Butterfly

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Abril » Capítulo 37

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Las violentas luces de la sala del quirófano iluminaban un cuerpo inconsciente, cubierto por unas sábanas verdes. No se oía en la estancia el menor sonido, exceptuando el zumbido del aparato de ventilación del anestesista y el clic regular del monitor cardíaco. Cuatro personas rodeaban el quirófano, todas vestidas de verde y con blancas máscaras de papel. El cirujano, que superaba en estatura a sus compañeros, sudaba tan profusamente que la enfermera tenía que enjugarle el sudor de la frente con un lienzo. La atmósfera estaba cargada de tensión. El temor se transmitía a través de los ojos de cada miembro del equipo quirúrgico. Si muriera aquel paciente tan importante, decían sus rostros, podría producirse una crisis internacional.

—Bisturí —dijo el cirujano.

La enfermera se lo entregó. Él lo colocó en posición de cortar la tensa carne.

—Un momento —dijo la doctora Markus desde la esquina. Se acercó al quirófano, le arrebató el bisturí al hombre y dijo—: Así no te he enseñado a sostener el bisturí. ¡No vas a cortar una longaniza, hombre!

—¡Y eso qué más da! —replicó el cirujano a gritos—. ¿A quién mierda le importa?

—¡Me importa a mí! —gritó la doctora Markus a su vez, arrojando el bisturí al suelo.

—Corten —dijo una voz cansada—. Corten, corten, corten. ¿Doctora Markus? ¿Puede venir un momento?

Linda miró enfurecida al hombre vestido de cirujano, giró sobre sus talones y abandonó el plató.

—Mi querida doctora Markus —dijo el director, acercándose a ella y tomándola por el codo—. ¿Se da usted cuenta de que, como siga interrumpiendo, jamás conseguiremos terminar esta escena?

—¡Aquel hombre es un idiota! No se sostiene un bisturí de esta manera. Hace falta una mano de mantis religiosa. ¡Cuántas veces se lo voy a tener que repetir!

—Doctora Markus, cariño —dijo el director en voz baja, apartándola del equipo de rodaje—. ¿Qué importa eso? No es más que una serie de televisión.

Linda le miró, exasperada.

—Mire, Barry Greene me contrató como asesora técnica. Si ustedes no aceptan mis sugerencias técnicas, ¿qué pinto yo aquí?

—Bueno, bueno. Cálmese…

Linda dio media vuelta y se retiró.

Linda vivía en Malibú en una casa construida en la ladera de un acantilado al borde del océano. Cuando crecía la marea y las olas azotaban los pilotes, sentía la casa vibrar. El rocío del agua mojaba la terraza exterior de madera y la casa se llenaba del salado aroma del mar. Era una pequeña y vieja casa de cuatro habitaciones que había adquirido por medio millón de dólares.

La casa temblaba en aquella lluviosa noche de abril en que Linda estaba aguardando la llegada de Barry Greene. El Pacífico parecía haber lanzado un asedio contra los pilotes como si pretendiera derribarlos. El océano se movía con su ritmo incesante como si hablara con Linda por medio de su espuma y de los susurros de la marea al retirarse. Mientras paseaba por el salón, donde Beethoven competía con la canción del mar, Linda pensó en el mundo acuático, en el que los cangrejos y las algas marinas se arremolinaban alrededor de los pilotes que sostenían su casa. Pensó en las noches en las que había permanecido tendida en su cama, escuchando el rumor del océano y reflexionando sobre su soledad.

Linda no había elegido vivir en soledad; las cosas ocurrieron sin más. Se esforzó para que sus dos breves matrimonios resultaran satisfactorios, intentó encontrar a alguien con quien pudiera comprometerse, pero aquella parte vital de sí misma, el deseo y la entrega sexual, se congelaba al simple contacto con un hombre. Y las relaciones íntimas no podían sobrevivir en semejante frialdad.

Consultó el reloj que colgaba sobre la chimenea. Barry Greene la había llamado una hora antes, pidiéndole que no actuara impulsivamente (Linda acababa de presentar su dimisión en Cinco Norte) y solicitando hablar con ella. Por eso le había invitado a visitarla en su costoso refugio a dos pasos de la autopista de la Costa del Pacífico bañada por la lluvia.

De pronto, oyó el timbre de la puerta.

Barry había aparcado el Porche al lado del Ferrari de Linda y se encontraba de pie bajo la fina lluvia de abril, con los brazos llenos de paquetes. Había pasado por Vicente Foods para comprar bistecs, pan francés y una botella de champaña. Cuando Linda lo vio y él lo dejó todo sobre el mostrador de la pequeña cocina, Linda comprendió la verdadera razón por la cual él había acudido a su casa aquella noche y por la cual ella le había invitado.

La discusión sobre la serie de televisión duró cinco minutos: Barry la convenció de que se quedara.

—Yo impondré la ley —le prometió mientras ambos se sentaban junto a la chimenea del salón y contemplaban cómo la lluvia azotaba con fuerza la terraza—. Le diré que tiene que hacer exactamente lo que tú digas. Este hombre puede ser un auténtico incordio.

Ambos se lanzaron a una conversación intrascendente mientras Barry llenaba repetidamente las copas.

Linda intentó relajarse y trató de escuchar y reírse de vez en cuando, permitiendo que el champaña le hiciera cierto efecto. A fin de cuentas, pensó, mientras se quitaba los zapatos y doblaba las piernas sobre el sofá, Barry Greene era un hombre muy guapo. Y estaba familiarizado con el poder. Nunca lo proclamaba a los cuatro vientos ni se jactaba de ello; Barry utilizaba el poder con discreción. Cosa que a Linda le encantaba.

Por si fuera poco, era tremendamente gracioso.

—¿Te he contado lo de mi primo Abe? —dijo cuando se terminaron el champaña y él se fue a la cocina y regresó con una botella de vino de Linda, sentándose a su lado en el sofá mientras volvía a llenar las copas—. Abe cruzaba el país en un tren de la Amtrak y tenía un billete de litera. Una noche, mientras trataba de dormir en la litera superior, oyó que la mujer de la litera de abajo no paraba de decir:

»—Ay, qué sed que tengo. Ay, qué sed que tengo.

»Por culpa de eso, Abe no podía dormir. Bajó por la escalerilla, se fue al final del vagón donde estaba el surtidor de agua, llenó un vaso de papel, volvió y lo introdujo entre las cortinas de la litera inferior. Volvió a subir, intentó ponerse cómodo y estaba a punto de quedarse dormido, cuando oyó la voz de abajo:

»—Ay, qué sed que tenía.

Linda se rio y tomó un sorbo de vino. Comprobó que ya no le apetecía comer; los bistecs se tendrían que quedar en la nevera.

—Bueno, bueno —dijo Barry, mirando a su alrededor—. Tienes una casa muy bonita. Apuesto a que te costó un ojo de la cara.

—Más o menos. Y tuve suerte de conseguirla.

—Podrías pedir un millón por ella y te la quitarían de las manos antes de que pusieras el letrero de «En venta».

—El acantilado está en proceso de erosión. Pero a nadie le importa. Algún día, todas las casas de aquí se irán flotando hasta Hawai.

—¿Has estado alguna vez en Hawai?

—Hice mi período de interna allí, en el Great Victoria Hospital de Honolulu.

—No hablo en broma. ¿Por qué elegiste la especialidad de cirugía?

Unas visiones cruzaron fugazmente por la mente de Linda…, salas de quirófanos y cirujanos y dolorosos injertos cutáneos y expertos intentando reconstruirla tras el grave accidente sufrido en su infancia.

—Supongo que para demostrarme a mí misma que podía hacerlo. Mi mejor amiga es pediatra. Ella no quería, prefería dedicarse a la patología, pero cedió a las presiones familiares y al lavado de cerebro a la que la sometieron los profesores. Las alumnas suelen ser hábilmente encauzadas hacia las llamadas especialidades femeninas: ginecología, dermatología, medicina general.

—¿En esta época en que vivimos?

Linda se rio.

—En esta época en que vivimos. Las médicas aún lo tienen muy duro, a pesar de los avances de las dos últimas décadas.

—Recuerdo la revisión médica que le hicieron a mi hijo antes de ir a un campamento de verano. Tenía doce años y, cuando supo que el médico era una mujer, no quiso ir. Mi mujer le informó de que ella y sus hermanas habían tenido que ir a médicos varones durante años sin quejarse, y que ahora les tocaba el turno a los chicos. —Barry se rio—. Fue, pero no le gustó.

—No sabía que estuvieras casado.

—No lo estoy. Nos divorciamos hace diez años.

—Yo también estoy divorciada.

—¿Qué ocurrió?

—No dio resultado.

Ambos permanecieron un rato en silencio. Linda contempló las llamas de la chimenea mientras Barry la miraba a ella.

—No puedo creer que vivas sola —dijo Barry en un susurro—. Una mujer tan guapa como tú.

Linda se volvió a mirarle. Le gustaba la forma en que la luz del fuego jugaba con los planos de su rostro.

—Ahora no estoy sola, ¿verdad?

Barry extendió la mano y la rozó.

—No. Ahora no.

Linda esbozó una sonrisa. Se sentía cálida y soñadora. La lluvia caía con tanta fuerza que sonaba como un sordo rugido sobre el techo. El océano se agitaba y hacía estremecer la casa. El mundo exterior era frío y hostil, pero el salón de Linda era acogedor y seguro, y estaba lleno de un dorado resplandor. Linda empezó a relajarse.

Barry se acercó un poco más y la besó no con urgencia sexual sino despacio y con ternura como si eso fuera lo único que le interesara. Pero no era lo único, por supuesto. Pronto su mano empezó a deslizarse por debajo de la blusa de Linda. Ella le rodeó el cuello con sus brazos. Se sentía a gusto; lo deseaba de verdad.

—Vamos al dormitorio —murmuró Barry.

La asistenta de Linda había doblado la vuelta de los cobertores, como tenía por costumbre hacer cuando la doctora Markus regresaba a casa de noche. Por consiguiente, era como si Linda lo tuviera previsto. Barry empezó a excitarse y sus besos se hicieron más urgentes mientras sus manos se movían con deliberado propósito.

—Espera… —dijo Linda, levantándose de la cama para apagar la luz del techo.

Él se acercó por detrás, deslizó las manos hacia su busto y le besó el cuello. Linda contrajo los músculos, se apartó y se acercó a la puerta de cristal para correr las cortinas y bloquear la luz de la lámpara de la terraza. El dormitorio quedó sumido en la oscuridad. Se arrojó en brazos de Barry y lo besó, emitiendo un gemido y comprimiendo el cuerpo contra el suyo.

Después, ambos se desnudaron apresuradamente.

Mientras sus pantalones resbalaban al suelo y ella se quedaba en bragas, Linda observó que la luz piloto del cuarto de baño iluminaba ligeramente el dormitorio. Se apartó de Barry y cerró la puerta. En medio de la total oscuridad, Barry no podía encontrarla.

—Oye —le dijo este en un susurro—, necesitamos un poco de luz, ¿sabes?

—Lo prefiero así —contestó Linda, tendiéndose en la cama. Ahora que él no podía verla y estaba a salvo de sus ojos, se quitó las bragas. Solo podía hacer el amor en medio de la oscuridad más absoluta. Estaba acostumbrada a ello. Se conocía la disposición del dormitorio de memoria. Sabía dónde estaba cada cosa…, la cama, el sillón, la mesita del televisor.

Pero Barry no.

Linda oyó un rumor apagado y después la voz de Barry:

—¡Ay! ¡Maldita sea! ¡El pie!

Linda se incorporó y le tendió la mano.

—Por aquí…

—Perdona, cariño —dijo Barry—, pero necesito un poco de luz.

Antes de que Linda pudiera impedirlo, esta oyó el clic de un interruptor y todo el dormitorio se quedó inundado de luz.

Linda lanzó un grito y se cubrió con el cuadrante.

—Ya está —dijo Barry, sonriendo y cojeando hacia la cama. Cuando intentó estrecharla en sus brazos, Linda se apartó—. ¿Qué ocurre? —le preguntó él.

Entonces Linda lo comprendió: era inútil. No podía seguir de aquella manera. La luz, el pie lastimado de Barry…, todo se había estropeado. Como en otras ocasiones anteriores, el deseo sexual se había desvanecido en contra de su voluntad; en el momento en que más desesperadamente lo necesitaba, su cuerpo la traicionaba. Su mente quería hacer el amor, pero su cuerpo se paralizaba. Ahora, la idea de Barry Greene tendido encima suyo y tratando de penetrarla la llenó de un conocido temor.

—¿Qué ocurre, Linda? —preguntó él, mirándola fijamente.

—Lo siento —musitó Linda.

—¿Que lo sientes? ¿A qué te refieres?

—No puedo.

—¿Por qué no?

—No puedo, eso es todo.

Barry le acarició el hombro desnudo con su mano. Ella se estremeció.

—¿Qué te pasa, Linda? —preguntó Barry con dulzura—. ¿Tengo yo la culpa?

—No, la tengo yo. Preferiría que te fueras, Barry.

—¿Por qué no hablamos de ello? A lo mejor, lo podríamos resolver.

Linda sacudió la cabeza sin poder hablar, furiosa, dolorida y humillada, castigándose mentalmente por haberlo intentado demasiado pronto.

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