Butterfly

Butterfly


Abril » Capítulo 34

Página 41 de 63

34

Beverly Hills, 1978.

La sede central de Highland Enterprises se hallaba ubicada en un nuevo edificio de cristal negro en Wilshire Boulevard. En la parte anterior había unas fuentes de ladrillo rojo, un estacionamiento de varios niveles, un espacioso vestíbulo con un quiosco de periódicos, una farmacia, varios guardias de seguridad y seis ascensores que conducían a los treinta pisos. Highland Enterprises compartía el vigésimo piso con tan solo otro inquilino: el consulado y la delegación turística de Kenia.

Ann Hastings cruzó la gran puerta de doble hoja y entró en la silenciosa y alfombrada zona de recepción. La saludó Esther, la recepcionista negra, la cual, con su vestido de estampado africano y su cabello ahuecado, parecía más propia de las oficinas del otro lado del pasillo. Antes de entrar en su propio despacho, cuyos ventanales daban a Beverly Hills y Hollywood, Ann se detuvo para saludar a Beverly. No la sorprendió encontrar a su amiga profundamente enfrascada en algo junto a Carmen y Maggie, y comprendió por qué razón las tres mantenían las cabezas juntas. Ella había llevado a cabo las averiguaciones y le había facilitado a Carmen los datos que ahora estaban repasando las tres amigas.

Carmen levantó la mirada.

—Buenos días —le dijo a Ann, regresando inmediatamente a la lista de cifras que estaba examinando con Beverly y Maggie.

Beverly levantó la cabeza y la saludó con un gesto de la mano. Ann se dirigió a su espacioso despacho donde, con la ayuda de dos secretarias, supervisaba el estricto control de calidad de la vasta cadena Royal Burgers.

Era uno de aquellos vigorizantes días verde-azul-dorados de Los Ángeles, uno de aquellos insólitos días que impedían a los habitantes del sur de California que trabajaban en edificios como aquel concentrarse debidamente en sus tareas. Pero Beverly no tuvo la menor dificultad en concentrarse en lo que Carmen le estaba explicando…, Beverly nunca tenía dificultad para concentrarse en lo que fuera. Mientras el frío aire se escapaba en un susurro de los respiraderos y acariciaba el costoso mobiliario, las flores recién cortadas y las alfombras navajo del espacioso despacho de la presidenta, del consejo de administración de Highland Enterprises, la presidenta prestaba cuidadosa atención a lo que su contable le estaba explicando.

Beverly había aprendido muchas cosas de Carmen. Aunque todo el mundo se sorprendió y extrañó un poco ante el rápido avance de Carmen en los estudios, iniciados hacía apenas dieciséis años cuando era prácticamente analfabeta y terminados con las máximas calificaciones en la escuela de Ciencias Empresariales de la universidad de California en Los Ángeles, Beverly no se sorprendió lo más mínimo. Sabía que Carmen estaba capacitada para ello. Lo había comprendido en la aromática cocina de Hazel. Bastó para ello con que Carmen adquiriera el sentido de su propia dignidad y tuviera oportunidad de instruirse. Y libertad para soñar. A pesar de tener una hija a su cargo y del trabajo que desempeñaba en Royal Burger, Carmen asistió a clase, estudió las veinticuatro horas del día y se exigió a sí misma más de lo que le exigían sus profesores. El resultado fue una impresionante agudeza comercial que se convirtió en uno de los principales factores del éxito de Beverly Highland. Beverly se preguntaba a menudo dónde estaría en aquellos momentos si no hubiera encontrado a Carmen aquel fatídico día en Dallas.

Ahora estaban elaborando una estrategia para que ciertas empresas pasaran directamente a las manos de Danny Mackay. Sin que él lo supiera.

—Bueno, pues —dijo Carmen—, eso es lo que vas a necesitar. Ann lo ha distribuido en las distintas clases de comida que necesitarás: tanta carne, tantos tomates, tantas lechugas, etc., para cada establecimiento en régimen de franquicia.

Indicó los artículos de la lista con la pluma de oro Dunhil que Ann Hastings le había regalado el día en que se graduó como contable. La pluma hacía juego con la elegante cadena de oro que le rodeaba la fina muñeca. En realidad, todo lo que lucía Carmen Sánchez era elegante. Llevaba el cabello negro recogido hacia arriba y realzaba su peinado con unos preciosos pendientes largos; en lugar de un vestido, lucía unos anchos pantalones Palazzo y una suave blusa de seda atrevidamente desabrochada. A sus cuarenta años, era la madre de una hija adolescente.

—Hemos llevado a cabo algunas indagaciones y he descubierto la que, a mi juicio, es la mejor empresa gestora para lo que nosotras necesitamos. —Carmen señaló el nombre que figuraba anotado en la hoja—. Te pueden decir cuánto terreno necesitarás y dónde comprarlo. Dirigirán las granjas científicamente, utilizando ordenadores y los métodos más nuevos de gestión. Te garantizarán la mejor cosecha posible y los mejores productos para tus restaurantes.

Beverly y Maggie estudiaron las hojas que Carmen les había preparado. Era un negocio totalmente distinto de cualquier cosa que hubieran hecho hasta entonces.

Beverly reflexionó. Carmen le había explicado lo que era la integración vertical y la integración horizontal, y las diferencias entre ambos conceptos. Había utilizado el ejemplo de una pequeña fábrica de aparatos domésticos. Si aquella empresa deseaba comprar otra pequeña empresa de aparatos domésticos, eso se llamaba integración horizontal. En cambio, si la pequeña empresa de aparatos domésticos adquiría las instalaciones que fabricaban el metal de dichos aparatos, proporcionando de este modo a su propia empresa las materias primas, eso se llamaba integración vertical. Y eso era precisamente lo que las tres amigas estaban proyectando hacer en aquella mañana de mayo en tecnicolor en el despacho del vigésimo piso de Highland Enterprises. Iban a crear una empresa que sería la proveedora exclusiva de carne y verdura para la gigantesca cadena de los Royal Burgers.

Una empresa que valdría millones de dólares y que Beverly no tenía la menor intención de conservar.

La crearía tan solo para vendérsela a Danny Mackay.

—Él no tiene que tocar los Royal Burgers —le dijo Beverly muy seria a su amiga.

Carmen sacudió enérgicamente la cabeza. Conocía el valor de la empresa para ellas tres: su futuro, su seguridad.

—No te preocupes. Él solo comprará la empresa agropecuaria.

—¿Y todas las empresas asociadas?

Carmen asintió casi con tristeza. Ni ella ni Beverly ni Maggie eran partidarias de hacer negocio con semejantes cosas: una revista porno, una cadena de salones de belleza que, en realidad, eran una tapadera de unos salones de masaje ilegales y una manzana de casas en uno de los barrios más pobres de Los Ángeles Este. Pero era necesario que las tuvieran en su poder. Formaban parte del plan.

Se encargarían de que Danny Mackay, que se volvía loco por las propiedades y que compraba todo lo que podía, se abalanzara sobre aquella empresa tan selecta y la comprara sin pensar.

—¿Y Fanelli?

—Si los asesores de Danny Mackay quieren investigar algunas de las inversiones de la empresa agrícola, les invitaremos a echar un vistazo a Fanelli. Mirarán, verán que la tienda de artículos para hombre es rentable y regresarán a Houston satisfechos. Lo demás no lo averiguarán. —Beverly cerró la carpeta y miró a su secretaria—. ¿Tú que piensas, Maggie?

¿Qué pensaba? Lo mismo que sus dos amigas. Era una transacción necesaria. Danny no tramaba nada bueno y le tenían que parar los pies. Siete años antes, Beverly montó una resurrección en la iglesia de Danny con el exclusivo propósito de dejar al descubierto sus supercherías. Pero Danny se abstuvo de obrar más milagros. La publicidad de la resurrección de aquella noche no fue muy halagüeña. La prensa armó tal alboroto que Danny abandonó para siempre aquellos espectáculos. Además, sospechaba Maggie, debió de considerar innecesario seguir utilizando semejantes trucos, ahora que ya tenía su propio programa en la televisión y su fama había crecido súbitamente como la espuma.

Ahora estaba mezclado en otros asuntos, unos asuntos que perjudicaban a muchas personas inocentes y con los cuales estaba obteniendo unos cuantiosos beneficios. Como, por ejemplo, obligando a las empresas a suspender pagos y comprándolas por una miseria, o expulsando a alguien de sus tierras para poder adquirirlas él. Beverly vigilaba todo lo que hacía. Su investigador privado Jonas Buchanan trabajaba exclusivamente para ella y le presentaba informes regulares sobre las actividades financieras de Danny, el cual se estaba extendiendo por toda Norteamérica como un pulpo que lo apresara todo con sus tentáculos. Su poder crecía día a día, y su riqueza se multiplicaba. Ahora no solo era dueño de cosas sino también de personas.

—¿Cuándo? —le preguntaba a menudo Maggie a Beverly—. ¿Cuándo le vas a parar los pies? ¿Cuándo podremos vengarnos?

Pero nunca llegaba el momento oportuno. Beverly era muy precavida; quería asegurarse de que, cuando finalmente se enfrentara cara a cara con él, todas las ventajas estuvieran de su parte. Y no tuviera ninguna posibilidad de perder. Y él quedara totalmente destruido.

Ahora estaba construyendo su arsenal. Había adquirido Monument Publications por su línea pornográfica. Eso, junto con otros negocios cuidadosamente elaborados, se lo colgaría a Danny delante de las narices como si fuera un anzuelo, y él se lo tragaría. En su codicia, se lo tragaría todo y caería en sus manos. Y algún día Beverly haría que su codicia se revolviera contra él.

—Ya sé cómo podemos concertar la venta —dijo Maggie—. A través del agente de cambio y bolsa con quien yo trabajaba. Es una compañía importante. Tienen delegación en Texas.

—Pues vamos allá. Maggie, ponte en contacto con esta empresa gestora. Quiero hablar con ellos cuanto antes. Carmen, tú empieza a trabajar con Ann. Quiero que esta nueva empresa funcione y provea a nuestros restaurantes en un plazo de seis meses. Y a ver si a alguien se le ocurre un nombre.

Maggie recogió los papeles, se los guardó en la cartera de documentos y dijo:

—¿Qué te parece Royal Farms?

Beverly miró a Carmen y esta asintió.

—De acuerdo, pues, se llamará Royal Farms. En noviembre quiero que Danny Mackay firme los documentos de propiedad.

Mientras se retiraba con Maggie del despacho, Carmen se volvió. Beverly seguía sentada junto a su escritorio, preparándose para unas cuantas horas más de trabajo. Tenía que escribir el informe para la Cámara de Comercio sobre su propuesta de un plan de lanzamiento de una nueva imagen para el Hollywood de los años ochenta; tenía que preparar discursos y aceptar o declinar invitaciones; y tenía que organizar el viaje de la semana siguiente a Sacramento, donde se reuniría con algunos legisladores del estado a propósito de la cuestión del aborto, su más reciente proyecto personal. Era partidaria de la libertad de elección y pretendía no solo la legalización del aborto sino también la creación de centros de asesoramiento donde se indicara a las adolescentes embarazadas las distintas alternativas.

—Oye, amiga —le dijo Carmen en un susurro—, mañana es tu cumpleaños. Vamos a hacer algo. Te llevaremos a cenar. Puedo reservar un comedor privado en Perrino’s. Una mujer no debe cumplir cuarenta años en soledad.

Beverly miró sonriendo a su amiga.

—Gracias, Carmen, pero no me interesan las fiestas de cumpleaños. Solo tuve una en mi vida, y fue suficiente.

Carmen miró a través de los rayos de sol moteados de polvo y, por un instante, compartió el recuerdo de Beverly sobre un champaña de ínfima calidad en vasos de papel mientras la voz de Hazel decía: «Por nuestra chica preferida». Después, Danny se la llevó a celebrar el cumpleaños y, en su lugar, la entregó en manos de un carnicero en una calleja de mala muerte.

Carmen recordó también su reunión con Beverly en Dallas quince años antes y cómo Beverly la había enseñado a soñar y a convertir sus sueños en realidad; eso la indujo a pensar en todas las personas a las que, en aquellos momentos, su amiga les inspiraba el mismo entusiasmo y la misma ambición, acudiendo a centros universitarios y a clubes, a sus propios establecimientos y empresas para decir a las personas de todas las edades, jóvenes y viejas, que se atrevieran a correr riesgos y a vivir sus fantasías.

¡Si, por lo menos, pensó Carmen mientras abandonaba el despacho y cerraba suavemente la puerta a su espalda, Beverly pudiera ver realizado su sueño personal, qué perfecta sería su vida! Sin embargo, Jonas Buchanan, a pesar de sus esfuerzos y de su incesante búsqueda de nuevas pistas (ahora había contratado a otros investigadores), aún no había conseguido localizar a la madre y la hermana perdidas. La pista de Naomi Burgess se perdía en Medford, Oregón, y Christine Singleton, casada durante algún tiempo con un hombre apellidado Rutherford allá en 1958, según había descubierto Jonas, había obtenido la anulación de su matrimonio y también había desaparecido.

Después Carmen pensó en Danny Mackay, culpable de que Beverly no hubiera querido volver a enamorarse y de que viviera una existencia solitaria, a pesar de que muchos hombres la adoraban, entre ellos el propio Jonas Buchanan. Carmen sabía también que el juramento de Beverly de vengarse algún día de Danny ardía incesantemente en su corazón.

Los recuerdos se agolparon en la mente de Maggie, recuerdos de zambullidas con Joe en las aguas de Mission Bay, de paseos por el Balboa Park, de largas y románticas jornadas en el zoo, tendidos los dos sobre la hierba mientras contemplaban el perezoso avance de las nubes. Pero, por supuesto, pensó Maggie mientras entraba con su vehículo en el estacionamiento del restaurante Outrigger, aquellos días ya habían desaparecido y San Diego era una localidad distinta. En realidad, se había convertido en una ciudad.

Mientras seguía a una azafata vestida con un sarong malayo a través del oscuro restaurante decorado como si fuera un muelle marinero, Maggie se preguntó si Pete habría cambiado mucho. A fin de cuentas, habían transcurrido diez años…

Dios mío, estaba exactamente igual.

De pronto, se avergonzó de sus kilos de más, se sorprendió de que él fuera tan guapo, preguntándose cómo no se habría dado cuenta cuando trabajaba para él, y abrazó a su antiguo jefe con lágrimas en los ojos. Le hacía recordar los sencillos días de antaño, antes de lo de Danny Mackay y de la trágica muerte de Joe.

—¡No te imaginas la sorpresa que me llevé cuando mi secretaria me dijo que habías llamado! —dijo Pete Forman—. Le dije: «¿Maggie Kern? ¿Está segura de que la comunicante se ha identificado como Maggie Kern?».

»Después, cuando marqué el número que ella me dio y oí tu voz, sonando exactamente igual que cuando trabajabas conmigo, ¡por poco me caigo de la silla! ¡Estás estupenda! ¿Qué tal se encuentra Joe? Así se llama tu marido, ¿no?

—Joe murió hace diez años, Pete —contestó Maggie en un susurro mientras les servían dos piñas coladas.

Pete apoyó una mano en la suya. Era una mano cálida, seca y tranquilizadora.

—Lo siento mucho, Maggie. ¿Por qué no regresaste en seguida a San Diego? Hablaba en serio cuando te dije que siempre podrías recuperar tu puesto.

Maggie sonrió.

—Me hicieron una oferta mejor.

Pete y Maggie reanudaron su amistad mientras saboreaban un pollo teriyaki, arroz indio, verdura con queso parmesano y más piñas coladas. A su derecha, el restaurante se fue llenando poco a poco de gente. Unas velas en globos rojos arrojaban sombras sobre las redes de pesca, los tikis hawaianos y los falsos embalajes con indicaciones como «Singapure», «Shangai» y «El Cairo», mientras a su izquierda se extendía la impresionante Mission Bay, cuyo azul interminable se juntaba a lo lejos con el interminable azul claro del cielo de San Diego. Maggie empezó a preguntarse por qué no lo habría hecho antes.

Mientras saboreaban un café, explicó el propósito de su visita.

—Como puedes ver, Pete —dijo extendiendo los papeles sobre la mesa—. Royal Farms posee algunas de las mejores tierras de labranza de Central Valley. La carne procede de los mejores rebaños. Y sé que tú conoces la empresa que nos la lleva. Fíjate en los beneficios, en solo cinco meses de funcionamiento.

Pete estudió las cifras y asintió con la cabeza.

—¿Dices que Royal Farms es el proveedor exclusivo de productos alimenticios y papel de las franquicias Royal Burgers? ¿Por qué quiere venderlo tu jefa?

—Quiere ampliar la cadena Royal Burgers y necesita dinero.

Pete no necesitó que le explicaran el significado de aquella situación. Llevaba muchos años en el negocio de las inversiones. Por regla general, una empresa agrícola no era una buena inversión…, él no la hubiera recomendado. Pero aquella tenía un mercado garantizado. ¡Y menudo mercado! ¡Y no solo eso sino que, además, el dinero de la venta de la empresa serviría para ampliar precisamente el mercado que compraría sus productos!

—Veo que se te hace agua la boca, Pete.

—Maggie, si me pides que te busque un comprador, ¡dame cinco minutos y te encuentro cien!

Maggie se frotó la mejilla y contempló los veleros que surcaban la bahía. Ahora venía el momento más delicado.

—Mira, quiero que tú te encargues de la venta, Pete, pero ya tenemos elegido al comprador. Verás, mi jefa es una acérrima partidaria de cierto predicador evangelista y de sus actividades pastorales. Puesto que Royal Farms, por así decirlo, es un hijo suyo que ella misma ha creado y dirigido, quiere asegurarse de que pase a unas manos dignas. Desea que la compre el predicador.

—¿Y él quiere comprar?

—No lo sabemos. Eso formará parte de tu trabajo.

—¿Y cómo puede estar ella segura de que él la comprará?

De eso no cabía la menor duda. Los informes financieros de Carmen sobre Danny Mackay eran tan abultados como una guía telefónica. Ahora que la Pastoral de la Buena Nueva ingresaba millones de dólares anuales y el programa de la televisión se veía de costa a costa, Danny Mackay estaba dispuesto a comprar cualquier cosa que se le ofreciera con tal de que los beneficios fueran prometedores.

—¿Y dónde está este comprador?

—En Houston. Pensé que podrías ponerte en contacto con alguien de tus oficinas en Galveston, pedirle que visitara al comprador y efectuara la venta, y después se repartiera la comisión contigo.

—Lo haré con mucho gusto —dijo Pete, recogiendo los papeles y guardándolos de nuevo en la carpeta—. Empezaré a trabajar en ello inmediatamente.

Maggie consultó su reloj y se sorprendió de que fuera tan tarde. El restaurante no tardaría mucho en servir la cena.

—Ahora no vas a regresar por carretera a Los Ángeles, ¿verdad? —preguntó Pete, cruzando los brazos sobre la mesa e inclinándose ligeramente hacia ella—. Habrá un tráfico asesino durante las próximas horas.

—Buscaré alojamiento en el hotel Circle y regresaré mañana por la mañana.

—¿Por qué no vienes a casa?

Los ojos de ambos se cruzaron por espacio de tres latidos del corazón mientras Maggie se imaginaba fugazmente la fabulosa residencia de Pete Forman sobre la bahía, con su playa privada oculta entre los árboles.

—¿Y tu mujer? —preguntó Maggie.

—Corinne se divorció de mí hace cinco años.

De repente, Maggie tuvo miedo. Desde la muerte de Joe, Maggie había estado ocupada en la educación de sus dos hijos y en ayudar a Beverly Highland a construir su imperio económico. Se había mantenido apartada de los hombres. Pero Pete estaba cerca, peligrosamente cerca, tanto física como emocionalmente. Contempló sus ojos grises y se dio cuenta de que le apetecía mucho estar con él.

—Este cabello pelirrojo tan bonito que tienes —dijo Pete en un susurro—, recuerdo cómo lo contemplaba cuando tú no mirabas.

—Ahora tengo unas cuantas hebras grises.

—Debes ser una anciana.

—Tengo treinta y cinco años.

—¿Qué te ocurre, Maggie?

Maggie estudió su taza de café. ¿Qué ocurría? No le cabía la menor duda de que deseaba a Pete y de que existía entre ambos un agradable y sincero afecto. Sería tan fácil…, sin comienzos embrollados, sin imponer reglas, sin preguntarse adónde conduciría todo aquello. Hacía tanto tiempo que no estaba con un hombre…

—Te parecerá una locura, Pete —dijo en voz baja—, pero tendría la sensación de que engaño a Joe.

—No es una locura. Pero ¿te parece realista?

—No lo sé.

—¿Hubiera querido él que permanecieras fiel a sus memoria?

«Prométeme que te volverás a casar, Maggie», resonó una voz del lejano pasado. «Tengo el corazón enfermo. Me puede fallar en cualquier momento. No quiero que tú y los niños se queden solos».

—Deja que te lleve a bailar —dijo Pete de repente.

—¡A bailar!

Pete le tomó la mano y le dijo en un susurro:

—Deja que te seduzca. Por lo menos, dame la oportunidad.

Maggie se retiró el tiempo suficiente para efectuar dos llamadas telefónicas, una a Beverly para comunicarle que Pete se encargaría de la venta y otra a su sirvienta para decirle que le diera la cena a los niños y los acostara. El corazón le latía con violencia. Por primera vez en diez años, no dormiría sola.

La recepción de la boda se celebró en el local más grande de Texas. Casi ochocientos invitados se reunieron bajo el techo de los mil quinientos metros cuadrados del Mickey Gilley para felicitar al reverendo Danny Mackay y a la novia.

Los recién casados formaban una hermosa pareja, convino todo el mundo. Angélica lucía el antiguo vestido de boda de encaje de su abuela y Danny llevaba un elegante atuendo de Cutter Bill. La multitud pensó con admiración que el reverendo era un texano de pies a cabeza, con su blanco sombrero Stetson y sus botas de piel de avestruz. A los cuarenta y cinco años, Danny estaba en plena forma y su figura resultaba impresionante con su chaqueta estilo Oeste y sus pantalones hechos a la medida. Las damas se sentían románticamente atraídas por el apuesto reverendo que no se avergonzaba de llorar ante las cámaras de la televisión y los caballeros lo consideraban un hombre de pelo en pecho.

Mientras una orquesta típica del Oeste interpretaba melodías country para las parejas deseosas de bailar el two-step texano y los camareros servían una tradicional barbacoa texana a base de bistecs, chuletas con mazorcas de maíz y chiles calientes acompañadas de bebidas frías en altos vasos, nadie miró a la novia lo suficiente como para percatarse de las sombras de temor que empañaban sus ojos.

—Bueno, hijo —dijo un caballero de blanco cabello dándole a Danny unas palmadas en la espalda—, te deseo lo mejor.

—Gracias, senador —contestó Danny—. ¿O acaso debería llamarle papá?

—Sé que cuidarás muy bien de mi pequeña. Me ha hecho sentir muy orgulloso, eligiendo a un marido tan excelente como tú.

Danny también se sentía orgulloso. Como regalo de boda, el senador había cedido a los recién casados cuatro mil hectáreas de las mejores tierras ganaderas de Texas.

Mientras la orquesta iniciaba los acordes de Cotton Eyed Joe y los bailarines juntaban los brazos para formar ejes de ruedas de carro, Danny se acercó al lugar donde se encontraban Angélica y su madre. Por el camino, todo el mundo le felicitó, le dio palmadas en la espalda, le estrechó la mano y le comentó que aquel era un día muy venturoso, loado fuera el Señor. Cuando al final llegó hasta ella, Angélica retrocedió.

—¿Se lo pasa usted bien, madre? —le preguntó Danny a la esposa del senador, vestida con un elegante modelo Neiman-Marcus y cubierta de brillantes por todas partes.

—Dios le bendiga, reverendo —contestó la esposa del senador, enjugándose los ojos con un pañuelo de encaje—. Me ha convertido usted en la madre más orgullosa de Texas.

Danny miró a la novia. La orquesta estaba preguntando: «¿Qué dicen?», y los bailarines contestaban: «¡Tonterías!». Danny se aproximó a Angélica, sonrió en medio del jubiloso alboroto de los invitados y le dijo en voz baja:

—Sonríe a tus amigos, Angélica.

Estaba pálida. Más pálida que su velo de encaje. Pensaba en la inminente noche en la suite nupcial del mejor hotel de Houston.

Danny le tomó la mano, la notó fría y se la comprimió dolorosamente.

—Ahora eres mi mujer —le dijo en un susurro—. Tienes que hacer lo que yo diga. Sonríe a nuestros invitados.

Angélica sonrió. Pero hubiera querido llorar.

Danny se sentía aquel día más orgulloso de lo que jamás se hubiera sentido en mucho tiempo. Había dado un braguetazo, casándose con la única hija del acaudalado senador. ¡Qué genialidad la suya y qué jugada tan audaz! Dejándola embarazada y obligándola a casarse con él.

—Harás lo que yo diga —le advirtió cuatro semanas antes—. De lo contrario, iré a ver a tu papá y le diré que llevas en el vientre un nieto suyo bastardo.

Angélica lloró y suplicó. Se asustó y no supo a quién recurrir. El reverendo la había seducido la noche en que se celebró una barbacoa política en el rancho de su padre. No le gustó; descubrió que el reverendo Danny Mackay no le había gustado. Pero después, él la obligó a repetirlo otras dos veces… era un invitado de su casa y ella no se atrevió a acusarle.

—¿A quién van a creer? —le dijo Danny—. ¿A ti o a mí?

Angélica sabía con cuánto entusiasmo apoyaba su padre a Danny Mackay y su Pastoral de la Buena Nueva, hasta el punto de haberle ayudado en la construcción de la nueva catedral en las afueras de Houston. ¿Su palabra contra la del reverendo? Dejó que Danny se saliera con la suya. Para su horror, se había quedado embarazada.

—Iré a ver a tu padre —la amenazó Danny— y le diré que me has confesado a mí, tu consejero espiritual, que te acostaste con un peón del rancho. ¿Cómo crees que se lo tomará?

Angélica tenía cierta idea de cómo se lo tomaría su padre. Su cristiano progenitor fundamentalista la echaría de casa, humillada y sin un céntimo.

Presa del temor, accedió a casarse con Danny. Pero ahora, mientras contemplaba a los sedientos bailarines pidiendo más «cuellos largos» y pensaba en la suite nupcial y en lo que Danny la obligaría a hacer, Angélica Mackay comprendió que había cometido un error.

Danny contempló su reloj y miró a los invitados. Bonner se retrasaba. ¿Qué lo habría detenido?

Aquella transacción con Royal Farms era tan importante para él que había enviado a su mano derecha a California la víspera de su boda. Danny quería que Bonner fuera su padrino, pero prefirió enviarlo a California para que echara un vistazo a aquel negocio tan increíblemente bueno. La venta la gestionaba un agente de cambio y bolsa de Austin. Danny estaba asombrado de su buena suerte. Todo el mundo sabía que la cadena Royal Burger facturaba miles de millones anuales. Había una lista de espera de varios años para la adquisición de franquicias y el precio era de medio millón. ¡Y a él le ofrecían nada menos que la compra de la empresa agrícola que era la proveedora exclusiva de todos aquellos restaurantes! Sería un necio si no la comprara. Pero la precaución nunca estaba de más. En el estado de cuentas de Royal Farms figuraba el apartado «ingresos por inversiones».

—¿Qué inversiones? —le preguntó Danny al agente de Austin.

El hombre no se lo supo decir. Por eso había enviado a Bonner a Los Ángeles, para que echara un vistazo a las propiedades de Royal Farms.

—¿Cuándo va a empezar las obras de la catedral, reverendo?

Danny se volvió y vio el severo rostro del juez del Tribunal Supremo.

—¡Tan pronto como consiga una pala, Hank!

El juez soltó una carcajada. Como el senador, era uno de los más firmes partidarios de la Pastoral de la Buena Nueva.

A veces, Danny se asombraba de su meteórico ascenso en el evangelismo televisado. Todo se remontaba a aquella increíble noche en que un hombre murió y volvió extrañamente a la vida durante una de sus concentraciones. Aquel acontecimiento condujo a Hallstead a la habitación de hotel de Danny y, a partir de entonces, Danny salió disparado como una bala de cañón.

Los telespectadores se volvían locos por él. El atractivo sexual y el carisma que electrizaba a sus seguidores se transmitía con la misma facilidad a través de las ondas aéreas. La pequeña pantalla no reducía su impacto en lo más mínimo; su voz resultaba igualmente seductora y su magia no sufría el menor menoscabo. Danny descubrió que el poder era el poder, tanto si lo utilizaba para dominar a una mujer en la cama como si lo empleaba para escupirles el evangelio a medio millón de personas a través de las antenas de la televisión.

Gustaba a la gente, no solo porque era guapo, dinámico y joven. Parte de su atractivo residía en el hecho de haberse mantenido apartado del fundamentalismo bíblico. Aunque estaba muy familiarizado con las Sagradas Escrituras (había estudiado y asimilado la Biblia tanto como el Mein Kampf y Perfiles de valor), prefería predicar un amplio mensaje moral, recordándole a la gente que había pecado, pero podría encontrar la salvación si lo escuchaba. Y la gente le enviaba sus dólares, pensando que, con dinero, podrían comprar la gracia de Dios.

Incluso la religión podía convertirse en un instrumento de poder.

Maquiavelo le había dicho aquellas palabras al joven Danny veinticinco años antes, y él las seguía repitiendo. Danny Mackay sabía que era la prueba viviente de que el plan descrito en El Príncipe daba efectivamente resultado. Por eso en 1973 Danny había creado el Premio a la Valía Reverendo Danny Mackay. «Un príncipe demuestra que admira el talento honrando a los hombres capacitados». Cada año se concedía una placa de bronce al Cristiano o la Cristiana del Año. La fundación de Danny ofrecía premios en metálico a los ciudadanos que realizaban buenas obras, a los alumnos que destacaban en sus estudios, a las empresas que servían al bien común. «Nada le granjea a un príncipe más estima que las distinciones en cuestiones civiles». Danny había creado también becas universitarias y programas misioneros en otros países, y organizaba en la televisión campañas de recogida de fondos para la rehabilitación de drogadictos.

La Pastoral de la Buena Nueva ingresaba millones de dólares anuales y se había convertido en una de las iglesias más ricas del país. Y Danny Mackay, su fundador y máximo dirigente, se hacía más famoso a cada domingo que pasaba.

Y también más rico.

A Danny se le ocurrió la creación de una empresa «protectora» para facilitar la construcción de su fortuna personal.

—Crearemos una empresa ficticia —le explicó a Bonner— y, a través de ella, pediré dinero prestado a la Pastoral. Como, en realidad, la empresa no existirá, el dinero irá a parar directamente a mi bolsillo.

Así adquirió Danny aquellos dos grandes edificios comerciales en el centro de Houston y la empresa de alquiler de yates en Galveston y ahora la Royal Farms de California. El dinero de la Pastoral pertenecía a Dios y con él Danny construiría el más importante templo de adoración que el Señor hubiera visto jamás. Pero el dinero era suyo y él hacía con él lo que le apetecía.

—¿Me disculpa un minuto? —le dijo al juez.

Se abrió paso entre la gente que le felicitaba y se detuvo un instante para intercambiar unas palabras con el propietario de los grandes almacenes más importante de Houston.

—¿Cómo está su hijita? —le preguntó con su tono de voz más sincero.

—Muy bien, reverendo. Seguramente saldrá del hospital dentro de unos días. Las flores que usted le envió la animaron mucho. Dios le bendiga.

Al llegar al otro extremo de la sala, se acercó a dos hombres que no comían ni bebían sino que permanecían al margen de la fiesta con rostros inexpresivos.

—¿Has encontrado el nombre del reportero? —le preguntó Danny a uno de ellos, hablando en voz baja para que nadie pudiera oírle.

El hombre sacó un cuadernito de notas del bolsillo interior de la chaqueta. Lo abrió por una página y se lo entregó a su patrón. Danny leyó la información y asintió con la cara muy seria. Era el nombre y dirección de un periodista que había escrito unos comentarios demoledores sobre Danny en una columna publicada en distintos periódicos del país. Danny leyó la dirección (el reportero vivía en Washington) y se la aprendió de memoria.

—Averigua a qué escuela asiste su niño —dijo Danny en un susurro, devolviéndole al hombre el cuadernito—. Y dónde trabaja su mujer. Averigua también dónde viven sus padres.

Tal vez eso diera resultado…, sus padres.

Echó un último vistazo al nombre y lo incluyó en su lista privada, la lista antaño encabezada por el desventurado doctor Simon Waddell. En veinticinco años, seis nombres habían sido eliminados de la lista. Pero se habían añadido once. Danny les daría a todos su merecido a su debido tiempo.

Al final, apareció Bonner, abriéndose paso entre los invitados.

Danny se excusó y se apartó en un rincón con su amigo.

—¿Qué ha ocurrido?

—Siento haberme perdido la ceremonia, Danny. Le dije al piloto que tenía prisa, pero había una tormenta sobre Phoenix y hemos tenido que desviarnos a Utah.

A Danny no le interesaban los detalles. No podía estarse quieto. Miró a uno y otro lado y preguntó:

—Háblame de la visita. ¿Has conocido a esa Highland?

—No estaba, pero me he reunido con sus dos colaboradoras más próximas.

—Y, ¿qué?

Bonner se alisó con la mano el sedoso cabello color maíz. A sus cuarenta y seis años, conservaba su insólito aspecto angelical. Y resultaba muy fotogénico en la pequeña pantalla. A la gente le gustaba verle en el estrado, al lado del reverendo Danny.

—Royal Farms es propietaria de una editorial de libros de texto, una cadena de salones de belleza y una tienda de ropa para hombres en Beverly Hills. No merece la pena ir a California para echarles un vistazo.

—Diles que firmaremos los documentos mañana a primera hora.

—¿A primera hora de la mañana de tu luna de miel? —preguntó Bonner, riéndose.

Danny miró a la frágil joven vestida de blanco que parecía querer esconderse detrás de su voluminosa madre. Retrocedió cuando él se acercó. E hizo una mueca cuando él la tocó. Bueno, pues, aquella noche le iba a dar algo que la obligaría a hacer una mueca de verdad.

—Qué demonios —musitó, rebosante de euforia—. Llama a Austin ahora mismo. Diles que firmaremos los papeles esta tarde. No vaya a ser que esa Highland comprenda de repente el buen negocio que nos ofrece y lo piense mejor, ¿no crees?

Ir a la siguiente página

Report Page