya no me necesitas… —dijo cuando se terminó el Metrecal.

Beverly la miró con una sonrisa.

—Tómate el día libre. Te lo has ganado.

Ann se rio y salió corriendo. ¡El día libre! ¡Ni hablar! Tenía demasiadas cosas que hacer antes de acudir a casa de Steve a las seis: comprarse un nuevo vestido, ir a la peluquería, hacerse la manicura y, finalmente, visitar el centro de planificación familiar para que le facilitaran un diafragma…

Se oyó el matraqueo de la sumadora y esta dio la mala noticia. Carmen extrajo la larga cinta, la arrancó y frunció el ceño un minuto al ver el resultado final antes de volverse para lanzar la cinta al escritorio de Beverly.

—Como Eddie no haga algo en seguida —dijo—, vamos a tener problemas muy serios, amiga.

Beverly no tuvo necesidad de leer la cinta. Era un tema que llevaban mucho tiempo discutiendo, desde que habían empezado a comprender la dura realidad: las cadenas McDonald’s y Kentucky Fried Chicken estaban ocupando rápidamente las áreas antaño monopolizadas por la Royal Burgers.

La situación era exasperante. Tras haber ganado el dinero suficiente como para que él y Laverne pudieran comprarse juguetes caros y viajar sin limitaciones, Eddie había perdido cualquier interés por la empresa.

—Llévala tú —le dijo a Beverly dos años antes mientras salía del restaurante, agitando en su mano las llaves del nuevo Lincoln Continental. Con tal de que los Royal Burgers le permitieran comprarse coches y viajar en barco y avión, Eddie no quería preocuparse por la empresa. Sabía que Beverly se encargaría de que los Royal Burgers obtuvieran saneados beneficios. Trabajaba muy duro. Su única ocupación era el trabajo. Lo cual permitía que Eddie siguiera divirtiéndose con sus juegos.

Lo malo era que antes los Royal Burgers eran los únicos establecimientos de la ciudad que servían comida buena y sabrosa a precios baratos con un ambiente agradable, por lo que todo marchaba viento en popa. Sin embargo, ahora habían empezado a inaugurarse otros establecimientos de comida rápida, y los Royal Burgers perdían ventas. Mala cosa. Beverly había intentado convencer a Eddie, el año anterior, de entrar en la Bolsa.

—Pon la empresa en la Bolsa de Nueva York. Abre establecimientos en régimen de franquicia. Podremos ser tan grandes como McDonald’s.

Pero para Eddie eso significaba trabajo y a él no le interesaba.

—No —dijo Eddie—. Los Royal Burgers son una empresa familiar. No quiero que participen en ella unos desconocidos. De esta manera, lo controlamos todo. El negocio va bien. La gente lleva demasiado tiempo saboreando tus sabrosas hamburguesas y frituras como para que ahora dejen de venir. Nuestros clientes ya son como unos drogadictos, ¿no crees?

Estaba equivocado.

Ahora el público quería hamburguesas gigantes y más variedad. Y, para sobrevivir, la cadena de los Royal Burgers tendría que adaptarse a los tiempos.

—La cosa no marcha bien, Beverly —dijo Carmen, abriendo la nevera y sacando una Fresca. Los estantes estaban llenos de latas azul y verde y, en el almacén, las cajas de bebidas sin alcohol llegaban hasta el techo. Cuando se divulgó la noticia de que se iban a prohibir los ciclamatos, Beverly hizo el mayor pedido de Fresca y Diet Rite que se podía guardar en el almacén. Corrían voces de que los sustitutos del azúcar serían amargos y desagradables al paladar a partir de entonces.

—¿Dónde está Eddie? —preguntó Carmen, sentándose en el sofá que Ann acababa de desocupar.

—¿Y dónde quieres que esté? En el aeródromo de Santa Mónica. Aquel era su juguete más reciente: un Cessna 172. Él y Laverne estaban siguiendo un curso de vuelo.

—¿Vamos a sacar la Crown Burger?

—No tendremos más remedio. Y costará cuatro centavos menos que el Big Mac.

—¿Y qué hay del pollo?

—Si decidimos introducir el pollo, tendrá que ser de una manera distinta. Hecho a la barbacoa, tal vez.

En el rostro de Beverly apareció aquella expresión reconcentrada que Carmen conocía tan bien.

En realidad, a diferencia de Ann Hastings, Carmen sabía todo lo que había que saber sobre Beverly Highland. Sabía lo que significaba el servicio de recortes de periódico.

Carmen había evolucionado mucho desde sus tiempos de prostituta en Dallas. Ahora tenía un título superior, estaba estudiando con vistas al título de contable, vivía en un bonito apartamento de Westwood, tenía una hijita sana e inteligente, ganaba un buen salario como contable de la cadena Royal Burgers y gozaba de la amistad de Beverly, Ann y Roy Madison. Pero, al igual que Beverly, no podía borrar de su mente el antiguo odio. Las heridas eran demasiado profundas y los recuerdos demasiado dolorosos. Sabía que Beverly vivía para vengarse de Danny y que todo lo que hacía, incluso la dirección de los Royal Burgers, formaba parte de su plan a largo plazo de alcanzar la riqueza y el poder para, de este modo, hacer pagar a Danny todo el daño que le había hecho. Carmen se identificaba con ella y también soñaba con poder darle a Manuel su merecido algún día.

Al igual que su mejor amiga, Carmen ya no quería volver a tener jamás el menor trato con los hombres.

Allá en Dallas, aquel fatídico día de noviembre, muchas personas decidieron impulsivamente pasar una nueva página. La muerte de Kennedy trastornó súbitamente el equilibrio del mundo. La gente se sintió aislada, abandonada. Las personas trataban de expiar los pecados por los que aparentemente habían sido castigadas. El índice de criminalidad descendió en los días sucesivos al asesinato; la asistencia a las iglesias subió como la espuma; se olvidaron los antiguos agravios, se perdonaron las deudas, se pidieron disculpas, se resolvieron las disputas. Se hicieron votos y promesas tanto a Dios como al prójimo. Las personas examinaron de pronto sus conductas y no les gustó lo que vieron. Muchas personas, como Carmen, experimentaron una revelación casi religiosa e hicieron el propósito de cambiar.

Pero después, pasado el primer sobresalto, el mundo regresó a la normalidad y entonces los juramentos y promesas quedaron olvidados y casi todo el mundo reanudó sus viejos hábitos. No así Carmen Sánchez. La inesperada y prematura muerte de un hombre al que amaba y respetaba dejó una huella demasiado profunda en su mente. Mantuvo su promesa a Dios. A partir de entonces sería pura.

Algunas veces, sin embargo, cuando se sentía caritativa con respecto al mundo, como, por ejemplo, cuando sus profesores del Valley College elogiaron su labor, o cuando se graduó en la escuela de Estudios Empresariales de la universidad de California en Los Ángeles o el día en que Rosa fue por primera vez al parvulario, Carmen suavizaba su severo juicio sobre la sociedad. Y, en aquellas insólitas ocasiones, miraba a Beverly y se compadecía de ella.

Carmen sabía qué demonios perseguían a Beverly Highland. Sabía con cuánta desesperación amaba Beverly a los niños, con cuánto cariño trataba a la pequeña Rosa. Sin embargo, jamás podría tener hijos propios por culpa de lo que Danny le había hecho. Carmen sabía que Beverly había calculado una vez cuándo hubiera nacido su hijo y cada año conmemoraba en privado aquel cumpleaños que no pudo ser.

Carmen contempló la cabeza inclinada sobre los recortes de periódico que hablaban de Danny Mackay, con aquel cabello rubio platino brillando bajo la luz de la lámpara del techo, y se preguntó qué ocurriría el día en que Beverly volviera a encontrarse finalmente con Danny.

—¿Te puedo dejar un rato? —preguntó Carmen cuando se terminó la Fresca—. Tengo que ir a recoger a Rosa a la escuela.

Beverly la miró, sonriendo.

—Todo va bien, Carmen. Tráetela aquí. Tengo un regalo para ella.

—¿Otro? ¡La vas a mimar demasiado antes de que yo tenga ocasión de hacerlo!

Carmen salio sosteniendo entre sus brazos el montón de libros que estaba estudiando para su inminente examen.

Tras quedarse sola en el despacho, Beverly repasó de nuevo los recortes que había estado examinando. Entre ellos figuraba un reportaje sobre un incidente ocurrido en Victorville, en el desierto Mojave.

El pequeño titular decía: UNA MUJER A CUSA A DANNY MACKAY DE LA MUERTE DE SU MARIDO.

Beverly se aprendió el nombre de memoria: la señora Maggie Kern. Después, abrió un cajón y sacó un mapa del estado de California.

Ann comprendió que se moría de miedo. Lo cual era ridículo, por supuesto, porque, a fin de cuentas, el sexo era una cosa tan natural como comer o dormir. Y todo el mundo lo hacía.

Trató de conservar la calma ante la situación. Se sentó en el sorprendentemente desordenado (y decepcionante) apartamento de Steve, escuchó cortésmente una grabación de Pink Floyd puesta a todo volumen, se bebió un vaso de vino y asintió con la cabeza mientras Steve se lanzaba a una encendida perorata sobre Baba Ram Das y el movimiento psicodélico. Steve utilizaba expresiones como «chupi», «molar» y «viaje». Tenía pósteres de Peter Max en las paredes, velas en forma de órganos genitales y toda una serie de broches en forma de cuchara diseminados sobre la mesita de café.

Cuando ya iba por el cuarto vaso de vino y estaba tratando de no quedarse sorda con los berridos de los Grateful Dead, Ann empezó a comprender una cosa. Que Steve, con su barba entrecana y su anillo académico y su reloj Bulova, era un impostor. Pese a ello, era un hombre. Y le había prometido unas relaciones sexuales «muy buenas» en cuanto se hubieran fumado un par de porros. Ahora la estaba manoseando, lo cual significaba que había llegado el momento de que ella se fuera a la otra habitación para ponerse el diafragma.

Al llegar al apartamento, había dejado el bolso y el abrigo en el dormitorio. Ahora entró y cerró la puerta.

—Cuanto más cerca del acto sexual se inserte el diafragma —le había explicado la enfermera—, tanto mejor. Por supuesto, se lo puede poner con varias horas de adelanto, pero, en tal caso, el espermicida pierde eficacia.

Ann quería tomar todas las precauciones. Por nada del mundo hubiera querido quedar embarazada.

Se quitó rápidamente las bragas y se las guardó en el bolso. Tenía que darse prisa. En el salón, la música había cambiado a una melodía de carácter más suave, lo cual significaba que Steve ya estaba listo y la esperaba. Ann quería aparentar frialdad y experiencia. Se moriría de vergüenza como él adivinara que era la primera vez.

El diafragma era como una especie de arito de borde rígido, pero suave y con consistencia de goma en el centro. Sacando el tubo de gelatina, Ann untó generosamente el borde y añadió una cantidad adicional en el centro. Después, guardó discretamente el tubo en el bolso. No quería que él entrara y lo viera. El control de la natalidad era una cosa muy fría y calculada. Le quitaba toda la espontaneidad al sexo, el cual se tenía que practicar con un espíritu libre y sin trabas.

—Se dobla así —le había indicado la enfermera—. Sujete el diafragma con dos dedos y comprima el borde de esta manera. Eso es para la inserción. Una vez dentro de la vagina, se abrirá y se acoplará al cuello de la matriz.

En la consulta del médico le pareció muy fácil. Ahora le temblaba la mano, había puesto demasiada gelatina y el maldito trasto no quería colaborar.

Al final, consiguió doblarlo y, cuando ya estaba a punto de insertarlo, el diafragma se le escapó de los dedos, cruzó volando la estancia, dio de lleno en la pared y resbaló detrás de la cómoda.

Ann contempló la pared horrorizada.

—¿Ann? —dijo la voz de Steve desde el otro lado de la puerta—. ¿Estás bien?

—¡Ya… voy!

Alisándose apresuradamente la falda, se dirigió a la puerta y la abrió.

Steve estaba totalmente desnudo y mostraba una erección.

—Mmmm… —musitó Ann.

Steve la tomó de la mano y la acompañó de nuevo al salón donde Donnovan estaba cantando una cosa muy bonita. El corazón de Ann latía con fuerza en su pecho. Jamás había visto un miembro viril de verdad. Claro que últimamente los exhibían incluso en los pósteres, pero la última vez que había mantenido cierta intimidad con uno de ellos había sido en el instituto de bachillerato durante los juegos sexuales con sus compañeros.

Steve la empujó sobre unos enormes cojines de cuadros Madrás y empezó a besarla.

Ann trató de introducirse en el papel. Hizo todos los movimientos necesarios y procuró excitarse (dado que él no estaba consiguiendo hacerlo), pero solo podía pensar en el diafragma caído detrás de la cómoda y en lo desprotegida que estaba. Quizás convendría interrumpir la cosa, pensó mientras la mano de Steve iba directamente al grano.

Pero ya había llegado muy lejos, sentía curiosidad y no quería seguir siendo un bicho raro en aquella época en la que ya no existían las vírgenes…

—Espera —dijo sin resuello mientras él empezaba a hurgar súbitamente en su interior.

Era demasiado pronto. No estaba preparada. Tenía la blusa todavía abrochada. Él no había efectuado ni una sola incursión bajo su sujetador, que era justo lo que ella necesitaba.

Steve se situó encima suyo con los ojos cerrados, tratando de penetrarla con una urgencia alarmante.

Ann bajó la mano para desviarle. Él interpretó erróneamente su intención, murmuró:

—¡Oh, nena!

Y eyaculó en su mano.

La casa de Maggie Kern pertenecía a una nueva urbanización en la que las jóvenes familias aún estaban arreglando los jardines y las vallas aún no habían convertido a los vecinos en unos extraños. El recorte de periódico indicaba la dirección de la mujer y Beverly no tuvo ninguna dificultad en encontrarla.

Tocó el timbre y oyó el llanto de un niño.

Cuando se abrió la puerta, Beverly vio un bonito rostro enmarcado por un rizado cabello rubio rojizo. Pero los ojos verdes parecían tristes y estaban hinchados de tanto llorar. Maggie Kern sostenía un niño en sus brazos.

—¿Sí? —dijo.

—¿La señora Kern?

—Sí.

—Me llamo Beverly Highland. Quisiera hablar con usted unos minutos.

—Lo siento. Si vende algo, no estoy interesada.

—No vendo nada, señora Kern —dijo amablemente Beverly—. He leído su historia en el periódico. Algo se encendió en los ojos verdes.

—¡No quiero hablar con ningún periodista! —gritó Maggie, haciendo ademán de cerrar la puerta.

—Por favor —dijo Beverly—, no soy una periodista. Mire, yo conocí en otros tiempos a Danny Mackay. Hace años. Comprendo lo que usted está pasando.

El salón estaba muy pulcro y ordenado y los muebles aún olían a almacén. Beverly averiguó en seguida que Maggie y su marido Joe se habían mudado allí desde San Diego apenas cuatro meses antes. Era la casa de sus sueños. Joe había empezado a construir incluso una casita de juguete en el patio para los dos niños.

Maggie preparó café y sacó una tarta recién hecha de pacanas. El niño estaba sentado con toda seguridad en el sofá entre dos cojines y Beverly no podía quitarle los ojos de encima.

Beverly comprobó en seguida que Maggie no tenía ningún reparo en hablar del incidente. Más aún, daba la impresión de querer hablar.

—Joe estaba enfermo del corazón, ¿sabes? Por eso se fue de San Diego. El médico le dijo que allí tenía demasiadas tensiones y que convenía que nos trasladáramos a una zona más tranquila. Joe era mayor que yo. Tenía cuarenta y dos años y yo tengo veintiséis. —Maggie tomó al niño y lo estrechó en sus brazos—. Joe era un héroe de guerra condecorado —añadió suavemente—. En Corea.

Después, contó la historia que Beverly ya conocía a través del recorte. Dijo que Joe había visitado a distintos especialistas en busca de un remedio para su problema, pero que siempre sufría una decepción. De pronto, hacía dos meses, Danny Mackay se presentó en Victorville. El famoso Danny Mackay que se encontraba en aquellos momentos en Vietnam, pronunciando sermones ante los desmoralizados soldados.

—Instaló su tienda en las afueras de la ciudad —dijo Maggie—. Casi todo el mundo fue a verle por curiosidad. Yo nunca había asistido a una concentración fundamentalista en una tienda. Joe y yo somos cristianos. Vamos a la iglesia todos los domingos. Pero aquello era una novedad. Y, además, habíamos oído decir que Danny Mackay había obrado algunas curaciones.

Beverly también lo sabía a través de los recortes. Lo había leído en los recortes de la prensa del Sur: Danny Mackay había expulsado los demonios de una histérica, había conseguido que un niño paralítico volviera a andar. Incluso aseguraba haberle devuelto la vida a un muerto. Y la gente le creía. Gente como aquella pobre mujer con su hijo en brazos.

—Joe y yo acudimos a la concentración de Danny —explicó Maggie—. Yo fui por curiosidad, pero Joe… —Maggie lanzó un suspiro al tiempo que se le humedecían los ojos—. Pero Joe…, sé que en lo más profundo de su alma esperaba que Danny pudiera curarle. Habíamos oído hablar de sus milagros…

Beverly ya conocía el resto. La concentración estuvo muy animada, como todas las reuniones que Danny organizaba. Y Joe Kern, obedeciendo a un repentino impulso, se levantó de un salto y subió corriendo al escenario donde le suplicó a Danny que le curara. Fue un momento dramático, según los testigos. Danny le impuso las manos y Joe se desmayó. Pero lo que los testigos no les dijeron ni a la policía ni a los reporteros fue que Danny aconsejó a Joe que tirara los medicamentos que tomaba para el corazón. No, señor, nadie oyó al reverendo Danny decir semejante cosa.

Pero Joe Kern sí lo oyó y lo hizo…, tiró la medicación porque el reverendo Danny le dijo que ya no la necesitaba y que, si la seguía tomando, sería una muestra de desconfianza ante Dios. Una semana después, Joe Kern sufrió una obstrucción coronaria masiva y se murió.

Maggie se volvió loca de dolor. Acudió a la policía y a los periódicos, acusando de asesinato a Danny Mackay, que aún se encontraba en la ciudad. Pero Danny tenía influyentes amistades y no se ordenó ninguna investigación. Al día siguiente, Maggie fue despedida de su empleo.

—Sé que Danny Mackay les dijo que se libraran de mí. ¡Primero mató a mi marido, y ahora está intentando matarme a mí!

Beverly sacó un pañuelo de hilo de su bolso y se lo pasó a Maggie. La joven viuda lloró unos minutos y después consiguió sobreponerse.

—Yo soy muy competente en mi trabajo, señorita Highland. Soy secretaria de dirección. Escribo noventa palabras por minuto y tomo taquigrafía a ciento veinte. Me ganaba muy bien la vida en San Diego. Y aquí trabajaba en una correduría de Bolsa y me iba bastante bien. Hago muy bien mi trabajo…, no había ningún motivo para que me despidieran. —Maggie miró a Beverly con una expresión de cólera y dolor—. Señorita Highland, me considero una buena cristiana. ¡Pero ahora le digo a usted que ojalá ahorcaran a este bastardo de Danny Mackay!

Después, contempló el apacible rostro de su hijo dormido y pareció venirse abajo por dentro.

—¿Qué voy a hacer? —musitó—. Joe solo llevaba dos meses en su trabajo. Aún no tenía derecho a ningún beneficio. El entierro se llevó nuestros últimos ahorros…

—Señora Kern —dijo Beverly en un susurro—, comprendo lo que usted está pasando.

—¿Por qué adora el mundo a este hombre? —murmuró Maggie, enjugándose las lágrimas de sus mejillas—. ¿Cómo es posible que no vean lo que es? —Los verdes ojos miraron a Beverly con desafío y valor—. ¡Fue horrible, toda aquella pobre gente en la tienda, dejando el dinero en las bandejas de la colecta, pobres gentes desesperadas, tullidos y enfermos sin esperanza, regalándole el dinero! ¿Soy yo la única persona que ve lo que es realmente Danny Mackay? ¡Un monstruo!

—Le conozco, señora Kern. Le conozco desde hace mucho tiempo. Mire —añadió, contemplando con ternura al niño dormido en los brazos de su madre—, hoy yo podría tener un hijo de no haber sido por Danny Mackay. Un niño o una niña que ahora tendría catorce años…

La luz del sol filtrándose a través de los finos visillos empezó a arrojar unos largos rayos de sol sobre los muebles nuevos, cuyo importe aún no había sido pagado. Fuera se escuchaban las risas y los gritos de los niños de la vecindad. Era un lugar al que los jóvenes matrimonios como Joe y Maggie Kern habían acudido para hundir profundamente sus raíces en la tierra, para criar a sus hijos entre los amigos y vecinos de toda la vida y tal vez vivir allí con una cómoda jubilación, satisfechos de la obra realizada.

Danny Mackay hacía algo más que matar a la gente…, también mataba los sueños.

—Señora Kern —dijo Beverly en voz baja—, ¿le gustaría venir a Los Ángeles y trabajar conmigo?

Cuando Beverly entró en el despacho, dispuesta a pasarse toda la noche trabajando, dado que su viaje a Victorville le había llevado toda la mañana y la tarde, se sorprendió de ver a Carmen y Ann todavía allí. Al ver que lloraban, su sorpresa se trocó en alarma.

—¡Oh, Beverly! —exclamó Ann—. ¡Es una noticia horrible!

Beverly no dijo nada. Permaneció en la puerta, mirando a sus amigas.

—Es Eddie y Laverne —explicó Carmen—. Su avión ha caído al mar frente a la costa de Malibú. ¡Han muerto, Beverly!

El testamento se leyó una semana más tarde. Estaban presentes las personas más allegadas a Eddie…, incluso Roy Madison, el cual canceló todo un día de rodaje de su popular serie de espías en la televisión. Todos miraron al abogado mientras este les comunicaba las últimas voluntades de Eddie y Laverne.

Absolutamente todo (la cadena Royal Burgers, un minicampo de golf en Ventura, un tren de lavado de automóviles en Whilshire y una tienda de artículos para hombre en Beverly Hills llamada Eddie Fanelli’s) iría a parar a manos de Beverly Highland.

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