Butterfly

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Marzo » Capítulo 31

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Linda acababa de ajustarse la máscara de terciopelo negro cuando oyó moverse el tirador de la puerta.

Contempló la estancia a través del espejo mientras el corazón le latía furiosamente.

Estaba enteramente amueblada en el estilo Luis XVI, un tocador de señoras como recién salido del palacio de Versalles. Las sillas eran doradas y estaban tapizadas en raso, los armarios eran de madera de tulipanero y los accesorios eran de bronce. Había un delicado escritorio con piezas de porcelana de Sèvres y una cama con una colcha de raso, blanco marfil y flecos y borlas doradas y cuatro pilares con adornos de diminutas campanillas doradas. El dosel terminaba en una corona dorada guardada por esfinges aladas. Sobre una mesa había jarras de vino y bandejas de panecillos, queso y fruta. En el aire se aspiraba la fragancia de las rosas aplastadas y se oía el sonido de un clavicordio interpretando un suave minueto como desde una estancia contigua.

Y la propia Linda no era un producto de la era nuclear sino la hija de una pasada era de elegancia y gentileza. Llevaba el cabello oculto bajo una blanca peluca empolvada y adornada con guirnaldas de perlas; tres bucles esmeradamente peinados le caían sobre los hombros desnudos. El vestido de raso azul celeste tenía un atrevido escote y estaba adornado con minúsculos lazos bordados mientras que la falda se acampanaba sobre un tontillo tremendamente amplio. Alrededor del cuello lucía una gargantilla de encaje. Y, debajo del vestido, llevaba un complicado corsé con un número imposiblemente elevado de cintas, cada una de las cuales se tendría que desatar muy despacio y por separado.

Linda mantenía los ojos clavados en la puerta. Aquella noche no sonaría ningún inoportuno buscapersonas…, se había asegurado. Aquella noche era demasiado importante.

Entonces entró él.

Y la dejó sin respiración.

Su atlética figura aparecía envuelta en el más suave de los terciopelos negros: casaca de faldones anchos, puños ribeteados de oro, un ajustado chaleco negro, unos calzones de terciopelo hasta la rodilla, unas medias blancas y unos zapatos con grandes hebillas de plata. En las muñecas, los puños fruncidos de una blanca camisa de muselina; en la garganta, una chorrera de encaje. Y el cabello, el hermoso cabello negro que tanto le gustaba a Linda, estaba ahora oculto por una peluca blanca plateada recogida hacia atrás en una cola de caballo y atada con un gran lazo negro de terciopelo.

Él cerró la puerta y permaneció de pie, mirándola fijamente. Linda se encontraba de espaldas; los ojos de ambos se cruzaron en el espejo.

Al final, tras un prolongado momento en el que ambos permanecieron inmóviles en medio del perfume de las rosas machacadas y las melodías de Mozart, él se adelantó e hizo una extravagante reverencia. Linda le observó mientras adelantaba teatralmente un pie, hacía un floreo con la mano derecha, doblaba elegantemente la cintura y decía:

—Vuestro servidor, madame.

Linda sonrió, se giró en su asiento y le ofreció la mano.

Él se acercó, le tomó la mano en la suya, se inclinó para besarla y, por un instante, los ojos de ambos volvieron a encontrarse, enmarcados por dos máscaras negras.

—Hoy os he echado de menos en la corte —dijo él, desarrollando la imaginaria historia.

Linda se levantó, pasó junto a él, volviéndose de lado a causa de la voluminosa falda, y se acercó a la mesa para escanciar un dulce vino tinto en unas copas de plata. Las manos le temblaban levemente.

—Lo dudo, monsieur —dijo—. Habréis disfrutado de la atención de todas las damas de palacio, incluyendo la propia reina.

Cuando se volvió para ofrecerle la copa, distinguió fugazmente una extraña mirada en sus ojos…, una mirada inquieta y sombría, que en seguida desapareció. Él sonrió y Linda se preguntó si no habrían sido figuraciones suyas.

No obstante, había visto aquella misma mirada otras veces, en cada uno de sus encuentros. ¿Acaso lo desconcertaba? Sin duda. Linda era probablemente la única socia de Butterfly que solo le permitía llegar hasta determinado punto, pero no más allá.

—Hasta la radiante María Antonieta es una estrella eclipsada por vuestro resplandor, madame.

Él tomó la copa y los dedos de ambos se rozaron. Linda estaba tratando desesperadamente de entregarse a la fantasía. Cada vez que cruzaba la entrada de Butterfly, trataba de dejar a su espalda la realidad del mundo de la medicina y de Barry Greene y de sus temores. Procuraba convertirse en otra, para que aquella otra, y no Linda Markus, pudiera liberar su espíritu sexual.

Pero casi era una imposibilidad. Una no podía desprenderse sin más de ocho horas en el departamento de cirugía y de las visitas a la unidad de quemados, las reuniones del Comité de Deontología y un artículo a medio terminar para el Journal of the American Medical Association esperando en la máquina de escribir. Linda era una persona que ejercía demasiada autoridad y que controlaba con excesiva firmeza demasiadas cosas, incluso en el plató de Cinco Norte donde les decía a los astros de la televisión lo que tenían que hacer; no podía desprenderse de todo aquello y actuar como si fuera una mujer despreocupada y libre de obligaciones. Contempló a su caballero enmascarado mientras este paseaba por la estancia, hablando en tono grandilocuente y exhibiendo su esbelto cuerpo enfundado en la casaca y los ajustados calzones de terciopelo negro. Su voz era profunda y poseía un curioso matiz que Linda había escuchado una o dos veces en el teatro.

«Que pueda gozar de esta fantasía. Que pueda olvidar quién soy. Que pueda sentir al final lo que sienten otras mujeres en los brazos de sus amantes».

—¿Madame?

Linda levantó los ojos. Él se encontraba de pie a su lado, mirándola con sus profundos ojos negros. «Que pueda olvidarme un rato de todos los comités, los pacientes y los historiales médicos. Que pueda soltarme y relajarme y gozar de ti tal como deseo…».

—Yo… —dijo.

De pronto, él la asió por los hombros, la levantó de su asiento y le cubrió la boca con la suya.

—Quiero haceros el amor —musitó con la voz ronca por la emoción—. Ahora.

La habitación pareció girar alrededor de Linda. Él jamás se había comportado de aquella manera…, jamás había actuado impulsivamente, antes de que ella le indicara que estaba preparada. Se sentía aturdida.

—Sí —murmuró—, ahora…

Él se quitó precipitadamente la casaca y el chaleco. La camisa de muselina, de anchas mangas y volantes de encaje fruncidos, estaba remetida en los ajustados calzones negros. Con la blanca peluca empolvada y recogida con una cinta en la parte de atrás y con la negra máscara que le cubría el rostro, él miró a Linda como un hombre a punto de batirse en duelo. Linda le imaginó adoptando la postura en garde y blandiendo la espada con el brío y la habilidad de un Casanova.

Él la besó mientras le desataba los complicados lazos del vestido y la besó en la boca mientras sus manos se movían con ágil urgencia. Linda se comprimió contra la dureza de su erección. Date prisa, le instó en silencio. Date prisa, date prisa…

El tontillo de ballenas cayó al suelo y él la ayudó a salir de su cerco. Después, le desató los innumerables lazos del corsé, muy despacio y uno a uno, deteniéndose en ellos para aumentar su excitación. Su boca se posó de nuevo sobre la suya y ambos se besaron con desesperación. El corsé cayó sobre la alfombra; él deslizó los tirantes de su camisa de lino sobre sus hombros y su busto y, rodeándole la fina cintura con las manos, la atrajo con fuerza hacia sí.

Sin embargo, cuando llegó a las cintas de la última enagua, ella le obligó a detenerse.

Tomando su mano, lo acompañó a la cama. Allí apagó las velas para que la estancia quedara en una semioscuridad. Después, se tendió en la cama y lo atrajo dulcemente. Ambos se besaron largo rato, gozando mutuamente de sus cuerpos. Él le estrujó los pechos y ella introdujo la mano en sus calzones, asiéndolo con fuerza. Sin embargo, cuando la mano de su compañero se desvió hacia la enagua para levantársela y explorarla, Linda la tomó y la apartó.

—Ahora —susurró—. Hazlo ahora.

—No —musitó él—. No estás preparada.

—Sí, lo estoy.

—Deja que te toque…

—No.

La penetró de inmediato, pero sin tocarla, tal como ella quería, y dejó que ella estableciera el ritmo.

La acunó largo rato suavemente, besándola, apoyando las manos sobre su pecho y contemplando sus ojos. Linda trató de entregarse, trató de que la magia de la fantasía la hechizara y la indujera a creer, aunque solo fuera por un instante, que era otra persona, libre de experimentar cualquier sensación. Pero, cuanto más se esforzaba, tanto menos lo conseguía. Solo podía pensar en los episodios de su pasado, en las veces que había hecho el amor con otros hombres que habían visto sus cicatrices. Y jamás habían vuelto.

Apartó aquellos pensamientos de su mente y trató de concentrarse. Su compañero enmascarado era un amante muy experto e intentaba complacerla por todos los medios. Pero Linda no podía sacudirse de encima las inhibiciones. Cuanto más arremetía él en su interior, tanto más se cerraba ella. Y tanto menos placentera resultaba la experiencia. Al final, se limitó a permanecer tendida, tratando de analizar lo que fallaba cada vez y de disecar el acto en lugar de gozar de él. Comprendió una vez más que la fantasía no había surtido efecto.

De pronto, todo terminó.

Es una equivocación, pensó. Las fantasías y los antifaces no van a resolver mi problema. Tengo que enfrentarme con mis demonios en la vida real y con un hombre real.

Pensó en Barry Greene.

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