Butterfly

Butterfly


Marzo » Capítulo 25

Página 31 de 63

25

Hollywood, 1971.

Cuando Beverly entró desde la radiante luz del exterior y siguió a la azafata a través del oscuro restaurante, no vio al hombre que la estaba observando desde la barra. Era un negro corpulento y bien vestido. Mantuvo los ojos clavados en ella mientras la acompañaban a una mesita de un rincón en la que las plantas la ocultaban parcialmente, y una sola vela iluminaba su rostro. Aunque las blancas no solían gustarle, comprobó que era muy agraciada y se preguntó si aquel cabello rubio platino sería natural.

El hombre se llamaba Jonas Buchanan y llevaba una pistola en una funda bajo la chaqueta.

Buchanan era la única persona que había junto a la barra. Sabía que más tarde la gente se apretujaría en triple fila. Pero en aquel momento eran apenas las dos; la gente no llegaría hasta las cuatro, a la salida del trabajo.

Sorbió lentamente su bebida, mirando por el rabillo del ojo a la joven rubia. Esta pidió algo a la camarera y después se sacó un cuaderno de notas del bolso y se puso a escribir. El hombre la vio consultar el reloj de vez en cuando.

Cuando se terminó el trago, Buchanan dejó dinero sobre el mostrador, se abrochó la chaqueta, cuidando de que no se notara el bulto de la pistola, y se encaminó muy despacio hacia la mesa del rincón.

Oculto por la profusión de helechos y photos, pudo acercarse a ella sin ser visto. La estudió, observó cómo la cabeza inclinada reflejaba los destellos blanco dorados de la llama de la vela y vio el rápido movimiento de la mano sobre el cuaderno de notas. La joven revelaba una serena inquietud, como si estuviera sentada en el borde de la silla, lista para levantarse de un salto y echar a correr. Se preguntó si, cuando le viera, echaría efectivamente a correr.

Al final, llegó a la mesa. Intuyendo su presencia, ella levantó los ojos. Las miradas de ambos se cruzaron.

—¿Señorita Highland? —dijo el hombre.

No le había dicho por teléfono que era negro. Jamás lo decía. Era una prueba a la que solía someter a sus posibles clientes. A menudo, estos contemplaban la negrura de su piel y se marchaban.

Pero no hubo el menor parpadeo en los ojos de Beverly cuando esta dijo:

—Sí. ¿Es usted Jonas Buchanan?

El hombre asintió en silencio.

—Siéntese, por favor. ¿Puedo ofrecerle algo?

—No, gracias. Si pudiéramos ir al grano, señorita Highland…

Beverly sacó un sobre de gran tamaño y lo colocó delante de él.

—Esa es toda la información que tengo. Lamento que no sea mucha.

—Me dijo usted por teléfono que ya había utilizado los servicios de tres investigadores privados. ¿No consiguieron encontrar nada?

—Eso es lo único que encontraron.

Buchanan contempló el sobre. Era decepcionantemente delgado. Después, estudió a su cliente. Jonas Buchanan se preguntó cuánto dinero podría gastar. Parecía rica, pero él había aprendido a no fiarse de las apariencias. No obstante, cuando le indicó sus honorarios por teléfono, ella no se asustó.

—Muy bien —dijo, abriendo el sobre y extendiendo sobre la mesa el escaso contenido. Estaba empezando a cansarse. Cuando abandonó el cuerpo de policía para abrir su propia agencia de investigación privada, no pensó que los casos como aquel (localización de hijos fugados de los domicilios de sus acaudalados progenitores blancos o de parientes desaparecidos de adineradas chicas blancas) constituirían el grueso de su labor. No le gustaban en general los tratos con los blancos. Esa era una de las razones por las cuales había abandonado el cuerpo de policía. Pero, por desgracia, ellos eran los que más problemas y más dinero tenían—. Dígame lo que sabe.

—Los hombres que he contratado en los últimos años, pertenecientes a tres agencias distintas, no han conseguido averiguar absolutamente nada sobre mi madre. Desapareció hace casi veinte años. He anotado todo lo que recuerdo en la carta que tiene ahí. Lugar de nacimiento, apellido de soltera, escuelas a las que asistió, etc. Creo que, cuando se fue de Nuevo México, pudo regresar a California.

—Pero ¿los hombres a los que contrató antes de mí no lograron hallar ni rastro de ella?

Beverly sacudió la cabeza y Buchanan observó que se le humedecían los ojos. Sin embargo, también había aprendido a no dejarse conmover por las lágrimas.

—Debo decirle, señorita Highland —dijo Jonas con creciente irritación—, que no puedo prometerle nada. Sobre todo, teniendo en cuenta que otros tres investigadores han fracasado.

Ahora esperaba una mirada angustiada, unas lágrimas surcando las mejillas y una vehemente súplica de que encontrara a su madre. En su lugar, Jonas se encontró con una firme mirada y una voz que le dijo serenamente:

—Lo comprendo, señor Buchanan. Le agradeceré cualquier cosa que pueda hacer por mí.

Buchanan trató de clasificarla. Últimamente, le resultaba muy fácil clasificar a los blancos e incluirlos en las distintas categorías. Estaban los hippies blancos que se manifestaban a favor de los negros y se creían sinceramente daltónicos y estaban deseosos de demostrarles su amistad, y estaban los racistas que se sentían anticuados y adoptaban un liberalismo falso para demostrar que los negros les parecían muy bien. A lo largo de los últimos diez años, Jonas había sido con frecuencia el objetivo de los que se empeñaban en que les vieran en su compañía y en invitar a alguien de su clase a sus fiestas, o simplemente de los buscadores de rarezas, generalmente mujeres ansiosas de averiguar si lo que habían oído decir de los negros era cierto. Jonas aún no había conseguido situar a Beverly Highland. Pero ya lo conseguiría.

—Me comentó que también quería localizar a su hermana —dijo, removiéndose en su asiento.

Jonas era muy corpulento; había sido un astro de su equipo universitario de fútbol americano. Las sillas normales le resultaban a menudo incómodas.

—Mi hermana gemela —dijo Beverly—. La adoptaron cuando nacimos, hace treinta y tres años. Creo que llegué a encontrar al abogado que se encargó de los trámites de la adopción, un hombre llamado Hyman Levi, pero yo era por aquel entonces demasiado joven para comprenderlo. He vuelto, pero el bufete ya no esta allí y no he encontrado el menor rastro de Hyman Levi padre o Hyman Levi hijo.

Jonas resopló. Aquel caso no solo era vulgar sino, además, imposible. Una niña entregada en adopción treinta y tres años antes a unas personas desconocidas, un abogado inencontrable y una mujer que había abandonado a su marido veinte años antes y que indudablemente no debía de tener el menor deseo de que la localizaran. Bueno, pensó Jonas, el dinero no le vendría mal; además, no estaba muy ocupado en aquellos momentos…, aunque los blancos le invitaran a sus fiestas, no tenían demasiado interés en hacer negocios con él.

—No puedo garantizarle nada, señorita Highland. Localizar a su hermana podría llevar mucho tiempo y muchas gestiones…

—Estoy dispuesta a pagar, señor Buchanan.

«Una chica rica», pensó Jonas. A lo mejor, una niña mimada de Beverly Hills que jamás en su vida había dado un golpe.

—Y debe tener en cuenta que su madre es una persona adulta que, a lo mejor, no desea que la localicen.

—Ya sé que no desea que la localicen, señor Buchanan. En realidad, hará todo lo que pueda para que no la encuentren.

—Y eso, ¿por qué?

—Mató a un hombre. Por eso huyó.

Jonas miró fijamente a Beverly.

—¿A quién?

—A mi padre. Lo mató de una cuchillada. La policía jamás la encontró.

De repente, todo cambió. Media hora después, tras haber oído todos los detalles de la familia Dwyer y de la infancia errante de Beverly en el Suroeste y haber recibido el primer talón, Jonas Buchanan tuvo que modificar la valoración de su cliente.

—Haré lo que pueda —dijo, levantándose.

Beverly se levantó también y le tendió la mano.

—Ya lo sé, señor Buchanan.

Jonas contempló la delicada mano blanca y la tomó en la suya. El apretón de manos de la joven era frío y firme.

—¿Puedo preguntarle por qué me ha elegido? —inquirió Jonas.

—Usted era uno de los varios que figuraban en mi lista. Me gustó su anuncio en las Páginas Amarillas. —Beverly sonrió—. Después, hice algunas indagaciones sobre usted. Y llegué a la conclusión de que, siendo negro, a lo mejor se esforzaría un poco más.

Jonas contempló su sonrisa y, a pesar suyo, no tuvo más remedio que devolvérsela.

El día era muy caluroso y casi trescientas personas abarrotaban la sala de actos para asistir a la reunión general de la Cámara de Hollywood. Beverly jamás había asistido a ninguna de aquellas reuniones, pero, al final, decidió que, puesto que era socia debido a la herencia de Eddie y puesto que seguía pagando la cuota anual, ya era hora de que asistiera para ver cómo era.

De las casi trescientas personas, Beverly era una de la escasa docena de mujeres presentes. Reconoció en una de ellas a la propietaria de una cadena de salones de belleza de Hollywood. Otra era una viuda que había heredado los negocios de su marido. Otra era una experta en temas fiscales que estaba tratando de abrirse camino en Fountain Avenue. Todas eran mucho mayores que Beverly. Y todas habrían asistido probablemente a aquellas reuniones con anterioridad.

Mientras escuchaba el informe inicial del presidente de la Cámara de Comercio, Beverly pensó en su entrevista con Jonas Buchanan cuatro semanas antes. Había interpretado la mirada de sus ojos: Caso desesperado, decían sus ojos. De hecho, esa había sido la conclusión de los tres investigadores anteriores.

—Déjelo correr, señorita Highland. Su madre no desea que la localicen y, sin alguna pista, es imposible localizar a su hermana.

El primer investigador fue el que consiguió reunir la mayoría de los datos. Informó de que Naomi Dwyer había recuperado su nombre de soltera de Naomi Burgess y había vivido durante algún tiempo en una pequeña localidad de Nevada antes de trasladarse a California, según creían algunos testigos. Había vivido una temporada en Redding, trabajando como cocinera en una residencia geriátrica, y allí se perdía su rastro. Sobre la hermana gemela solo consiguió averiguar que Hyyman Levi, padre, había muerto y que su hijo ya no ejercía como abogado en California. El hospital Presbiteriano no conservaba archivos ni tenía testigos que pudieran aportar algún dato sobre la adopción.

El segundo investigador no hizo nada, sospechaba Beverly, excepto cobrar dinero. Le despidió a los dos meses.

El tercero parecía más prometedor, pero solo pudo repetir lo que había hecho el primero. Cobrando también el dinero.

Y ahora Beverly había contratado a Jonas Buchanan. Pero este contaba con unas ventajas de las que carecían sus antecesores: era un expolicía, era un hombre honrado (según un compañero suyo de trabajo) y era negro.

Un caso desesperado, le habían dicho sus ojos un mes antes. Pero Beverly no le creyó. Nada era desesperado. Con tal de que uno siguiera intentándolo.

Y ahora él la había llamado tras cuatro semanas de silencio. Cuando llegó a su despacho, Beverly encontró un recado de Jonas Buchanan. Regresaba a Los Ángeles y se reuniría con ella aquella misma noche.

Tenía nueva información sobre su madre y su hermana.

El informe del presidente de la Cámara de Comercio se refería al «más grave problema de Hollywood».

—Un problema que tenemos que abordar de inmediato y al que tenemos que encontrar solución. De lo contrario, los negocios se resentirán y, como consecuencia de ello, la ciudad también se resentirá.

Beverly observó y escuchó.

En la parte anterior de la sala de actos había un pequeño escenario en el que varios hombres permanecían sentados junto a una mesa alargada, de cara a la reunión de empresarios de Hollywood. Todos vestían trajes muy caros, pensó Beverly, y ostentaban unos títulos impresionantes como, por ejemplo, director general o presidente. Hollywood era una ciudad rica y famosa, a pesar de la capa de mugre que cubría su gloria, y aquellos hombres representaban el poder de la ciudad. Beverly, que llevaba dieciocho años viviendo y trabajando en Hollywood y que se preocupaba mucho por su futuro, prestaba mucha atención a las palabras del presidente.

Hablaba de los estacionamientos. Según su informe, ese era el principal problema de Hollywood. La ciudad estaba congestionada y superpoblada, pero no había ningún proyecto de expansión de las plazas de estacionamiento. Debido a ello, de día los principales boulevares estaban agobiados por el tráfico comercial y turístico y, de noche, las calles se llenaban de adolescentes al volante de sus automóviles. Nadie en aquella sala, afirmó el presidente, hubiera podido negar el hecho de que la congestión del tráfico y la falta de estacionamiento estaban afectando negativamente a los negocios. Personalmente, él estaba sufriendo las consecuencias.

Beverly sabía quién era aquel hombre. Se llamaba Drummond y era el propietario de los grandes almacenes más importantes de la ciudad, situados justo en el centro de Hollywood. Su empresa poseía cuatro estacionamientos en las inmediaciones del edificio, pero estos se habían construido veinte años antes y ahora no podían absorber el tráfico de los setenta.

Beverly pensó en los grandes almacenes y en sus cuatro parkings. Ella, Carmen y Maggie compraban algunas veces allí. Los estacionamientos estaban cerrados por cadenas y vigilados por empleados. Se podía estacionar gratis si uno compraba algo en los almacenes; en caso de que no comprara nada o tuviera que hacer alguna gestión en el bulevar, se pagaba una tarifa. Y todo el dinero iba a parar al bolsillo del señor Drummond. Tratándose del propietario de los estacionamientos más utilizados de la zona, Beverly se preguntaba cómo era posible que «sufriera las consecuencias».

Al ver que varios presentes asentían con la cabeza para indicar que estaban de acuerdo, Beverly pensó que ella había tenido mucha suerte. Cuando cerró la gasolinera situada al lado del restaurante, Beverly la compró, derribó las instalaciones y la convirtió en estacionamiento. En los dos años transcurridos desde que heredara los Royal Burgers, Beverly había ampliado el restaurante. El nuevo estacionamiento podía acoger al considerable número de vehículos de la gente que acudía al restaurante día y noche.

El presidente ya estaba finalizando su discurso e iba a presentar la propuesta que había sido el motivo de la convocatoria de aquella reunión.

—Los que formamos la comunidad empresarial estamos obligados a aportar fondos para la investigación del problema del estacionamiento y a financiar la construcción de una estructura de aparcamientos que resuelva el problema para los años venideros.

Beverly consultó la hoja que le habían entregado en la entrada. Contenía un resumen del informe del presidente y de su propuesta. La nueva estructura de aparcamientos sería un garaje de cinco plantas con capacidad para dos mil vehículos.

Leyó la prevista localización del garaje: estaría en la esquina directamente en frente de los almacenes de Drummond.

Cuando el presidente finalizó su informe, el público prorrumpió en aplausos. Después, los socios fueron invitados a acercarse a los micrófonos para hacer comentarios y sugerencias. Mientras contemplaba la fila que se había formado junto al micrófono del pasillo más próximo a su asiento, Beverly pensó de nuevo en su restaurante.

Las cosas marchaban bien. Mejor que nunca, en realidad. Pero algo fallaba en el resto de la cadena. Carmen decía que los beneficios no eran tan altos como deberían ser, a pesar de que Beverly había hecho reformas en algunos locales, contratando más personal e incluyendo el pollo a la barbacoa y el Crown Burger. Los Royal Burgers según las hojas de contabilidad, aún seguían por detrás de McDonald’s y de Kentucky Fried Chicken. Por consiguiente, Beverly y Ann, que era la encargada del control de calidad, habían efectuado una gira por el Sur para intentar averiguar dónde estaba el fallo.

No habían averiguado nada significativo. Los locales estaban limpios, la comida cumplía los niveles exigidos de calidad, el servicio era normal. Eran como todos los locales de comida rápida, con sus jóvenes y algo indolentes empleados y sus habituales letreros de «Falta chico» en las lunas de las ventanas. Pero después de los dos años transcurridos desde que heredara la cadena e introdujera los cambios que Eddie no había querido hacer, Beverly esperaba que la empresa fuera más próspera de lo que era. «¿Qué le faltaba?», se preguntó.

El hombre que estaba hablando a través del micrófono, un destacado promotor inmobiliario de Hollywood, la apartó de sus reflexiones.

—Señor Drummond —dijo el hombre—, estoy seguro de que expreso en sentir de todos los presentes al alabar su excelente informe. Son unas medidas que todos apoyamos al cien por cien —se inclinó sobre el micrófono y su voz resonó demasiado a través de los altavoces—. ¡Quiero aprovechar esta oportunidad, señor Drummond, para decirle a usted y a todos los restantes miembros de la junta que están ustedes sirviendo a los intereses de la Cámara de un modo ejemplar!

Beverly le miró. ¡No era posible que hablara en serio! Cualquiera podía ver que la propuesta del aparcamiento solo servía a los intereses de Drummond. Por la forma en que se inclinaba servilmente ante los hombres del estrado, Beverly comprendió que, aunque el informe se hubiera referido a otra cosa, aquel hombre hubiera manifestado igualmente su entusiasmada y aduladora aprobación.

Se produjo un amago de débiles aplausos e inmediatamente se acercó otra persona. Un tal señor Mangioni, propietario de tres galerías de arte en Sunset. Repitió las alabanzas del empresario de la construcción y manifestó su apoyo al proyecto del aparcamiento. La tercera persona que intervino planteó otra cuestión (el problema de la recogida de basuras) y el tema quedó pendiente para la próxima reunión.

Se acercaba el momento de la votación de la propuesta del aparcamiento. Unas cuantas personas esperaban junto a los micrófonos, abanicándose o enjugándose el sudor de la frente, mientras los hombres del estrado escuchaban cortésmente las quejas y las alabanzas y la secretaria hacía anotaciones.

Mientras observaba, escuchaba y estudiaba a los asistentes, a Beverly se le ocurrió pensar que cada uno de los ocupantes de aquella espaciosa sala tenía algo en común con los demás. Todos eran preocupados miembros de la comunidad empresarial de Hollywood. Sin embargo, aunque compartieran aquel nexo, se detectaba una ausencia de cohesión entre ellos. Eran como un grupo de personas inquietas en busca de alguien que las guiara. Desde un par de filas más atrás, oyó un comentario en voz baja:

—Las reuniones son siempre iguales…

Y otro de una fila más adelante:

—La próxima vez no vengo…

Y entonces pensó: ¿Qué objeto tiene esta asociación si sus miembros no consiguen ponerse de acuerdo y lograr sus metas?

Contempló el micrófono del pasillo más próximo. Solo quedaba una persona. Estaba comentando el alarmante número de salas X que se habían inaugurado en el Santa Mónica Boulevard. El señor Drummond le aseguró a aquel hombre, propietario de varias boutiques de prendas de vestir, que el tema sería tomado en consideración y se estudiaría el problema. Pero Beverly comprendió por la cara del hombre en el momento de abandonar el micrófono, que este no creía en la solución del problema.

¿Por qué no decían nada los demás?, se preguntó. Se veía claramente el descontento de sus rostros. ¿Por qué no desafían la propuesta del presidente? Entonces pensó: «Le tienen miedo».

Cuando el señor Drummond estaba a punto de pedir el voto para los fondos destinados al aparcamiento, Beverly se levantó súbitamente y se acercó al micrófono:

—Me gustaría decir algo, por favor —dijo.

Todo el mundo la miró. Las mujeres raras veces asistían a aquellas reuniones y tanto menos hablaban en ellas, y las que lo hacían no se parecían para nada a aquella atractiva joven.

—Yo creo, señor presidente —añadió Beverly—, que no ha estudiado usted los problemas de Hollywood desde la perspectiva adecuada.

—¿De veras?

—A mí me parece que el aparcamiento no es nuestro problema más acuciante.

—Ya —dijo el presidente—. ¿Cuál es, entonces?

—Verá… —Beverly tuvo que pensar un poco porque se había levantado impulsivamente sin saber a ciencia cierta lo que iba a decir—. Tenemos muchos problemas en esta ciudad y la cuestión del aparcamiento no es la más grave.

El señor Drummond intercambió una mirada con el directivo sentado a su lado y dijo en tono condescendiente:

—Señorita, el propósito de esta reunión es, por supuesto, el de dar a todo el mundo la oportunidad de hacer comentarios y expresar sus preocupaciones. No obstante, señorita, tendrá usted que concretar un poco más. Le sugiero que se aclare un poco las ideas y las exponga en la próxima reunión. Entre tanto, seguiremos con la votación de la propuesta del aparcamiento.

—Pero, señor Drummond, ¡no estamos preparados para votarla!

—Señorita… ¿cuál es su nombre?

—Beverly Highland.

Un murmullo se extendió por toda la sala. El señor Drummond la miró fijamente. ¿Beverly Highland? ¿Se daba cuenta aquella chica que ostentaba los nombres de dos de las calles más importantes de Hollywood?

—Bien, señorita Highland —dijo el presidente, mirándola con expresión divertida—, yo he invitado a hablar a los presentes y, como ve, usted es la última persona en intervenir. Ahora, si es usted tan amable de regresar a su asiento…

—¡Pero yo estoy segura de que tiene que haber otras opiniones al respecto!

Beverly miró a su alrededor. La gente la estaba observando, pero nadie hacía el menor ademán de levantarse.

El señor Drummond y el vicepresidente se intercambiaron otra mirada divertida y después el señor Drummond dijo en tono paternalista:

—Le agradecemos su preocupación, señorita Highland, y es algo muy encomiable por su parte, pero, tal como usted puede ver, no hay otras opiniones. Ahora, si hace usted el favor, seguiremos adelante con la cuestión.

Beverly sintió que el corazón le latía furiosamente en el pecho. Los ojos de trescientas personas estaban clavados en ella. ¿Por qué no hablaban? ¡No era posible que aprobaran aquella propuesta tan ridícula!

—Creo que, antes de iniciar la votación, señor presidente, debería subrayarse que la propuesta estructura de aparcamientos será muy cara y que el importe de los gastos saldrá de los bolsillos de todos los presentes.

La expresión divertida de Drummond se trocó en otra de hastío.

—No se ha identificado usted debidamente, señorita.

¿A qué empresa representa usted?

—Eddie’s Royal Burgers.

El presidente esbozó una sonrisa casi de desprecio.

—Comprendo. Un puesto de hamburguesas. Bien, señorita Highland, estoy seguro de que tendrá cosas muy importantes que decir, pero dudo que tenga suficiente experiencia en los negocios…

—Lo que quiero decir, señor Drummond, es que la propuesta estructura de aparcamiento significará unos cuantiosos beneficios para usted.

Ahora los presentes empezaron a agitarse.

—La estructura de aparcamiento va a beneficiar a todo el mundo, señorita Highland —replicó en presidente con frialdad.

—Pero resulta que estará situada casualmente delante de sus almacenes.

Beverly oyó un jadeo colectivo a su alrededor. Drummond contrajo los músculos de su cuerpo.

—Casualmente es el único terreno disponible —dijo el presidente con un leve matiz de amenaza en la voz.

El corazón de Beverly seguía latiendo con fuerza. Todos los ojos estaban clavados en ella, especialmente los de Drummond.

—Si no recuerdo mal —añadió—, hay solares disponibles en Cahuenga, Vine y Sunset; cualquiera de ellos sería mucho más útil para aquellas pequeñas empresas que no disponen de ningún tipo de aparcamiento.

—Se refiere a usted, claro.

—Yo tengo casualmente la suerte de disponer de un aparcamiento para mi establecimiento. Estoy pensando en el señor Mangioni y el señor Peterson que tienen que conformarse con uno o dos espacios junto al bordillo de la acera. Su establecimiento tiene cuatro aparcamientos propios, señor Drummond…, ¿por qué no construir el nuevo en otro lugar de la zona comercial?

Se oyeron las voces de algunos socios.

—Tiene razón.

—¡Sí! ¿Por qué no lo construimos en Fairfax?

El presidente golpeó la mesa con su martillo y dijo:

—Pido que se restablezca el orden. La discusión ha quedado cerrada, ¿por qué no iniciamos la votación sobre…?

—Perdone —dijo Beverly—, pero creo que aún tengo el uso de la palabra.

—Ya ha dicho lo que tenía que decir, señorita, y ahora…

—Pensemos en los verdaderos problemas de Hollywood y veamos qué podemos hacer para resolverlos. ¡Mire a su alrededor! ¿Qué ve hoy en las calles? ¡Prostitutas, niños fugados de sus casas, traficantes de droga, gente durmiendo en los portales! Nuestros barrios están cada vez más deteriorados. ¡Ahora tenemos establecimientos de mala nota, sexshops y calles sucias!

Otras personas intervinieron a gritos.

—¡Usted lo ha dicho!

—¡Que se entere!

—El nombre de Hollywood es conocido en todo el mundo. Recibimos cada año más de dos millones de turistas porque han oído hablar de Hollywood. ¿Y qué es lo que ven cuando vienen? Una calle comercial con diez tiendas de mala muerte por cada establecimiento presentable. Niños sin hogar, víctimas de los traficantes de droga y los pervertidos. Niños y niñas vendiendo sus cuerpos en las aceras. Gentes que no tienen dónde ir, que viven en los portales y que piden limosna a los viandantes. ¿Y usted nos dice que el problema es el aparcamiento?

Los asistentes lanzaron vítores. De pronto, la gente se levantó para acercarse al micrófono. El presidente golpeó la mesa con su martillo para imponer orden.

—Señorita Highland —dijo el señor Drummond—, se ha terminado su tiempo. Si desea plantear nuevas cuestiones, las incluiremos en la agenda de la próxima reunión…

—¡Nuevas cuestiones! ¡Señor Drummond, yo estoy hablando de viejas cuestiones y usted lo sabe! Estoy hablando de algo que esta cámara hubiera tenido que examinar y resolver hace mucho tiempo.

—Señorita, usted no sabe nada de esta ciudad…

—Disculpe, señor, pero yo nací aquí. Y estuve aquí en un año en que Hollywood estaba en pleno apogeo y en que su nombre significaba magia y fantasía para millones de personas de todo el mundo. ¿Cómo hemos podido permitir que nuestra ciudad se hundiera hasta este extremo? ¡Un lugar en el que los turistas extranjeros se escandalizan y tienen miedo de salir de sus hoteles! ¡Un lugar del que nos avergonzamos! Tenemos que hacer algo, señor presidente. ¡Y tenemos que hacerlo ahora!

Los asistentes lanzaron vítores y aplaudieron. La gente intentaba hablar aunque no le correspondiera el turno. El martillo golpeaba repetidamente la mesa.

El presidente levantó las manos para pedir silencio y, una vez restablecido el orden, dijo sin apenas poder controlar su cólera:

—Si puede identificar tan fácilmente nuestros problemas, señorita Highland, ¿tendrá tal vez alguna solución fácil para ellos? Porque, en tal caso, ¡me encantaría conocerla!

Beverly le miró, temblando. Estaba furiosa. ¿Una solución? Por supuesto que tenía una solución.

—¿Cuál es el futuro de Hollywood? —preguntó en tono pausado, dirigiéndose a los asistentes—. ¿Cuál será la imagen futura de nuestra ciudad? ¿Cómo la ve usted, señor Mangioni, o usted, señorita Whiters? Si piensan en los años venideros, ¿qué es lo que ven? ¿Cuál es la imagen de Hollywood? —Beverly se acercó de nuevo al micrófono y dijo, levantando la voz—: eso es lo que tenemos que decidir aquí y ahora. Tenemos que decidir qué dirección vamos a tomar, y actuar en consecuencia. ¿Nos concentraremos en el turismo? ¿Trataremos de incrementar los negocios? ¿O acaso somos una ciudad del cine y la televisión? Cualquiera que sea nuestra imagen futura de Hollywood, es necesario que hoy mismo aceptemos el reto y empecemos a trabajar hacia este nuevo futuro. Tenemos que atrevernos a soñar en un lugar mejor en el que poder trabajar y vivir. Tenemos que atrevernos a fijarnos grandes objetivos. ¡Tenemos que atrevernos a devolverle a Hollywood su grandeza! —añadió levantando un brazo y cerrando la mano en puño.

Todos los presentes se levantaron de pronto para vitorearla y aplaudirla. Las ovaciones eran ensordecedoras. La gente se acercó a Beverly para estrecharle la mano y darle palmadas en la espalda. Desde el estrado, el presidente contemplaba enfurecido la escena al tiempo que recogía sus papeles y golpeaba inútilmente la mesa con el martillo. A su alrededor, los socios de la Cámara se empujaban unos a otros para acercarse a Beverly, decirle que estaban a su lado y que ya era hora de que alguien se enfrentara con aquellos tipos y otras cosas que ella no pudo oír porque demasiadas personas hablaban a la vez y toda la sala de actos había estallado en un impresionante alboroto. Beverly se sentía aturdida y eufórica. De pronto, lo comprendió todo: su objetivo, su propósito, su futuro.

Ir a la siguiente página

Report Page